7 nov 2015

Nueva York, década de 1930: el swing de las big band y los grandes iconos arquitectónicos.

El Chrysler Building y el Empire State Building son dos de los iconos arquitectónicos neoyorquinos que acompañaron el florecimiento del swing y las big bands.
En la década de 1930, el jazz cambió de hogar. Nueva York sustituyó a Chicago como foco principal de aquella música que enfebrecía a la población. La Gran Manzana acogería a unos músicos que habían emprendido una “segunda migración” (la primera les llevó desde Nueva Orleans a Chicago) y Harlem se convertiría en el lugar donde florecería el swing y reinarían las big bands.
Tras los “felices veinte”, el crack de la bolsa de 1929 dio origen a la Gran Depresión, que sumió a los Estados Unidos y al mundo occidental en una profunda crisis. Pero Nueva York se recuperaría con más rapidez que otros lugares y, en un contexto tan adverso, levantaría alguno de sus iconos más reconocidos, como el Chrysler Building, el Empire State Building o el Rockefeller Center, y emprendería un programa de infraestructuras y equipamientos que transformarían la ciudad.
El swing y las big band serían el antídoto frente a las miserias de la Gran Depresión. Las grandes bandas de Duke Ellington, Count Basie, Benny Goodman o Fletcher Henderson, entre otros, pondrían una banda sonora a esa década que conduciría a la Segunda Guerra Mundial.

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Apuntes sobre el contexto histórico: Los “felices veinte”, el crack del 29 y la “Gran depresión”.
Tras la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos se había convertido en una nación acreedora, ya que muchos países habían contraído importantes deudas con ellos, al margen de las reparaciones bélicas de las que también era receptor. Esa situación elevó a Estados Unidos al liderazgo económico mundial, desplazando a Gran Bretaña. Una gran parte de las reservas mundiales de oro se encontraban en Fort Knox y sirvieron de base para la expansión a gran escala de la economía norteamericana, permitiendo el aumento del crédito y del consumo, gracias a los cuales fue posible un rápido desarrollo industrial.
La década de 1920 (los “felices veinte”) fue un periodo de gran prosperidad para los Estados Unidos. Norteamérica se convirtió en el principal productor y proveedor mundial (tras la guerra, Europa no estaba en condiciones de producir todo lo que necesitaba). Esto impulsó tanto al sector agrícola como al industrial, que crecieron considerablemente. Junto a esa favorable coyuntura, los avances tecnológicos y los nuevos sistemas de producción (como la cadena de montaje de Ford) permitirían popularizar nuevos productos que incidían directamente en el bienestar de las clases medias. Además, gracias a las facilidades de la compraventa a plazos, ideada por un sector bancario con excedentes de dinero, electrodomésticos, el teléfono, el automóvil o la radio (que se asentó como el medio de comunicación masivo) se convirtieron en bienes accesibles para la mayoría de la población. Aquellos años de incesante expansión económica generaron un optimismo sin límites ante el futuro. Paralelamente, la sociedad comenzó a disfrutar de mayores libertades, especialmente en el caso de la mujer. La bonanza económica alimentó también a una incipiente industria del entretenimiento, que vio florecer la música popular, los bailes y los films americanos. Pero, por otra parte, se decretó la “ley seca” que, buscando restringir el consumo de alcohol, logró lo contrario: intensificar su fabricación y tráfico clandestino, así como el asentamiento de los grupos mafiosos, que controlarían buena parte del ocio ciudadano.
