No es lo mismo un mar que un océano. A pesar de sus muchas similitudes,
las diferencias son notables y están basadas en criterios que atienden a la
extensión y a la relación de las masas de agua con el litoral terrestre; pero,
sobre todo, en cuestiones emotivas e irracionales que tuvieron su origen en el
pensamiento mítico ancestral. Entonces, frente al océano, recóndito e incomprensible, el mar aparecía como algo asequible, entrañable,
incluso relativamente amable y familiar.
En este artículo vamos a aproximarnos al Mar Mediterráneo, un mar
que se convirtió en la referencia absoluta durante la
antigüedad de la civilización occidental. Lo haremos a
partir de una serie de consideraciones geográficas y culturales que le
proporcionan un cierto sentido “arquitectónico”. La analogía permite
caracterizarlo como si se tratara de un lugar terrestre, descubriendo, entre
otros elementos, “estancias”, “pasillos” o “muros” y “puertas”. Así, la
transfiguración de litorales e islas, rutas y estrechos, o pequeños mares
locales con un nombre propio, irá describiendo un entorno singular, construido
física y mentalmente por las diversas civilizaciones que lo han habitado y cuyo
legado determina nuestras percepciones.