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1 ago 2018

Ciudades de fábula: Samarcanda e Isfahán, entre la realidad y el mito.


Isfahán y Samarcanda son ciudades reales, pero mantienen buena parte del halo legendario que las hizo célebres. En la imagen, la gran plaza Meidan Emam de Isfahán.
La mera evocación de los nombres de ciertas ciudades excita la imaginación. Más aún si durante siglos, esas ciudades constituyeron escenarios lejanos y desconocidos, propicios para la creación de leyendas. Desde la antigüedad hasta nuestra era contemporánea, esas ciudades han fascinado a partir de relatos, dibujos u objetos exóticos.
Samarcanda e Isfahán son dos de esos casos de ciudades que si bien, son reales y no se pueden separar de su cotidianeidad, disfrutan, sobre todo para los visitantes, de una aureola mítica, gestada por la antigua Ruta de la Seda, nutrida por narraciones como las de las Mil y Una Noches, o magnificada por obras como las características cúpulas azules bulbosas, los esplendidos jardines o los impresionantes espacios urbanos que albergan.
Son dos ciudades diferentes y, en cierto modo iguales; dos ciudades identificadas con culturas distintas (lo mongol, lo túrquico, lo persa) y paisajes contrapuestos, pero que serían reunidas por la religión (el islam). El credo musulmán actuaría como manto unificador en la construcción de estas dos ciudades, separadas por poco más de 2.000 kilómetros, que fueron capitales de imperios y que hoy son urbes modernas pujantes, aunque celosas guardianas de sus historias de fábula.

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Ciudades entre la realidad y el mito.

“- ¿No te han dicho nunca que Ispahán no existe?
- ¿Cómo? ¿No es la más grande, la más hermosa de las ciudades de Persia? ¿No era ya en tiempos remotos la altiva capital de Artabán, rey de los partos? ¿No han alabado sus maravillas en los libros?
- No sé lo que dicen los libros, pero yo nací aquí hace setenta años y sólo los extranjeros me hablan de la ciudad de Ispahán. Yo nunca la he visto”.
Amin Maalouf. “Samarcanda”

La mera evocación de los nombres de ciertas ciudades excita la imaginación. Más aún si durante siglos, esas ciudades constituyeron escenarios lejanos y envueltos de misterio para muchas personas que solo tenían vagas referencias de su existencia. Esas ciudades ignotas eran lugares propicios para la creación de leyendas.
La elevación de esas ciudades a los altares devocionarios depende desde luego de su capacidad para deslumbrar a los cronistas, encargados de transmitir sus impresiones a quienes no las conocen físicamente y las construyen dentro de su cabeza. Se activa entonces la fantasía, excitada por relatos de los viajeros, tantas veces exagerados y poco objetivos; por imágenes, habitualmente idealizadas salidas de la mano de dibujantes fascinados; o estimulada por exóticos objetos traídos por los mercaderes.
Las sugerentes imágenes que llegaban a Europa por la Ruta de la Seda despertaban la imaginación de los espectadores. Grabado mostrando un Caravanserai o Caravasar (hospedería) en Qazvin (Irán), realizado en 1840 por Eugène Flandin.
Samarcanda e Isfahán fueron dos de estas ciudades de fábula (y, en cierto modo, siguen siéndolo). Las dos son ciudades muy antiguas, pero su leyenda se construyó en tiempos relativamente recientes, porque ambas olvidaron su pasado y se lanzaron a construir un futuro que encandiló al mundo. Isfahán fue la resplandeciente capital de la Persia Safávida y Samarcanda fue la escogida por Tamerlán para gobernar desde ella su Imperio Timúrida. Fue entonces cuando las revividas Samarcanda e Isfahán vieron crecer su gloria y reputación entre los europeos. Su lejanía, en el centro asiático, que hacía casi imposible confirmar las expectativas para la inmensa mayoría; su pertenencia a un mundo poco conocido (el islam frente al cristianismo, lo oriental frente a lo occidental); las narraciones y descripciones maravillosas; o las suposiciones acerca de lujos y sofisticaciones sin parangón, elevaron a las dos ciudades a la categoría de mito.
Las narraciones de las Mil y Una Noches excitaron la imaginación de los lectores europeos. Además, la aportación de ilustradores fascinados por el supuesto lujo y exotismo de aquellas regiones acentuó su carácter legendario.
