Roma era el escenario de la
Tosca de Puccini y en 1992 se rodó una producción cinematográfica en los
lugares reales, protagonizada por Plácido Domingo y Catherine Malfitano.
|
A finales del siglo XIX, la sociedad europea,
industrial, burguesa y pragmática, modificaría sus criterios artísticos. Se había
producido una saturación del melodrama romántico y se buscaba una nueva
orientación, que fue dirigida hacia la
sociedad misma, convirtiéndola en materia creativa. Así, la vida cotidiana,
los problemas y las inquietudes humanas sustituirían a los héroes, a los mitos
o a la búsqueda de la belleza por sí misma, tomando cuerpo en la literatura
realista de escritores como Zola, Balzac, Dickens, Tolstoi, Dostoievski o
Galdós.
Estos mismos objetivos se reflejarían en las artes
plásticas y también en la ópera, particularmente en la Italia finisecular,
donde surgirían nuevos autores, como Mascagni, Leoncavallo, Giordano, Cilea o
Puccini, que trasladaron esas ideas al teatro musical. Agrupados bajo la controvertida etiqueta “verista”, buscaban “poner música a la
vida” y compusieron obras extraordinarias en las que representarían su
contemporaneidad (aunque mayoritariamente en sus aspectos más sórdidos).
También los escenarios operísticos se ajustarían a
esas claves, recreando pueblos y
ciudades reales para desarrollar los argumentos. París, se convertiría en
la ciudad verista por excelencia,
pero no sería la única que acogería los tormentosos libretos del verismo (que, además, también acudirían
a lugares exóticos como el oeste norteamericano o el lejano oriente).
En el inicio de la ópera Pagliacci, el personaje de Tonio atraviesa el telón, que todavía no
ha sido levantado, y, vestido como el Tadeo de la comedia que van a
representar, se dirige al público:
“Si può? Si può? Signore! Signori!... Scusatemi se da sol me presento.
Io sono il prologo. poiché in iscena ancor le antiche maschere mette l'autore,
in parte ei vuol riprendere le vecchie usanze, e a voi di nuovo inviami. Ma non
per dirvi come pria: «Le lagrime che noi versiam son false! Degli
spasimi e de' nostri martir non allarmatevi!» No, no. L'autore ha cercato invece pingervi uno squarcio di vita. Egli
ha per massima sol che l'artista è un uomo e che per gli uomini scrivere ei
deve. Ed al vero ispiravasi. Un nido di memorie in fondo a l'anima cantava un
giorno, ed ei con vere lagrime scrisse, e i singhiozzi il tempo gli battevano! Dunque,
vedrete amar sì come s'amano gli esseri umani; vedrete de l'odio i tristi
frutti. Del dolor gli spasimi, urli di rabbia, udrete, e risa ciniche!. E voi,
piuttosto che le nostre povere gabbane d'istrioni, le nostr'anime considerate,
poiché siam noi uomini di carne e d'ossa, e che di quest'orfano mondo al pari
di voi spiriamo l'aere! Il concetto vi dissi... Or ascoltate com'egli è svolto.
Andiam, incominciate!”.
(¿Se puede? ¿Se puede? Señoras, señores, discúlpenme si me presento a
mí mismo. Soy el Prólogo. En escena, otra vez, el autor introduce las antiguas
máscaras, en parte, queriendo restaurar la vieja usanza, y a ustedes me envía,
de nuevo. Pero no para decirles, como antes: "¡Las lágrimas que derramamos son falsas!, ¡De los sufrimientos de
nuestros mártires no se alarmen!" No, no. El autor, al contrario, ha
intentado mostrar un trozo natural de la vida. Su máxima es que el artista es
un hombre y, es para él, como tal, para quien debe escribir. Por ello, se
inspira en la realidad. Un nido de recuerdos, en el fondo de su alma, un día
decidió cantar, y, con lágrimas verdaderas, los escribió y, suspiros y sollozos
le marcaban el compás. Así, verán amar, tal como se aman los seres humanos,
verán los tristes frutos del odio, los espasmos del dolor, escucharán gritos de
rabia, y ¡cínicas risas! Y, ustedes, más que nuestros pobres gabanes de
histriones, consideren nuestras almas, pues somos hombres y mujeres de carne y
hueso, y que, de este huérfano mundo, al igual que ustedes, ¡respiramos el
aire! El concepto les he dicho… ahora, escuchen cómo es desarrollado, ¡Vamos! ¡Comenzad!).
