La memoria de lo urbano es
responsable, en gran medida, de nuestra idea sobre las ciudades. Aparece tanto
en la experiencia de lo real como en las múltiples aportaciones inmateriales
que recibimos. Es el caso, por ejemplo, de las
historias que atesora la ciudad y que ayudan a explicar su realidad actual.
Sean grandes acontecimientos o sucesos cotidianos, sus espacios las recuerdan y
las reflejan, logrando expresar un cierto carácter colectivo.
La literatura es uno de los
instrumentos principales para la captación de esos mensajes. Su demostrada
capacidad para “excitar” nuestra mente le permite crear imágenes poderosas, que
pueden llegar a ser tan intensas como las propiamente sensoriales. Así pues, también la literatura “mira” a la ciudad.
Estas nociones son las que han llevado
a Edward Rutherfurd a escribir varios libros en los que se sumerge en el pasado
de ciudades y territorios, como método para comprender algo de su presente y de
su futuro. Son narraciones de ficción
histórica, multigeneracionales, que tratan sobre las pasiones humanas. No
obstante, su discurso se encuentra tan inseparablemente unido a un escenario
concreto que, éste, acaba convirtiéndose en el verdadero protagonista del
relato. Son destacables sus exitosas novelas dedicada a Londres, Nueva York
y París, ciudades caracterizadas a partir de los avatares seculares de
diferentes sagas familiares.
La literatura “urbana” nos permite
aproximarnos de forma amena a la realidad presente, acercándonos a las
aspiraciones y a los esfuerzos que generaciones anteriores hicieron para
conformar el espacio que hemos heredado. Una
buena forma de “mirar” la ciudad con los ojos de la mente.
La memoria de la ciudad, entre lo real y lo
inmaterial.
La ciudad que heredamos es producto de la sedimentación de múltiples
capas a lo largo de
la historia. Miles, o millones de personas, que ya no están, han aportado su
granito de arena. Cada generación plasma en la ciudad las posibilidades reales
de sus aspiraciones. Los deseos y las ambiciones de las diferentes sociedades,
que se suceden en el tiempo sobre el mismo espacio, dirigen la creación o la
transformación de los mismos, sean urbanos o arquitectónicos.
Las ideas que construimos en nuestra
mente sobre las ciudades se nutren de la experiencia real y de las aportaciones
de otros elementos de carácter inmaterial (que tienen orígenes diversos). Pero
la realidad que experimentamos, en buena parte, está heredada de las
generaciones que nos han precedido. Y también hay una notable proporción de
esos elementos etéreos que procede del pasado a través del legado cultural que
se nos ha transmitido. Con esta doble vertiente que bascula entre lo palpable y
lo inmaterial, la memoria de lo urbano
es responsable principal de nuestra idea de ciudad. Por eso, es tan
importante.
La presencia del pasado en la realidad que nos acompaña es muy
sustancial. La ciudad
real que vivimos se construyó en gran medida años atrás y la memoria de de sus
constructores se encuentra “grafiada” en su propia forma. Pero la ciudad que
hemos heredado recibe una valoración desigual, porque cada generación evalúa el legado según unos criterios propios (y
variables con el tiempo).
Por eso se catalogan zonas como
valiosas y son conservadas y mantenidas con respeto, pero otras partes de lo
transmitido no son consideradas merecedoras de la eternidad y acaban
transformadas (o incluso eliminadas). Conservamos espacios históricos pero el
cambio y la adaptación que cada generación hace de los mismos para adecuarla a
sus necesidades, es constante. En ocasiones, estas intervenciones se han
llevado por delante espacios y edificios que hoy añoramos porque creemos que
eran realmente meritorios, pero la opinión de la época no los juzgó de esa
manera. También esas destrucciones encuentran justificaciones en la
inadaptación o en el hecho de que dificulten la creación de elementos más
deseados (por ejemplo, cuando se traza una nueva vía sobre un tejido existente,
lo cual obliga al derribo de edificaciones, algunas de las cuales podría ser
apreciables). Igualmente podemos encontrar casos en los que edificios de gran
valor histórico y artístico han sido demolidos para dar paso a edificaciones
anodinas y vulgares, pero con la capacidad de generar grandes beneficios económicos
a sus promotores.
No obstante, a pesar de las
transformaciones, amputaciones o separaciones, la ciudad preexistente,
testimonio de nuestros ancestros, es determinante para caracterizar nuestro
entorno actual.
Plano incluido
en el libro de París como complemento de ayuda para ubicar los hechos narrados.
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Pero también las ciudades se construyen con elementos inmateriales, que residen en nuestra mente siendo
ingredientes imprescindibles para configurar nuestra “idea” de cada ciudad. Son
muy diversos, pero ahora nos interesa
destacar especialmente a los que informan sobre lo acontecido en la ciudad.