Samarcanda renació de las cenizas provocadas por un mongol (Genghis Khan) gracias al impulso de otro mongol (Timur Lang / Tamerlán). El primero arrasó la antigua ciudad (que hoy es un lugar arqueológico) y el segundo fundó en 1370, junto a la desaparecida, pero sin superponerse, la que sería la prodigiosa capital del Imperio Timúrida. Desde finales del siglo XIV y durante el siglo XV, se levantaría una nueva ciudad partiendo de cero, con una visión novedosa, porque Tamerlán (1336-1405) era turco-mongol y musulmán, aunque, en el fondo, seguía siendo un nómada que apreciaba la vida al aire libre (y eso se reflejaría en su capital).
Isfahán no renació, pero se reinventó. En 1598, cuando el Shah Abbas el Grande (1571-1629) extendió considerablemente los límites del Imperio Safávida, decidió trasladar su capital desde Qazvin hacia la más céntrica Isfahán. Pero la antigua ciudad selyúcida no le satisfacía y decidió crear otra más apropiada a su lado. A lo largo del siglo XVII, y especialmente en su primera mitad, emergería la que se convertiría en la esplendorosa capital que marcaría tendencias.
Samarcanda e Isfahán son reales y no se pueden separar de su cotidianeidad, pero son legendarias, y disfrutan, sobre todo para los visitantes, de una aureola mítica, gestada por la antigua Ruta de la Seda, nutrida por narraciones como las de las Mil y Una Noches, o magnificada por obras como las características cúpulas azules bulbosas, las gigantescas puertas de entrada a mezquitas o madrasas (liván o iwan), los esplendidos y ordenados jardines o los impresionantes espacios urbanos que albergan. Hay quien defiende que es preferible no contrastar el mito con la realidad, porque esta puede salir perdiendo; pero también cabe la posibilidad de que supere todas las expectativas.

Samarcanda e Isfahán, similares y diferentes.
La tectónica de placas explica cómo, en sus bordes, se producen las máximas tensiones resultantes del movimiento de la fragmentada litosfera terrestre. De una forma parecida, se podrían identificar límites geográficos. En estas “fallas”, que separan paisajes y culturas con fuertes contrastes, surgen fricciones entre civilizaciones. En consecuencia, suelen ser escenarios de hechos históricos trascendentales que determinan a los territorios que las contienen.
Ubicación de Samarcanda e Isfahán en Asia Central y Oriente Medio. La geografía física evidencia la separación entre la meseta iraní y la llanura septentrional.
Un caso que presenta esta singularidad es el encuentro entre el extremo septentrional de la montañosa meseta de Irán y las llanuras que acompañan al curso de los ríos Amu Daria (antiguo Oxus) y el Syr Daria (antiguo Jaxartes), que desembocan en el Mar de Aral. La nitidez de esa línea divisoria se manifiesta en su utilización como frontera entre ámbitos geográfico-culturales: Oriente Medio y Asia Central.
Pero esta rotundidad aparente se desdibuja debido a la interminable historia de uniones y desuniones acontecidas en esa peculiar región. Allí entraron en contacto etnias muy diferentes, con lenguas y costumbres distintas, opuestas en muchos aspectos. Estaban los persas, que forjaron su cultura en el altiplano iraní, entre montes y valles, donde fundaron ciudades y crearon imperios que extendieron al este y al oeste. También los mongoles, un pueblo nómada que llegaba de oriente con ansias guerreras y poca motivación para establecer asentamientos fijos. Igualmente se encontraba el pueblo túrquico que habitaba las estepas y suavizaba los contrastes entre los anteriores. Todos compartieron mucho más que el espacio físico en el que se asentaron, especialmente gracias al manto unificador del islam, que cayó sobre ellos hermanando pueblos, aunque sin llegar a conseguir la uniformidad.
Isfahán y Samarcanda se encuentran cada una en uno de esos ámbitos contrapuestos, separadas por poco más de 2.000 kilómetros. La posición estratégica de ambas, en encrucijadas del transporte, haría que fueran muy transitadas. Samarcanda fue una de las paradas principales de la Ruta de la Seda, hecho que se tradujo en una gran prosperidad y en la difusión hacia territorios lejanos de mercancías e imágenes que novelarían su existencia. Isfahán tuvo un contacto más tangencial con la Ruta de la Seda, pero su posición en el cruce entre las direcciones más o menos cardinales de la meseta de Irán, convirtió a la ciudad en una referencia permanente. Similitudes y diferencias geográficas, políticas, lingüísticas o religiosas han ido marcando el carácter de las dos ciudades. El análisis de los factores comunes y de los matices diferenciales es una interesante labor para identificar los aspectos de la personalidad urbana.