Una auténtica declaración
de intenciones del Verismo.
El verismo en la ópera.
A finales del siglo XIX, la sociedad europea había
consolidado su industrialización y la burguesía había triunfado. El pragmatismo
que caracterizaba a esa sociedad finisecular exigía una nueva estética para su
representación. Se había producido, además, una saturación del melodrama
romántico y se buscaba una nueva orientación, que fue dirigida hacia la sociedad misma, convirtiéndola en materia creativa.
Así, la vida cotidiana, los problemas y las inquietudes humanas sustituirían a
los héroes, a los mitos o a la búsqueda de la belleza por sí misma, tomando
cuerpo en la literatura realista de escritores como Zola, Balzac, Dickens,
Tolstoi, Dostoievski o Galdós.
Estos mismos objetivos se reflejarían en las artes
plásticas y también en la ópera, en la que se establecerían unos nuevos
criterios para sus creaciones: tiempo
contemporáneo, escenarios reales y argumentos actuales. Todo ello a través
de una mirada descarnada y nada complaciente: la ópera debía buscar la verdad (il vero).
En la última década del siglo XIX italiano, surgieron
nuevos autores que trasladaron esas ideas al teatro musical, y se acuñaría el
término “giovane scuola” (joven
escuela) o “scuola verista” para designar esas obras que pretendían
trasladar la realidad a la escena. Compositores como Mascagni, Leoncavallo,
Giordano, Cilea o Puccini trabajaban con el objetivo de “poner música a la vida” y presentar la vida misma en el escenario (aunque
esta cuestión no resultaría sencilla daba la artificiosidad intrínseca a la
ópera, donde, por ejemplo, no es extraña la falta de correspondencia entre la
imagen de un artista y su personaje, como sería el caso de una adolescente
interpretada por una gran cantante en su edad madura)
El término “verismo”
aplicado a la ópera es una etiqueta discutida, porque no son pocos los
especialistas que cuestionan la atribución de la misma a buena parte de las
obras que suelen incluirse dentro de esa catalogación. Para algunos, el
concepto de verismo debería limitarse
a las primeras obras de Mascagni, Leoncavallo y Giordano. En cambio, otros
críticos admiten que las óperas propiamente veristas se extienden hasta la
segunda década del siglo XX, integrando casi toda la obra, por ejemplo, de
Puccini o Cilea. Por otra parte, también hay quien no atribuye al verismo una personalidad propia, por
considerar que se trata de una fase decadente del romanticismo que había caracterizado el siglo XIX. En cualquier
caso, más allá de la controversia, con la palabra verismo se identifica un estilo operístico que se desarrolló en la Italia de finales del siglo XIX y
principios del XX.
En esa época, Italia se encontraba en un momento muy
particular. En 1870 había culminado el largo proceso de unificación del país.
Pero la península era un territorio que agrupaba realidades muy diferentes. Así,
los territorios del norte presentaban un alto grado de industrialización con
una sociedad burguesa lanzada hacia el futuro, mientras que las regiones del
sur eran todavía rurales y permanecían apegadas a tradiciones ancestrales. Este
contraste tendría relevancia en el verismo
ya que sus compositores (mayoritariamente septentrionales), fijarían su mirada,
al menos inicialmente, en aquel sur sorprendente, lleno de superstición, pasión
y con códigos de honor vistos como anacrónicos pero que creaban un contexto
ideal para sus intensos y trágicos dramas.
