La Guerra
Civil dejó a España devastada. En los primeros años de la posguerra, el país se
encontraba absolutamente empobrecido por la contienda y aislado
internacionalmente. La década de 1940 y
buena parte de la de los cincuenta corresponden a un periodo autárquico, uno de
los más duros y grises de nuestra historia.
Con la ardua
tarea de la reconstrucción por delante, Madrid y Barcelona (igual que el resto
de ciudades principales) comenzaron a recibir una inmigración sin recursos que
huía del campo para intentar sobrevivir en las ciudades. La falta de vivienda hizo
proliferar el barraquismo, levantando auténticas ciudades informales. Durante
este primer periodo de la dictadura, Madrid
y Barcelona se encontraron entre la infravivienda masiva y las insuficientes soluciones
de emergencia arbitradas desde la Administración Pública y desde un
incipiente sector inmobiliario.
No obstante, dentro
de este panorama común, hubo matices que diferenciaron ambas ciudades. Madrid continuó siendo la sede del poder y
esto le abrió unas oportunidades de las que careció Barcelona.
Madrid tuvo
un Plan que pretendía convertirla en la capital “imperial” de la Nueva España:
el Plan Bidagor, un plan urbanístico
que encontró muchas dificultades en su aplicación.
Barcelona, sin
esa influencia y obligada a ocultar muchas de sus señas de identidad, abrió un paréntesis de estancamiento urbano que
la sumió en un letargo del que no empezaría
a despertar hasta los años sesenta.