El crack del 29 supuso el inicio de una aguda crisis económica (la Gran Depresión)
Pero esta expansión económica estadounidense, que se sustentada en el incremento del consumo de la emergente clase media, el acceso al crédito bancario, la sobreproducción industrial o las buenas cosechas agrícolas, crearía un excedente monetario que inflaría una burbuja inversionista que acabó explotando. Así, la década concluyó con un shock: en octubre de 1929, el índice de la bolsa de Nueva York se derrumbó provocando el crack del 29. Como consecuencia del desplome bursátil, la economía entró en recesión y se produjeron una serie de efectos negativos que darían paso a la Gran Depresión de los años treinta (que desde los Estados Unidos se propagaría a todo el mundo occidental). Entre las secuelas destacarían la disminución de los créditos, el freno del consumo, el hundimiento del comercio internacional, la quiebra de numerosas empresas y un gran aumento del desempleo. Millones de personas se encontraron sin trabajo, la caída de los precios agrícolas provocó verdaderos desastres entre los agricultores y un periodo de sequía forzó a numerosas familias campesinas a emigrar hacia las ciudades. La crisis tuvo efectos devastadores en el bienestar alcanzado por las sociedades occidentales y, en particular, por la estadounidense.
La fotografía de Dorothea Lange retrató las miserias de la Gran Depresión (Migrant Mother, 1936)
La crisis tuvo consecuencias en la política norteamericana. Las ineficaces medidas adoptadas por el presidente republicano Herbert Hoover auparon, en 1932, al candidato demócrata Franklin D. Roosevelt (1882-1945), quien gracias a su carisma y a la confianza que transmitió con sus promesas de un nuevo plan para salvar el país, logró ser elegido para la presidencia de los Estados Unidos. Su programa, conocido como New Deal (nuevo acuerdo), se basaba en la intervención del Estado en el mercado, apoyándose en una legislación proteccionista, concretada en obras públicas, ayudas y planificación agrícola. Con estas medidas, se lograría mejorar el bienestar social y, poco a poco, se fue logrando la recuperación, tanto moral como económica, retornando a la senda del desarrollo. A esto contribuyó, paradójicamente, la Segunda Guerra Mundial. Como dijo el premio Nobel de Economía Paul Krugman, “la Gran Depresión en los Estados Unidos llegó a su fin gracias a un gigantesco programa de obras públicas, conocido como Segunda Guerra Mundial” (the Great Depression in the United States was brought to an end by a massive deficit-financed public works program, known as World War II) (Krugman, Paul. “The Return of Depression Economics and the Crisis of 2008”. W.W. Norton&Co, NYC London 2008; pag. 71)
La construcción animó la economía neoyorquina de la década de 1930.

Nueva York en la década de 1930: asentando las bases de la futura “capital” del mundo.
Nueva York, que había sido el epicentro del seísmo bursátil de 1929, se sobrepondría con cierta rapidez a las turbulencias de la década. Su hiperactividad atraería a una gran inmigración de otras partes del país que estaban sumidas en la crisis. La ciudad crecía imparablemente. De los 5,6 millones de habitantes que contaba en 1920 pasó a los 6,9 en 1930 (en 1925 superó a Londres como ciudad más poblada del mundo) y a los 7,5 millones en 1940. El periodo entreguerras convertiría definitivamente a Nueva York en un centro comercial y de negocios internacional, pero también en una meca para el arte y la industria del entretenimiento.
En 1933 llegó a la alcaldía de Nueva York, Fiorello LaGuardia, para muchos el mejor alcalde que ha tenido la ciudad. Su gobierno duraría hasta 1945. Bajo su mandato creció la figura de Robert Moses, el polémico planificador urbano que determinaría la evolución de la ciudad durante casi treinta años. Desde la administración municipal y con el apoyo del New Deal de Roosevelt, se desarrollaron extensos programas de vivienda pública e infraestructuras, que ayudarían a que la ciudad volviera a la senda de la prosperidad.