Escenografía para Cavalleria
Rusticana (Nueva York, 2007)
|
Los historiadores fijan el arranque del verismo operístico en 1890, con el estreno de una obra muy
concreta: Cavalleria Rusticana (traducible
como caballerosidad campesina o nobleza rural) de Pietro Mascagni. En esta
breve ópera de un acto, Mascagni abría con gran intuición nuevos caminos para
la ópera italiana y sería seguida por otra también considerada “fundacional”
que sería estrenada en 1892 y que consolidaría definitivamente el movimiento: Pagliacci
(payasos) de Ruggero Leoncavallo. Este autor, más intelectual que Mascagni,
fijaría las “reglas” del nuevo estilo que triunfaría en los años siguientes, y
a pesar de las controversias comentadas entre los especialistas acerca de la
adscripción a la escuela verista de
determinadas obras y autores, los rasgos principales del movimiento generan
mucho más acuerdo.
Quizá la característica más distintiva sea, como
hemos comentado, la drástica modificación
argumental. Los nuevos temas buscan reflejar la vida contemporánea dejando
atrás los montajes historicistas o legendarios, tan vinculados a los autores
anteriores. Los nuevos libretos tratarían acerca de la vida normal de personas corrientes y, sobre todo, ambientados en la
misma época en la que se estaban representando. Esto no era, estrictamente,
una novedad (Verdi ya lo había hecho con La
Traviata, o Bizet, en cierto modo, plasmó en Carmen algo similar). Aunque los autores veristas no se limitaron
exclusivamente a su propio tiempo, ya que en alguna ocasión recurrieron al
siglo XVIII para localizar la acción. El motivo de esta aparente contradicción era
trasladar mensajes con delicadeza. El siglo ilustrado fue un periodo muy
protocolario y repleto de formalidad, pero debajo de esa educación y diplomacia
se escondían terribles pasiones. Los autores querían así “avisar” a sus
espectadores de cómo las cordiales formas aparentes pueden albergar intenciones
ocultas peligrosas dictadas por los bajos instintos, y trasladaban la acción a
un tiempo donde todo eso se encontraba magnificado, evitando así el reproche
directo al público asistente (algo parecido ocurrirá con algunas tramas muy
duras cuya acción se trasladaba a lugares remotos)
Las óperas veristas debían ser “actas” de la
actualidad y reflejar situaciones humanas cotidianas, alejándose de las
leyendas o los comportamientos heroicos. Pero de lo que podríamos considerar
como una vida plena (con sus aspectos positivos y negativos), los autores
veristas, preferían incidir en los comportamientos
peores y más sórdidos del ser humano, localizados, además, en los ambientes
más mezquinos. En consecuencia, las pasiones desatadas, la violencia y la
traición conducían hacia asesinatos, suicidios, y todo tipo de desgracias, en
finales con mucha “sangre” (dicho de otra manera, las obras veristas “acaban
mal”). En cierto modo seguían aquella máxima que popularizó el filósofo ingles
Thomas Hobbes: “Homo homini lupus”
(el hombre es un lobo para el hombre).
Uno de los recursos habituales en los argumentos
veristas es el concepto de “el teatro
dentro del teatro”. Los intérpretes asisten en escena a una representación,
como sucede con los espectadores que ocupan la sala, produciendo un efecto
identificativo que busca la confusión entre la vida y la obra. La identificación
entre teatro y vida es una técnica para potenciar la sensación de que lo
representado es real. Son muchas las óperas que utilizan este recurso (Pagliacci, Adriana Lecouvreur, Andrea
Chenier, Fedora, etc.)
En ocasiones el verismo recurre a personajes que existieron
realmente, como Adriana Lecouvreur, Marat o Andrea Chenier (aunque en algunos
casos, las historias que se les atribuyen no sean del todo ciertas). El
objetivo es similar, puesto que la historicidad de esos protagonistas otorga
realismo a la trama. Y en ocasiones, con
el mismo fin, los argumentos proceden de sucesos acontecidos y que los autores
conocían, como la historia de Pagliacci
que Leoncavallo conoció directamente.
