23 nov 2019

Cuando la Ville lumière volvió a encenderse tras el apagón bélico (la intelectualidad en la Rive Gauche del París de posguerra)


La sublevación estudiantil de mayo de 1968 creyó que bajo los adoquines del barrio latino parisino estaba la playa. El lema “sous les pavés, la plage”, que animó a arrancar los bloques, mezclaba la utopía ingenua con el arrebato violento.
La Segunda Guerra Mundial fue traumática para muchas ciudades. Algunas sufrieron destrucciones terribles y otras, aunque lograron escapar de ellas, no pudieron evitar la depresión que generaba el conflicto. París se encontraba entre estas últimas y la Ville lumière vio como sus luces se apagaban.
Pero tras la finalización de la contienda, la capital francesa, cual ave fénix, resurgiría de sus cenizas. Unas nuevas luminarias iban a alumbrar la ciudad, que recuperaría su influencia como referencia internacional para la cultura. La Rive Gauche del rio Sena y el barrio latino serían los escenarios de una intelectualidad primero existencialista y después estructuralista. Es más, en mayo de 1968, ese caldo de cultivo originaría otro movimiento social, la revuelta estudiantil que, desde esas mismas calles, dejaría una huella indeleble en la historia. París volvía a marcar el ritmo.

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Cuando la Ville lumière volvió a encenderse tras el apagón en la IIWW.
La Segunda Guerra Mundial fue traumática para muchas ciudades. Algunas sufrieron destrucciones terribles y otras, aunque lograron escapar de ellas, no pudieron evitar la depresión que generaba el conflicto. París se encontraba entre estas últimas y la Ville lumière vio como sus luces se apagaban. Nueva York se había alzado con el oficioso título de capital mundial, elevándose hasta esa privilegiada posición gracias a su capacidad para ejercer de motor económico planetario, pero sobre todo por irradiar una imagen de rabiosa modernidad, pletórica de automóviles y rascacielos, y por su disposición para acoger a los genios más descollantes, capaces de cocinar las tendencias artísticas más rompedoras.
París comenzó a ser conocida como la “ciudad de la luz” por la impresión que causaba desde que, en el siglo XVII, Nicolás de la Reynie, jefe de la policía parisina en la época de Luis XIV, decidió mejorar la seguridad de las calles durante la noche, con miles de antorchas y linternas de velas colocadas en calles y fachadas de los edificios. La fascinación por aquella profusión de alumbrado público generó el apelativo que acabaría designando también la metáfora de París como faro iluminador por su relevancia internacional.
No obstante, en aquellos años centrales del siglo XX, hacía ya mucho tiempo que París no era cabeza política y económica del mundo y, además, también había perdido el paso en el mundo del arte. La ciudad que, entre finales del siglo XIX y principios del siguiente, supo atraer y cultivar el talento de muchos artistas que abrieron horizontes inimaginables, ya no dictaba modas. El ímpetu de impresionistas, cubistas, surrealistas se había desvanecido y sus obras miraban al espectador desde los museos, recordándole que habían sido concebidas en una ciudad efervescente. Pero, aquella terrorífica guerra, que transformó radicalmente el mundo, había hecho que París perdiera su burbujeo.
Pero tras la finalización de la contienda, París, cual ave fénix, resurgiría de sus cenizas. Unas luminarias nuevas iban a alumbrar la ciudad, que recuperaría su influencia como referencia internacional para la cultura. Porque si el arte de vanguardia había abandonado la ciudad, a esta siempre le quedaba el recurso de las ideas. París había sido una cuna privilegiada de directrices que seguirían no solo la nación francesa sino otros muchos países. Lo había demostrado cuando la Revolución francesa cambió el rumbo de la historia. Por eso, en aquella posguerra depresiva y desorientada, la capital, que veía sus luces muy atenuadas, volvió a encenderse con un esplendor inusitado, apareciendo como el faro intelectual que el mundo necesitaba. Al menos en la órbita occidental, porque los estadounidenses, tan válidos para algunas cosas, no destacaban por sus aptitudes filosóficas.
Desde luego el ámbito filosófico germánico era potentísimo, pero los alemanes carecían de la capacidad de seducción que un selecto grupo de escritores y profesores de La Sorbona sí tenía. Y fue precisamente en esa universidad y en el barrio que la acogía (el barrio latino) y en las calles y cafés de la Rive Gauche del rio Sena donde se situaría el epicentro del terremoto intelectual que producirían el existencialismo y el estructuralismo franceses. Es más, en mayo de 1968, ese caldo de cultivo originaría otro movimiento social, la revuelta estudiantil que, desde esas mismas calles, dejaría una huella indeleble en la historia.
