La transición entre el espacio exterior profano y el
interior sagrado es un acto trascendente en los templos cristianos, que es magnificado
por toda la fachada. En la imagen, Notre-Dame de París.
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Los templos
cristianos suelen seguir modelos
formales basados en la funcionalidad litúrgica y en sus rituales, así como en
un depurado simbolismo, además de estar también muy influidos por el estilo
o las posibilidades tecnológicas de cada periodo. El recurso a la tipología es
cuestionable en muchas de las construcciones posteriores al siglo XIX, pero es
una constante en las realizadas antes de ese momento. No obstante, aunque las
plantas, las secciones o las fachadas de aquellos edificios religiosos respetaban
en lo esencial el ideal teórico, presentaban importantes variaciones respecto
al mismo.
Esta variedad
puede apreciarse en uno de los actos con más carga simbólica en las iglesias:
la transición entre el espacio exterior
profano y el interior sagrado. El templo es considerado por los creyentes
la casa de Dios y las puertas, convertidas así en una especie de acceso al
cielo, pretendían representar esa acción tan trascendente.
En relación
con esto, vamos a explorar la entrada en iglesias y catedrales. Para ello nos
fijaremos en su fachada principal, en el imafronte, con una atención especial a
tres elementos esenciales para su configuración: su relación con el interior, la eventual presencia de torres y el número
de puertas. Sobre esas bases señalaremos dos categorías diferentes de
portada con algunos ejemplos concretos.
Los templos
cristianos suelen seguir modelos
formales basados en la funcionalidad litúrgica y en sus rituales, así como en
un depurado simbolismo, además de estar también muy influidos por el estilo
o las posibilidades tecnológicas de cada periodo. El recurso a la tipología es
cuestionable en muchas de las construcciones posteriores al siglo XIX, pero es
una constante en las realizadas antes de ese momento. No obstante, aunque las
plantas, las secciones o las fachadas de aquellos edificios religiosos respetaban
en lo esencial el ideal teórico, presentaban importantes variaciones respecto
al mismo.
Esta variedad
puede apreciarse en uno de los actos con más carga simbólica en las iglesias:
la transición entre el espacio exterior
profano y el interior sagrado. El templo es considerado por los creyentes
la casa de Dios y las puertas, convertidas así en una especie de acceso al
cielo, pretendían representar esa acción tan trascendente que dirigía desde la
vida cotidiana a la presencia divina. Las puertas de iglesias y catedrales, y
por extensión toda su fachada principal, adquirían una carga sobrenatural que se
reflejaba en múltiples aspectos de su composición arquitectónica o de una
elaborada iconografía escultórica (aunque una puerta siempre tiene doble
dirección, variando su simbolismo en el caso de salida, pero esa es otra
historia).
Interior de la iglesia de Saint-Denis en París,
considerada la primera iglesia gótica.
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La importancia
de la entrada a los templos se veía afirmada por la relación correspondida
entre estos y su entorno urbano. Por una parte, la arquitectura se magnificaba
desde la ciudad por la existencia de un amplio espacio previo, escenario de ceremonias
y lugar de acogida para la multitudinaria entrada y salida de los fieles en los
oficios (al margen de otras cuestiones como puede ser su papel en la estructura
urbana o su carácter como foco). Por otro lado, estas “plazas de la iglesia”, quedaban
determinadas por la presencia majestuosa de la portada del templo (que, además,
en muchos casos, seguía una determinada orientación) presidiendo y condicionando
los movimientos y sentimientos de los transeúntes.
Fachada principal de la Catedral de Laon en Francia.
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Desde luego,
un templo cristiano puede tener más de una entrada, pero casi siempre, la
principal es la que se sitúa a los pies de las naves, en el lado contrario a la
cabecera del altar. Su denominación especializada es “imafronte”. Los pasos complementarios, en caso de existir, se solían
situar en los extremos del crucero o en algún punto lateral. No obstante, hay
excepciones a esta regla, encontrando iglesias que carecen de imafronte y su
acceso se produce lateralmente dependiendo de su inserción urbana.
En relación
con esto, vamos a explorar la entrada en iglesias y catedrales. Para ello nos
fijaremos en su fachada principal, con una atención especial a tres elementos esenciales
para su configuración: su relación con
el interior, la eventual presencia de torres y el número de puertas. Sobre
esas bases señalaremos dos categorías diferentes de portada con algunos
ejemplos concretos.