Isfahán y Samarcanda pertenecen a entornos geográficos distintos. La primera acabaría consolidándose en un valle interior de Irán, formado por el río Zayandeh, un valle habitado desde tiempos remotos que sirve de transición entre la meseta y la cordillera de los Montes Zagros (en los que nace el río Zayandeh, cuya cuenca es endorreica ya que desemboca en el lago Gavjuní, en el mismo valle). Algo más tarde, en la llanura septentrional, junto al río Zeravshan, que desagua en el Amu Daria, surgiría Samarcanda.
Las extraordinarias cupulas bulbosas revestidas con cerámica vidriada de colores vivos (azules, verdemar, etc.) son uno de los rasgos característicos de la arquitectura de la zona. Arriba, detalle de la Mezquita real de Isfahán. Debajo, madrasa Sher-Dor en la Plaza Registan de Samarcanda.
La política las unió y las separó sucesivamente. Isfahán sería una fundación elamita y quedaría integrada en el imperio medo al unificarse las tribus de la meseta iraní, mientras que Samarcanda sería fundada por el pueblo sogdiano. La primera reunión bajo el mismo gobierno llegaría con Ciro II el Grande que sometió a medos y sogdianos (entre otros) para constituir el imperio persa aqueménida. Las conquistas de Alejandro Magno y el posterior Imperio seléucida helenístico no rompieron los vínculos, como tampoco lo harían el Imperio Sasánida o la conquista musulmana. Pero la desintegración del Califato abasí sí separó nuestras ciudades: Isfahán entraría en la órbita de los samánidas y de los selyúcidas, mientras que Samarcanda pasaría a la de los qarajánidas. Los mongoles las volverían a reunir, particularmente con Tamerlán, pero con la caída del Imperio Timúrida, Isfahán y Samarcanda separarían definitivamente sus destinos. La primera quedaría en la órbita de los safávidas que sentarían las bases para la futura creación de Irán (forjando un estado unificado e independiente reafirmando su identidad, principalmente por la adopción del chiismo como religión oficial). Por su parte, Samarcanda se integraría en el Kanato de Chagatay que, a su vez se acabaría descomponiendo en varios estados, como el Kanato/Emirato de Bujará que en 1920 se transformó en la República Popular Soviética de Bujará para, en 1925, desintegrarse quedando su territorio distribuido entre Uzbekistán y Tayikistán. Hoy Isfahán es un ciudad iraní y Samarcanda, uzbeka.
La lingüística histórica es una de las herramientas que nos permiten conjeturar acerca del pasado. Las investigaciones sobre los idiomas, con el rastreo de elementos comunes y diferenciados, han permitido establecer hipótesis sobre “macrofamilias” en las que se agruparían lenguas con ciertos grados de parentesco. Aunque las propuestas de clasificación suelen levantar polémicas, hay grados de consenso a la hora de establecer esas categorías. Por ejemplo, con el conjunto de lenguas indoeuropeas (que incluyen el persa) frente a las lenguas altaicas (que contarían con la familia túrquica y la mongólica). O entre estas y las lenguas semíticas (el árabe entre ellas). En la región que nos ocupa, el árabe se superpuso a las lenguas de cada lugar, sobre todo en cuestiones administrativas y religiosas (por ejemplo, en las mezquitas, el sermón de los viernes se pronunciaba en el idioma local, mientras que las oraciones rituales se realizaban en árabe, el idioma del Profeta). Esto sucedería en las dos ciudades: el árabe sería el idioma culto mientras que el idioma popular sería el persa en Isfahán y, en Samarcanda, el túrquico chagatay (que evolucionaría hasta el uzbeko actual, con claras influencias árabes y persas).
