La identidad
se construye desde el reconocimiento de elementos idiosincráticos muy diversos.
Algunas ciudades han logrado expresar su
singularidad a través del color que predomina en su “paisaje urbano” (al
menos en el de sus zonas más tradicionales e históricas). En algunos casos, el
lento discurrir de la historia ha ido decantando una pigmentación de forma
natural, casi siempre vinculada a los materiales del entorno próximo (piedra,
ladrillo, etc.). En otras ocasiones, el color es añadido y tiene
justificaciones ambientales o culturales, aunque también existen ejemplos mucho
más artificiales, en los que algunas ciudades han forzado su cromatismo para
lograr ese efecto identitario (habitualmente con fines turísticos).
Ciudades como
Salamanca, Zaragoza, Sevilla, Gerona, Burdeos, Toulouse, o pueblos casi
anónimos que aparecen blancos o negros (incluso ¡azules!), son casos en los que
el color emerge como una seña de identidad principal.