Nueva York en 1932. El Chrysler Building 
Durante esta década, Nueva York recibió alguno de los edificios más representativos de la ciudad. Entre 1928 y 1930 se levantó el Chrysler Building, diseñado por William Van Alen, uno de los grandes iconos neoyorquinos. Igualmente, entre 1930 y 1931 se construyó el Empire State Building, proyectado por la firma Shreve, Lamb & Harmon. Su inauguración se produjo en el momento más agudo de la crisis, circunstancia que llevó a que el edificio tardara mucho tiempo en ser ocupado completamente (lo llegaron a llamar Empty State Building, jugando con la palabra “vacío”). El edificio se convirtió en el más alto del mundo hasta que en 1972 se levantó la primera de las Torres Gemelas de Nueva York (derribadas en el infausto 11-S). En este mismo periodo se construyó otro de los grandes hitos de la ciudad, el Rockefeller Center, según los diseños de Raymond Hood y Wallace K. Harrison. Entre las avenidas Quinta y Sexta y las calles 48 y 51, en pleno Midtown de Manhattan fue tomando forma, entre los años 1929 y 1940, el plan de John D. Rockefeller, aunque su muerte en 1937 le privó de verlo concluido.
Nueva York. Construcción del Empire State Building (1930)
Pero no solamente la construcción de rascacielos fue destacable, también la vivienda, y especialmente la vivienda pública en renta, comenzaría a ser relevante en aquellos años. En 1934 se constituiría la New York City Housing Authority (NYCHA). La Autoridad de la Vivienda de la Ciudad de Nueva York comenzaría un ambicioso programa de vivienda social, cuya primera muestra se levantó en el Lower East Side en 1935. El papel de la NYCHA sería fundamental, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial. En la actualidad esta empresa gestiona más de 175.000 apartamentos en renta construidos en los cinco boroughs de Nueva York, en casi 350 grandes promociones residenciales desarrolladas en sus ocho décadas.
Nueva York. El Rockefeller Center en 1933.
También las infraestructuras fueron protagonistas de la década. En 1931 se abrió el puente George Washington sobre el rio Hudson y en 1936 el Triborough Bridge (Robert F. Kennedy Bridge) para atravesar el East River y el Harlem River (ambos puentes diseñados por Othmar Ammann). Por otra parte, en 1937 entraba en funcionamiento el primer tubo (de los tres con los que cuenta actualmente) del Lincoln Tunnel, que atravesaba el rio Hudson a la altura del Midtown y, en 1940, lo haría el Queens Midtown Tunnel que supuso una de las mayores obras públicas de la era del New Deal.
Suele considerarse que la Exposición Internacional de 1939 (1939 New York World's Fair), celebrada en honor del 150 aniversario de la investidura de George Washington como presidente en el Federal Hall neoyorquino, representó la salida de la crisis. El optimismo de los avances tecnológicos presentados bajo el lema "Building the World of Tomorrow" (Construyendo el mundo del futuro) fueron calando en la población. Todo había comenzado en 1935, en plena Gran Depresión, cuando un grupo de empresarios neoyorquinos fundaron la New York World's Fair Corporation con el objetivo de planificar una exposición internacional que se celebraría en la ciudad, aspirando a convertirla en el mayor acontecimiento ocurrido desde la Primera Guerra Mundial. El apoyo a la misma proporcionado por Robert Moses desde la dirección de los Parques de la ciudad, permitió ubicarla en un enorme terreno (492 hectáreas, casi 5 km2) en el distrito de Queens, denominado Flushing Meadows-Corona Park. El diseño general fue realizado por Henry Dreyfuss y los arquitectos del centro temático fueron Wallace K. Harrison y Jacques Fouilhoux. El 30 de abril de 1939 el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt inauguró la Exposición.
Aquella Nueva York previa a la Segunda Guerra Mundial se estaba preparando para recibir el reconocimiento como capital oficiosa del mundo occidental, posición de privilegio que alcanzaría tras la contienda.
Nueva York. Exposición Internacional de 1939 celebrada en el recinto de Flushing Meadows-Corona Park (Queens) 
En esta línea, la década de los treinta iría afirmando la potencia del sustrato cultural neoyorquino. En 1929 se había inaugurado el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA); en 1931 lo haría el Whitney Museum of American Art; y en 1937 el Solomon R. Guggenheim Museum. La ciudad se estaba convirtiendo en uno de los centros mundiales del arte moderno, fortalecido tras la Segunda Guerra Mundial gracias a su propia evolución y a la contribución de numerosos artistas exiliados por la contienda.