Éstos constituyen una amalgama de historias reales, aunque a veces puedan estar
mitificadas o distorsionadas, con leyendas, construidas sobre bases más o menos
ciertas. En cualquier caso, sean ficciones o hechos ciertos, sean grandes
acontecimientos o sucesos cotidianos, esas historias explican y justifican algo
de la realidad actual de nuestros entornos urbanos. Se encuentran en los libros
de historia y sobre todo en la literatura, un instrumento muy poderoso, capaz
de añadir una aureola fantástica a un determinado lugar o a un periodo de
tiempo concreto. Son narraciones y como tales son etéreas, pero pueden
integrarse con firmeza en nuestro pensamiento y condicionar nuestra idea
particular sobre cada ciudad. Por eso, decimos que la literatura también nos ayuda a comprender la ciudad. Los autores
que reflejan su época (sean antiguos o contemporáneos) nos trasladan el relato
de su mundo para que conozcamos sus argumentos. Y los autores que trabajan
fuera de su tiempo se convierten en médiums, que con el fruto de sus esfuerzos
investigadores e imaginación, también contribuyen a nuestra construcción
mental.
Historia + Sagas + Contexto: la novela como
instrumento de comprensión territorial.
La literatura encuentra en ocasiones
dificultades temporales para expresar las relaciones humanas, ya que un periodo
acotado o incluso una vida entera pueden no resultar suficientes. Para
profundizar en esos complejos vínculos personales era necesario extender el
tiempo y, en consecuencia, aparecieron las novelas
de sagas familiares. En esta línea disponemos de maravillas como Cien años de soledad de Gabriel García
Márquez.
Por otra parte, también contamos con
obras que pretenden mostrar la vida de una sociedad determinada, y por eso se
enmarcan en un espacio y en un tiempo concreto. Podríamos denominarlas novelas de contexto. Suelen ser relatos
corales, en los que múltiples personajes deambulan inmersos en un ambiente que
se erige como verdadero protagonista del libro. Podemos pensar en Manhattan Transfer de John Dos Passos, en
Berlín Alexanderplaztz de Alfred
Döblin o en ese extraordinario fresco sobre el Madrid de posguerra que es La Colmena de Camilo José Cela. Ese
protagonismo espacial también se halla en novelas vinculadas más o menos
directamente con un lugar o un edificio específico (por ejemplo, Los Pilares de la Tierra de Ken
Follett). En estos casos, el deseo de explicar un entorno preciso lleva
implícitas unas buenas dosis de realidad en la descripción de espacios o de
acontecimientos sucedidos. En este sentido se acercan a la novela histórica.
La novela histórica es un género literario de éxito en nuestra época.
En ella, la ficción se apoya en el dato cierto para dar verosimilitud a la
narración. No obstante, este género se separa voluntariamente de las investigaciones científicas y su
propósito es el propio de la literatura. Por eso, el rigor histórico puede ser,
en ocasiones, cuestionable (hay casos de adaptación de las circunstancias para
“reforzar” el valor dramático de la narración). Los autores, más o menos documentados
ó más o menos imaginativos, relatan un posible desarrollo de hechos verídicos a
través de personajes que una vez fueron reales y que suelen acompañarse de
otras figuras inventadas para dar continuidad a los hilos conductores de las
tramas. También la ficción histórica se ha adentrado en el relato
intergeneracional para poder así explicar las causas y los efectos de
determinados hechos acontecidos en el pasado.
Dentro de la amplia categoría de
novela histórica, y enlazando como lo comentado en los primeros párrafos, se ha
hibridado un subgénero que ha ido asentándose en los últimos años, con obras
que han llegado a adquirir la etiqueta de “best
seller”. Podríamos denominarlas novelas
históricas de sagas y contexto. En ellas, las aventuras y desventuras de
los personajes suelen verse
trascendidas para otorgar el
protagonismo al escenario, generalmente un espacio real, ciudad o región (caso
distinto al de otras sagas ficticias que crean mundos paralelos).
Detalle de
parte de las sagas familiares que deambulan por el parís de Rutherfurd (que
aparece en el libro como guía para no perderse)
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El pionero de este tipo de ficción
histórica, vinculada a un territorio específico, y desarrollada a partir de los
sucesos de generaciones familiares, fue el escritor norteamericano James Albert Michener (1907-1997). En sus obras, el espacio es el eje
vertebrador, el verdadero protagonista, y los seres que lo habitan lo van
caracterizando a partir de sus historias particulares. Para ello, Michener
complementa la ficción con un meticuloso trabajo de documentación que
proporciona una sólida base a sus relatos. Michener publicó diversos libros
llegando a obtener el premio Pulitzer en 1948. Destacan títulos como Tales of the South Pacific, Hawai, Bahía de Chesapeake, Caribe,
Alaska ó Texas, algunos de los cuales se encuentran traducidos al español.