Tres elementos para
el análisis tipológico de imafrontes: naves, torres y puertas.
Las portadas
eclesiales son creaciones típicas, en el sentido de que siguen varios modelos
con unos rasgos fundamentales bien definidos a partir de los cuales se propone una
casuística casi infinita. Hay unos cuantos elementos básicos sobre los que se
apoyan esas variaciones, pero hay tres que resultan esenciales para la
conformación general de las fachadas:
• el primero es la revelación o no del espacio interior, es decir, si la fachada principal
transmite la disposición de las naves del templo tanto en número como en altura,
• el segundo, es la eventual presencia de torres integradas en la
composición del imafronte, y
• el tercero es la propuesta efectiva
de aperturas para realizar la transición, es decir el número de puertas.
No obstante,
hay más elementos típicos en una fachada sobre los que proponer variaciones y matices,
como pueden ser los vinculados a cuestiones materiales, a la apertura de otros
huecos (rosetones, ventanales, vacíos, etc.), o a especificidades de la
composición (niveles, tramos, etc.).
La revelación del espacio interior
(las naves del templo)
La amplitud
del espacio interior de un templo está directamente relacionada con el número
de fieles a los que sirve y también a las posibilidades económicas de dicha
comunidad. Así, los pequeños pueblos suelen tener iglesias modestas y las ciudades
templos de mayor tamaño, pero esta relación no es tan directa como puede
parecer, existiendo excepciones sorprendentes en ambos casos.
Independientemente de su ubicación, sí podemos fijar como extremos
dimensionales de los templos cristianos de la antigüedad. Por un lado, estarían
las humildes y recoletas ermitas o iglesias y por el otro las grandes construcciones
catedralicias y abaciales.
Al margen de
las necesidades de aforo o de la cantidad de recursos disponibles, el tamaño de
los edificios también estuvo condicionado por la tecnología de la construcción
y particularmente por las soluciones de cubierta. La cubrición de espacios
tenía unos límites determinados por las longitudes de las vigas de los tejados o
de los arcos de las bóvedas. Esto obligó a que las grandes superficies requirieran
la disposición de líneas intermedias de apoyo para esas techumbres, que se concretarían
en muros horadados o alineaciones de columnas que estructuraban el espacio en
“naves”. Esta fue la solución recurrente en la arquitectura religiosa
occidental y también en muchas mezquitas que respondían al modelo denominado “bosque
de columnas” (aunque en algunos lugares de Oriente también se exploró el
espacio único bajo cúpulas espectaculares basadas en los logros de los romanos).
Las iglesias
cristianas de nave única, tanto las basilicales como las de crucero, irían
creciendo a partir de la simetría central proponiendo tres naves o cinco, que
son la práctica totalidad de los casos hasta la llegada de la modernidad (durante
los siglos “góticos” fue habitual la ampliación de iglesias preexistentes o su
derribo y sustitución en el mismo solar por un templo mayor).
Plantas de catedrales con diferente número de naves. De
Izquierda a derecha: Gerona (una); Burgos (tres) y Toledo (cinco)
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La
configuración del espacio interior condicionaría la fachada principal, que se
levantaba a los pies de los templos articulando el exterior (lo profano) con el
interior (lo sagrado). Sobre esa relación se debatió acerca de la conveniencia de
la revelación o de la sorpresa. De la deliberación nacerían dos categorías
diferentes: las fachadas vinculadas,
que optaron por la revelación, proponiendo una “fachada-sección” que
replicaba en cierto modo la forma del corte transversal del edificio; y las fachadas autónomas que escogieron la
sorpresa, ocultando la disposición interior tras una “fachada-telón”.
La iglesia de San Lorenzo dejó su fachada inconclusa y
así sigue en nuestros días, revelando la volumetría del edificio, como una abstracta
fachada-sección.
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Las fachadas autónomas no revelan el interior del
templo que se encuentra detrás de ellas. En la imagen, Saint-Denis de París.
Arriba la fachada de la iglesia y debajo la sección del edificio.
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La presencia de torres en fachada
Otra de las
claves esenciales para la definición tipológica de las fachadas eclesiales es
la eventual presencia de torres. La torre es un elemento muy característico de
los templos cristianos dado que cumple una serie de importantes misiones.