También, en esos años, la música de jazz se dirigiría a Nueva York, cambiando de “hogar”. La Gran Manzana sustituyó a Chicago como foco principal de aquella música que enfebrecía a la población, acogiendo a unos músicos que habían emprendido una “segunda migración” (la primera les llevó desde Nueva Orleans a Chicago), atraídos por la poderosa industria musical neoyorquina. Harlem se convertiría en su lugar de destino. Este barrio cumplió el papel que antes habían desempeñado Storyville en Nueva Orleans o el sur de Chicago. En los clubs de Harlem, el jazz volvería a evolucionar, floreciendo el swing ejecutado por las big bands.
Entre las calles 125 y 145 y las avenidas Quinta y Octava, proliferaron los clubes nocturnos, los salones de bailes y los teatros. Entre todos ellos destacó especialmente el Cotton Club. Este club, vinculado con la mafia neoyorquina, contó, entre 1927 y 1931 con la presencia constante de la big band del gran Duke Ellington y posteriormente, con las de Cab Calloway y Jimmy Lunceford. El Cotton Club original estuvo en el cruce entre la calle 142 y Lenox Avenue (Malcolm X Boulevard), pero en 1936 tuvo que trasladarse hacia el Midtown, junto a Broadway (200 W 48th St.) ya que Harlem se había vuelto peligroso para los blancos (hay que recordar que el club solo admitía blancos entre su público). El Cotton Club cerraría sus puertas definitivamente en 1940, marcando una fecha en la que comenzaría el declive de las big band para dar paso a nuevas expresiones del jazz (en 1978, se abrió un nuevo Cotton Club en Harlem, en 656 W 125th St., bajo el viaducto de Manhattanville, aunque ya no sería lo mismo)
El Cotton Club, el más célebre de los locales nocturnos del jazz neoyorquino de la época.

La segunda gran migración del jazz: de Chicago a Nueva York (el swing y las big bands)
La industria fonográfica y la radiofónica transformaron el mundo de la música en las primeras décadas del siglo XX. El sonido directo estaba sustituyendo a la publicación de partituras y esto estaba ampliando extraordinariamente el consumo musical generando una incipiente industria que alcanzaría un gran peso económico. Y el jazz estaba afirmándose como el sonido predilecto de una mayoría de la población (blanca y negra) que veía en ella el espíritu de los nuevos tiempos. Aunque la Gran Depresión conllevó la disminución de grabaciones y ventas de discos, la radio, convertida en el principal medio de comunicación, y las actuaciones en directo en los clubs nocturnos, mantuvieron el éxito de la música de jazz.
En ese contexto, Nueva York, recuperó pronto su protagonismo, llegando a convertirse en el centro de la industria musical estadounidense. Allí se reunían las sedes de las principales editoriales, allí se producían los programas musicales más seguidos e influyentes y allí se encontraban los clubs más reconocidos. En definitiva, Nueva York era el lugar donde había que estar si se quería alcanzar el éxito. Por eso, atrajo a artistas de todas las partes del país. Los músicos de jazz, que habían residido en Chicago durante la década de 1920, comenzaron a desplazarse a Nueva York a finales de la misma, donde encontraron un entorno musical distinto al que conocían.
La orquesta de baile de Paul Whiteman.
En la costa atlántica se cultivaba una música popular diferente, protagonizada por las orquestas de baile, que triunfaban en Nueva York desde mediados de los “felices veinte”. Aquellas primeras orquestas de baile, que atendían a una gran demanda de diversión (de la población blanca principalmente), estaban constituidas por músicos blancos y estaban muy influidas por la música clásica (de hecho, la formación orquestal incluía una sección de cuerda). Sus intérpretes y compositores tenían unas bases teóricas y técnicas sólidas y, aunque ofrecían una música sencilla, esta era elegante y sofisticada instrumentalmente, algo que contrataba con la subversión de parte del primer jazz. Entre las más reconocidas estuvieron las lideradas por Jean Goldkette o Paul Whiteman (en las que tocó el genial cornetista Bix Beiderbecke).
