El plano de Berlín en 1833 de W.B. Clarke y J. Henshall
recoge el estado de la ciudad que vivieron Hegel y Schinkel: el “Berlin de
Schinkel”. |
Algunas veces, los espectros de Hegel y Schinkel abandonan sus tumbas y recorren juntos la ciudad intentando evocar los ambientes que vivieron.
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El espectro
de Hegel salió de su tumba. Solía hacerlo a menudo cuando la noche había caído.
Le resultaba sencillo porque él nunca había sido materialista. Lo hizo como
siempre, con delicadeza, para no molestar a Marie, su compañera en vida y en
eternidad. Una vez fuera, miró hacia la parcela de su vecino Fichte. Le
resultaba curioso comprobar que lo que había unido el pensamiento no se había
separado ni siquiera tras la muerte. Los dos filósofos estaban acompañados de
sus respectivas esposas, pero a ninguno de los otros tres les gustaba abandonar
su lugar y mucho menos deambular por un Berlín que ya no reconocían. En cambio,
a Hegel le encantaba. En vida tuvo fama de soso, pero ahora, convertido en
espíritu, era mucho más inquieto. Quizá fuera producto de esa curiosidad intelectual
que lo impulsó a ser filósofo y que conservaba a pesar de su estado.
El camposanto
tiene el aparatoso nombre de Friedhof der Dorotheenstädtischen und
Friedrichswerderschen Gemeinden (Cementerio de los municipios de Dorotheenstädt
y Friedrichswerder), pero todo el mundo lo conoce como el cementerio de Dorotheenstädt.
Fue fundado en 1762 en el norte de la ciudad, en el exterior de la muralla, pero
junto a ella, nada más salir por la Oranienburger Tor. Aunque la muralla
y la puerta dejaron de existir al ser derribadas entre 1867 y 1868, la calle de
acceso era entonces, y sigue siendo, la Chausseestrasse, ubicándose su
entrada en el número 126.
Aquel lugar
debía ser un remanso de paz, pero la hipervitalidad incesante de los berlineses
no siempre respeta el reposo eterno de todos los residentes. En 1899 el trazado
de Hannoversche Strasse obligó a reformar el espacio sagrado y unas
cuantas tumbas tuvieron que ser trasladadas. A Hegel y a Fitche les afectó la mudanza,
cuestión que no le gustó a ninguno de los dos, y menos a sus parejas puesto que
cualquier cambio de hogar, por pocas cosas que se tengan, es un lío grande. Y eso
que el espectro de Hegel tuvo suerte porque a Fitche le destrozaron el obelisco
de hierro que señalaba su tumba en 1945 y tuvieron que reemplazarlo por otro de
piedra. Afortunadamente desde aquella fecha no han vuelto a molestarles, salvo
por el ajetreo de algunos días. El caso es que en aquel cementerio siempre hay algo
de movimiento diurno por culpa de los necroturistas que se acercan a
visitar a los ilustres residentes. Los moradores les agradecen la deferencia y suelen
perdonarlos con indulgencia. Además, por la noche se recupera la calma y todo
vuelve a estar muy muerto.
Eran muy
pocos los espectros que se animaban a dejar temporalmente su reposo para vagar
por la ciudad. Preferían mantenerse en la tranquilidad de sus fosas. Pero Hegel
siempre podía contar con otro residente del mismo cementerio que, como él, era
un paseante etéreo empedernido. Este compañero era Schinkel, el arquitecto. Se
llevaban bien. En vida tuvieron poco trato a pesar de coincidir en varias
ocasiones. Entonces, cada uno estaba a lo suyo: Hegel con sus pensamientos,
Schinkel con su arte.
Schinkel tiene una tumba más espléndida que la de Hegel. No mucho más, pero suficiente para que se aprecien diferencias. La mayoría de las estelas, obeliscos y lápidas habían sido realizadas a partir de cinco modelos que había propuesto Schinkel en su tiempo y, ya se sabe que, quizá, quien parte y reparte se lleva la mejor parte. No obstante, los espectros no prestaban demasiada atención a esos detalles tan apreciados por los vivos. Su relación iba más allá.
