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28 feb 2015

Madrid y Barcelona en “transición”: la democracia y un nuevo paradigma urbano. (Paralelismos y Divergencias, 12)

Madrid apostó por el Plan (plano del PGOUM 85). Barcelona lo haría por el Microurbanismo (intervención en el Moll de la Fusta).
El “desarrollismo” tuvo un final abrupto en España. La crisis del petróleo de 1973 y el final de la dictadura en 1975 abrieron un tiempo nuevo en el que tanto el país como sus principales ciudades modificarían su rumbo radicalmente. La recesión económica y la llegada de la democracia prepararían un escenario inédito en el que Madrid y Barcelona abordarían su futuro con nuevas claves y con un ímpetu renovado.
Los ciudadanos habían recuperado el poder (los ayuntamientos democráticos se constituyeron en 1979) y reivindicarían un nuevo modelo de ciudad más humana y equilibrada. Madrid y Barcelona se enfrentaron a una revisión en profundidad.  Las dos ciudades pretendían recualificar su espacio corrigiendo los graves problemas heredados de la etapa anterior. Pero lo harían adoptando estrategias distintas. Mientras Madrid acabaría aprobando un Plan General que marcaría un hito para la capital y para la cultura urbana de todo el país. Barcelona optaría por un proceso diferente: el microurbanismo.

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Crisis económica y crisis política: las claves de un nuevo rumbo para España y sus ciudades.
Entre el comienzo de la década de 1970 y su final, en España se produjeron dos acontecimientos de gran trascendencia que modificaron drásticamente el rumbo del país y de sus ciudades.
Madrid en 1970.
En primer lugar, ocurrió un suceso externo que afectaría a todas las economías occidentales. La decisión de los países árabes de no exportar petróleo a los estados que habían apoyado a Israel durante la guerra del Yom Kippur (1973) supuso una reducción sustancial de la oferta y, en consecuencia, una gran elevación del precio del crudo, que se cuadruplicó. Esto provocó el estallido repentino de la denominada “Crisis del Petróleo”, una situación generalizada de dificultad económica que tuvo graves consecuencias para los países industrializados, dada la elevada dependencia que tenían de esa fuente de energía.  Aunque el embargo se levantó en 1974, los precios permanecerían altos y los efectos del “shock” se mantendrían durante el resto de la década. La factura energética incrementó de forma desmesurada los costes de producción que derivaron en una inflación galopante. El consumo se restringió de forma extraordinaria y numerosas industrias se vieron forzadas a cerrar sus instalaciones, produciendo un considerable incremento del desempleo. En consecuencia se produciría un estancamiento que clausuraría drásticamente el periodo de bonanza anterior. En este contexto, las grandes ciudades verían frenado en seco su crecimiento (incluso en algunos casos sufrirían descensos de población) y se enfrentarían a una situación muy distinta a la de los últimos años.
La segunda clave fue interna. Desde la Guerra Civil (1936-1939), España estaba sometida a un régimen dictatorial. Durante el último periodo del “franquismo” se fue consolidando una cierta bipolaridad en la sociedad española, que se manifestó socialmente en unas intensas protestas (de estudiantes, de trabajadores, etc.) que, a pesar de la represión, fueron calando en una mayoría que anhelaba mayores libertades. La muerte en 1975 del general Franco permitió el comienzo de la liquidación de un sistema que había durado casi cuarenta años, dando los primeros pasos para la instauración de la democracia. Los españoles iniciaron la “transición” hacia el deseado sistema político, concretado en la Constitución de 1978, en la que se daba carta de naturaleza, entre otras muchas cuestiones, a la monarquía parlamentaria como fórmula de gobierno, a la estructuración del país en Comunidades Autónomas y a la conversión de los Ayuntamientos en entidades democráticas, cuyas primeras elecciones se celebraron en  1979. Este hecho sería de gran trascendencia para las ciudades.
Barcelona en 1975.
A lo largo de la siguiente década, España iría recuperándose económicamente y consolidando la incipiente democracia, asistiendo a una transformación espectacular que la ubicarían en el grupo de los países occidentales más avanzados (con actos como la integración en 1982 en la OTAN, Organización del Tratado del Atlántico Norte, confirmada por referéndum en 1986 o la entrada en ese mismo año en la CEE, Comunidad Económica Europea). Las ciudades encabezarán este proceso vertiginoso de modernización que culminará en una fecha simbólica, 1992, en la que se cumplía el quinientos aniversario de la Conquista de América. En ese año se celebrarían los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Capitalidad Cultural de Madrid y la Exposición Universal de Sevilla.
Pero antes de ese emblemático año, las ciudades democráticas tuvieron que abordar dos tareas urgentes: convertir la ciudad heredada del desarrollismo en un espacio “habitable” para los ciudadanos y modernizar sus estructuras, en sintonía con las principales urbes mundiales. Las intervenciones se realizarían desde un nuevo paradigma urbano.