Esta justificación temática y argumental del verismo
será una de los caballos de batalla que utilizan los especialistas para
discutir la catalogación de las obras. Ciertamente, con el avance del
movimiento, las obras van perdiendo esa adscripción a la realidad estricta y
comienzan a reflejar otras épocas o situaciones legendarias. Para reflejar el alejamiento
de los parámetros propios del estilo aparecerían otras etiquetas como postverismo. De todas formas, esas obras
finales del verismo, si bien se desajustan
respecto a la definición “canónica” respecto a los argumentos, siguen, en gran
medida, presentando las características musicales propias del estilo.
Partitura del Intermezzo de
Cavalleria Rusticana de Pietro Mascagni (versión para violín)
|
Musicalmente, el verismo
transformará la estructura de las óperas,
siguiendo la estela iniciada por Wagner. En consecuencia, cambiará la sucesión
de números musicales entre los que destacaban las arias, destinadas en gran
medida al lucimiento de los cantantes. La realidad que se pretendía describir en
las obras obligaba a un discurso más continuo y, por lo tanto, esos momentos suspendidos
y extáticos de las arias, en los que los personajes que no cantaban quedaban en
stand by para que se escuchara el
canto de uno de ellos, perdían su sentido. No obstante, las arias no desaparecerán, pero serán “disimuladas” con breves
intervenciones de otro cantante secundario, o con la continuación de la música tras
el canto, impidiendo el aplauso y favoreciendo el progreso de la acción. Por razones
similares, las oberturas tienden a acortarse
e incluso a desaparecer. El verismo buscaba arrancar la acción casi
directamente y aquellas oberturas de épocas anteriores que solían ofrecer una
recopilación de los principales temas que se desarrollarían en la obra,
estorbaban. En compensación, las composiciones veristas suelen contar con intermezzos
que abren los actos posteriores al primero. Su objetivo sería recordar lo
sucedido en los actos transcurridos dado que, debido a los descansos que los
separan, los espectadores podrían haberse “desconcentrado”.
También es destacable el incremento de presencia de
los coros (representando al pueblo,
a la sociedad) o de los temas en los que intervienen diferentes personajes con
conversaciones distintas, aunque puedan apoyarse en la misma música, para
reflejar con mayor fidelidad la realidad de, por ejemplo, una fiesta.
Wagner influirá en otra cuestión fundamental: la presencia
de leitmotivs.
Estos breves motivos musicales, que el maestro alemán asignaba a personajes,
sentimientos e incluso objetos, y que aparecían siempre que aparecía o se hacía
referencia al “propietario” del leitmotiv,
serán utilizados por los compositores veristas, aunque de una manera menos
recurrente y reiterativa. No obstante, aunque la influencia wagneriana es
clara, las obras veristas no perderán la musicalidad
y el lirismo tan característicos de la tradición italiana. De hecho, el verismo produjo algunas de las melodías
y arias más bellas, “cantabiles” y
populares de la historia de la ópera.
Por otra parte, el desarrollo continuo de la acción
requería cierta información complementaria que era transmitida por medio de recitativos,
que adquieren en el verismo una mayor
importancia. En general, esa aspiración de “poner música a la vida” hacía que
las piezas veristas presentaran con un canto mucho más directo, sin las
ornamentaciones y florituras características del bel canto (y que, en su momento, eran tan apreciadas por el público
y por los cantantes que brillaban gracias a ellas). Esa búsqueda llevará al verismo a inaugurar una manera de cantar
conocida como el canto spianato, un canto “plano”, sin coloraturas, que apunta
directamente a la nota que se pretende alcanzar que, por lo general, se
encuentra en los agudos. Es característico de las óperas veristas ese ataque al agudo en el final de cada
intervención. Esto suele reflejarse en las piezas principales, las que expresan
la mayor significación de la obra, lográndolo gracias a crescendos que alcanzan
su clímax al final del tema y, dado que esa culminación se proyecta a los
agudos, la nota conclusiva se convierte en un grito que magnifica la tensión.
Más allá del canto, la música también se renovaría.
