Palacio del Canto del Pico en Torrelodones, un ejemplo de “elginismo” hispano. (Foto: David Melchor Díaz. Vía: flickr) |
Sir Thomas Bruce, 7º conde de Elgin, aprovechó su misión diplomática en Atenas para llevarse esculturas del Partenón a su país (el conjunto, conocido como Elgin Marbles, se encuentra en el Museo Británico de Londres). Su contemporáneo Lord Byron arremetió contra él por esa acción y lograría que su nombre quedara asociado al expolio de obras de arte y, en particular, de arquitectura. En este caso, el elginismo supone el traslado de partes de edificios (y en ocasiones de la construcción completa). El paradigma del elginismo moderno fue el multimillonario William Randolph Hearst (el ciudadano Kane de Orson Welles). Su castillo californiano se construyó como una especie de Frankenstein arquitectónico con partes extraídas de lugares muy diversos.
España ha sido uno de los países que ha sufrido un expolio arquitectónico importante, teniendo a los Estados Unidos como destino habitual. Aunque sin salir del país también hay casos de elginismo hispano. Uno de los más destacados es el palacio del Canto del Pico de Torrelodones, la casa-museo que levantó el tercer Conde de las Almenas en 1922 con piezas de muchas procedencias españolas. El palacio, que protagoniza la silueta en el acceso a la sierra madrileña desde la capital, tuvo un periodo de vinculación con Francisco Franco y su familia que lo marcaría. Hoy el edificio está abandonado, prácticamente en ruina, y espera una oportunidad de redención que no acaba de llegar.
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Apunte previo sobre
el término “elginismo”.
Sir Thomas
Bruce (1766-1841), 7º conde (Earl) de Elgin y 11º conde de Kincardine,
sirvió como embajador británico ante el Imperio Otomano entre 1799 y 1803. La
historia no lo recuerda por sus logros diplomáticos sino por haber sido
responsable del traslado de buena parte de las esculturas de las metopas, los
frontones y el friso interior del Partenón de Atenas a su país (el conjunto, actualmente
conocido como Elgin Marbles, se encuentra en el Museo Británico de
Londres). Nunca quedaron muy claras las circunstancias en las que consiguió el permiso
para llevarse las obras, pero, aunque Elgin pretendió disfrazar su acción como
un hecho de protección cultural, sus intenciones eran más especulativas,
buscando obtener beneficios con su venta (acabó vendiendo las obras, pero no
obtuvo los beneficios esperados).
La operación
expoliadora ya fue muy criticada desde el primer momento, con su contemporáneo Lord
Byron ejerciendo de adalid contra ella. En el poema The curse of Minerva
(La maldición de Minerva), escrito en 1811, Byron arremete con fuerza contra Elgin
y sus actuaciones. Los versos 104 y 105 declaman: “Debes saber que Alarico y Elgin
hicieron el resto. Que todos puedan conocer de dónde viene la devastación” (“Know, Alaric and Elgin did the rest.
That all may learn from whence the plunderer came”). Además, en 1812, en su
exitosa obra Las
peregrinaciones de Childe Harold (canto 2º, XV), volvía a denunciar el caso: “Solo unos ojos
estúpidos podrán ver sin derramar lágrimas tus muros demolidos, tus antiguos
templos despojados por manos inglesas, cuando debieran haber protegido tan
preciosas reliquias, cuya pérdida es irreparable. ¡Maldita la hora en que
salieron de su isla para hacer sangrar de nuevo tu seno malaventurado, para
arrebatar a tus desolados dioses y trasladarlos al odioso clima del Norte!”
(“Dull is the eye that will not weep to see Thy
walls defaced, thy mouldering shrines removed By British hands, which it had
best behoved To guard those relics ne’er to be restored. Curst be the hour when
from their isle they roved, And once again thy hapless bosom gored, And
snatch’d thy shrinking gods to northern climes abhorred!”)
Byron puso en
el punto de mira a Elgin y suele atribuírsele la invención de la palabra elginism
(elginismo) para referirse al hecho de expolio y traslado a otro lugar de
bienes patrimoniales y artísticos, pero la Enciclopedia Británica recuerda que,
aunque el neologismo ya se utilizaba en los tiempos de Byron con toda su carga
peyorativa, la primera aparición constatable del término fue en una publicación
anónima de 1851 titulada Journal of a Voyage up the Nile (Diario de un
viaje remontando el Nilo) en la que se leía (p. 42) “La idea de que los
cautivos en esta tumba eran los hermanos de José, tan promovida por Mrs. Romer
en su Viajes [se refiere a la novelista y viajera Isabella Frances Romer],
está bien expuesta por Mrs. Martineau [se refiere a la escritora y
activista social Harriet Martineau]; así como el elginismo de Mrs.
