Una buena parte de los actuales “cascos
históricos” de Madrid y Barcelona fue producto de las transformaciones
realizadas durante la primera mitad del siglo XIX, un periodo que resultaría trascendental para las dos ciudades,
todavía encerradas por murallas.
Su inicio fue
un tanto convulso debido a la Guerra de la Independencia, que estuvo asociada al
fugaz reinado de José Bonaparte. Este monarca tuvo una cierta importancia en
Madrid (no así en Barcelona), puesto que en la capital se anticiparon ideas y
reformas que, aunque no se completarían por la brevedad de su gobierno, marcarían
la tónica de intervenciones posteriores.
Las dos
ciudades se enfrentaron a su necesaria y
urgente modernización. Para conseguirla se abrieron nuevos espacios urbanos (muchos de ellos gracias a las
desamortizaciones del patrimonio eclesiástico), se construyeron equipamientos públicos o nuevas tipologías residenciales y se
mejoraron (y, en algún caso, se plantearon por primera vez) sus infraestructuras, tanto las de servicio
(agua, iluminación, etc.) como las de transporte (en particular el ferrocarril
que sería vital). En general, Madrid continuaría con la dinámica propia de una
capital de estado, pero Barcelona comenzaría su reconversión hacia una ciudad
industrial de primer orden.
Pero las
numerosas modificaciones serían insuficientes ante la creciente presión
demográfica y funcional, de manera que, a
partir de la segunda mitad del siglo, Madrid y Barcelona se vieron obligadas a
abordar sus Ensanches.
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La primera
mitad del siglo XIX fue una época de importantes transformaciones. Una nueva sociedad, con nuevos criterios,
comportamientos y necesidades estaba emergiendo, y la ciudad heredada no satisfacía
sus requerimientos. No obstante, se intentó adaptarla a los nuevos tiempos,
aunque sería una tarea imposible. Se realizaron muchos esfuerzos de
remodelación en aquellos recintos todavía encerrados por murallas, pero finalmente
serían insuficientes y las ciudades acabarían
abocadas a su extensión, planteando modelos de crecimiento radicalmente
diferentes a los existentes.
Las numerosas
modificaciones de los “cascos antiguos” (vistos desde la perspectiva actual
porque entonces eran la ciudad contemporánea) fueron tan importantes que, ahora,
cuando nos referimos a los recintos históricos de las dos ciudades, debemos
tener en cuenta que una parte considerable de esta trama de las ciudades fue
producida por el siglo XIX, más que por las épocas anteriores. Durante esos
años, tanto Madrid como Barcelona vieron como el trazado viario se modificaba
con ampliaciones de las anchuras de vías o realineaciones de las mismas, como
se abrieron nuevas calles, o como el caserío residencial iba sustituyéndose, en
muchos casos, a través de la agregación de parcelas que modificaban la
lotización de la ciudad antigua. También la aparición de nuevas tipologías
arquitectónicas, nuevos equipamientos públicos o la modificación del carácter
material de muchos espacios (con pavimentaciones e infraestructuras novedosas)
contribuyeron a una transformación que pretendía dejar atrás lo “antiguo” para
levantar ciudades “modernas”.
El paréntesis
Bonaparte, sembrando las semillas de la ciudad moderna (en Madrid).
José I Bonaparte
fue el rey impuesto por su hermano Napoleón tras la invasión francesa de España,
que desembocó en la Guerra de la Independencia. Este hecho le granjeó la
hostilidad popular y también el rechazo de muchos de los ilustrados españoles (excepto
el de los “afrancesados” de la época). La figura de Bonaparte fue un breve paréntesis
dentro de la dinastía borbónica, ya que reinó solamente cinco años y medio,
entre 1808 y 1813. No obstante, intentó llevar a delante un programa de
modernización que, en su mayor parte, no pudo concretarse, tanto por falta de
tiempo como por las trabas de los órganos de poder autóctonos. Pero sus ideas
urbanas, apoyadas por algunos de los arquitectos más vanguardistas de la época
(que serían represaliados tras su caída) reúnen unos méritos notables. José I
venía de gobernar el Reino de Nápoles y vio en la capital de España la
oportunidad (y la necesidad) de aplicar las nuevas tendencias que había
aprendido en Italia. Las reformas iniciadas en Madrid quedarían interrumpidas,
pero fueron semillas que se desarrollarían en las décadas posteriores. El caso
de Barcelona sería diferente, porque la toma de la ciudad por parte de Napoleón
y la consiguiente dominación francesa, apenas dejaron huella en la ciudad desde
el punto de vista urbanístico.