Primero porque los conjuntos crecieron considerablemente en número de
instrumentistas, produciendo obras de una gran
densidad orquestal. Más aún cuando el verismo
proponía asiduamente momentos de plenitud, con “explosiones” musicales al final
de las piezas más importantes, buscando, como ya hemos apuntado, un clímax terminal.
Esto tiene una consecuencia importante para los cantantes, ya que se ven
enfrentados a una poderosa masa orquestal que les obliga a realizar esfuerzos
que, en ocasiones, parecen sobrehumanos. Por esta razón, las obras veristas
suelen exigir cantantes con voces
potentes (tenores y sopranos spinto)
que puedan hacerse oír sobre la música.
Escenografía para Andrea
Chenier (Madrid, 2010)
|
La referida pareja de obras “fundacionales”, Cavalleria Rusticana y Pagliacci (que, además, dada su corta
duración, suelen interpretarse juntas, presentadas como “Cav&Pag”), serían seguidas por otras que consolidarían el
movimiento. Los mismos autores, Mascagni y Leoncavallo continuarían escribiendo,
aunque no alcanzarían el mismo nivel de aceptación de sus operas primas: Mascagni, compuso obras como L’amico Fritz (1891), Iris (1898)
o El piccolo Marat (1921), mientras
que Leoncavallo escribiría, entre otras, La
Bohème (1897), que quedaría un tanto oculta por la exitosa obra del mismo título
de Puccini, o Zazà (1900).
El gran autor verista (aunque algunos críticos
cuestionan esa adscripción, sobre todo en su etapa final) será Giacomo Puccini. Puccini emergerá como
el gran referente de la ópera italiana con Manon
Lescaut (1893) y llegará al cénit con sus siguientes obras, especialmente
con La Bohème (1896) y con Tosca (1900). A partir de ellas, Puccini
irá hilvanando obras maestras, aunque con diferentes grados de aceptación por
parte de crítica y público: Madama
Butterfly (1904), La Fanciulla del
West (1910), La Rondine (1917), Il Trittico (1918, trilogía formada por Il Tabarro, Suor Angelica y Gianni
Schichi) y finalmente la extraordinaria Turandot,
que el maestro no pudo finalizar (falleció en 1924 y la obra, que estaba casi
completa, fue concluida por Franco Alfano para su estreno en 1926)
Otros autores crearían obras importantes: Alfredo
Catalani con La Wally (1892); Umberto
Giordano con Andrea Chenier (1896) y
también con Fedora (1898); Francesco
Cilea, con L’Arlesiana (1897) y sobre
todo con Adriana Lecouvreur (1902);
Italo Montemezzi con L`amore di tre re
(1913); o Riccardo Zandonai con Francesca
da Rímini (1914) o Giulietta e Romeo
(1922).
La Primera Guerra Mundial marcaría el declive del verismo que evolucionaría hacia el
denominado postverismo (que no solo recuperó
los ambientes históricos, sino que creó óperas cómicas o incluso ¡con final
feliz!). De todas formas, la evolución hacia la atonalidad, el dodecafonismo y,
en general, la nueva música que iría surgiendo desde esa época, trazarían caminos
inéditos que harían aparecer a esas obras, paradójicamente, como composiciones
anacrónicas (aunque esto sucedió desde el punto de vista de la crítica musical,
pero no del público, que sigue apreciándolas considerablemente y siguen
representándose con éxito).
Los lugares de las óperas veristas (pueblos y ciudades).
La realidad que el verismo pretendía expresar llevó a sus autores a reflejarla no solo
en los personajes y en las tramas, sino también en los escenarios, que debían
ser lugares reales, representados con la máxima fidelidad posible.