Desde luego,
la construcción vertical siempre ha representado el sueño humano de elevarse
sobre situación terrestre acercándose al cielo. Las torres de muchas iglesias o
los modernos rascacielos que compiten por el récord de altura son
manifestaciones de aquel anhelo ancestral simbolizado en la desgraciada “Torre
de Babel”. No obstante, esta ambición no es la única que explica la presencia
de torres en los templos cristianos.
Las puntiagudas torres de la catedral del Marburgo, en
Alemania, alcanzan los 80 metros de altura.
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La torre es
un hito visual que emerge como un
menhir megalítico para convertirse en referencia principal del espacio circundante.
Con la potencia de su imagen, sobresaliendo por encima de un caserío medieval de
baja altura, la torre se transformaba en un “faro” capaz de dirigir los
recorridos de los alrededores y de aglutinar tanto el entorno físico como a la
comunidad que lo habitaba.
La torre era
también un altavoz. Esta función de
llamada también la encontramos en los minaretes musulmanes a los que sube el
muecín para convocar con su voz a la oración de los fieles. Esta misión de atención
y reclamo, en los templos cristianos la realizan las campanas, que se sitúan en
lo alto de la torre para que su tañido sea mejor escuchado, aunque no es su
única labor, porque su sonido puede ser un recordatorio de ciertos eventos
(como fiestas o celebraciones), un “reloj” que marca las horas o también una
alarma ante algún peligro.
Esto último enlaza
con otra antigua función de las torres: la defensa.
La torre elevada es la vigía del territorio. Desde su altura se podía
inspeccionar el entorno avistando, por ejemplo, la llegada de posibles ataques,
pudiendo avisar a los ciudadanos para que acudieran a protegerse.
Ahora bien, la
ubicación de la torre-campanario con respecto al edificio es variada. La torre
exenta es la disposición menos habitual y cuando aparece suele ser por
influencia de las tradiciones musulmanas preexistentes (el alminar exento es
característico de muchas mezquitas). Es más frecuente la torre única que emerge
desde el volumen del templo en disposiciones variadas, desde las adosadas a un
lateral hasta las que emergen del crucero o las que se ubican en la fachada
principal, sea en una esquina o en el centro (los templos modestos solían de
carecer de torre y las campanas se alojaban en espadañas).
La torre
única, en las posiciones no centradas, es muy recurrente, pero “desequilibrante”.
El afán de perfección espiritual que
persiguió el gótico hizo que la simetría apareciera proponiendo una doble torre en fachada. En principio
esa duplicidad no tendría sentido funcional ya que una torre resultaba
suficiente para garantizar todos los cometidos encomendados (de hecho, muchas
iglesias que tuvieron proyectadas dos torres acabaron construyendo solamente
una por falta de recursos económicos y ante el hecho de haber dado respuesta a
las necesidades, llegando a constituir una variante forzada). Pero la torre
doble en fachada tuvo una importante misión añadida, a medio camino entre símbolo y utilidad: la de señalar y proteger la
puerta. La doble mole vertical escoltaba el punto débil del acceso, algo
que procedía de las fortalezas en las que las construcciones de puertas
adquirieron bastante sofisticación. Esto fue particularmente importante en las iglesias-fortaleza, que reunieron lo religioso
con lo militar, ya que, frente a ataques enemigos, concentraban en su interior
a la población transformándose en un fortín defensivo.
La catedral de Lisboa (la Sé) es un paradigma de las
iglesias-fortaleza medievales.
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Así, la imagen
de la doble torre potenciaría la transición desde el exterior al interior. Su
formalización fue variada, adoptando desde rotundas volumetrías prismáticas
hasta las que se cubrían con cubiertas muy apuntadas que figuraban flechas
dirigidas al cielo. Su integración en las fachadas dio origen a una tipología
específica de imafronte que, aunque se vería matizada por su relación con las
naves del interior, se integraba en la categoría de fachada autónoma.
El número de puertas: funcionalidad y simbolismo
de la transición.