Madrid sería,
por tanto, el campo de experimentación de las nuevas ideas urbanas. Los criterios fundamentales eran sanear la densa
e insalubre ciudad, modernizarla y embellecerla. Las intervenciones derivadas
se concentraron en tres estrategias principales, existiendo además un proyecto
emblemático que no se llegó a realizar:
La primera
consistió en el traslado de los
mataderos y cementerios hacia el exterior de la ciudad. Esta
cuestión ya había sido establecida por Carlos III, con una ordenanza mediante
la cual se clausuraban los camposantos eclesiásticos por razones
fundamentalmente higiénicas. Con Jose I, la decisión se aceleró en Madrid, pero
en el caso de Barcelona tardó en ser efectiva. La construcción del cementerio
de Poble Nou (1819 de Antonio Ginesi,
con reforma y ampliación en 1849 de Juan Nolla Cortés) permitió, por fin,
cumplir la ley. El traslado al nuevo cementerio de los antiguos existentes
liberó espacios que permitieron significativas reformas urbanas (plaza San Jaume, plaza del Pi, el Fossar de les
Moreres, etc.)
La segunda
estrategia perseguía el “esponjamiento”
urbano. Esta filosofía de apertura de espacios libres que “oxigenaran” la
ciudad, fue posible gracias al requisado de propiedades de quienes abandonaron
la Corte marchando a Cádiz o de algunas propiedades eclesiásticas, en lo que se
ha considerado una primera desamortización.
La liberación de superficie también colaboró con la mejora higiénica. El
derribo de iglesias y conventos proporcionó espacio para dar origen a algunos
de los lugares más significativos del Madrid Antiguo: como la Plaza de Santa Ana (surgida del derribo
del Convento de Santa Ana), la Plaza de
los Mostenses (tras el derribo del Convento de los Mostenses), la Plaza de San Miguel (en el solar de la
Iglesia de San Miguel), la Plaza de San
Martín (en el solar de la Iglesia de San Martín), la Plaza de Ramales (en
el lugar de la Iglesia de San Juan), el ensanche de la Plaza de San Ildefonso (gracias al derribo de la Iglesia de San
Ildefonso), el ensanche de la Plaza del
Carmen (tras la desaparición del cementerio de San Luis), o la futura Plaza
de Oriente (que vio comenzar el derribo de muchas edificaciones para
habilitarla).
En algunos
casos, estas intervenciones llevaron asociada la construcción de edificios
públicos, algunos de carácter cultural (Teatro del Príncipe en la Plaza de
Santa Ana) y otros como dotaciones de servicio (por ejemplo, el Mercado de San
Miguel).
La tercera
estrategia supuso la apertura de nuevas vías
y ensanchamiento de algunas de las existentes. Frente al objetivo
higienista de las operaciones anteriores, esta pretendía, sobre todo,
embellecer Madrid y dignificar la capital del Estado, además de adecuar la
ciudad a las nuevas exigencias de tráfico. Se procedió a una serie de expropiaciones
parciales para ampliar la anchura o rectificar vías existentes y abrir nuevas
calles. Estas reformas, estaban en la línea de las intervenciones parisinas del
periodo napoleónico que fueron un precedente de las grandes reformas para la
capital francesa dirigidas por el barón Haussmann. Algunas de estas actuaciones
fueron: el ensanche de las calles del Prado
y la plaza de las Cortes (gracias al
derribo del Convento de Santa Catalina), el ensanche de las calles de Toledo, San Millán y de las Maldonadas
(tras el derribo en 1809 del Convento de la Pasión), o la regularización de las
calles adyacentes a la Iglesia de Santiago.
Propuesta irrealizada de Silvestre Pérez para la zona
occidental de Madrid entre el Palacio Real y San Francisco el Grande.
