14 mar 2020

Cartografía hablada y cantada: entre la Odisea y los GPS.


La Odisea esconde, para algunos, indicaciones geográficas codificadas sobre los itinerarios que llevaban a los destinos idóneos para la colonización griega del Mediterráneo occidental. En la imagen, “Ulises y las sirenas”, óleo sobre tela pintado en 1909 por Herbert James Draper.
Recibir instrucciones verbales de orientación desde el navegador de un coche o desde una app en nuestros dispositivos móviles es algo habitual en la actualidad. Hasta la llegada de esta revolucionaria tecnología, otros medios cumplían esa misión (desde mapas en papel o libros hasta brújulas o astrolabios), pero en tiempos ancestrales, las indicaciones de viaje eran orales y debían recordarse. Para ello nada mejor que trufarlas con hechos memorables o dotarlas de musicalidad cantable.
No obstante, los datos de un itinerario eran entonces algo muy valioso y su transmisión estaba muy restringida. Por eso se utilizaban mecanismos de difusión en clave, escondiendo la información para guiar el viaje dentro de relatos míticos. Algunas de las grandes epopeyas de la antigüedad han sido interpretadas de esta manera, como sucede con uno de los principales poemas épicos de la Grecia arcaica: la Odisea, que fue transmitida de generación en generación hasta que Homero la fijó por escrito. Algunas teorías ven en ella una carta marítima con instrucciones ocultas para la colonización griega del Mediterráneo occidental (otras más atrevidas la ven como una ruta atlántica).
No es el único ejemplo, podemos encontrar desde otros textos milenarios hasta alguna exitosa canción contemporánea que señalan rumbos.


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Las indicaciones verbales de orientación.
Recibir instrucciones verbales de orientación desde el navegador de un coche o desde una app en nuestros dispositivos móviles es algo habitual en la actualidad. Esto es posible, desde luego, gracias a la tecnología, pero también a las características de los espacios que recorremos, porque lo que escuchamos parte de la base de que seguimos un cauce marcado, sea una carretera, dentro de un vehículo, o sea una calle, como peatones. Por esta razón los comentarios son precisos, sencillos y fácilmente entendibles como “siga recto”, “gire a la izquierda o a la derecha” o “en la rotonda coja la tercera salida”. Cuando no existe ese canal predeterminado (por ejemplo, si nos moviéramos en un paisaje natural), la “navegación” se complica ya que las indicaciones no funcionan fuera de una “ruta” establecida y se requiere algo más del interesado, que debe saber, como mínimo, interpretar un mapa sobre el terreno, aunque sea digital (suponiendo que haya cobertura, ¡por supuesto!)
Recibir instrucciones verbales de orientación desde el navegador de un coche o desde una app en nuestros dispositivos móviles es algo habitual en la actualidad.
Hasta la llegada de esta revolucionaria tecnología, durante siglos, otros medios cumplían esa misión. Las indicaciones de orientación se apoyaron en la cartografía de papel, con mapas de muy diversos formatos e intenciones; también en libros de viaje que señalaban las referencias fundamentales (desde piedras miliares a casas de postas o desde perspectivas singulares hasta accidentes geográficos destacables); así como, dependiendo de la dificultad del viaje, en una serie de instrumentos, como brújulas o astrolabios, que eran imprescindibles para precisar la ruta (con la importante colaboración del sol y las estrellas)
Pero si nos remontamos a tiempos ancestrales, cuando los mapas o los libros no eran frecuentes (teniendo en cuenta que la mayoría de la población no entendía ni unos ni otros), las instrucciones para un viaje se transmitían oralmente y el viajero debía recordar esas indicaciones recibidas. En aquellos lejanos tiempos, el lenguaje hablado era la única vía de transmisión y para no olvidar las instrucciones recibidas nada mejor que trufarlas con hechos memorables o dotarlas de la musicalidad de un romance o una canción.
En esta línea, David Barrie, en su libro de 2020 titulado “Los viajes más increíbles. Maravillas de la navegación animal”, cuenta el caso de los inuits, habitantes de las regiones árticas, que se enfrentan a la dureza de un territorio inmenso y mayoritariamente blanco por estar helado. En ese lugar tan abstracto, los inuit fijan determinados puntos de referencia en el paisaje y componen canciones donde los describen. Esas canciones y sus melodías permiten evocar las palabras que secuencian los hitos-guía de su camino. Es una especie de “mapa” cantado que dibuja el recorrido en la mente de los viajeros.
Contador de historias en la plaza Jemaa el Fna en Marrakech. En la antigüedad la transmisión de información era fundamentalmente oral.
No obstante, los datos de un itinerario eran entonces algo muy valioso y su transmisión estaba muy restringida. Quien disponía de esa información la guardaba como un tesoro, particularmente si podía extraer ventajas de ella (por ejemplo, comerciales y, en consecuencia, beneficios económicos). Por eso se utilizaban mecanismos de difusión en clave, escondiendo las indicaciones para guiar el viaje dentro de relatos míticos.
La idea de un mapa literario, de un relato-guía, era habitual en los pueblos del pasado. De hecho, algunas de las grandes epopeyas de la antigüedad han sido interpretadas de esta manera (aunque se desconoce si era esa la intención inicial). Esto sucede con uno de los principales poemas épicos de la Grecia arcaica: la Odisea, que fue transmitida de generación en generación hasta que Homero la fijó por escrito. Algunas teorías ven en ella una carta marítima con instrucciones ocultas para la colonización griega del Mediterráneo occidental (otras más atrevidas la ven como una ruta atlántica).
No es el único ejemplo porque, como apuntaremos más adelante, podemos encontrar desde otros textos milenarios hasta alguna exitosa canción contemporánea para señalar rumbos.

