El cine ha mostrado
visiones distópicas de la ciudad futura, como en el caso de Los Angeles en la
película Blade Runner.
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Utopía era el mundo perfecto concebido en la ficción por
Tomás Moro y cuya denominación, hizo fortuna para acabar representando inspiradores
horizontes ideales para la sociedad. Por el contrario, las distopías muestran escenarios
negativos en los que se manifiestan con crudeza los temores existentes en una
comunidad.
La Smart City ya no es una utopía sino una
realidad (aunque incipiente) pero también cuenta con sus distopías, que
expresan los miedos de nuestra sociedad sobre la ciudad futura. En ellas,
aparecen pesadillas basadas en la Tecnología y en la Participación, que son las
claves subyacentes de las Smart Cities.
Esas distopías nos invitan a formularnos preguntas. ¿Se
convertirá la tecnología en el instrumento de control de un “Gran Hermano” para
anular la libertad y subyugar a los
ciudadanos?, ó ¿llegará un grado de automatismo
(inteligencia artificial) que elimine el
albedrío de los seres humanos como sucedió con la computadora HAL 9000 de
la odisea espacial de Kubrick?, o en otra línea ¿la participación ciudadana podría conducir a un caos organizativo, como en Babel, originando
situaciones inmanejables como la que representaron los Hermanos Marx en su
conocido camarote de “Una noche en la ópera”?
Las tres cuestiones (aparición de una oligarquía tecnológica,
pérdida del albedrío humano y descontrol organizativo) tienen que ver con la
toma de decisiones. Son futuros indeseables, pero es positivo reflexionar sobre
ellos, ya que las distopías son avisos a
navegantes y es responsabilidad de todos trabajar para evitarlas.
Cuando Tomás Moro publicó en 1516 su libro Utopía dio nombre a toda una serie de
paraísos idílicos cuya existencia ficticia pretendía orientar el rumbo de
nuestras sociedades hacia escenarios mejores. El género literario que elucubraba
sobre comunidades perfectas y organizaciones sociales ideales era antiguo
(Platón ya lo practicó), pero Moro, de forma involuntaria, también puso en
funcionamiento la creación imaginaria de distopías como anverso oscuro a las utopías.
Las distopías avisan de esos infiernos futuros a los que
podemos caer abocados si no somos capaces de reaccionar ante esas advertencias.
La Ciencia Ficción ha expresado reiteradamente esos recelos. Los conocidos
libros de Aldous Huxley (Un mundo Feliz,
editado en 1932), George Orwell (1984,
publicado en 1949) o Ray Bradbury (Fahrenheit
451, de 1953) son, entre otros, muestra de ello. También el cine ha
presentado escenarios distópicos con ciudades carentes de energía, pobladas de
extraños seres, gravemente segregadas y con dificultades de convivencia. Solo
hay que pensar en la ciudad de Los Angeles presentada en Blade Runner o en Gotham City.
La Smart City
también tiene sus distopías, aunque no estén formuladas literariamente.
El debate principal se
centra alrededor de la toma de decisiones urbanas. En un primer
acercamiento podemos discernir entre las decisiones “técnicas-objetivas” (como por ejemplo encender la iluminación
pública en función del tráfico o activar el riego de zonas verdes según la meteorología del momento) y las
decisiones “subjetivas” (por ejemplo
respecto a configuración formal de espacios, o a estrategias urbanas de asignación
de usos, de zonas peatonales, etc.). Pero no siempre esta separación resulta
nítida. Imaginemos un “edificio inteligente” que decide automáticamente cerrar
sus ventanas para ahorrar energía cuando a los inquilinos les apetece, motiva y
emociona lo contrario, es decir dejar que el sol entre en el interior, aún
contraviniendo la objetividad y la eficiencia, o cuando puede haber desacuerdo
entre ellos, porque una parte de los usuarios desean tomar el sol y mientras
que el resto lo rechaza.
La tensión entre la decisión automatizada, “objetivable”, y
la que tiene en cuenta las opiniones y subjetividades de los ciudadanos, acompaña
el camino que va recorriendo la Smart
City para convertirse en el modelo futuro de gestión urbana. Tecnología y Participación son las claves
subyacentes de las Smart Cities y por
ello son también las causas que alimentan las distopías de la ciudad futura.
Se advierten tres
temores fundamentales: el que desconfía de la aparición de una oligarquía
tecnológica, el que recela de la anulación del albedrío humano y el que teme el
caos organizativo y el conflicto.