Pero la llegada de los grandes del jazz hizo que estas orquestas evolucionaran, absorbiendo su influencia, que se extendió, incluso, a compositores clásicos, como George Gershwin o Aaron Copland.
Louis Armstrong
Figuras como King Oliver, Jelly Roll Morton y Louis Armstrong fueron algunos de los “pioneros” en el traslado hacia la costa este. Pero no todos evolucionaron de la misma manera. La historia de Louis Armstrong (1901-1971) es ejemplar. Nacido en Nueva Orleans, emigró a Chicago en 1922 para unirse, como segundo cornetista a la Creole Jazz Band de Joe King Oliver. Tras un fugaz paso por Nueva York en 1924 (donde tocó en la orquesta de Fletcher Henderson cambiando su instrumento por la trompeta) regresó a Chicago para volver a la Gran Manzana en 1929 iniciando su meteórica carrera internacional. Armstrong supo adaptar su estilo a los nuevos tiempos, lo que le llevó a ser reconocido como una de las mayores figuras del jazz, cuestión que no lograron King Oliver o Jerry Roll Morton, que vieron sus carreras declinar inexorablemente.
El swing, sería el gran estilo de esa década, especialmente representado por las big band que reinarían sobre cualquier otra expresión musical. El término swing puede llevar a equívocos, como apunta Joachim E. Berendt, “La palabra swing es un término clave de la música de jazz. Se emplea en dos sentidos, y también aquí existe la posibilidad de malentendidos. En primer lugar, designa un elemento rítmico, del cual obtiene el jazz aquella tensión que la gran música de europea consigue por medio de la forma. Este se encuentra en todos los estilos, fases y motivos interpretativos del jazz, y pertenece tan necesariamente a este que puede decirse: sin swing no hay jazz. Por otra parte, se designa como «swing» el estilo de los años treinta, aquel en que el jazz obtuvo sus mayores éxitos comerciales antes de que surgiera la música de fusión. (…) Existe una diferencia entre decir que una pieza de jazz tiene swing y que es «swing». Cualquier tonada de jazz que sea «swing» también tiene swing (se balancea) … si es buena. Pero, a la inversa, no todo el jazz que tiene swing es necesariamente «swing»” (Berendt, Joachim E.  “El Jazz. De Nueva Orleans a los años ochenta”. Fondo de Cultura Económica, México DF, 1993. Pág. 40-41)
La big band de Benny Goodman, quien recibió el apelativo de “rey del swing”.
Las nuevas agrupaciones se alejaban de las tradicionales orquestas de baile en muchas cuestiones. Una de las más llamativas era la ausencia de instrumentos de cuerda, cuestión que acercaba a las big band a los conjuntos habituales de jazz. Mervyn Cooke analiza varios de los rasgos característicos del estilo de las big band: “Otro rasgo importante eran los riff, un motivo melódico sencillo y pegadizo que se repetía una y otra vez (conocido en música clásica como ostinato, palabra italiana para «obstinado»). En el estilo de Big Band, los riff tenían dos funciones: o bien eran tocados suavemente como fondo para una improvisación, o bien se convertían en la melodía misma. (…) El oportunamente denominado walking bass, una línea más activa que abandonaba los bajos del estilo de las marchas de la primera época del jazz y llenaba intervalos de la armonía para crear una línea melódica independiente, pasando a lo largo del tema con notas de valores rítmicos idénticos. Ejecutada con habilidad, la aportación del walking bass es considerable tanto desde el punto de vista rítmico como armónico. Mucho menos importante, aunque más reconocible, eran los patrones rítmicos sencillos y repetitivos de la baqueta en el charles, unos platillos paralelos montados en horizontal y que se abrían y cerraban mediante un pedal en tiempos alternos. Ambas características animaron a los intérpretes a tocar con un mayor sentido del swing, que le confirió al jazz toda su energía característica. (Cook, Mervyn. ”Jazz”. Ed. Destino, Barcelona, 2000. Pág. 84-86)
La primera gran banda negra de jazz estaría liderada por Fletcher Henderson (1897-1952). La big band de Henderson contaría con la presencia de uno de los mejores saxofonistas del swing, Coleman Hawkins, y de Don Redman, el saxo alto y arreglista que fijó las bases del estilo big band, combinando solos improvisados con pasajes para todo el grupo.