En las óperas veristas abundan los escenarios
urbanos (sean pueblos o ciudades) de manera que buena parte de la acción se
desarrolla en “la calle”. El espacio público es compartido por toda la sociedad
y esta se identifica con él en mucha mayor medida, resultando, por lo tanto,
más reconocible que los interiores arquitectónicos (que, lógicamente, también
tienen su sitio en el verismo). Los
compositores indicaban cómo los montajes teatrales se debían ajustar, en la
medida de lo viable, a las distribuciones urbanas, para así intensificar la
identificación con la vida real. Este deseo de fidelidad lleva a descripciones
minuciosas de los escenarios. Por ejemplo, las anotaciones del libreto para el
montaje del tercer acto de La Bohème, apuntan
lo siguiente:
“Al di là della barriera, il boulevard esterno e, nell'estremo fondo,
la strada d'Orléans che si perde lontana fra le alte case e la nebbia del
febbraio, al di qua, a sinistra, un cabaret ed il piccolo largo della barriera;
a destra, il boulevard d'Enfer; a sinistra, quello di Saint-Jacques. A destra,
pure, la imboccatura della via d'Enfer, che mette in pieno quartiere latino.
(…) I platani che costeggiano il largo della barriera, grigi, alti e lunghi
filari dal largo si dipartono diagonalmente verso i due Boulevards. Fra platano
e platano sedili di marmo. E il febbraio, al finire; la neve è dappertutto.”.
(Más allá de la Barrera, el bulevar exterior y, al fondo, el camino de
Orleáns que se pierde a lo lejos entre las altas casas y la neblina de febrero.
En este lado, a la izquierda, un cabaret y el pequeño paseo de la Barrera; a la
derecha, el bulevar d'Enfer; a la izquierda, el de Saint-Jacques. En el extremo
derecho, la embocadura de la calle d'Enfer, que lleva al corazón del Barrio
Latino (…) Los árboles que bordean el paseo de la Barrera son plátanos grises,
altos y alargados que se alinean en el paseo y parten en dirección a los dos
bulevares. Entre plátano y plátano, bancos de mármol. Es febrero, a finales; la
nieve lo cubre todo).
[Las
“Barreras” (Barrière) eran las
puertas-aduanas que jalonaban la muralla que envolvía París en aquella época
(el Muro de los Fermiers Généraux,
los recaudadores de impuestos, levantado entre 1784 y 1790). Los edificios de
las barrières fueron diseñados, en su
gran mayoría, por Claude Nicolas Ledoux, uno de los principales representantes
de la arquitectura neoclásica].
Las primeras
obras veristas localizaron su acción en los entornos rurales.
Allí parecían encajar mejor aquellos argumentos de gran intensidad dramática,
repletos de pasión, amores desbordados, celos, desesperaciones y venganzas entre
personajes condicionados por orgullos y envidias característicos de entornos
reducidos (recordando aquel malévolo refrán que dice “pueblo pequeño, infierno
grande”).
Por eso, en las primeras y más representativas
óperas veristas, el livornés Mascagni y el napolitano Leoncavallo situaron sus
tramas en aquella “exótica” Italia campesina meridional. Cavalleria rusticana (1890) ocurre
en un pueblo indefinido de Sicilia, mientras que Pagliacci (1892) se desarrolla en una aldea de Calabria, cerca de
Montalto. Mascagni insistiría en los ambientes rurales con L’amico Fritz (1891) localizada en la región de Alsacia; Cilea
haría lo mismo en L’Arlesiana (1897),
situada en la Provenza, en un pueblo cercano a Arlés; o Catalani situaría La Wally (1892) en pueblos del Tirol
suizo.
Escenografía para Cavalleria
Rusticana (Noicattaro, Bari, 2014)
|
Con el
tiempo, la acción de las óperas veristas iría recayendo en las ciudades.
En ellas, la complejidad social daba pie a historias de mayor sofisticación y
vinculación con la época que se estaba viviendo, aunque sin perder ni un ápice
de intensidad dramática.
París
fue el lugar verista por excelencia (con permiso de los ámbitos rurales). La
capital francesa era la referencia internacional, tanto por los sucesos que se
habían producido en ella años atrás (sobre todo la Revolución Francesa y sus
consecuencias) como por liderar la cultura continental que la convertía en el
destino de todo artista que quisiera triunfar. París era el símbolo de la nueva
época y, por eso, muchos compositores situaron en ella sus tramas.