Jean-Paul Sartre en una terraza de la Rive Gauche. El barrio de Saint-Germain y sus cafés, la Sorbona y el barrio latino fueron los escenarios habituales de la intelectualidad parisina de posguerra.
París volvía a marcar el ritmo del pensamiento. Durante las décadas de 1940 y 1950, un grupo de intelectuales encabezados por Jean-Paul Sartre abanderarían el existencialismo francés, una corriente de pensamiento que se esforzó en entender el complicado mundo que les había tocado vivir. En las décadas siguientes de 1960 y 1970, cuando la estrella existencialista declinaba, París logró mantener el liderazgo aprovechando el impulso de pensadores e investigadores de diferentes campos, como Claude Lévi-Strauss, Jacques Lacan, Louis Althusser o Michel Foucault, que propusieron el estructuralismo como método para afrontar la comprensión del mundo.
La sucesión de filósofos existencialistas y estructuralistas ha sido agrupada por algunos historiadores bajo la etiqueta de “Escuela de París”, en referencia a la coincidencia espacio temporal y a la gran influencia que ejercieron. Fueron adorados por sus numerosos seguidores que eran, no solo parisinos o franceses, sino procedentes de otras muchas partes del mundo que acudían a su encuentro en aquel París deslumbrante intelectualmente. Los prestigiosos maîtres á penser los recibían de buen grado ejerciendo sus liturgias docentes en la universidad o en las cafeterías, llegando a mitificar esa Rive Gauche del Sena que volvió a situar a París en la cúspide de la filosofía y de la literatura (Albert Camus recibió el Premio Nobel de literatura en 1957 y Sartre en 1964, aunque este lo rechazó; no obstante, la Institución hizo caso omiso confirmando la concesión).

La Rive Gauche y el Quartier Latin: el escenario de la intelectualidad postbélica.
Rive Gauche (margen izquierda, del rio Sena) es un calificativo urbano un tanto difuso que se aplica, principalmente, al barrio de Saint-Germain-des-Prés (articulado en torno al Boulevard Saint-Germain), al que suele sumarse, aunque sea diferente, el Quartier Latin (Barrio Latino) situado al este del anterior, en cierta continuidad, que sería propiamente el entorno de universidad de La Sorbona.
Su historia se remonta al principio de París, cuando la Île de cité fue el lugar escogido, hacia el año 200 a.C., para la primera implantación gala en la zona, aprovechando la facilidad para vadear el Sena en ese punto. Esta favorable circunstancia proporcionó relevancia comercial a aquel oppidum de la tribu celta de los Parisii que sería conocido como Lutecia (la palabra galos era la utilizada por los romanos para designar a los celtas). Su prosperidad hizo que tras la conquista romana se creara una colonia (Lutetia Parisiorum) que ampliaría la extensión urbana más allá de la isla, justo enfrente, en la orilla meridional del rio. Esa zona estaba caracterizada topográficamente por una colina, la Montagne Sainte-Geneviève (montaña de Santa Genoveva) en cuya cima se instalaría el forum de la ciudad. La Lutecia galo-romana (que sería rebautizada en el año 360 como Paris) era un damero típico cuyos cardus y decumanus maximus se cruzaban en ese punto alto. La actual rue Saint-Jacques sigue el trazado del antiguo cardo principal de la ciudad mientras que el rastro de los decumanos desapareció durante la Edad Media (la rue Soufflot, abierta entre los siglos XVIII y XIX marca aquella orientación).
Plano con las trazas principales de Lutecia sobre la trama actual. Debajo superposición del damero de la colonia romana y del foro sobre la ortofoto actual.
Recreación de Lutecia, la ciudad galo-romana que se centró en la montaña de Santa Genoveva. Dibujo de Jean-Claude Govin.
La caída del imperio llevaría a que la ciudad se refugiaría en la isla y la ciudad regular romana quedara prácticamente arruinada. No resurgiría con ímpetu hasta la Baja Edad Media gracias a la instalación del primer embrión de la universidad de la Sorbona en la misma parte alta que había ocupado antiguamente el foro romano.