Hegel y
Schinkel recorrían la Berlín nocturna pero no se alejaban mucho del camposanto.
No se aventuraban más lejos porque solamente les interesaba la parte de ciudad
que habían vivido. Sin embargo, siempre se sorprendían de las continuas transformaciones
de la ciudad, producidas por avatares de todo tipo, algunos buenos y otros traumáticos.
No es que tuvieran sentimientos, eso era propio de los mortales, pero no podían
dejar de comentar y de comparar lo que les ofrecía su fantasmagórica visión en
cada salida con aquella ciudad de la primera mitad del siglo XIX que acogió sus
cuerpos mortales. Schinkel era quien más se fijaba en cuestiones urbanas y
arquitectónicas, captando incluso las modificaciones más sutiles. Era muy
observador y le iba indicando a Hegel todos los pormenores que detectaba.
Hegel, no era especialmente detallista. Él era un generalista, conservaba esa
visión holística de cuando estuvo vivo y lo etiquetaban como idealista. Además,
sus intereses iban por otro lado. Escuchaba con atención y respeto lo que
Schinkel le contaba, pero él prefería descubrir las evoluciones de las mentes
de los hombres.
Pero Hegel,
cada vez que se acercaba a buscar a su amigo arquitecto, no podía evitar cierta
disconformidad con ese hecho. No se encontraba mal en la parcelita que le
habían asignado finalmente, pero no era lo mismo. Había llegado a esa última
residencia cuando en 1831 la epidemia del cólera se lo llevó por delante
prematuramente. No se quejaba, a pesar del cambio de lugar al que le forzaron.
Al menos, desde 1855 estaba acompañado por Marie su mujer, aunque también le
contrariaba que él tuviera un pequeño monolito y su mujer una cruz. A Fichte lo
habían tratado de otra manera. Su parcela era similar de tamaño, pero él tenía
un obelisco que era mucho más imponente que la lápida de su mujer y que las de
los Hegel. Quizá el motivo hubiera sido buscar una compensación por la
destrucción del anterior obelisco de hierro. Pero lo de Schinkel era otra cosa.
No solo disponía de más espacio, sino que estaba vallado y nadie lo pisaba.
Además, tenía un monolito mucho mayor y más elaborado, coronado por una escultura
y con un busto en bajorrelieve dorado que le daba un lucimiento que contrastaba
con la modestia de la residencia eterna de Hegel. Pero nadie está contento ni
en el mundo de los espíritus y Schinkel también se quejaba. Su lamento era
consecuencia de que junto a él se levantaba el fastuoso mausoleo de la acaudalada
familia Hitzig, uno de cuyos miembros, Friedrich Hitzig, fue un arquitecto discípulo suyo y ahora,
cuando los necroturistas fotografían su tumba siempre aparece detrás la
de Hitzig restándole protagonismo. Schinkel, con cierto disgusto, decía que la
eternidad no muestra los méritos de los vivos sino solo su capacidad económica.
Además, Schinkel criticaba el estilo de la residencia definitiva de los Hitzig
y lo hacía con conocimiento de causa porque él había construido un mausoleo,
encargado, nada más y nada menos, que por el rey Federico Guillermo III para la
reina Luisa que murió muy joven en el lejano 1810, con 34 años, por culpa de
una fatal neumonía. No había vuelto a verlo desde su cambio de estado porque el
parque del palacio de Charlottenburg le quedaba muy a desmano.