Las epopeyas de la antigüedad y la Odisea, principalmente.
Heinrich Schliemann (1822-1890) fue un visionario comerciante alemán (realmente prusiano, en aquellos tiempos previos a la unificación germana) que se hizo millonario y que reorientó su vida para convertirse en arqueólogo. Según contaba el propio Schliemann (que fue un gran publicista de sí mismo), lo hizo para confirmar un sueño que le acompañaba desde niño: demostrar que Troya no era un invento de Homero, sino que existió en realidad. Obsesionado con esa idea, escudriñó la Ilíada y fue rastreando las indicaciones del texto por el territorio de la costa turca de Anatolia, junto al paso desde el mar Egeo al estrecho de los Dardanelos. Allí, apoyado por el diplomático inglés Frank Calvert, que ya había excavado por la zona, acabó descubriendo que la colina denominada Hisarlik era en realidad un monte artificial que escondía en su interior las ruinas de la ansiada Troya. Corría el año 1871 cuando salieron a la luz los estratos de ciudades que habían construido una sobre otra. Schliemann designó una de ellas como la Ilión homérica, aunque luego hubo de cambiarse ese dictamen inicial. El descubrimiento fue sensacional y asombró al mundo, grabando con letras de oro el nombre del arqueólogo alemán en la historia (aunque en su afán por excavar y encontrar tesoros, destruyó algunos vestigios de las capas superiores). Tras su muerte, el sitio arqueológico continuó siendo objeto de investigaciones intensas (se han llegado a encontrar nueve ciudades superpuestas) obteniendo la calificación de lugar Patrimonio de la Humanidad por parte de la Unesco.
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A partir de este extraordinario hallazgo, que sirvió para verificar las indicaciones de Homero en la Ilíada, nadie puso en duda la historicidad del relato del aedo griego. No obstante, la guerra de Troya (o las guerras, porque las últimas investigaciones apuntan a que hubo varios conflictos) fue un acontecimiento bastante complejo. Para una aproximación al estado de la cuestión se recomienda la lectura del libro de Eric H. Cline, “La guerra de Troya” publicado originalmente en 2013 y en el que se analizan las narraciones antiguas, las fuentes históricas griegas e hititas, así como las aportaciones arqueológicas más recientes.
La primera consecuencia fue suponer que esa veracidad alcanzaba también a la segunda epopeya homérica, la Odisea. Si la Ilíada había visto confirmados los temas esenciales, ¿por qué no podía suceder lo mismo con el largo viaje de Ulises (Odiseo en su denominación griega)? Desde luego, había dudas porque a pesar de que algunos de los lugares visitados por el héroe en su largo retorno desde Troya a su patria Ítaca eran perfectamente identificables, otros quedaban envueltos en un halo de misterio. Ulises/Odiseo recorrió islas y territorios lejanos, poblados por seres míticos y mágicos (lestrigones, cíclopes, lotófagos, etc.) y en esos viajes, la epopeya aporta datos, a veces de difícil comprensión, sobre vientos, distancias y tiempos que podrían limitarse a ser un mero acompañamiento de las aventuras del héroe, ¿o no?
Interpretación del mapa perdido de Anaximandro. Los tres continentes que se conocían en la antigua Grecia envolvían al Mar Mediterráneo y estaban circunvalados por un océano ignoto.
Hay que pensar que mientras la gran gesta heroica descrita en la Ilíada no planteaba problemas de interpretación, las aventuras de Ulises/Odiseo eran un enigma. Las explicaciones y justificaciones del misterio han sido muchas y variadas, recurriendo para ello a cuestiones simbólicas, a metáforas sobre la vida, o también a convertir el relato en una guía oculta de viaje. Fueron precisamente las vacilaciones de los estudiosos de la Odisea las que alimentaron esta teoría según la cual el largo poema habría sido algo más que un relato de carácter legendario, convirtiéndose en una narración con un mensaje oculto bajo las maravillosas aventuras del Ulises. Los defensores de que la Odisea era la descripción de una antigua ruta marítima aducían que no tenía sentido el hecho de que, generación tras generación, se transmitieran esas peripecias con tanto rigor si solamente eran un entretenimiento o una narración mítica sin más. De hecho, otros relatos mitológicos contaban con numerosas versiones, pero en la Odisea no sucedía lo mismo.
Dado que, como hemos anticipado, en aquellos lejanos tiempos en los que la escritura era una rareza y aún más los mapas, la transmisión oral de información era el canal habitual para divulgar ciertas informaciones que debían ser memorizadas. Las reglas nemotécnicas aconsejaron asociar los mensajes con otras cuestiones de más fácil recuerdo, como sucede por ejemplo con una canción, cuya letra es evocada casi inconscientemente al seguir la melodía, o con los relatos que ofrecen acontecimientos impactantes.
Pero el valor de la información sobre itinerarios restringía su transmisión únicamente a los iniciados y por eso se utilizaban mecanismos de difusión en clave, introduciendo las indicaciones para realizar el viaje disimuladas entre los hechos de los relatos míticos. Algo parecido a lo que sugiere el cuento de Edgar Allan Poe, La carta robada, que estaba “escondida” a la vista de todos. Solo hacía falta que, gracias a un código secreto, se transformaran hechos y protagonistas en referencias geográficas.
Mapa de la costa de Campania con la ubicación del Vesubio (Polifemo)y los volcanes que lo acompañan (los Campos Flegreos como los cíclopes). Neapolis fue una de las colonias griegas que sería el embrión de Nápoles.