La entrada en
una iglesia es una necesidad y un acto trascendente, en la medida en que
representa el paso de lo profano a lo sagrado. Los casos de una sola puerta son
característicos de las pequeñas iglesias, aunque no exclusivamente. Los templos
mayores muestran puertas duplicadas, triplicadas y quintuplicadas. El número de
puertas está relacionado con aspectos funcionales y simbólicos. Los primeros
suelen relacionarse con el número de naves para facilitar el tránsito de los
fieles, pero esa relación no es directa como veremos más adelante, encontrando
casos de todo tipo (excepto de más puertas que naves). Por eso, la utilidad no
lo explica todo y es preciso el recurso a la componente simbólica.
La puerta única no requiere mucha más
explicación dado que es la expresión más elemental de la necesidad de paso,
independientemente de que luego se enfatice con toda una parafernalia de gestos
arquitectónicos y escultóricos. Aunque la unicidad también era la alegoría
monoteísta por excelencia (el número 1 representa a dios). De hecho, las
iglesias más significadas que cuentan con un acceso único lo moldean con una
gran elaboración escultórica llena de mensajes.
En ocasiones,
la puerta única requería un tamaño importante y se enfrentaba al reto
constructivo de abrir un hueco excesivo en el muro de fachada. El arco podía
ser una solución constructiva pero dado que su tímpano se aprovechaba para
representaciones iconográficas, se tenía el límite longitudinal del dintel y la
única posibilidad para ampliar el acceso era situar un pilar intermedio: el parteluz, originando una puerta doble. Las dos puertas no son
muy habituales en iglesias, aunque pueden encontrarse también en algunas por
necesidades rituales o por la existencia de algún tipo de segregación
funcional, como sucedía en ciertas iglesias de conventos femeninos en México DF)
Triple puerta en la catedral de Amiens.
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La puerta triple fue la característica de
los grandes templos. Por una parte, su justificación tiene una base funcional
en el caso de existir tres naves interiores. Con esa disposición se facilitaban
los flujos al contar cada una de las naves con acceso propio. No obstante, la puerta
central es la principal y en ocasiones se mantiene cerrada para ser abierta
únicamente en momentos especiales de forma que el público accede usualmente por
las dos laterales. Una segunda justificación de carácter simbólico se
sobrepondría a las recomendaciones funcionales. Las tres puertas representaban
a la Trinidad, uno de los conceptos que más tardo en asentarse en el dogma
cristiano por su dificultad de comprensión. Así, las tres puertas eran
diferentes: la central mayor, representaba a dios-padre mientras que las dos
laterales recordaban a la figura del hijo (Cristo) y al Espíritu Santo. No
obstante, al margen de esa virtual trinidad divina, las puertas podían ser dedicadas
a diferentes advocaciones, comenzando por la Virgen María y siguiendo por los diferentes
santos a los que se consagrara el templo.
Las cinco puertas son poco frecuentes dado
que muchas iglesias con cinco naves ofrecen un acceso triple. Su presencia es
fundamentalmente funcional, aunque la numerología bíblica asigna al número 5 la
representación de la gracia divina, el don que concede Dios a los humanos para
ayudarles en su salvación. Son muy escasos los ejemplos que superan esa cifra, que
queda reservada para edificios gigantescos como San Pedro del Vaticano.
Al margen del
número de puertas, los accesos se complementaron con elaboradísimos programas
iconográficos que la escultura se encargaba de materializar. Los mensajes y significados
ensalzaban la trascendencia del ingreso en el “cielo”.
Alberti fusionó la noción de Puerta con la de Arco de Triunfo.
En la imagen fachada de San Andrés de Mantua.
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Modelos y formalizaciones.
Los imafrontes
tienen diversos modelos en los que inspirarse. Hemos anticipado dos categorías generalistas:
fachadas vinculadas y fachadas autónomas respecto al interior.
En ellas hay clases diversas. Vamos a referirnos y a proponer ejemplos tanto de
la primera con la fachada-sección como
de la segunda con la fachada-telón de doble torre. No obstante, no son
las únicas. Podemos citar desde los casos de integración de una torre única
centrada en la fachada hasta el camino comenzado por León Battista Alberti,
cuando fusionó formalmente la noción de Puerta con la de Arco de Triunfo
clásico (Templo Malatestiano de
Rímini o San Andrés de Mantua) que
sería desarrollado durante el Renacimiento y el Barroco.
