Durante el
siglo XIX, la sociedad industrial europea actuó drásticamente para adaptar las
ciudades heredadas a los requisitos de la modernidad. Muchas de ellas fueron
reestructuradas por medio de nuevas vías y por la sustitución de edificios e
incluso barrios enteros. Esa dinámica se incrementó vertiginosamente en el siglo
XX, especialmente a partir de la Segunda Guerra Mundial. Algunas ciudades
habían padecido destrucciones muy importantes y fueron reconstruidas con mayor
o menor seguimiento de los trazados históricos, pero hubo otras que, sin
presentar el dramatismo de las consecuencias bélicas, emprendieron
remodelaciones sustanciales (y poco respetuosas) de sus centros históricos (impulsadas,
sobre todo, por un sector inmobiliario hiperactivo, escudado en la necesidad de
desarrollo y modernización).
Bruselas se
convirtió en paradigma de esa dinámica que adulteró una parte sustancial de su
centro histórico. Su caso llegó a ser tan emblemático que generó un neologismo
urbanístico para designar esas transformaciones radicales y especulativas: la
“bruselización”. Profundizaremos en este artículo en la construcción de la
ciudad antigua de la capital belga (el denominado “pentágono”) y en las circunstancias de su metamorfosis.