Ciertamente,
existen voces que advierten de los temores
sobre la utilización interesada de la tecnología por parte de una élite
oligárquica para subyugar al resto de la sociedad, un riesgo que puede
abocar en escenarios como el del Gran
Hermano orwelliano. (Distopía tecnológica).
También se
encuentran voces que señalan los peligros
de un excesivo automatismo
tecnológico de las decisiones (en línea con la inteligencia artificial), como el demostrado por la rebelde
computadora HAL 9000 de la odisea espacial de Kubrick. (Distopía tecnológica).
Igualmente escuchamos las voces de los detractores de la
máxima participación de los individuos, avisando de los riesgos de una
excesiva intervención ciudadana en la toma de decisiones, que podrían ser
tomadas arbitrariamente o generar contradicciones irresolubles, llegando a
provocar parálisis en las actuaciones y conflictos sociales. En definitiva,
un caos menos gracioso que el producido en el famoso camarote alocado que los
Hermanos Marx mostraron en su película “Una noche en la ópera” de 1935. (Distopía participativa).
Logotipo del reality
show televisivo “Gran Hermano”.
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La distopía “Gran Hermano”: la tecnología como
instrumento de control y subyugación social. (Distopía tecnológica)
En su novela 1984,
George Orwell nos presentaba al “Gran
Hermano” (Big Brother), el
omnipresente líder gobernante que controlaba completamente el “Imperio de Oceanía”. Inspirado en una tecnología incipiente, Orwell describe
la ubicuidad del dictador al que no se le escapaba ningún detalle de sus
“súbditos”. La vigilancia excesiva, la manipulación de informaciones, la
invasión de la intimidad y en definitiva la falta de libertad de pensamiento y
acción de la sociedad, caracterizaba esa “distopía”. Estos argumentos alimentan
algunos de los temores que la sociedad proyecta hacia un futuro altamente
tecnológico.
La ciudad futura, la Smart
City futura, con sus fuertes bases tecnológicas, se ha convertido en uno de
los objetivos de ciertos pensadores que
advierten de los riesgos de una tecnología excesivamente invasiva.
Nuestro
comportamiento está generando una “identidad digital”, paralela a nuestra
identidad física, que puede llegar a caracterizarnos con una fidelidad
sorprendente. Generamos datos e informaciones que pueden ser utilizados de
muchas maneras (alguna de las cuales puede ser muy negativa). Esta identidad digital no se forja solamente
con la definición de unos perfiles en las redes sociales y que, con nuestro
consentimiento, pueden ser conocidos y compartidos por muchas personas (aunque
la publicación de retazos de nuestras vidas puede quedar también expuesta
incluso para quienes no deseamos). La identidad
digital está construida con más materiales que escapan de nuestro control.
Debemos ser conscientes del rastro que dejan nuestros hábitos de compra y
conducta (identificados, por ejemplo, a través del uso de tarjetas de crédito o
de las bases de datos de grandes empresas e instituciones). Entre los
ingredientes de esa identidad paralela, también se encuentran las referencias
“secretas” que abren puertas a nuestra situación bancaria, fiscal, patrimonial,
sanitaria, etc. Incluso también nuestro smartphone
puede “colaborar”, indicando (y transmitiendo) los movimientos que realizamos en
tiempo real, acciones que pueden ser observados por las cada vez más extendidas
cámaras de video-vigilancia que abundan en nuestras ciudades (que, por otra
parte, también nutren otro debate entre seguridad y libertad)
Nuestra legislación recoge una ley sobre Protección de Datos, consciente del riesgo que conlleva
que toda esa información no sea utilizada debidamente. Pero su amparo no abarca
todos los campos que pueden afectarnos porque, entre otras cosas, muchas de
nuestras actuaciones son abiertamente compartidas (quizá con cierta
despreocupación inconsciente).
Pero no solamente nos vemos afectados individualmente. Más allá de la identidad digital de cada persona, la tecnología también ha
fundamentado la globalización
como un fenómeno que caracteriza nuestro
mundo. Todos nos vemos influidos por situaciones que pueden ocasionarse muy
lejos de nuestros lugares habituales, pero que acaban por afectarnos. Solo
tenemos que pensar en cómo se ha originado la grave crisis económica que nos
atenaza o recordar términos popularizados por ella (por ejemplo “prima de
riesgo”, “fondos de inversión” o “mercados financieros internacionales”). En
este contexto se habla de “invisibles” mercados que dominan a su antojo los
vaivenes de la economía, y por lo tanto de nuestra existencia. Estos mercados
no son entes etéreos sino que están formados por oligarquías que aprovechan las
posibilidades que ofrece la tecnología para gobernar de la forma menos
democrática posible los destinos de la sociedad.