El nuevo paradigma urbano de las ciudades democráticas: recualificar la ciudad heredada.
Las dos claves históricas referidas (la recesión económica y el cambio de sistema político) van a propiciar un giro radical en el rumbo de las ciudades españolas, y concretamente de Madrid y Barcelona.
Ambas habían sufrido intensamente las consecuencias especulativas del “desarrollismo” del periodo anterior, y presentaban un panorama bastante desolador. La crisis económica había acabado con el crecimiento desaforado y descontrolado característico hasta entonces y sus efectos se manifestaban en graves desequilibrios internos, extensiones anárquicas, déficits infraestructurales y de equipamientos, espacios desfigurados o desestructuración generalizada en sus sistemas. El escenario, a partir de entonces, sería otro. El urbanismo del desarrollismo daría paso al urbanismo de la austeridad.
Madrid. Vallecas en 1980. Los conflictos tipológicos y de escala o los déficits dotacionales eran habituales en las grandes ciudades.
Por otra parte, las primeras elecciones municipales democráticas de 1979 dieron la victoria a los partidos de izquierda en las dos grandes ciudades, lo que supondría una reorientación en la estrategia evolutiva de las mismas. Los nuevos ayuntamientos plantearon otras políticas urbanas que apostaban por un nuevo modelo que tuviera a los ciudadanos como objetivo. Los criterios que debían dirigir los planteamientos urbanos tendrían una clara orientación social, buscando que la ciudad comenzara a ser apreciada por su “valor de uso” y relegando el “valor económico y mercantil” imperante durante el desarrollismo. El objetivo principal sería recualificar la ciudad existente, con unas directrices claras: limitar la extensión de la misma, dedicándose a completar los “huecos” y discontinuidades existentes, y reequilibrarla internamente.
Por otra parte, desde el punto de vista legislativo general, también habría novedades. La Ley del Suelo de 1956, que había asentado las bases técnicas y conceptuales del urbanismo español, fue reformada por la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, que se conocería como la Ley del Suelo de 1975. Este reglamento introducía la gran aportación de los “estándares urbanísticos”, entendidos como parámetros de obligado cumplimiento que pretendían garantizar la dotación mínima de equipamientos y zonas verdes en cualquier nuevo desarrollo, evitando la discrecionalidad del planificador.
La discontinuidad urbana creada por el Desarrollismo puede apreciarse en la imagen tomada por Francesc Catalá-Roca en las afueras de Barcelona.
Madrid y Barcelona comenzaron una revisión en profundidad. Y aunque ambas padecían problemas similares propondrían soluciones siguiendo estrategias distintas. Madrid, actuaría desde “lo general a lo particular” aprobando en 1985 un Plan General de Ordenación Urbana que marcaría un hito para la capital y para la cultura urbana de todo el país. Barcelona, en cambio, optaría por una estrategia diferente, que iría desde “lo particular a lo general”: el Microurbanismo. Las dos ciudades encabezarían entonces un debate disciplinar sobre los mecanismos más adecuados para intervenir en la ciudad, un debate que enfrentaba el “multiproyecto” con el “Plan”.

Madrid, hacia el Plan General como instrumento de diseño urbano.
En los primeros años de la década de 1970 Madrid superó los tres millones de habitantes pero con la crisis, frenó totalmente su crecimiento. No obstante, la inmigración continuaría, aunque mucho más moderada y se alojaría en los municipios del Área Metropolitana (Móstoles, Fuenlabrada, Parla, etc.). En los últimos años, Madrid había ido cambiando de rostro, por ejemplo con la construcción de oficinas en los grandes ejes de la ciudad, consolidándose las actuaciones de la Castellana, Colón, AZCA, Orense o con las promociones residenciales, como Altamira, Ciudad de los Periodistas o Santa Eugenia dirigidos a la clase media y las viviendas en régimen cooperativo sobre terrenos urbanizados por el Instituto Nacional de la Vivienda en las zonas de Aluche, Campamento, Canillas, Moratalaz y San Blas. Otra obra emblemática de ese periodo sería el llamado Tercer Cinturón (la M-30, hoy denominada Calle-30) que se inauguraría en 1974 (aunque el anillo no se cerraría definitivamente hasta 1992).
La M-30 madrileña en construcción a su paso por la zona de Ventas.
En los últimos años de la dictadura, en Madrid se había ido gestando un movimiento ciudadano asociativo (entonces, generalmente, al margen del sistema), que una vez consolidado en la democracia, se ocuparía de denunciar los problemas y exigir soluciones para una población que había sufrido el desequilibrado y agresivo desarrollo urbano anterior. Sus reivindicaciones serían recogidas por el primer ayuntamiento democrático que estaba dirigido por Enrique Tierno Galván (1918-1986). Tierno era un veterano político e intelectual socialista, que gozaría de una enorme popularidad en su papel de alcalde de la capital y que contó con el arquitecto Eduardo Mangada (1932) como concejal delegado de Urbanismo (hasta 1982). El nuevo equipo municipal adoptaría el acuerdo de definir una nueva planificación para Madrid. Iniciados los trabajos en 1980, bajo la dirección del arquitecto Eduardo Leira (1944), el Plan General de Ordenación Urbana de Madrid sería aprobado inicialmente en 1983 y con carácter definitivo en 1985. El PGOUM 1985 propondría un nuevo modelo urbano, innovador y esperanzado, cuyo objetivo era “recuperar” la ciudad para los ciudadanos. Este Plan pretendía sanar las graves heridas producidas por pasado desarrollista de Madrid, para lo cual limitaría su expansión y, con una declarada voluntad morfológica, adoptaría el proyecto urbano como estrategia para completar la ciudad discontinua. También se ocuparía de reequilibrar los déficits dotacionales entre el norte y el sur. Su formulación sería trascendente para Madrid y también para otras muchas ciudades que lo tomarían como referencia.