Los dos se
habían disgustado en repetidas ocasiones al comprobar el calado de esos cambios
físicos y mentales. A Schinkel le decepcionó ver algunos de sus edificios
derrumbados por las bombas de las guerras y a Hegel le mortificaba ver como malinterpretaban
su pensamiento. A veces se achacaba a sí mismo el haber sido excesivamente
genérico y ambiguo. Desde luego, él se entendía perfectamente y creía que todo
encajaba en ese sistema total que había concebido para ordenar el mundo y proporcionarle
sentido, pero parece que no logró que sus discípulos hicieran lo mismo. Tras su
muerte, su espectro pudo comprobar como rápidamente sus discípulos, los llamados
“hegelianos”, se escindían en facciones que discutían entre sí sobre el pensamiento
del maestro. Comenzaron las interpretaciones sesgadas que acabaron con la
división entre hegelianos de "derecha" y de "izquierda". Su
espectro no daba crédito y menos aun cuando un joven Karl Marx comenzó a elaborar
una versión materialista de lo que el Hegel vivo había dicho.
No obstante, en
aquellas escapadas nocturnas a lo largo del tiempo, también tuvieron
recompensas. Schinkel vio como algunos de sus edificios eran reconstruidos con
esmero y como su obra lo mantenía en la memoria de las gentes. También Hegel se
emocionaba, o algo parecido, dado su nuevo estado, cada vez que recordaba el
multitudinario sepelio que le acompañó tras su fallecimiento. Y desde luego se
sentía honrado por la importancia que las generaciones siguientes dieron a su obra,
porque, aunque había críticos discrepantes, sus ideas seguían teniendo mucho peso
en las reflexiones humanas y cada vez más a pesar de las desviaciones iniciales.
Aquellas
noches en las que los dos espectros deambulaban por la ciudad intercambiaban
sus impresiones. Aunque, habitualmente sus comentarios estaban centrados en la
manera en que sus herederos manejaban su legado. En cualquier caso, cuando
volvían a reposar en sus tumbas tenían la sensación de que el otro les había
aportado algo, lo cual no era poca cosa para unas mentes inquietas como las
suyas ante la eternidad que tenían por delante.
A la izquierda, Georg Wilhelm Friedrich Hegel en un
retrato realizado en 1831 (el año de su muerte) por Jakob Schlesinger. A la
derecha, Karl Friedrich Schinkel, retrato de 1826 pintado por Carl Joseph Begas.
Así mientras
Hegel llegó maduro a Berlín para impartir clases, Schinkel llegó muy joven con
el objetivo de estudiar. Hegel había llegado a la capital prusiana con varias
obras bajo el brazo que avalaban su prestigio. Desde luego, su imponente Fenomenología
del Espíritu (Phänomenologie des Geistes) que había escrito en 1807,
siendo su primera obra verdaderamente influyente; pero también la Ciencia de la lógica (Wissenschaft
der Logik), elaborada entre 1812 y 1816 o la Enciclopedia de las
ciencias filosóficas (Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften)
publicada en su primera versión en 1817. Pero, en aquel 1818, cuando el
filósofo fue fichado por la Universidad de Berlín, también Schinkel destacaba
como arquitecto. Ya había construido el Neue Wache, el edificio de la
nueva guardia situado en plena Unter den linden, levantado entre 1816 y 1818
y que hoy es un monumento dedicado a las víctimas de guerras y dictaduras.
También estaba enfrascado en el proyecto del Schauspielhaus que le
ocuparía desde 1819 hasta 1821 y presidiría la espectacular plaza Gendarmenmarkt.
Ese teatro funciona hoy como sala de conciertos, de ahí su nuevo nombre, Konzerthaus.
Si bien, sigue escoltado por dos iglesias casi gemelas del siglo XVIII, al
norte por la Französischer
Dom (Catedral Francesa) y al sur la Deutscher Dom (Catedral Alemana).
Hegel había
sido un poco mayor que Schinkel. Once años los separaron en vida. El filósofo
vio su primera luz en 1770 y el arquitecto lo hizo en 1781. Esa diferencia casi
se conservó invariable al cambiar de estado, porque mientras que Hegel abandonó
el mundo de los vivos en 1831, Schinkel lo hizo diez años después, en 1841.