También la religión determinó diferencias. Cada uno de los pueblos antiguos cultivaría sus propias creencias y la integración en el islam no llegaría a eliminar sus rastros propiciando algunos matices y costumbres distintivas. La religión de los antiguos persas era el zoroastrismo (o mazdeísmo) predicada por Zoroastro (Zaratustra). Era una religión dualista que planteaba la existencia de dos dioses: Ormuz, que representa el bien y el Ahriman, que representa el mal. Por su parte, la religión tradicional de los pueblos mongoles fue el animismo, que atribuye la existencia de un alma o principio vital en todos los seres, objetos y fenómenos de la naturaleza, aunque en las zonas más orientales acabarían adoptando el budismo. Esas creencias serían sustituidas por el islam, la nueva religión que proporcionaría cierta unidad. El islam se extendió desde su lugar original con una velocidad inusitada. En poco más de cien años, integró territorios tan alejados como la península ibérica, el norte de África, Arabia o el Oriente Próximo y Medio, todos reunidos bajo el liderazgo espiritual del califa Omeya. Pero la uniformidad no fue posible. Desde luego culturalmente, por la diversidad de los pueblos que habían sido conquistados, pero tampoco políticamente porque aquel extenso territorio acabaría disgregándose en diversos emiratos, califatos, kanatos, etc., aunque mantendrían el denominador común de su religión (con matices como los que separan a los sunníes de los chiíes). No obstante, las creencias ancestrales transformaron algunas costumbres musulmanas. Por ejemplo, con la aparición de los mausoleos, impropios en el islam más ortodoxo (que defiende que todos los hombres son iguales) y bastante generalizados en las regiones orientales (con tradición de homenaje a los líderes fallecidos). En la actualidad, a pesar de compartir el islam, la religión marca diferencias entre el Irán chiita y el Uzbekistán sunita.

Samarcanda y el mundo turco-mongol.
Samarcanda se levantó entre los dos ríos principales de la estepa de la antigua Transoxiana y esa ubicación la preparó para ser un lugar especial, porque la ciudad prosperaría con un impulso doble: la capitalidad imperial y la hiperactiva Ruta de la Seda. Samarcanda se convertiría en un nodo comercial e intelectual de primer orden, cuya influencia llegaría hasta lugares muy lejanos, apoyada en su halo de corte legendaria, con espectaculares obras de arquitectura, espléndidos jardines y armoniosos espacios urbanos.
Plano del centro de Samarcanda indicando los tres sectores incluidos en la Lista de Patrimonio de la Humanidad. La línea negra discontinua indica la “buffer zone” señalada por la UNESCO.
Samarcanda (inicialmente denominada Afrasiab o Maracanda) sería fundada por el pueblo sogdiano y su plano muestra las etapas de su evolución con dramática claridad. El núcleo histórico presenta tres sectores bien diferenciados: en primer lugar, el sitio arqueológico de Afrasiab, la antigua ciudad arrasada por los mongoles de Genghis Khan (y cuya excavación está proporcionando información muy valiosa sobre la ciudad pre-mongola); en segundo lugar, la ciudad medieval levantada por Tamerlán que recoge las esencias de la Samarcanda legendaria; y, por último, en el oeste, la ciudad surgida a finales del siglo XIX, promovida por los rusos y que muestra un carácter “europeo” en la estructura radial que parte de la antigua ciudadela timúrida. Los tres sectores han sido considerados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 2001. De Samarcanda, la institución dice que “fue una encrucijada y un crisol de culturas del mundo entero. Fundada en el siglo VII a.C. con el nombre de Afrasyab, alcanzó su apogeo en los siglos XIV y XV bajo los timúridas. Entre sus principales monumentos destacan la mezquita y las madrazas del Registán, la mezquita Bibi-Khanum, los conjuntos arquitectónicos de Shah i-Zinda y Gur i-Emir, y el observatorio de Ulugh-Beg”.
No obstante, nuestro interés radica en la “segunda” ciudad, la que levantaron los turco-mongoles para ser capital de su imperio. La nueva Samarcanda sería una fortaleza que incluía una ciudadela con murallas propias para Tamerlán y su corte. El recinto urbano amurallado contaba con seis puertas y no se conserva ya que los rusos demolieron muros, puertas y también la ciudadela. No obstante, muchos de los edificios importantes construidos en la época de Tamerlán sí se mantienen ofreciendo el testimonio de aquel antiguo esplendor que deslumbró a los visitantes (es particularmente interesante la descripción realizada por Ruy González de Clavijo, embajador del rey castellano Enrique III, que visitó la corte del Gran Kan Tamerlán y publicó en 1406 sus impresiones en un libro de viajes, “Embajada a Tamorlán”, comparable en cierto modo al escrito por Marco Polo un siglo antes).
Samarcanda. Imagen de la mezquita Bibi-Khanum.