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Por último, y con un carácter que mezclaba lo urbano y lo
político, surgió la propuesta para Madrid de un proyecto emblemático, que no llegaría a realizarse pero que influiría
en el desarrollo de la zona con el paso
de los años. José Bonaparte, deseoso de acabar con la imagen y la etapa borbónica
(que había desplazado el centro de la ciudad en dirección a los Prados) plantearía
una alternativa global a la dinámica de la ciudad, y propuso el establecimiento
de un nuevo espacio de centralidad en la zona oeste, en las inmediaciones del Palacio
Real. Este proyecto, planteaba un complejo programa de piezas interrelacionadas
con diferentes funciones entre el Palacio y la iglesia de San Francisco (el proyecto
de 1810 estuvo realizado por Silvestre Pérez) y sus rasgos principales fueron:
una gran Plaza de Armas como resolución encuentro calle Mayor-Plaza de la
Armería, un Acueducto sobre la Cuesta de la Vega, un gran espacio circoagonal
entre el Palacio Real y San Francisco el Grande, la reconversión de la iglesia
de San Francisco en edificio para las Cortes de España, y el planteamiento de una
gran plaza en la zona oriental del Palacio presidida por un nuevo Teatro Real
(de ahí viene la confusión que genera la “Plaza de Oriente” que se encuentra en
el occidente madrileño). Estas ideas se retomaron en la construcción del Teatro
Real (1840-50), la reforma de la Plaza de Oriente (1844), construcción del
Viaducto (1874, reconstruido en 1932) y la calle Bailén.
La reestructuración interior
de las ciudades: Apertura de calles y plazas y nuevas alineaciones viarias.
La evidencia
de la imperiosa necesidad de reforma urbana (tanto en el caso de Madrid, como
en el de Barcelona) hizo que, tras la restauración de la dinastía borbónica, las
iniciativas de Jose I continuaran siendo válidas. El viario de las dos ciudades
seguía siendo inadecuado en su mayoría (estrecho, tortuoso y congestionado) y
se constataba un grave déficit de espacios urbanos, equipamientos e
infraestructuras. Para paliarlos, se pusieron en marcha dos medidas complementarias: la expropiación parcial de manzanas
particulares y una amplía desamortización, sobre todo de bienes eclesiásticos
que serían derribados. Con ello se lograría acometer la rectificación (es
decir, proporcionar una directriz recta) de muchas calles y se lograron grandes
superficies disponibles que permitieron continuar con la creación de nuevas
plazas y edificaciones (tanto institucionales como residenciales).
Esquema del centro histórico de Madrid con expresión de
las reformas principales realizadas durante el siglo XIX.
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Las reformas estructurales en Madrid.
Madrid, tras
la Guerra de la Independencia, puso fin a dos siglos de crecimiento lento provocándose
una explosión demográfica. De los 156.672 habitantes de 1797, se pasó a los
281.170 de 1857 (aumento del 80% en 60
años) y a los 397.816 en 1877 (con un
incremento del 40% en 20 años). La presencia del cuarto recinto, la muralla de
Felipe IV, impedía la expansión y produjo en la capital un proceso de
densificación extraordinaria (se aumentó la altura de los edificios de
viviendas, que pasaron de tener una o dos plantas a contar con cuatro o cinco alturas).
La situación
se hizo insostenible, obligando a plantear transformaciones de gran importancia
en la estructura de la ciudad. Esto fue posible, en gran medida, por el amplio
programa de desamortizaciones realizadas, sobre todo en el patrimonio
eclesiástico. Las desamortizaciones son un conjunto de medidas legales
adoptadas por algunos gobiernos de Isabel II (hubo dos principales, una en
1836, la conocida “desamortización de Mendizábal”, y otra en 1855), cuyos
objetivos eran controlar y vender tierras y edificios que estaban en manos de
instituciones religiosas o políticas y que no podían ser vendidas (por estar
“amortizadas”).
De los sesenta
y cinco conventos existentes en Madrid (treinta y cuatro de religiosos, y treinta
y uno de religiosas), treinta y ocho se demolieron o vendieron, siete se cedieron
a la aristocracia y veinte fueron respetados. La gran superficie de suelo
liberada permitió acometer obras de envergadura, tales como nuevos espacios
públicos, renovación y aumento de la edificación residencial o la construcción
de monumentales edificios públicos. La burguesía saldría muy beneficiada desde
el punto de vista patrimonial de estas remodelaciones.