La Sorbona (La Sorbonne) es la universidad histórica de París, fundada en 1257 como Collège de Sorbonne por Robert de Sorbon, teólogo que llegó a ser capellán y confesor del rey Luis IX de Francia. No era el primer “colegio” parisino porque la ciudad disponía de esas instituciones educativas desde hacía más de un siglo. Se estima que en 1150 surgió, de forma complementaria a la Escuela de Teología de Nôtre Dame, una “asociación de profesores y estudiantes” (universitas magistrorum et scholarium) que acabaría fijando el nombre de “universidad” [La primera institución europea de enseñanza superior fue la Universidad de Bolonia fundada en 1088. Posteriormente, en 1096, surgió la Universidad de Oxford] El Collège de Sorbonne nació para enseñar teología a alumnos pobres, pero con el tiempo, y aunque no era el único que impartía esa disciplina, se convirtió en el centro de referencia para los estudios teológicos. Tras sufrir muchos avatares, durante en el siglo XIX el término "Sorbona" se comenzó a utilizar coloquialmente para designar a toda la Universidad de París. Su ubicación en la margen izquierda del Sena, en el entorno de la montaña de Santa Genoveva acabaría por determinar el futuro de todo el barrio que sería conocido como Quartier Latin, apelativo que surge del hecho de que los numerosos estudiantes que residían en él durante la Edad Media, hablaban en latín, dado que era la lengua académica.
Cour d´honneur (patio de honor) de la Sorbona. Fotografía de Sylvain-Perreau.
El barrio presentaba una trama irregular típicamente medieval, que mantiene en buena medida aunque modificada en su parte septentrional, la más próxima al río, por la intervención haussmaniana, quien a mediados del siglo XIX trazó dos grandes bulevares en forma de cruz que la atraviesan de norte a sur (Boulevard Saint-Michel) y de este a oeste (Boulevard Saint-Germain). La cruz seguía las orientaciones de los antiguos cardos y decumanos de la colonia romana.
Será particularmente relevante para nuestra historia el Boulevard Saint-Germain, que discurre más o menos paralelo al rio y que organizaría un nuevo barrio articulado por la nueva calle y “presidido” por la iglesia de la antigua abadía de Saint-Germain-des-Prés, que le proporcionaría el nombre. Así pues, ambos, Saint-Germain y el Quartier Latin, se encuentran en la margen izquierda del Sena, pero el apelativo más preciso de Rive Gauche se aplicaría solamente al primero, dada la fuerte personalidad del segundo.
Intervenciones en la margen izquierda del Sena promovidas por el París de Haussman en el Segundo Imperio. Particularmente los dos grandes bulevares en forma de cruz que la atraviesan de norte a sur (Boulevard Saint-Michel) y de este a oeste (Boulevard Saint-Germain) siguiendo las orientaciones de los antiguos cardos y decumanos de la colonia romana.
La zona iría adquiriendo una relevancia paulatina desde la década de 1930 eclosionando tras la Segunda Guerra mundial. En esos escenarios surgió una intensísima vida cultural que renovó el “estilo” parisino, con personajes que deambulaban entre cafés, librerías y aulas universitarias con un leve toque bohemio. Escritores referentes como André Gide (1869-1951), Premio Nobel de Literatura en 1947, Louis Aragon (1897-1982) o André Malraux (1901-1976) convivirían con los existencialistas coincidiendo en reuniones, discusiones o mítines llegando a forjar un grupo fuertemente ideologizado (con orientación marxista y antifascista) que engendraría el concepto de “intelectual comprometido” [para profundizar en este periodo es muy recomendable el libro de Herbert Lottman “La Rive Gauche: la élite intelectual y política en Francia entre 1935 y 1950”. Tusquets editores, Barcelona 1994]
La posguerra no solo mantendría ese ambiente intelectual y creativo, sino que lo potenciaría. A los escritores y filósofos se les sumarían los músicos, principalmente de jazz y particularmente de bebop, estilo que reinaría en los locales nocturnos del momento: las caves (cuevas). Fue también el lugar de encuentro favorito de la Nouvelle Vague cinematográfica.
En la actualidad, la zona es uno de los recorridos imprescindibles para los turistas que buscan rememorar aquel ambiente desaparecido.

Nota sobre el existencialismo francés.
La reflexión sobre la existencia ha sido uno de los temas principales de la filosofía desde sus orígenes. Pero, a mediados del siglo XIX, adquirió unos tintes novedosos, sobre todo en la obra del pensador noruego Soren Kierkegaard (1813-1855), quien es considerado el “padre” del existencialismo moderno. Uno de sus temas recurrentes fue la angustia producida por el enigma de la vida y las consecuencias que tenía en el individuo. Así, temas como la subjetividad, la libertad o la responsabilidad de los actos se convirtieron en centrales de su pensamiento que, por otra parte, estuvo imbuido de un fuerte espíritu religioso. La relevancia de Kierkegaard no llegaría hasta finales del siglo XIX, cuando se comenzó a traducir su obra. Desde entonces ejercería una fuerte influencia.