La mejor expresión del estilo arquitectónico de la época de Tamerlán lo recogen tanto en la gigantesca mezquita Bibi-Khanum, levantada entre 1399 y 1405 junto a una de las principales puertas de la ciudad y que sigue siendo una de las mayores del mundo (aunque quedó en ruinas y se está restaurando en la actualidad) como el mausoleo Gur-e-Amir (comenzado en 1403 y donde reposa Tamerlán). Las dos obras muestran la característica fusión de elementos procedentes de culturas diversas: patios interiores, iwanes, cúpulas, minaretes, decoraciones de cerámica vidriada con vivos colores (azules, verdemar, etc.), todo ello compuesto con una estricta simetría y una gran escala. El complejo de la plaza Registán, con sus tres madrasas (escuelas coránicas) es otro de los puntos focales de la ciudad: la madrasa Ulugh Beg (1417-1420), la Sher-Dor (1619-1636) y la Tilya-Kori (1646-1660) refrendan los rasgos anteriores.
Samarcanda. Imagen de la plaza Registán con las tres madrasas. Los gigantescos iwanes (puertas de entrada como "arcos de triunfo" cerrados por tres lados y abovedados) son otro de los rasgos de la arquitectura persa.

Samarcanda. Planta de la plaza Registán.
Samarcanda ha logrado conservar la estructura urbana principal de la época timúrida, pero la ciudad moderna siguió los estándares soviéticos creando espacios que tienen poco que ver con ninguna leyenda. Hoy, con casi 500.000 habitantes, Samarcanda es la segunda ciudad de Uzbekistán, por detrás de Taskent, la capital.

Isfahán y las esencias persas.
Isfahán (inicialmente llamado Yahoudiyeh) fue conquistada por los árabes en el año 642, quienes la convirtieron en la capital de la provincia al-Jibal (las montañas) durante los califatos omeya y abasí. A principios del siglo XI, los selyúcidas, un pueblo túrquico originario del área septentrional del Mar de Aral que se había islamizado, inició su expansión hacia el sur, sometiendo el califato abasí, constituyendo en 1037 el Imperio Selyúcida y designando a Isfahán como capital. Pero hacia el año 1200, las disensiones internas irían descomponiendo el imperio que sería finalmente destruido por las invasiones mongolas. Isfahán iniciaría un declive que la llevaría a quedar eclipsada por otras ciudades como Tabriz o Qazvin, pero volvería a resplandecer cuando los safávidas, un pueblo azerí (túrquico) procedente de Ardebil (en el actual Azerbaiyán iraní, junto al Mar Caspio), le devolvieron su primacía jerárquica entre 1598 y 1722.
En los últimos años, Isfahán ha regenerado el centro de la ciudad selyúcida recuperando la gran plaza que había desaparecido al ser ocupada por un barrio. Arriba situación inicial y debajo la final. En el centro imágenes del resultado (izquierda) y de lo preexistente (derecha)
La parte histórica de Isfahán refleja esos momentos de esplendor. En el noreste, se encuentra la vieja ciudad selyúcida, que se agrupa en torno a la Gran Mezquita Masjed-e Jāme’ y a la recuperada plaza Imam Ali (también plaza Kohneh o plaza Atiq, que desapareció y fue regenerada en 2012 eliminando el barrio que la había ocupado). En el centro actual (al suroeste del núcleo selyúcida) se encuentra la capital que el safávida Shah Abbas el Grande decidió crear para liderar su imperio, comenzando para la ciudad una edad de oro que sentaría las bases de buena pare de la identidad persa.
Esquema del gran proyecto de Isfahán tal como fue concebido. Destacan el eje norte sur y la gran plaza (ambos remarcados en rojo). La realidad no llegaría a tanto.
Nuestro interés de concreta en la capital de Abbas. Algunas fuentes atribuyen el planteamiento general de la ciudad a Shaykh Bahai (1547-1621), arquitecto, matemático y astrónomo entre otras ocupaciones. El trazado inicial de la nueva ciudad se apoyaba en un impresionante eje urbano (norte-sur) enmarcado por jardines que atravesaba el rio y daba acceso a un nuevo alarde paisajístico en esa ribera meridional. Este eje (el Bulevar Chaharbagh, que actualmente cuenta con casi 6 kilómetros) se complementaba con un gran nodo central, una plaza espectacular (la plaza Naqsh-e Jahan, también conocida como Meidan Emam, Plaza Real) que reuniría a los edificios representativos de los principales poderes del imperio. Por supuesto el poder político, representado por el Palacio de Ali Qapu. En segundo lugar, el poder religioso, con la mezquita del jeque Lotf Allah, situada enfrente del palacio, (aunque fue complementada posteriormente por la mezquita del sur de la plaza, la mezquita real o del Shah, hoy mezquita del Imam Jomeini). Y finalmente, el poder económico, el poder de los mercaderes, señalado por la entrada al Gran Bazar a través de la puerta Qeysarie (este nuevo bazar, un extenso mercado cubierto que llegó a ser el más grande de su tiempo, mantiene restos de su traza ortogonal original y enlaza con el antiguo contigo a la mezquita Masjed-e Jāme’)
Detalle del fascinante plano de Isfahán relacionando la ciudad selyúcida y la safávida (aunque la mayoría de los jardines que flanquean el eje no se construyeron)
La realidad modificaría esas pretensiones. Por ejemplo, solamente se construyeron unos pocos jardines en la zona centro oriental del eje, conectando con la plaza (los jardines de los palacios Chehel Sotún y Hasht Behesht). Tampoco en la ribera sur del río (a la que se accede por el espectacular puente Si-o-se Pol o puente Allahverdi Khanse) se desarrollaría el proyecto original porque se crearía un barrio destinado a acoger a los numerosos armenios que habían sido deportados por Abbas (el barrio de Nueva Julfa).