La intención de George Orwell era denunciar los
totalitarismos de su época y para ello se servía de la naciente tecnología. Orwell
desconocía los extraordinarios avances que la tecnología iba a conseguir
(publicó su novela en 1949) pero intuía las posibilidades y los riesgos que
conllevaba. Toda esa información en manos de una élite dominante (sin ética ni
escrúpulos) podría perpetuar una oligarquía que subyugara a la población en una
representación distópica indeseable.
Imagen de “2001 Odisea
en el espacio” de Stanley Kubrick. El “interior” de HAL 9000 se refleja en el
casco del astronauta que pretende desconectarla.
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La distopía “HAL 9000”: El temor a la esclavitud tecnológica
y a la anulación del albedrío humano. (Distopía
tecnológica)
La inteligencia
artificial (IA) sigue avanzando en manos de científicos y tecnólogos. El
horizonte que otorga a las máquinas la capacidad de razonamiento humano genera
intensos debates, con una importante componente ética.
En 1968, Stanley Kubrick, en la obra “2001 Odisea del espacio”, popularizó los miedos que había expresado
Arthur C. Clarke en su novela corta “El centinela” (en la que se basó el guión
de la película). En ella, HAL 9000 es la computadora que controla la nave
espacial Discovery, una computadora
dotada de una alta dosis de inteligencia artificial que se enfrenta a la
tripulación.
El debate sobre la tecnología viene de lejos y presenta
muchos matices. En ocasiones, la tecnología aparece como catalizador de todos
los buenos deseos de la humanidad (por ejemplo con la mirada que, ya en 1624,
ofreció sir Francis Bacon en su libro “Nueva
Atlántida”). Bacon imaginó máquinas que contribuían a crear una sociedad
perfecta. Pero también la tecnología ha sido observada como consecuencia de la
locura humana (en este caso sirve como ejemplo el “Frankenstein” de Mary Shelley de 1818, en la que la autora advertía
de los males que pueden derivarse de una errónea dirección de la ciencia).
Pero la alarma creció con la aparición de los “robots”. Un robot es una entidad mecánica artificial basada en un sistema
electromecánico que le permite realizar labores, en competencia con las humanas,
pero de forma mucho más eficaz que nosotros y con un variable aunque importante
grado de autonomía. El término robot
procede de la literatura de Ciencia Ficción. Concretamente, del libro del autor
checo Karel Capek, quien publicó la obra (de teatro) R.U.R. (Rossum's Universal
Robots) que fue estrenada en 1921. Capek, buscando un término para identificar
a los nuevos seres que aparecían en su obra, desechó su intención inicial de
denominarlos labori (del latín,
labor, trabajo), para acabar aceptando la sugerencia de su hermano Josef: "roboti". La palabra robota
significa literalmente, en checo y otras lenguas eslavas, trabajo o labor y
figuradamente "trabajo duro". En la obra de Capek, los robots llegan
a desarrollar propósitos propios, en la línea de la inteligencia artificial,
poniendo en peligro a los seres humanos que los crearon. Aunque en la
actualidad, la autonomía de la voluntad de los robots no llega a ser como la preconizada por autores como Capek, estas
máquinas son una realidad en nuestra sociedad y su existencia, y sobre todo sus
posibles evoluciones, genera un debate permanente.
En las Smart Cities,
la automatización del análisis y la toma de decisiones urbanas a través de
medios tecnológicos programados, dando lugar al "funcionamiento
inteligente", son defendida por quienes ven en ello la oportunidad de
eliminar muchas de las arbitrariedades e ineficacias que ocurren en la ciudad.
Pero hay muchas voces que alarman sobre lo arriesgado del camino.
La distopía que surge en la órbita de
la ciudad del futuro ahonda en esta cuestión, presentando una ciudad
automatizada que puede llegar a convertirse en un organismo independiente,
capaz de perjudicar (involuntariamente o no) los intereses de los humanos que
la pueblan. La
controversia sobre la Inteligencia
Artificial tiene otros derroteros más amplios, pero en su concreción urbana
se centra en la toma decisiones que no consideren la complejidad del ser humano
y sus circunstancias. Esto puede originar una ciudad en la que el culto a la eficiencia faculte para, por
ejemplo, desechar cuestiones culturales, artísticas o incluso espirituales, tan
importantes en el desarrollo humano, una ciudad en la que pueda llegarse a
anular nuestro albedrío, convirtiendo a los seres humanos en esclavos de
una “entidad” superior.
Imagen de “Una noche
en la ópera”, película de 1935 en la que los Hermanos Marx nos ofrecieron el divertido
caos de su famoso camarote.