Romer, al llevarse una figura de uno de los cautivos” (“The idea that the
captives in this tomb were Joseph’s brethren, which Mrs. Romer, in her Travels,
makes such a great noise about, is well exposed by Miss Martineau; as well as
the elginism of Mrs. Romer, in removing a figure of one of the
captives”)
El expolio o
el requisado de obras de arte u otro tipo de objetos valiosos es ancestral.
Siempre está vinculado al poder del expoliador sobre el expoliado (sea por un
sometimiento derivado de una guerra, o sea, como suele suceder en tiempos más
recientes, como expresión de la superioridad económica del rico sobre el pobre).
La acción se ha disfrazado de compensatorio “botín de guerra”, de ejercicio de dominio
sobre el subordinado o incluso de bienintencionado deseo de proteger algo
valioso sacándolo del lugar de riesgo. Hay otras motivaciones que buscan el
prestigio asociado a la posesión de piezas de valor elevado (con una derivada a
la reputación de un museo y al aumento de su número de visitas) o también el
placer de poseer piezas exclusivas. Pero igualmente se produce por un interés
exclusivamente pecuniario, algo cada vez más frecuente en la actualidad, sirviéndose
de engaños o directamente de robos para obtener pingües beneficios con su
transacción.
El elginismo
saltaría a la palestra como actividad reprobable, sobre todo, gracias a las
reclamaciones de los expoliados, que demandaban la devolución de sus bienes
(como sucedió y sigue sucediendo con griegos o egipcios frente a británicos o
franceses).
El elginismo más
espectacular es el que afecta a la arquitectura. Los bienes muebles (pinturas,
esculturas, joyas, etc.) son transportables, pero la arquitectura, sedente por
definición, parece inmune al elginismo, cuando no es así. En España, el
arquitecto y catedrático emérito de Historia de la Arquitectura, José Miguel
Merino de Cáceres, es uno de los mayores divulgadores del elginismo asociado a
las construcciones, habiendo dedicado investigaciones exhaustivas sobre el
patrimonio arquitectónico español (con especial atención a claustros monásticos
o patios palaciegos) que ha sido trasladado, fraudulentamente en casi todas las
ocasiones, a otros países y en particular a los Estados Unidos, durante las
primeras décadas del siglo XX.
Sobre el
elginismo, Merino de Cáceres escribe que es “una parcela de la destrucción
de nuestro patrimonio monumental en la que de forma más palpable se manifiesta
la codicia humana, que invariablemente, ha presidido el menoscabo de nuestro
acervo arquitectónico. La codicia ha sido en gran medida la responsable de la
pérdida de nuestro patrimonio edificado y artístico; una codicia que no ha
respetado barreras de índole moral, ética o religiosa, que ha envenenado a
ricos y pobres, nobles y plebeyos, vendedores y compradores. Codicia de poder,
de gloria, de renombre: codicia de la que han sido partícipes mecenas y
arquitectos quienes, en aras de la pretendida belleza de una nueva obra y aun
de una simple utilidad inmediata, no han disimulado su desprecio por lo bello y
vetusto. Pobres excusas que, con harta frecuencia, aún se siguen esgrimiendo en
nuestros días para justificar tropelías arquitectónicas y desatinos
urbanísticos.
Pero
también codicia de riquezas, que indujo a propietarios a desbaratar siglos de
historia a cambio, las más de las veces, de unos miserables dineros; codicia
que excitó a agentes e intermediarios que, por pingües beneficios no dudaron en
desarraigar obras de arte, condenándolas a un incierto futuro, cuando no a una
muerte segura; codicia que corrompió a encubridores y cómplices quienes,
mediante el soborno y la coacción, guardaron silencio o cooperaron directamente
en la consecución de los crímenes. Codicia de fasto de los compradores que,
ayunos de capacidad de innovación y creatividad, ansiaban un arte ya consagrado
que, a la postre, no comprendían ni eran capaces de respetar. Codicia que, en
suma, configuró esa sutil y engañosa modalidad de expolio artístico que,
siguiendo a Lord Byron, denominamos elginismo”. (Merino de Cáceres, José Miguel. «Un singular aspecto del Elginismo. El
caso de patios y claustros». E-artDocuments, 2009, Núm. 1)
El paradigma
del elginismo moderno fue el multimillonario William Randolph Hearst (el
ciudadano Kane de Orson Welles). Su castillo californiano en San Simeón es una
especie de Frankenstein arquitectónico con partes extraídas de lugares muy
diversos.