Entre los nuevos espacios surgidos en esa época
destacan, la plaza de Tirso de Molina
(entonces llamada plaza del Progreso),
consecuencia del derribo del Convento de la Merced o la plaza Vázquez de Mella. También se ampliaron plazas
existentes, como la plaza de Pontejos,
la plaza de Santo Domingo o la reforma de la Puertadel Sol, iniciada en
1854 y finalizada en 1862.
Superposición de las tramas en la Puerta del Sol de Madrid.
En azul el trazado antiguo y en negro la configuración final tras la reforma.
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Se realizaron
numerosas actuaciones sobre el viario general, con nuevas calles como el Pasaje
de Matheu, Orellana o Doctor Cortezo; prolongaciones de existentes, como de la calle Bailén, de la calle Preciados
hacia la Plaza de España (germen del planteamiento definitivo de la Gran Vía que se realizaría a principios
del siglo XX), de la calle Lope de Vega
hasta el Paseo del Prado (a través de
los terrenos del Duque de Medinaceli) o de la calle Cervantes hasta el Prado (operación que se pudo concluirse tras el
derribo del Palacio de Medinaceli, a principios del siglo XX); o ensanchamientos como el de la calle Sevilla (y plaza de Canalejas), del Arenal, Atocha, Alcalá, Argensola, Campoamor, etc. También se reformaron sectores como la zona de Barquillo con las prolongaciones de las
calles Gravina y Arco de Santa María (actual Augusto
Figueroa). Estas nuevas alineaciones viarias se fueron realizando a la vez
que se concedían licencias de construcción en las calles sometidas a esa “innovadora”
normativa (poniendo en marcha un incipiente sector inmobiliario)
Las
desamortizaciones también propiciaron la aparición de nuevos edificios institucionales (algunos a
partir de cambios de uso y otros de nueva construcción). Son ejemplos de ese
periodo el Congreso de los Diputados (sobre el derribo del Convento del
Espíritu Santo), el edificio del Senado (sobre el solar del Convento de
agustinos de doña María de Aragón) o la Universidad Central (sobre el solar del
Noviciado de los Jesuitas)
Uno de los
grandes impulsores de estas reformas fue Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882),
gran conocedor de la ciudad (publicó varios libros sobre Madrid) y que llegó a
ocupar el cargo equivalente al actual concejal de urbanismo.
Esquema del centro histórico de Barcelona con expresión
de las reformas principales realizadas durante el siglo XIX.
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Las reformas estructurales en
Barcelona.
La
actuación más impactante de los primeros
años del siglo XIX, fue la desaparición paulatina del muro divisorio entre el Raval
y la Ciutat Vella, cuyas
piedras fueron utilizadas para abovedar el lecho del antiguo arroyo que
discurría por allí. Este fue el origen de las
Ramblas, cuyos diversos tramos, de diferente anchura y distinta
edificación, se unificaron mediante un paseo central arbolado y continuo, que
se convertiría en la avenida principal de la ciudad. Desde finales del siglo XVIII, pero
sobre todo en el XIX, las Ramblas irían tomando su forma definitiva con la edificación
de palacios singulares como el Palau Moja,
el Palau March de Reus, el Palau de la Virreina o el teatro de la Opera del Liceu.
La primera
intervención importante en la estructura de la ciudad comenzó en 1824 con el
objetivo de conectar las Ramblas con la Ciudadela para facilitar el tráfico
interior. Entonces se abrió la calle de Fernando VII (actual carrer
Ferrán), una vía transversal de unos 10 m. de ancho, que discurría en
línea recta entre la Rambla del Centro
y la plaza de San Jaume.
Esquema de la reforma para la ampliación de la Plaza
San Jaume de Barcelona.
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Plaza Real de Barcelona
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También sería una obra
emblemática para Barcelona la construcción de la Plaza Real (Plaza
Reial). Este nuevo espacio ciudadano se levantó en el solar del antiguo
convento de los Capuchinos ubicado junto a la Rambla que había resultado
incendiado. De planta regular y rectangular, siguiendo el modelo de la “plaza
mayor” española, está configurada por una edificación unitaria, con soportales
en planta baja, pero sin la presencia de un edificio público dominante. Fue
concebida por Francesc Daniel Molina y construida entre 1850-59. Igualmente
junto a la Rambla, en 1840, se había construido el Mercado de San José (Mercado de la Boquería) con proyecto de Josep
Mas i Vila sobre el solar del desamortizado Convento de San José.