Barcelona, hacia el multiproyecto como estrategia de intervención urbana.
El panorama de la Barcelona heredada por la democracia era desalentador: una densidad extraordinaria con clamorosos déficits de espacios libres, una congestión de tráfico casi permanente, una desconexión física y mental del mar, graves desequilibrios estructurales y, en general, un deterioro ambiental importante. Sumado a todo, Barcelona se encontraba con dos circunstancias particulares. Por una parte, su territorio administrativo se encontraba, desde hacía ya tiempo, prácticamente colmatado. De hecho, los últimos grandes crecimientos se habían producido en las ciudades perimetrales que integran su área metropolitana. Y por otra parte, el nuevo ayuntamiento de la ciudad se encontró con un planeamiento aprobado muy recientemente (Plan General Metropolitano Ordenación Urbana de Barcelona, 1976) que organizaba los aspectos fundamentales de su área metropolitana. Este Plan va a asumirse como un marco aprovechable, ya que la opción de su revisión significaba comenzar un proceso complejo, de larga duración y la ciudad no podía esperar para acometer las necesarias reformas.
Plan General Metropolitano Ordenación Urbana de Barcelona, 1976
El espíritu transformador se encontró muy apoyado por las reivindicaciones populares de los movimientos ciudadanos y de barrio, que siempre han sido muy activos en Barcelona. La tarea se presentaba ardua y alcanzó, en ocasiones, grados épicos, pero la ciudad no se desanimó. Para ello contó con un fuerte liderazgo político que impulsó con resolución el proceso y lo gestionó con brillantez. El primer ayuntamiento socialista estuvo encabezado por Narcís Serra (1943) y apoyado urbanísticamente en el arquitecto jefe del equipo redactor del Plan Metropolitano de 1976, Juan Antonio Solans (1941). Cuando Serra y Solans emprendieron otras responsabilidades políticas fueron sustituidos por un nuevo alcalde (en 1982), Pascual Maragall (1941) y un nuevo técnico responsable de la ciudad (en 1980), el arquitecto Oriol Bohigas (1925).
La designación de Oriol Bohigas como concejal delegado de Urbanismo convirtió a Barcelona en un gran laboratorio urbanístico en el que experimentar las ideas desarrolladas en la Escuela de Arquitectura, que Bohigas estaba entonces dirigiendo. Desde su responsabilidad, Bohigas defendió una nueva forma de abordar la tarea urbana, apoyándose en el método del Proyecto frente al Plan General de Ordenación. Denunciaría el mito de la unidad de la ciudad y la irrealidad de los Planes urbanísticos, y defendió el pragmatismo de actuaciones numerosas y rápidas, diseminadas por todo el casco urbano, y centradas en la remodelación del espacio público.
La primacía del Proyecto sobre el Plan no significaba suprimir los instrumentos tradicionales de control urbanístico sino transformarlos en otro tipo de documento y en otras fórmulas de gestión. Se trataba de un cambio de escala. De la visión holística sobre la ciudad se pasaba a una planificación que consideraba entornos más reducidos y asequibles. Bohigas lo denominaba el “Plan-Proyecto”. No obstante, estos “Planes-Proyecto” no se encontraban huérfanos de referencias superiores; todo lo contrario, requerían esa orientación previa que marcara su rumbo. El modelo era necesario, pero se debía limitar a sentar las bases políticas del futuro de la ciudad, definiendo las intenciones generales y marcando las grandes decisiones. En esa línea, debía reducir sus consideraciones figurativas, formales y funcionales, ya que estas determinaciones corresponderían a cada proyecto concreto. La flexibilidad de ese esquema conceptual, de esa orientación global, otorgaba todo el protagonismo a los proyectos específicos, que asumían la responsabilidad sobre la programación de usos y formas. Desde lo particular se llegaría a lo general.
Sobre estas bases se planteó la noción de “acupuntura urbana”, como una técnica de intervención en puntos “neurálgicos” (o neuróticos) de la ciudad, para, desde ellos, producir un efecto de “metástasis positiva” que irradiara e impulsara la renovación. En muchas ocasiones la iniciativa pública seria la responsable de ese esfuerzo inicial para que la privada continuara y completara los objetivos. Esta filosofía urbana, reconocida como “microurbanismo”, será uno de los rasgos característicos del nuevo proceder barcelonés durante la década de 1980, que culminaría con las intervenciones para los Juegos Olímpicos de 1992.

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