Como decimos,
España ha sido uno de los países que ha sufrido un expolio arquitectónico
importante, aunque sin salir del país también hay casos de elginismo hispano. Uno
de los más destacados es el palacio del Canto del Pico de Torrelodones.
Un caso de elginismo
hispano: el Palacio del Canto del Pico de Torrelodones (Madrid)
El tercer
conde de las Almenas, José María Fernando Javier Pedro Vicente Diego de la
Santísima Trinidad de Palacio y Abárzuza (1866-1940) fue un personaje peculiar.
Hijo de un aristócrata dedicado a la política como diputado y senador vitalicio,
obtuvo el título de Ingeniero Agrónomo, pero se dedicó a su afición al arte
como destacado coleccionista de antigüedades.
Esta pasión
le llevó a levantar un edificio con vocación de casa-museo, pero con una
característica especial porque, no solo albergaría las obras artísticas, sino
que la propia construcción lo sería en cierto modo porque integraría elementos
arquitectónicos procedentes de otras construcciones históricas que el conde
había ido adquiriendo emulando a William Randolph Hearst. En esa línea, el
tercer conde de las Almenas y el Palacio del Canto del Pico de Torrelodones
(Madrid) representan un de los principales casos de elginismo hispano.
Entre 1920 y 1922, el conde, sin la intervención de arquitectos, ejerciendo él
directamente la labor de proyectista, y con la asistencia de maestros de obras
y canteros locales, así como la de algún ingeniero amigo suyo para la
realización de cálculos técnicos, abordó su megalómana obra.
José Miguel
Merino de Cáceres se refiere al palacio como nacido del delirio “culturalista”
de un ocioso aristócrata y “producto resultante de la aglutinación de piezas
de arquitectura, procedentes del elginismo practicado en diversos edificios
históricos”. (Esta cita y las siguientes proceden
del artículo escrito por Merino de Cáceres en la revista Descubrir el arte,
nº 39 con el título “La residencia secreta de Franco”).
Por
sorprendente que pueda resultar, el edificio, que había sido concluido en 1922,
vio como en 1928 se inició un expediente para declararlo Monumento Nacional (el
solicitante fue el propio Conde de las Almenas). La Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando emitió su preceptivo informe al año siguiente siendo
favorable porque formaban parte de él elementos constructivos y decorativos
procedentes de “Artes anteriores”. El informe menciona los elementos
arquitectónicos antiguos que fueron incorporados a la nueva construcción, pero
no cita su procedencia, salvo alguna excepción. Merino de Cáceres apunta alguno
de ellos: “dos ventanales góticos en la capilla; varias ventanas góticas de
carácter civil, tres al menos de indudable procedencia catalana (Lérida); un
escudo y numerosas piedras talladas procedentes del castillo de Lorca (?);
puertas, rejas, antepechos, y barandales de diversa procedencia. Numerosos
escudos de piedra de diferente carácter: destaca uno barroco, sostenido por dos
figuras humanas, de indudable procedencia cántabra (las armas pudieran ser
Heras y Rubalcaba, de Liérganes); otro con armas de López de Ayala de Toledo:
otros dos en mármol blanco con armas de Heredia, Fonseca y Maldonado. Numerosas
columnas del más variado pelaje, destacando unas procedentes del patio
castillo-palacio de Curiel de los Ajos (…)” en una lista que continúa con otros
muchos elementos, como una columna del patio de la Casa de la Infanta de
Zaragoza de la que no queda vestigio alguno, o una fuente de la finca Son
Raxa de Mallorca fechada en 1569 y que sí se conserva. Y, sobre todo, el
patio abacial del monasterio valenciano de Simat de Valldigna que había sido
comprado por el conde en 1918. Merino de Cáceres hace hincapié en la
acumulación de las numerosas obras históricas sin orden ni concierto, en su
transformación desinhibida, en su utilización para usos incongruentes, así como
en su ubicación caprichosa y poco respetuosa con la Historia del Arte (aunque
el informe de la Academia insistiera en el “feliz aprovechamiento de tantos
y tan curiosos y bellos elementos arquitectónicos, (…) artística y también
apropiadamente incorporados”). En fin, Merino se refiere con ironía al
comentario existente en el Inventario de los Monumentos
Históricos-Artísticos de España de 1967 donde se dice que es una
edificación moderna “pero construida para guardar restos arquitectónicos
importantes”.