Este autor publicó en 1968 Iberia, un
libro en el que daba cuenta de sus viajes y reflexiones sobre la península.
Edward Rutherfurd y sus ciudades.
Edward Rutherfurd (1948) es el
seudónimo de Francis Edward Wintle, un escritor británico diplomado en Historia
y Literatura por la Universidad de Cambridge. Rutherfurd ha alcanzado fama
internacional con sus novelas vinculadas a un espacio determinado y en
particular a ciudades. En ellas, las aventuras y desventuras de los personajes
se mezclan con el detalle histórico riguroso.
Su trayectoria comenzó con Sarum-The novel of England (1987) en la
que narra la evolución a lo largo de siglos de diversas familias que habitaban
Salisbury (la propia ciudad del escritor), lo cual le proporcionaba la excusa
para dar a conocer ese territorio.
La vinculación a regiones o países
continuaría con otras novelas como Russka:
the Novel of Russia (1991, publicada en español como Rusos por Ediciones B). En el año 2000, publicó The Forest narrando la historia del
sureste de Inglaterra durante casi un milenio, desde los Sajones y Normandos
del año 1099 hasta la época de Jean
Austen a principios del siglo XIX (traducción española, El Bosque, Ediciones B, 2001).También
Irlanda recibió la mirada de Rutherfurd. En 2004 publicó Dublin: Foundation, titulada también The Princes of Ireland: The Dublin Saga (traducción española Príncipes de Irlanda, Roca Ed. 2006) y
en 2006 Ireland: Awakening que
también fue titulada como The Rebels of
Ireland: The Dublin Saga (traducción española Rebeldes de Irlanda, Roca Ed. 2007).
Comenzó con Londres, publicando London
en 1997 (traducción española: London, la
novela. Ediciones B, 1998). Continuaría con New York en 2009
(traducción española: Nueva York.
Roca Editorial, 2010) y, hasta el momento, concluye con Paris, publicada en 2013
(traducción española: París, la novela. Roca Editorial, 2013).
Las novelas cuentan con múltiples
tramas enlazadas en las que los protagonistas aman y sufren, defienden sus
ideales o se comportan de forma pícara y mezquina, luchan, viven y mueren. En
todas, las relaciones familiares intergeneracionales y los cruces y
vinculaciones que se producen entre ellas, quedan supeditadas a la potencia del
escenario que comparten. La ciudad es el sustrato común que une a todos los
personajes. La ciudad es omnipresente, bien como soporte de determinados
acontecimientos históricos o bien como un tema en si misma explicando su propia
evolución urbana.
No obstante, las novelas no son descripciones
urbanas, por mucho que se detenga en explicar determinados hitos de su
evolución (como puede ser la construcción de la Torre Eiffel de París, por
citar un caso). Así por ejemplo, en Nueva York se desarrolla una narración que
abarca cuatrocientos años, arrancando desde la fundación de la ciudad, con los
asentamientos indios y las primeras colonias holandesas. Por esa Nueva
Amsterdam inicial, luego rebautizada como Nueva York, deambularan varias
familias que vivirán la etapa de dominación británica y la guerra de la
Independencia o el desarrollo de la ciudad hasta convertirse en la capital
oficiosa del mundo occidental. Allí se mezclarán las familias de origen
holandés y británico, con inmigrantes alemanes, italianos, judíos o
descendientes de los esclavos negros traídos de África. La novela nos pasea por
los aristocráticos salones de la alta sociedad neoyorquina y por los bajos
fondos del lumpen de diferentes épocas, por los despachos de los políticos y de
los grandes banqueros, nos pasea por Manhattan, por Brooklyn, por el Bronx y
nos hace sentir la ansiedad y la esperanza de los inmigrantes, las intrigas
políticas, las catástrofes derivadas del crack de 1929 o la tragedia de los
atentados del 11 de septiembre de 2001.
Por allí, junto a las familias de ficción que estructuran el relato, circulan
personajes históricos como George Washington, J.P. Morgan o Mrs. Astor.
Muchos lectores aprovechan las
narraciones de Rutherfurd para conocer las circunstancias que envuelven la
“forma de ser” de las ciudades actuales (incluso llegan a utilizarlas como guía
preparatoria de viajes). De hecho, este género literario es un instrumento más
para aproximarnos a la realidad urbana presente, informándonos, de forma amena,
sobre las aspiraciones y los esfuerzos realizados por las generaciones
anteriores para conformar el espacio que hemos heredado. Una buena forma de “mirar” la ciudad con los ojos de la mente.
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