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El SoHo neoyorquino es uno de los primeros barrios que
utilizaron acrónimos como expresión de su singularidad, principalmente
arquitectónica, aunque también social y urbana. En la imagen, fachadas de
Broadway entre el cruce de Broome y Canal St. (al fondo se eleva el edificio de
Broadway 401)
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Poner nombre a las cosas es una forma de
“apropiación”. Con ese acto dejan de ser entes indiferenciados y entran a
formar parte, en cierto modo, de nosotros mismos. Así, cuando se bautiza una
montaña, un rio, un bosque, una ciudad, un barrio, una calle o a cualquier otro
elemento físico de nuestro entorno, estamos singularizándolo, incorporándolo a nuestra
vida. De hecho, la personificación de los lugares que nos acompañan es una de
las dimensiones principales del acto de “habitar”.
En las ciudades, las diferentes necesidades
organizativas, administrativas o de orientación, exigen la asignación de
identificadores (sean números o palabras). Estos distintivos son conocidos y
compartidos por los ciudadanos, consolidando la relación íntima entre la ciudad
y sus residentes. Ahora bien, más allá de los nombres oficiales, surgen
calificativos, a veces espontáneos y populares y otras premeditados dentro de
un “laboratorio”, que buscan otro tipo de objetivos. Por ejemplo, respondiendo
a cuestiones relacionadas con el sentimiento de pertenencia o también a
intereses menos emocionales como las estrategias inmobiliarias que pretenden
implantar una imagen de marca.
Los neoyorquinos son especialistas en poner nombres
propios a sus barrios más singulares, independientemente de cómo se llamen
oficialmente. Algunas de esas denominaciones han alcanzado un gran
reconocimiento internacional. Entre ellas destacan el caso especial de los acrónimos,
como SoHo, NoHo, TriBeCa, NoLIta, DUMBO, NoMad, etc.