Sesenta años para dejar su huella en la tierra. Demasiado jóvenes, pero el cólera
para Hegel y un ictus para Schinkel resultaron fatales. Esta coetaneidad entre
ambos no fue tan coincidente en el espacio porque Hegel nació en Stuttgart y
tardó bastante en recalar en Berlín. De hecho, no llegó a la capital alemana
hasta 1818, habiendo cumplido 48 años. Y lo hizo, precisamente para hacerse
cargo de la catedra de Fichte, su vecino de eternidad, que había fallecido en
1814. La universidad había sido fundada en 1810 por Wilhelm von Humboldt y
Fichte se hizo cargo de la metafísica, siendo además nombrado rector al año
siguiente. Pero su prematura muerte a los 51 años puso en marcha la búsqueda de
un digno sucesor. Hegel sería ese hombre que, por cierto, también acabaría
convirtiéndose en rector entre 1829 y 1830. Por su parte, Schinkel había nacido
en Neuruppin, un pueblecito situado a poco más de setenta kilómetros al
noroeste de Berlín. Perdió a su padre de niño y su madre decidió trasladarse a
la capital para que sus hijos pudieran formarse convenientemente. Corría el año
1794, de manera que con 13 años Schinkel se convirtió en berlinés y se orientó
hacia artes para las que estaba muy bien dotado, particularmente para el dibujo,
la pintura y, sobre todo, la arquitectura.
Arriba, “Veduta di Roma da mia locanda in Monte Pinso
presso la chiesa di St. Trinita dell Monte”, dibujo de Schinkel realizado
durante su estancia en Roma de 1803 y 1804. Debajo, “La catedral gótica”, pintura
de Schinkel realizada en 1813.
Algunas de
las discusiones más acaloradas entre los espectros (suponiendo que este
adjetivo fuera válido en las circunstancias en que se encontraban) tenían como
contenido la crítica de la obra del otro. Aunque Hegel no era arquitecto, había
escrito sobre estética y la compañía de Schinkel había supuesto un gran
aprendizaje que le había proporcionado criterios suficientes para ejercer la
crítica arquitectónica. Algo parecido le sucedía Schinkel, no era filósofo,
pero tanto debate con Hegel le había entrenado para enfrascarse en reflexiones
profundas.
Los dos
espectros conocían bien las circunstancias vitales del otro. Se las habían relatado
muchas veces durante sus paseos nocturnos y no solían ser tema de conversación.
Preferían charlar de arte y arquitectura, de ética y estética, así como de
metafísica, ya que su estado espiritual les daba mucho conocimiento de causa.
Pero, sobre todo, hablaban de Berlín.
La dialéctica
era uno de sus temas recurrentes, aunque cada uno le daba un matiz propio.
Hegel estaba en su salsa ya que en vida había recuperado y redefinido el
contenido de esa antigua palabra hasta convertirla en método de trabajo y
argumento explicativo de la realidad. Disfrutaba planteando tesis y antítesis
para elaborar síntesis. Y Schinkel, también operaba con dualidades
contradictorias, aunque de otra manera, y no solo por su eterna duda entre ser
pintor o arquitecto, sino por su propia obra, capaz de mostrar el rigor
neoclásico más exquisito o de embarcarse en una romántica aventura gótica y,
además, hacerlo a la vez. Un ejemplo de esto era la compaginación en su mesa de
trabajo del Altes Museum, un producto sofisticado, racional y paradigma
del neoclasicismo grecorromano, en el que trabajó entre 1823 y 1830, con la
iglesia de Friedrichswerder,
un asombro neogótico de ladrillo y terracota, concebida entre 1824 y 1831. Schinkel
argumentaba que su obra era perfectamente dialéctica, pero que no había tenido
tiempo de producir la síntesis.
A la izquierda, interior de la iglesia de Friedrichswerder.
A la derecha, interior del Altes Museum (foto Johannes Laurentius)
Hegel le
seguía el juego y disfrutaba sacando a colación esa esquizofrenia artística de
la que el propio Schinkel era totalmente consciente porque en más de una
ocasión había expresado sus dudas abiertamente, como cuando presentó dos proyectos
interiores radicalmente diferentes para la iglesia de Friedrichswerder.