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La distopía “camarote de los Hermanos Marx”: temores
sobre el caos organizativo. (Distopía participativa)
Entre los instrumentos que definen las Smart Cities, se encuentra un conjunto heterogéneo de
infraestructuras tecnológicas (muchas de ellas digitales) capaces de actuar
coordinadamente. Entre los nodos fundamentales de este sistema, también se
incluyen las propias personas, que gracias a su equipamiento tecnológico
habitual (dispositivos móviles) son capaces de integrarse digitalmente.
Como hemos visto anteriormente, los ciudadanos son una
fuente extraordinaria de datos de muy variado carácter y que proporcionan una
inestimable ayuda para configurar la Smart
City. Pero, además, más allá de los datos, la tecnología está permitiendo la aparición de unos nuevos ciudadanos,
los Smart Citizens (etiqueta
exitosa aunque discutible), que reclaman un mayor papel social, no sólo como
fuente de información, sino como agentes activos. Los Smart Citizens son ciudadanos comprometidos con su entorno, y
desean ser parte fundamental de las ciudades inteligentes, tanto de forma
individual como coordinada, pudiendo analizar, generar información, predecir,
actuar o prevenir y, sobre todo, implicarse en la toma de decisiones a través
de la participación interactiva (con la ayuda tecnológica).
La irrupción de los Smart
Citizens puede ser revolucionaria para nuestras ciudades, pero no está
exenta de controversias.
Primero porque la
tecnología puede originar una fuerte segregación social entre esos Smart Citizens y las personas que no
deseen o no puedan integrarse en el sistema (discapacitación digital). Esto
ha abierto un debate sobre la exclusión de ciudadanos que se convierten así en
elementos marginales incapaces de participar en el cuerpo social. Debe tenerse
en cuenta que uno de los objetivos de las Smart Cities es fomentar las ciudades
accesibles desde este punto de vista.
En esta línea, para Saskia Sassen, creadora del concepto de Ciudad Global, y galardonada con el premio Príncipe de
Asturias de Ciencias Sociales 2013, “las ciudades globales forman redes que
concentran el poder de decisión y nuevas relaciones entre territorio, autoridad
y derechos, diluyendo así el papel de las fronteras; son generadoras de grandes desigualdades y segregación social debido, entre
otras causas, a las diferencias en el acceso a las tecnologías de la
información", tal como recoge el acta del jurado del premio.
Pero también se advierte otro riesgo, producto de la propia
participación ciudadana. Ya existen voces que advierten que la profusión de
participación individual puede
generar problemáticas diversas. Por
ejemplo la dificultad de gestionar una cantidad ingente de datos que pueden ser
de difícil interpretación, o la falta de consenso por un exceso de alternativas
individuales, que desembocaría en la imposibilidad de seleccionar una de ellas.
Igualmente advierten del riesgo de la manipulación de datos o de la toma de
decisiones arbitrarias e ineficaces por desconocimiento de las circunstancias, generalmente
complejas que caracterizan a la ciudad.
La ciudad actual no
es un proyecto de definición colectiva directa. Es un producto sofisticado
desarrollado por unos agentes sociales muy especializados (públicos y privados)
que recogen, en mayor o menor medida, las aspiraciones de toda la
sociedad. La participación ciudadana en
los procesos urbanísticos actuales es poco más que testimonial y suele ser utilizada
exclusivamente para la defensa de intereses (económicos) de los particulares.
Los intentos de potenciar esa participación en otros ámbitos de la ciudad han
sido por lo general fracasados. Ciertamente la tecnología ha abierto campos
insospechados y puede posibilitar la canalización del pensamiento individual,
pero todavía está por demostrar que su realidad funcione adecuadamente (y que
los individuos estén dispuestos a asumir esa responsabilidad)
El camino se va recorriendo, pero la hipótesis de un caos organizativo es vista por algunos pensadores
como otro escenario distópico en el que la incapacidad para tomar una decisión
o la apuesta por una opción escasamente mayoritaria puede generar parálisis de
actuación o conflictos entre partes enfrentadas.
Cuando los Hermanos Marx nos mostraron su famoso, caótico y
divertido camarote en la película “Una noche en la ópera” de 1935, pusieron a
disposición del imaginario colectivo la metáfora de las situaciones
desordenadas, que no conducen a ningún fin, en las que la heterogeneidad de los
protagonistas impide la unidad de criterio y cada participante se centra
exclusivamente en su cometido, una situación en la que es imposible conseguir
una organización mínimamente aceptable.
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