Otras
actuaciones significativas fueron, por ejemplo, la calle Conde de Asalto (actual carrer Nou de la Rambla), cuyo
trazado cortó transversalmente el Raval
atravesando el barrio en línea recta, o la urbanización en 1827 del camino al
pueblo vecino de Gracia, embrión del Paseo de Gracia, que se convertiría en
un recorrido muy frecuentado por la sociedad barcelonesa.
Últimos desarrollos intramuros.
Madrid y las urbanizaciones
periféricas.
La última
etapa de las reformas urbanas del Madrid intramuros supuso la urbanización (o
reurbanización) de varias zonas periféricas del casco.
Los ejemplos
más representativos son los barrios de Argüelles y del Retiro, ambos
proyectados y levantados sobre propiedades de la Casa Real (la montaña del
Príncipe Pío en el primer caso y el Buen Retiro en el segundo). En Argüelles, la primera parcelación fue
aprobada en 1855 y supuso la creación del barrio que se inscribe entre las
calles Princesa, Quintana, Ferraz y Ventura Rodríguez (que se iría prolongando
hacia el norte en años posteriores). Por su parte, el barrio del Retiro se desarrolló después, debido al
auge que obtendría esa zona como consecuencia del inicio de la construcción del
Ensanche contiguo (el Barrio de Salamanca)
y la apertura al público del Parque del Retiro.
El Ensanche del Retiro madrileño sobre las huellas del
antiguo palacio.
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Otras operaciones
de urbanización periférica, o mejor dicho de “reurbanización”, fueron producto
de los ajustes de trazado sobre la muralla de Felipe IV, y que, en algunos
casos, se verían continuadas tras la desaparición de la cerca. Entre estas
destacan las efectuadas en los “barrios
altos” (llamados así por su ubicación topográfica). Por ejemplo, la reforma
de Monteleón (con la parcelación de
los terrenos del cuartel del mismo nombre), la reforma de Hospicio, la reforma de Santa Bárbara o la
reforma de Las Salesas.
Barcelona completa su recinto.
En Barcelona,
la inadecuación de la ciudad a las exigencias de la intensa actividad urbana resultó
especialmente flagrante. Su condición de “plaza fuerte” militar con la imponente
presencia de las fortificaciones (muralla y ciudadela), así como la reserva de
todo su entorno exterior para zona de seguridad, impedían cualquier planteamiento
ambicioso. Por eso, la ciudad se vio obligada a crecer sobre sí misma,
circunstancia especialmente grave tras el despegue de Barcelona como ciudad
industrial, hecho que se produjo a partir de 1830.
Las nuevas
instalaciones buscarían su sitio en el único sector de la ciudad donde todavía quedaba
espacio disponible: el Raval. Este barrio, que desde
finales del siglo estaba concentrando las industrias manufactureras, se
transformaría, con la llegada de la máquina de vapor, en el principal sector fabril
y proletario de la época (allí se instaló en 1832 la fábrica Bonaplata, reconocida como la primera
industria textil movida por la fuerza del vapor en España). La conclusión del Raval sería el “proyecto” interior de
Barcelona, que completaba así su recinto (con una densificación extraordinaria).
Pero su configuración no respondería a una programación ordenada y acabaría
legando problemas estructurales para el futuro.
Otra
actuación urbana de gran importancia fue la finalización de la urbanización de
la Plaza del Palacio (Pla del Palau) entre 1825-1836,
obra de Francisco Daniel Molina. El Pla
del Palau ya había dado sus primeros pasos para convertirse en el nuevo
centro neurálgico de la ciudad a finales del siglo XVIII (ver El“embellecimiento” de Madrid y Barcelona durante la Ilustración), pero sería en esas primeras décadas
de la nueva centuria cuando la plaza sería rematada espectacularmente con
construcciones como los “Pórticos de
Xifré”. La Casa Xifré fue
proyectada por los arquitectos Francesc Vila y Josep Boixareu y se terminó en
1840. Años más tarde, el Pla del Palau
vería potenciada su centralidad al albergar la primera estación ferroviaria
española (1848), que daba servicio a la línea Barcelona-Mataró.
Plano de Madrid en 1848 (Francisco Coello)
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Nuevas
infraestructuras urbanas.