Escenografía para La Bohème (Londres, 2015) |
Así, por ejemplo, París queda retratado por Puccini
en La Bohème (1896). Esta obra se sitúa
aproximadamente en la década de 1830, y refleja el estilo de vida de los
artistas bohemios que se dirigían a la capital francesa con deseos de alcanzar
el éxito y malvivían mientras lo intentaban. París y la Revolución Francesa
protagonizan Andrea Chenier (1896) de
Giordano, o Il Piccolo Marat (1921),
para la cual Mascagni se basó en los sucesos reales ocurridos en la época del Terror
tras el asesinato del líder jacobino Jean-Paul Marat. La ciudad vuelve a
aparecer en La Rondine (1917), esa
emulación de la Traviata verdiana, en
la que se describe el París elegante de mediados del siglo XIX (en una trama que
también se desplaza a la Costa Azul); en la “viajera” Fedora (1898) que va de los palacios de San Petersburgo a los de París
y de allí a los Alpes Suizos; o en Il
Tabarro (1918), aunque en este caso la obra está ambientada en los “bajos
fondos” parisinos, con una trama entre estibadores de los muelles del Sena.
Otra de las “ciudades veristas” fue Roma. La capital italiana se convirtió
en la protagonista de Tosca (1900),
con la ubicación de sus tres actos en tres lugares reales de la capital romana:
la basílica de Sant'Andrea della Valle, el Palazzo Farnese y el Castel Sant’
Angelo, respectivamente. El deseo de realidad llevó a Puccini a viajar a Roma
para escuchar las campanas que sonaban en la ciudad, apuntando sus sonidos para
mimetizarlos en la obra (de hecho, se construyó un instrumento específico para
ello). Así, el público, sobre todo el romano, se identificaba también con los
sonidos familiares. La realidad escenográfica de Tosca, llevó a realizar una producción cinematográfica en 1992 con Plácido
Domingo, Catherine Malfitano, y Ruggero Raimondi como artistas principales y
dirección musical de Zubin Mehta (el director del film sería Giuseppe Patroni
Griffi).
Producción cinematográfica de
Tosca en 1992, los escenarios reales de Roma (Catherine Malfitano como Tosca en
la escena final en el Castel Sant’ Angelo)
|
No obstante, el
verismo también trasladaría sus escenarios a lugares considerados, entonces, exóticos.
Una de las razones era presentar tramas de gran sordidez (como es el caso de Iris) en lugares alejados de los
habituales para los espectadores y el mensaje actuaba como recordatorio de la
maldad humana, pero sin asociarlo a la vida cotidiana de los presentes. También
se buscaba utilizar otras costumbres para demostrar que el ser humano es igual
en todas partes. Con esos objetivos, por ejemplo, Puccini situó en Japón su Madama Butterfly (1904), en la Nagasaki de 1890, y también fue allí
donde Mascagni ubicó la terrible historia de Iris (1898). Igualmente, el oeste
norteamericano sería reflejado por el verismo,
por ejemplo, en el último acto de Manon
Lescaut (1893) que transcurre en Nueva Orleáns (esta es una obra “viajera”
porque los actos previos se desarrollan en Amiens, París y Le Havre) o en La Fanciulla del West (1910) que se
desarrolla en California.
Ya entrado en su fase final, etiquetada como postverismo,
las tramas irían alejándose de lo contemporáneo para recrear periodos históricos,
pero, las localizaciones mantendrían (aproximadamente) los criterios de
realidad establecidos. Por ejemplo, Francesca
da Rimini (1914) transcurre entre Rávena
y Rímini, en plenas disputas
medievales ocurridas entre “güelfos” y gibelinos”; Gianni Schichi (1918) desarrolla una historia que se produce en la Florencia del siglo XIII; o Turandot (1926) ocurre en una China
legendaria, aunque fija la acción en Pekín
(en la Ciudad Prohibida).
Escenografía para Turandot (Nueva York, 2004) |
No hay comentarios:
Publicar un comentario
urban.networks.blog@gmail.com