La interpretación más plausible (asumiendo su carácter conjetural) es la que propone que los itinerarios descritos en la Odisea marcaban las metas idóneas para la colonización griega del Mediterráneo occidental, que se produjo aproximadamente entre los años 750 y 550 a.C. Así según esta teoría, el poema épico transmitiría indicaciones en clave destinos, trayectorias, régimen de vientos, corrientes marinas, islas de abastecimiento o lugares con recursos constituyéndose en una auténtica “carta marina” codificada cuyo itinerario debía ocultarse de los competidores (particularmente de los fenicios) porque de ello dependía la prosperidad de unos pueblos sobre otros.
Un ejemplo podemos encontrarlo en la aventura con los cíclopes. La lucha del hombre contra gigantes es un mito muy común en la antigüedad, rastreable en muchas culturas, pero en la Odisea, los cíclopes muestran una peculiaridad muy destacable al contar con un solo ojo central y circular (y también por comer carne humana). La teoría de las claves geográficas llevó a interpretar a estos seres monstruosos como personificaciones de los volcanes. La propia palabra cíclope muestra una etimología reveladora porque el original griego Κύκλωπος, kyklopos, está compuesto de κύκλος, kyklos, que significa círculo, y ὄπος, ópos, ojo. La unión de ambas identificaba al ojo circular que caracterizaba a esos gigantes mitológicos, aunque que también podría referirse al gran agujero circular del cráter de los volcanes. Entre los cíclopes-volcanes destacaría Polifemo, al que se enfrentó Ulises. Polifemo también muestra una etimología interesante. Procede de Πολύφημος, Polifemo, palabra compuesta por πολύς (polys, mucho) y el verbo φημί (phemi, yo hablo), que podría ser traducido como “el de muchas palabras”, aunque la tradición llevó a aplicarlo a las personas que gozaban de fama, porque se hablaba mucho de ellos, algo que encaja más con Polifemo, un ser que no destacaba por la oratoria sino por ser un gigante afamado, de hecho era hijo de Poseidón, el dios del mar Mediterráneo. Por cierto, que el ojo reventado del gigante sería una metáfora de la erupción del volcán.
Imagen del Vesubio (cuya personificación sería el cíclope Polifemo según algunas teorías) desde el mar.
Algunas hipótesis geográficas han propuesto que el cíclope Polifemo podría representar al Etna siciliano y sus compañeros a los abundantes volcanes de la zona, algunos de ellos submarinos y otros, como los de las islas Lipari (o Eolias, en su denominación antigua), activos en la actualidad. No obstante, la tradición se inclina más por interpretar que Polifemo sería el Vesubio, que también se encuentra acompañado por otros pequeños volcanes (los Campos Flegreos). Esta teoría se apoya en la descripción que la Odisea hace de la tierra de los cíclopes, presentada como fértil y rica: “llegamos a las tierras de los cíclopes soberbios y sin ley, quienes confiados en los dioses inmortales, no plantan árboles, ni labran los campos, sino que todo les nace sin semilla y sin arada -trigo, cebada y vides, que producen vino de unos grandes racimos- y se lo hace crecer la lluvia enviada por Zeus” (Odisea, libro IX). Esos cultivos son habituales en terreno volcánico, que es muy feraz e idóneo para la agricultura. Así la tierra de los cíclopes sería la abundante región de Campania en la península itálica, que se encuentra presidida por el Vesubio y que fue objeto de una intensa colonización griega, fundándose allí numerosos asentamientos, entre otros Neapolis (ciudad nueva) que sería el embrión de la actual Nápoles. El Vesubio, como es conocido, entraría en erupción en el año 79 destruyendo Pompeya y Herculano.
Pero estas especulaciones no serían la únicas, existiendo otras propuestas geográficas entre las que sorprende una que resulta más lejana. En ella se defiende que en la Odisea se encontraban las claves del camino hacia el océano Atlántico y la Europa del Noroeste, un itinerario que debía mantenerse secreto porque en aquellas tierras remotas abundaba el oro y el estaño (para la argumentación de esta hipótesis, se puede consultar el libro escrito por Gilbert Pillot en 1969: “El código secreto de la Odisea”).
Ulises cegando al cíclope Polifemo en un ánfora conservada en el museo arqueológico de Eleusis (foto: Carole Raddato)
El secretismo geográfico fue una tónica en los tiempos que describe la epopeya, pero, tras la colonización, esa información perdería relevancia estratégica, por lo cual los supuestos códigos se fueron olvidando y las narraciones quedaron como leyendas. Lo sucedido con la Odisea es que el poema épico nunca ha dejado de fascinar y el mito de Ulises se mantendría como un referente simbólico muy poderoso, siendo revisado en los siglos posteriores con diversos sentidos, como hizo Dante en su Divina Comedia. De hecho, sigue plenamente vigente en nuestra errante sociedad contemporánea, con muestras tan extraordinarias como el Ulises de James Joyce (1922) o la Odisea de Nikos Kazantzakis (1938)
Desde luego, la Odisea no sería la única epopeya que podría escondería recorridos. También se atribuye ese objetivo a las historias de Jasón y los argonautas, que partieron en busca del vellocino de oro hasta la Cólquide (región oriental del Mar Negro, en la actual Georgia) y regresarían atravesando el continente europeo siguiendo las rutas de los ríos Danubio, Po y Ródano para continuar por el Mediterráneo hasta el retorno a la patria helena. Estas aventuras fueron transmitidas oralmente hasta que Apolonio de Rodas las recogió en sus Argonauticas, un texto escrito en el siglo III a.C.
Otros relatos legendarios, como las diversas pruebas de Hércules realizadas en los confines del Mediterráneo o el periplo de Eneas hasta llegar al Lacio (descrito en la Eneida de Virgilio) donde sus descendientes, Rómulo y Remo, fundarían Roma, también cuentan con indicaciones geográficas que despiertan la imaginación de los lectores.