Tres de los singulares espacios citados forman parte del Patrimonio de la Humanidad según la UNESCO. El primero es la gigantesca y fabulosa plaza Meidan Emam (es un rectángulo de 160 x 560 metros) que integra la lista desde 1979 y de la que se dice que “está flanqueada por edificios monumentales unidos entre sí por una serie de arcadas de dos pisos. Este sitio es famoso por la Mezquita Real, la mezquita del jeque Lotfollah, el magnífico pórtico de Qeyssariyeh y el palacio timúrida del siglo XV. Todos estos monumentos son un importante testimonio de la vida social y cultural en la Persia de los sefévidas”.
Isfahán. La gran Plaza Real (Naqsh-e Jahan, también conocida como Meidan Emam) es el nodo central de la ciudad safávida. En primer término, la Mezquita Real (hoy del Imam Jomeini). En el centro el palacio Ali Qapu y la mezquita del jeque Lotf Allah. Al fondo, el acceso al Gran Bazar.
El segundo es la selyúcida Gran Mezquita, Masjed-e Jāme’, incorporada en 2012 y de la que se comenta que “la “Mezquita del Viernes” ilustra de manera sobresaliente la evolución de la arquitectura de mezquitas desde el año 841 d. de C. y a lo largo de doce siglos. Es el edificio más antiguo de su estilo en Irán y sirvió como prototipo para varias mezquitas posteriores construidas en Asia Central. El complejo, de una extensión superior a los 20.000 metros cuadrados, es también el primer edificio islámico que adaptó el diseño con cuatro patios propio de los palacios sasánidas a la arquitectura islámica de carácter religioso. Sus cúpulas abovedadas representan una innovación arquitectónica que inspiró a los constructores de otros edificios en la región. El sitio tiene además detalles decorativos representativos de desarrollos estilísticos que abarcan más de mil años de arte islámico”.
Isfahán. La gran Mezquita o mezquita Jameh (Masjid-e-Jāmeh) es el foco de la ciudad selyúcida que influyó enormemente en el estilo de mezquitas posteriores (destacando por sus cuatro iwanes)
El tercero es el Palacio de Chehel Sotun y más concretamente su jardín Bagh-e Chehel Sotun, inscrito en 2011 como parte de un conjunto denominado “El jardín persa” argumentando que “este sitio comprende nueve jardines situados en varias provincias del Irán. Estos jardines ejemplifican la diversidad del arte paisajístico persa que supo evolucionar y adaptarse a condiciones climáticas diferentes, conservando siempre sus principios fundamentales que se remontan a los tiempos de Ciro el Grande (siglo VI a.C.). Caracterizado por su división en cuatro sectores y por la omnipresencia del agua como elemento de irrigación y ornamentación, el jardín persa se concibió como un símbolo del Edén y de los cuatro elementos zoroástricos: el cielo, la tierra, el agua y el mundo vegetal. Los jardines que forman el sitio datan de épocas diferentes –desde el siglo VI a.C.– y comprenden también edificios, pabellones, murallas y sistemas de regadío complejos. Su influencia en el arte de la jardinería paisajística llegó a extenderse hasta la India y España”.
Los puentes de Isfahán son una de sus atracciones. Arriba, el puente Si-o-se Pol (puente de los treinta y tres arcos) o puente Allahverdi Khan. Debajo el Puente Khaju.
En la actualidad, Isfahán, con una población aproximada de 1,5 millones de personas, es la tercera ciudad de Irán, tras Teherán y Mashhad.

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