Hegel siempre le recordaba como un siglo después, un historiador llamado Hans
Sedlmayr le había tachado de superficial por eso. Schinkel solía replicar con humor,
diciendo que era un arquitecto dialéctico, pero al faltar la síntesis, los
estudiosos le habían etiquetado como ecléctico.
Dese luego
Hegel sonreía ante esas justificaciones de su amigo. Aunque siempre le explicaba
que para él la realidad no es estática, sino que está en transformación
permanente, en un proceso movido por las contradicciones, o sea por la afirmación
y negación de algo. Esto le otorga un carácter dialéctico y, para comprenderla,
el método de análisis debe ser necesariamente también dialéctico. No estaba
seguro de que Schinkel lo entendiera del todo. Era un artista y a veces le contestaba
diciendo que eran espectros sin cambios desde hace mucho tiempo. Y se atrevía a
decírselo a él, al gran defensor del espíritu absoluto.
Cuando se
enfrascaban en esos temas otro personaje muy mencionado era Napoleón Bonaparte.
Ambos vivieron las consecuencias de las ambiciones políticas de este personaje,
aunque desde lugares diferentes. El francés había resultado un gran
contradictorio: capaz de pasar de ser un príncipe de la paz a un emperador de
la guerra, de ser alguien que alimentó la esperanza de miles de personas que
creían en la libertad a truncar sus expectativas con comportamientos despóticos.
Hegel pensaba en sí mismo de joven, cuando ilusionado por la Revolución
francesa, había plantado con ingenuidad el árbol de la libertad junto a sus
amigos Schelling y Hölderlin. Y también en el profundo desencanto que le
produjo el terror jacobino. Quizá no se recuperó del todo e influyó esa
sensación de desamparo en su búsqueda constante de explicación al mundo.
Schinkel era más joven pero también tuvo una buena ración de desengaño. Las derrotas
contra los franceses de 1806 en Jena y Auerstädt supusieron un colapso para
Prusia. Schinkel ya era arquitecto y se quedó sin trabajo, lo cual le llevó a
fomentar su vertiente de pintor, dedicando mucho tiempo a sus cuadros, bastante
buenos por otra parte. Con la derrota de Napoleón, se iría recuperando la
normalidad y Schinkel fue nombrado jefe del departamento de obras públicas
prusiano con jurisdicción en Berlín y en el resto del territorio. Ese trabajo, así
como su papel de arquitecto de la familia real, sumados a su legendaria
capacidad de trabajo, le permitió proyectar muchos de los edificios más
importantes de aquel tiempo que favorecieron el esplendoroso florecimiento de
la todavía algo provinciana capital prusiana.
Arriba, Mausoleum (foto Manfred Brueckels). Debajo, Neue Wache (foto Jörg Zägel) |
Cuando el
espectro de Schinkel lograba alejar esas neblinas que lo entristecían se
mostraba orgulloso de que muchas de sus obras se mantuvieran (aunque alguna
hubo que reconstruirla) y que, además, las generaciones posteriores hubieran acuñado
la etiqueta “Berlin de Schinkel” para referirse a esa época de la
ciudad. También se vanagloriaba de que las pinacotecas acogieran sus pinturas o
de que la iglesia de Friedrichswerder fuera desacralizada y albergue un
museo sobre su vida y obra. Cuando el espectro de Schinkel se jactaba de eso y
se venía demasiado arriba, Hegel lo enfriaba con algo de displicencia diciéndole
que conocía poco de todo lo que le contaba porque, en su momento, dedicaba casi
todo su tiempo a la universidad. No es que no reconociera los méritos del
arquitecto, que sabía que eran muchos, pero tampoco era cuestión de que se le
subiera a las barbas a él, al filósofo que cerró la modernidad con el último
sistema que se atrevía con todo, a una de las cumbres del pensamiento
occidental de todos los tiempos. Y si se ponía muy pesado le recordaba con toda
intención que el edificio universitario berlinés era magnífico y no había sido construido
por Schinkel, sino por Johann Boumann.