Su repercusión se notaría en primer lugar en el ámbito germánico, en la reflexión de figuras como el psiquiatra y filósofo Karl Jaspers (1883-1969) y, sobre todo, Martin Heidegger (1889-1976). Ambos suelen ser clasificados como existencialistas y, aunque ciertamente ambos se preocuparon por la existencia, ninguno se sintió identificado con la etiqueta, y menos cuando se convirtió en la referencia del pensamiento francés de posguerra, del que se sentían ajenos.
La gran figura del existencialismo francés fue Jean-Paul Sartre (1905-1980) que, partiendo desde la fenomenología propuesta por Edmund Husserl y reconociendo su deuda intelectual con Heidegger, elaboraría las bases del movimiento filosófico. En líneas generales, para Sartre, el hombre primero existe y después se “construye”, es decir no cuenta con una naturaleza determinante, sino que es un proyecto (subjetivo y sin que haya nada previo) que va confirmándose en cada paso, siendo responsable de cada elección realizada dentro de una libertad total (el hombre se crea a sí mismo). La libertad será uno de sus grandes temas como lo fue la angustia (provocada por la responsabilidad ante cada decisión), el desamparo (ante la soledad derivada de la ausencia de un dios o un referente moral) o la desesperación (es decir obrar sin esperanza, constatando solo el momento, porque el futuro será libremente elegido cuando proceda).
Jean-Paul Sartre y Albert Camus caricaturizados por Fernando Vicente.
Sartre sería idolatrado. También destacarían Simone de Beauvoir (1908-1986), que desarrolló una vertiente feminista; Gabriel Marcel (1889-1973), quien formularía un denominado “existencialismo cristiano”; o Albert Camus (1913-1960) en cuyas obras vertería su visión sobre la condición humana, la libertad, la justicia o el absurdo vinculado a la vida. También suele catalogarse como existencialista a Maurice Merleau-Ponty (1908-1961), aunque él siempre se presentó como un fenomenólogo.

Nota sobre el estructuralismo francés.
Frente al existencialismo, fuertemente aglutinado alrededor de Sartre, el estructuralismo fue más centrífugo, siendo varias las figuras que, además, actuaban desde campos diferentes. El trabajo de todos ellos iría conformando lo que, más que un pensamiento filosófico en sentido estricto, fue un método pretendidamente científico para replantear la investigación de la realidad social. Ciertamente fueron pensadores muy dispares, incluso de generaciones distintas, que exploraron dominios muy diversos buscando “estructuras” subyacentes con unas metodologías que más allá de sus discrepancias mantuvieron relaciones de analogía dentro de una especie de “atmósfera” de la época. No obstante, sus protagonistas nunca se sintieron cómodos con la etiqueta estructuralista que los unificaba, aunque esta acabó por identificarles a pesar de su rechazo.
Se considera la obra de Ferdinand de Saussure, y más concretamente su Curso de lingüística general publicado en 1916, como el punto de partida desde el que se desarrollaría la teoría estructuralista. También se sitúan entre sus bases fundamentales las aportaciones a la teoría y crítica literaria de los formalistas rusos.
El estructuralismo francés irrumpiría a comienzos de la década de 1960 cuando el pesimismo posbélico (tan afín al existencialismo) dio paso a un optimismo social generalizado, propiciado por el desarrollo triunfal del neocapitalismo (que en Francia recibió el calificativo de Les Trente Glorieuses, la treintena gloriosa de bonanza enmarcada entre 1945 y 1975). Para algunos, el estructuralismo representó un recambio tecnocrático y burgués del trasnochado existencialismo. Pero esta crítica sería injusta para un movimiento que propuso un método para comprender la realidad social buscando el rigor de la ciencia, pero no en su sentido clásico de formulación de hipótesis, análisis de hechos y propuesta de un diagnóstico en el que basar predicciones, sino entendida como una revisión desde supuestos distintos a los utilizados hasta entonces. El método ayudaba a descubrir “estructuras” que mostraban la realidad como un todo de elementos interdependientes. Defendían que era un error descomponer el mundo en elementos aislados porque funcionaba como un conjunto de partes conectadas que solo pueden entenderse en virtud de sus relaciones mutuas. Para ello se debían identificar los integrantes de cada sistema y descubrir sus leyes internas, generando entonces modelos teóricos que, actuando como simulacros de la realidad, ayudaban a comprenderla.