Fachada-sección
Las fachadas vinculadas
son las que trasladan al exterior la realidad interior (y, en consecuencia,
carecen de torres). Dentro de esta categoría destacamos la fachada-sección, un imafronte explícito cuya silueta recuerda la sección interior del edificio. En ellas se
replican, con cierto nivel de abstracción, las naves del templo (una, tres o
cinco) mostrándose en diferentes volúmenes que caen en cascada desde el centro
más elevado hacia los laterales. Las articulaciones entre ellos son parte de la
riqueza estilística de las variaciones.
El cuadro siguiente
muestra algunos ejemplos de la categoría, relacionando el número de naves y el
de puertas. El resultado es una matriz diagonal superior al no recogerse casos
de templos con menos naves que puertas (por ejemplo, no se han encontrado
muestras de iglesia de nave única con cinco puertas, aunque hay casos engañosos,
como San Miniato al Monte en Florencia, porque a pesar de contar con tres naves
y tres puertas, la composición exterior ofrece cinco módulos, tres ocupados por
los accesos y dos cegados).
Fachada-sección (1 nave, 1 puerta). Izquierda, planta y
fachada de Sant Adrián de Sásave en Borau (España). Derecha, planta y fachada
de Saint-Pierre en Petit-Palais-et-Cornemps (Francia).
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Fachada-sección (3 naves, 1 puerta). Izquierda, planta
y fachada de San Giorgio Maggiore en Venecia (Italia). Derecha, planta y
fachada de San Zenon en Verona (Italia).
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Fachada-sección (3 naves, 3 puertas). Izquierda, planta
y fachada de la catedral de Módena (Italia). Derecha, planta y fachada de la
catedral de Bari (Italia).
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Fachada-sección (5 naves, 3 puertas). Izquierda, planta
y fachada de la catedral de Granada (España). Derecha, planta y fachada del
Duomo de Pisa (Italia).
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Fachada-sección (5 naves, 5 puertas). Izquierda, planta
y fachada del Duomo de Milán (Italia). Derecha, Fachada-telón, planta y fachada
de la basílica de San Juan de Letrán en Roma (Italia).
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Fachada-telón de doble torre
Las fachadas
autónomas son las que no reflejan directamente el interior del templo que se
encuentra detrás de ellas (no trasladan la sección del edificio como en la
categoría anterior, obviando las alturas y pendientes de las cubiertas de esas
naves), aunque suelen referenciar la disposición de naves por una cuestión
funcional. Pueden presentar configuraciones diversas, como las que adoptan
forma de paralelepípedo. Aquí vamos a reseñar las fachadas-telón de doble torre. En ellas, dos torres flanquean el acceso condicionando una composición que se
ve matizada por las puertas que se abran en ella.
La fachada
con doble torre es muy característica
del gótico, aunque ya se había utilizado en construcciones anteriores. Sirven
como ejemplo de ello la iglesia de la abadía de Saint-Philibert, en la ciudad francesa de Tournus, en Borgoña, o la
normanda iglesia abacial de Saint-Étienne
de la Abadía de los Hombres de Caen.
No obstante, el gran impulso del modelo (y del estilo gótico) sería Saint-Denis, cuya fachada principal de
doble torre se realizó entre los años 1135 y 1140 (aunque paradójicamente no
llego a completar la segunda torre).
El cuadro
adjunto presenta ejemplos de la categoría con los mismos criterios que el
anterior y por las mismas razones es, igualmente una matriz diagonal superior.
Fachada-telón de doble torre (1 nave, 1 puerta).
Izquierda, planta y fachada de Sant Pablo en Valladolid (España). Derecha,
planta y fachada de la Catedral de Angulema (Francia).
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Fachada-telón de doble torre (3 naves, 1 puerta). Izquierda,
planta y fachada de la Catedral de Magdeburgo (Alemania). Derecha, planta y
fachada de la Catedral de Bristol (Reino Unido).
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Fachada-telón de doble torre (3 naves, 3 puertas). Izquierda,
planta y fachada de la Catedral de Jaén (España). Derecha, planta y fachada de la
Catedral de Reims (Francia).
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Fachada-telón de doble torre. Izquierda, (5 naves, 1 puerta),
planta y fachada de St. Viktor en Xanten (Alemania). Derecha, (5 naves, 5 puertas)
planta y fachada de la Catedral de Bourges (Francia).
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Fachada-telón de doble torre (5 naves, 3 puertas).
Izquierda, planta y fachada de la Catedral de Colonia (Alemania). Derecha,
planta y fachada de Notre-Dame en París (Francia).
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