Las big band proliferaron, lideradas por excelentes instrumentistas y compositores. Al éxito de la orquesta negra de Fletcher Henderson se equipararon otras formaciones, como las que creó, con músicos blancos y negros, el clarinetista Benny Goodman (1909-1986). Las agrupaciones de Goodman se convertirían, además, en semilleros, ya que, algunos de sus más destacados integrantes, acabarían constituyendo su propia formación. Es el caso del batería Gene Krupa, del trompetista Harry James o del vibrafonista Lionel Hampton. Otras big band serían lideradas también por directores blancos, como los clarinetistas Woody Herman o Artie Shaw, o el trombonista Glenn Miller.
La big band de Count Basie.
Pero quizá, las orquestas de jazz más exitosas fueron las lideradas por Duke Ellington y por Count Basie. Tras el “rey” Oliver, el “duque” y el “conde”, que dirigían sus agrupaciones desde el piano, representaron la consolidación de la música orquestal negra en aquellos años. Edward Kennedy "Duke" Ellington (1899-1974), pianista y compositor, llegó desde Washington y lideró una de las big band más famosas e influyentes del periodo. Gran compositor y arreglista, sus grabaciones y actuaciones retransmitidas por la radio le otorgaron una gran popularidad, consiguiendo numerosos “hits” en las listas de éxitos. Por su parte, William “Count” Basie (1904-1984) emigró desde Kansas City y recabó en Nueva York. Su orquesta, que estaba muy influida por el blues y boogie woogie, se caracterizó por magnificar el riff como elemento melódico y creador de tensión. Contó con magníficos solistas, como el saxo tenor Lester Young.
La música de jazz, aclamada por el gran público, fue transformándose gracias al progreso del virtuosismo instrumental, remarcando uno de los rasgos que acompañan al jazz desde sus orígenes, ya que es simultáneamente una música de conjunto e individual. Esta aparente contradicción se manifestaría especialmente durante la década de 1930 en las big band, conjuntos que contaron con una serie de virtuosos solistas que elevaron las posibilidades de cada instrumento. Vinculadas a ellas, en esa década comenzaron su éxito saxofonistas tenores como Coleman Hawkins o Leon “Chu” Berry; saxos altos, como Johnny Hodges o Benny Carter; trompetistas como Bunny Berigan, Rex Stewart o Roy Eldridge; clarinetistas como Benny Goodman; bateristas como Gene Krupa, Cozy Cole o Sid Catlett; o pianistas como Teddy Wilson. También comenzaron a destacar solistas vocales que acompañaban puntualmente a las orquestas.
Las composiciones orquestales buscaban conjugar esa tensión entre el solista y el conjunto. Solamente hay que escuchar a Benny Goodman arropado por su big band, a Coleman Hawkins contrastando con el fondo de la orquesta de Fletcher Anderson o a Louis Armstrong sonando sobre alguno de los conjuntos que lideró.

La big band de Duke Ellington
El swing y las big band serían el antídoto frente a las miserias de la Gran Depresión. Las grandes orquestas de jazz pondrían una banda sonora a esa década que conduciría a la Segunda Guerra Mundial. Y tras la contienda, las orquestas de jazz decaerían mientras se abrían paso otras corrientes jazzísticas.

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