Durante el
siglo XVIII hubo varios intentos de creación de una red de infraestructuras de
servicios (desde agua y alcantarillado hasta pavimentaciones) en las dos
ciudades. Pero aunque estas tentativas tuvieron algún logro puntual (sobre todo
en las zonas privilegiadas), no lograrían implantarse totalmente debido a la falta
de la tecnología adecuada y a problemas económicos. En cambio, a lo largo del siglo XIX se consolidarían,
por fin, las infraestructuras que las ciudades necesitaban.
En el caso de
Madrid las principales fechas son las siguientes:
- 1832 Alumbrado público de gas en las calles
- 1834-6 Pavimentación de calles, creación Servicio Municipal de Limpieza
- 1848 Alumbrado de gas para las casas
- 1851 Inauguración primera línea ferroviaria (Madrid-Aranjuez)
- 1858 Traída de aguas (Canal del Lozoya, Isabel II)
- 1871 Primer Tranvía
Por su parte, en Barcelona:
- 1842 Alumbrado de gas (público y doméstico)
- 1848 Inauguración primera línea ferroviaria (Barcelona-Mataró)
- 1879 Abastecimiento de agua (superando la acequia condal, el Rec Comtal)
- 1872 Primer tranvía
Es
particularmente trascendental para la
estructura de las ciudades la llegada del ferrocarril. Los trazados de las
líneas y la ubicación de sus estaciones condicionarían la evolución de sus
entornos (en algunos casos para bien y en otros para mal). En 1848 se inauguró
la primera línea ferroviaria peninsular entre Barcelona y Mataró. El trazado
tuvo que salvar la todavía existente Ciudadela, realizando una amplia curva
hasta llegar al edificio de la primera estación que se construiría en la zona
del Pla del Palau. Madrid tendría que
esperar hasta 1851, cuando se abrió el recorrido entre la capital y Aranjuez,
con el Embarcadero de Atocha como su primera estación ferroviaria.
Otro tema de especial relevancia sería la
aparición del transporte público, infraestructura que cambiaría los hábitos
de los ciudadanos y modificaría muchas de las dinámicas urbanas. Madrid
inaugura en 1871 la primera línea de tranvía
(arrastrada por mulas), que unía el barrio de Salamanca (calle de Serrano) con el barrio de Pozas (calle
de la Princesa). Barcelona lo haría
en 1872, desde el Pla de la Boqueria hasta
la plaza de la iglesia de los Josepets
(actual Plaça Lesseps). En 1898 en
Barcelona y en 1900 en Madrid, los tranvías abandonaron la tracción animal por
la tracción eléctrica. La transformación fundamental de la movilidad urbana se
realizará durante el siglo XX, no tanto por la evolución del transporte
público, que será importante (por ejemplo, con la aparición del autobús o del
Metro) sino, sobre todo, por la paulatina dominación del vehículo privado.
Plano de Barcelona en 1849 (Manuel Saurí y Josep Matas)
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El derribo de las
murallas y el Ensanche de las ciudades.
A mediados
del siglo XIX, y a pesar de las numerosas reformas acometidas durante las
décadas anteriores, los cascos urbanos seguían siendo incapaces de dar respuesta a
los requerimientos de la emergente sociedad industrial. Además, tanto Madrid como Barcelona se
encontraban constreñidas dentro de unas murallas obsoletas que impedían la
extensión ordenada de las dos ciudades. Este hecho estaba forzando crecimientos descontrolados en el entorno. Madrid
veía surgir arrabales espontáneos junto a las murallas mientras que Barcelona
asistía al crecimiento de los municipios situados más allá de la franja de
protección militar. Y dentro del recinto, la densidad seguía aumentando,
deteriorando la calidad de vida de los ciudadanos. Las necesidades funcionales,
las aspiraciones de representatividad o las teorías higienistas (y también las
revueltas urbanas contra las pésimas condiciones de vida) forzarían la
ineludible reconsideración de las murallas y de los planes de futuro urbano.
Así pues,
Madrid y Barcelona se enfrentaron a la vez al mismo problema y ambas darían la misma respuesta, planteando el
derribo de las murallas y el Ensanche de las dos ciudades.
Barcelona tuvo a Ildefonso Cerdá como artífice de su Eixample (1859). En Madrid, fue Carlos María de Castro quien
realizó el proyecto de Ensanche (1860). En Barcelona, las murallas comenzarían
a ser derribadas en 1860 y en Madrid serían demolidas a partir de 1868.
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