Apéndice contemporáneo: una exitosa guía de viaje cantada.
Cuando en 1939 Duke Ellington contrató al pianista Billy Strayhorn como arreglista para su orquesta de jazz, le dio las indicaciones para presentarse en su casa. Strayhorn llegaba desde Pittsburg a Nueva York y es probable que el viaje finalizara en la neoyorquina Pennsylvania Station ya que desde allí podía tomar directamente el metro para llegar a Harlem, donde residía el director.
Strayhorn contó más tarde que para recordar el recorrido fue componiendo una canción con los comentarios de Ellington. El resultado fue Take the A train:

El tren A al que se refería era el metro de la línea A de la división B (antigua IND) que se había abierto en 1932, siendo la primera de esa división. Conectaba Brooklyn con Harlem y el norte de Manhattan a lo largo de la Octava Avenida (también se conoce popularmente como la línea de la octava avenida).
Strayhorn llegó sin problemas a su destino y trabajaría con Duke Ellington durante casi tres décadas. Take the A train se convertiría en un éxito extraordinario que abría los conciertos de la orquesta hasta alzarse como uno de los grandes estándares del jazz.
A la izquierda trazado del tren A que une Brooklyn con el norte de Manhattan. A la derecha la orquesta de Duke Ellington que convirtió “Take the A train” en uno de los grandes estándares del jazz.


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