Palacio del Canto del Pico (Torrelodones, Madrid). Planta
(Fuente: Arquitectura y Desarrollo Urbano Comunidad de Madrid. Tomo VIII)
La colección
pudo haber sido incluso mayor según comenta José Luis Hernando Garrido (Ver su artículo “De elginismo hispano y patrimonio incómodo: notas sobre
el palacio del Canto del Pico en Torrelodones (Madrid)” publicado en el Codex
aquilarensis: Cuadernos de investigación del Monasterio de Santa María la Real,
Nº 20, 2004) dado que el conde
debió vender en 1921 parte de las obras recopiladas al magnate Hearst con la
mediación de su agente en España, Arthur Byne.
Finalmente,
en 1930 obtuvo la declaración de monumento histórico. Resulta revelador que el
Inventario de los Monumentos Históricos-Artísticos de España de 1967 se refiera
al palacio como una edificación moderna “pero construida para guardar restos
arquitectónicos importantes”.
Más allá de
su extraordinaria ubicación, las circunstancias históricas mantendrían
permanentemente al Palacio del Canto del Pico en una posición de máxima
“visibilidad”. En él murió, en 1925, el expresidente del gobierno Antonio
Maura, que era amigo de la familia. Su excelente posición como atalaya sobre el
entorno le llevó a servir como cuartel del general Miaja durante parte de la
Guerra Civil española. No obstante, lo que le dio su relevancia mediática y
controvertida fue la decisión del conde, que había perdido en la guerra a su
único hijo, de legar el palacio al general Franco por “reconquistar España”. El
conde falleció en 1940 y el caudillo lo escrituró en 1947, utilizándolo con
cierta frecuencia (sobre todo en vacaciones) y convirtiéndolo en almacén de los
innumerables regalos que recibía de otros mandatarios o de personas que
buscaban obtener su favor, de manera que, en cierto modo, continuaba con la
misión de “casa-museo” que le atribuyó su creador.
La
vinculación del Palacio del Canto del Pico con los Franco lo marcaría de una
manera indeleble. La relación no desaparecería del imaginario colectivo ni
siquiera después de que en 1988 la familia lo vendiera por una considerable
cantidad de dinero a un empresario que tenía la intención de transformarlo en
un hotel de lujo. Pero ese nuevo futuro que parecía abrirse ante el edificio no
cuajó, a pesar que los promotores obtuvieron en 1991 una licencia para iniciar
las obras. Por razones que se desconocen, los trabajos no comenzaron y la
intervención acabó estancada al ser cuestionados sus permisos. La operación
quedó paralizada definitivamente en 2001 cuando la Comunidad de Madrid denegó
la solicitud por afectar a una finca situada en el Parque Regional de la Cuenca
Alta del Manzanares, cuya normativa reguladora incompatibilizaba ese uso.
Desde entonces
el palacio languidece. Los numerosos objetos que atesoró Franco ya habían sido
trasladados por la familia y el edificio vacío comenzó un deterioro imparable.
sufriendo saqueos y expolios de todo tipo, ocupaciones esporádicas, vandalismo
de mucha intensidad e incluso varios incendios, uno de los cuales acabó con su
cubierta en 1998.
Ni siquiera
algunos de los actos de resarcimiento con su propia historia le proporcionaron
una cierta justicia poética. Como, por ejemplo, la entrega en 2007 a la Generalitat
Valenciana de los 10 arcos góticos del siglo XIV que adornaban el claustrillo
del edificio para que regresaran a su ubicación original en el monasterio
cisterciense de Santa María de Valldigna: la Generalitat, que abonó un millón
de euros al propietario, se comprometió a realizar una reproducción de los
mismos para ubicarlos en su lugar del palacio, pero esto todavía no se ha
sustanciado.
Los intentos
de recuperación del edificio y su entorno han sido múltiples y variados, pero
el denominador común de todos ellos ha sido topar con un complicado entramado
administrativo, normativo y patrimonial, con disputas políticas y protestas
ciudadanas, o con intereses confusos y negociaciones engorrosas. Las tentativas
han sido totalmente infructuosas hasta el momento.
Pocas
desgracias le quedan por sufrir al edificio salvo la de desplomarse
definitivamente. Así, desde su magnífica posición de atalaya sobre el oeste
madrileño, el palacio del Canto del Pico solo puede recordar su esplendoroso
pasado, porque su presente es lamentable y su futuro, incierto. No obstante,
mientras que una parte de la población se resigna ante su eventual
desaparición, otra todavía es capaz de ilusionarse con su recuperación,
pensando con optimismo en las posibilidades de un edificio que más allá de sus
sombras puede ejercer de faro para su privilegiado entorno.
En general, la arquitectura es el arte en el sentido de técnica, de proyectar y construir no solo edificios, sino también otros objetos.
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