Filosóficamente, el estructuralismo se oponía al existencialismo y también a la fenomenología puesto que abogaba por la razón frente a la subjetividad de la conciencia. Su objetivo era elaborar una filosofía científica de la que había que excluir al factor sujeto en favor de un inconsciente estructural (aunque ese aparente antihumanismo era solamente un antisubjetivismo epistemológico). Tampoco la historia saldría bien parada dado que era entendida como una serie de prejuicios y miradas condicionadas por intereses varios. Frente a esa mirada diacrónica, los estructuralistas apostaron por la sincronía.
Michel Foucault, Jacques Lacan, Claude Lévi-Strauss y Roland Barthes, según Maurice Henry. El dibujo fue publicado en La Quinzaine Littéraire en 1967.
El pionero sería el antropólogo Claude Lévi-Strauss (1908-2009), uno los primeros en aplicar ese método originario de la lingüística a otros campos, concretamente a la etnología. No sería el único que vería en la metodología estructuralista una herramienta excepcional para afrontar el análisis de la realidad. Otro de los pioneros sería el psiquiatra Jacques Lacan (1901-1981) quien aplicaría el método al psicoanálisis. Roland Barthes (1915-1980) centraría su actividad en la semiología, atendiendo al mundo de los signos que ampliaría desde el mundo de los relatos hacia el de la imagen (con especial interés en el cine). Por su parte, Louis Althusser (1918-1990) reflexionaría sobre la política y la historia, emprendiendo una relectura de Marx al considerar que su mensaje había sido mal entendido. Para esta revisión aplicaría el método estructuralista rompiendo los paradigmas sobre el marxismo vigentes hasta entonces.  También es destacable la aportación de Michel Foucault (1926-1984) un pensador polifacético, historiador de las ideas y teórico social, cuyos estudios críticos (con objetivos tan variados como la psiquiatría, el sistema de prisiones o la sexualidad humana) a los que aplicó el método estructuralista le proporcionaron un gran reconocimiento. Tras los acontecimientos de mayo de 1968, una nueva generación de intelectuales, encabezada por figuras como Gilles Deleuze (1925-1995) ​ o Jacques Derrida (1930-2004), desbordaría los procedimientos establecidos para dar paso a lo que sería reconocido como post-estructuralismo.
Gilles Deleuze en una de sus populares y multitudinarias clases.

En París, cuando unas luces se apagan, otras se encienden.
Pero aquella “Escuela de París”, que llegaría a ser tildada de moda intelectual parisina, acabaría desapareciendo y la capital francesa vería como sus esplendorosas luminarias se atenuaban dejando la ciudad a media luz. El escritor Jesús Ferrero fijaba 1980 como fecha simbólica para el fin de aquella fascinante “fábrica” de pensamiento. En un artículo que publicó en el periódico El País (30 oct 2010) decía “Si me fío de los hechos y de las emociones que me azotaron en aquel tiempo, yo diría que el año 1980 fue fundamental para percatarse de que la demolición de un mundo y de una escuela se estaba dando ya, de forma fulminante y casi disparatada, pues ese año Barthes murió por causa de un estúpido accidente de tráfico que casi parecía un suicidio, murió también Sartre (uno de los tres grandes padres de todos ellos, los otros dos eran Lacan y Lévi-Strauss), y finalmente Althusser estranguló a su mujer una noche de angustia extrema, inconsciencia y locura. Sin olvidar que un año antes el filósofo marxista Nicos Poulantzas se había suicidado abrazado a sus libros y arrojándose desde el piso 32 de la megalítica torre de Montparnasse, símbolo total de capitalismo francés. Para volverse locos. Tres años después, Foucault moría de sida, y 10 años más tarde Deleuze se suicidaba por defenestración. Pero aún quedaban dos miembros notables en relación con esa escuela: el más viejo y el más joven, Lévi-Strauss y Derrida, hace algún tiempo muertos, por lo que se puede decir que se trata de una escuela que ha pasado íntegramente a la historia”.
No obstante, París siempre encuentra energía para mantener sus “luces” y, ante el debilitamiento del faro intelectual, surgirían otros focos que continuarían atrayendo la atención internacional, muchos de ellos vinculados al glamour que dejan las huellas de quienes en algún momento alimentaron la metáfora de la Ville lumière.
Barricadas en el Barrio Latino de Paris levantadas en mayo de 1968. Fotografía de Edith Gerin 


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