La referencia
a Boumann no resultaba agradable al espectro de Schinkel, y no era por el arquitecto
ni por el edificio de la universidad, que se había construido antes de que él
naciera, entre 1748 y 1753, con una historia curiosa. En aquellos años, el rey
Federico II valoró la posibilidad de levantar en aquel solar de la Unter den
linden un palacio real, pero desistiría y sería su hermano, el príncipe
Enrique, quien aprovechó la céntrica parcela para construir su residencia,
encargándole el proyecto a Boumann. Décadas después aquel palacio sería cedido
para sede de la Universidad. Pero el malestar de Schinkel era por otro motivo.
Procedía de su experiencia con la catedral de Berlín. Boumann había sido el
autor de la catedral barroca construida entre 1747 y 1750, sustituyendo a la primera
iglesia del siglo XVI que estaba muy deteriorada. El edificio de Boumann sería
totalmente reconvertido por Schinkel en un templo neoclásico, trabajando el
interior durante los años 1816 y 1817 y el exterior entre 1820 y 1821. Pero
esta singular obra de Schinkel sería demolida en 1894 por orden del emperador
Guillermo II, tachándola de modesta, austera y poco representativa, erigiéndose
en su lugar entre 1895 y 1905 el edificio actual, un diseño neobarroco de Julius
Raschdorff. Esto todavía le escocía al espíritu de Schinkel y Hegel lo sabía.
La catedral de Berlín, arriba la desaparecida con la
imagen de Schinkel en una fotografía de 1892, debajo en una imagen de 1900 la
definitiva, proyectada por Raschdorff.
Cuando el
Hegel vivo llegó a Berlín, se instaló en Leipziger Strasse. En todas las
ciudades en las que había residido, como Jena o Heidelberg, la ubicación de su casa
respecto de la universidad determinó sus paseos cotidianos. En la capital
incorporó a su recorrido la Unter den Linden, la avenida donde estaba la
facultad y su espacio favorito de la ciudad. Le gustaba mucho caminar bajo
los tilos de aquella extraordinaria calle en la que lograba ordenar sus
pensamientos. Siempre seguía la misma rutina: salía de la universidad y se
dirigía hacia poniente hasta llegar a la puerta de Brandeburgo, que el arquitecto
Carl Gotthard Langhans había levantado entre 1788 y 1791 en un temprano neoclasicismo
inspirado en los propileos de la Acrópolis ateniense. Luego volvía sobre sus
pasos retornando hacia la universidad, pero al llegar a ella giraba hacia el
sur para adentrarse en la Plaza de la Ópera, llamada así por el edificio que la
protagonizaba, junto a la Catedral de Santa Eduvigis (Sankt-Hedwigs-Kathedrale),
que era la iglesia católica más antigua de Berlín, y la antigua biblioteca. Tiempo
después, esta plaza sería rebautizada como Bebelplatz. Siempre había
ambiente en aquel lugar, pero nada comparable con el permanente bullicio de la Gendarmenmarkt
su siguiente etapa antes de llegar a su calle. Aquella plaza era otro de los
lugares predilectos de Hegel con las dos iglesias enmarcando la soberbia Schauspielhaus
de Schinkel. Cuando cambió su casa por la de Am Kupfergraben, a
orillas del rio Spree, el ambiente y sus recorridos se modificaron. Desde su
casa veía la punta septentrional de la isla berlinesa (todavía sin los museos
que la definirían en el futuro) y tras ella los jardines de Montbijou en
la otra ribera del cauce. No cambió la rutina de pasear por la Unter den
linden, pero en la vuelta pasaba junto a la Plaza de la ópera sin entrar en
ella, y continuaba hasta el final de la avenida. Entonces cruzaba el río por el
puente del castillo, el Schloßbrücke que diseñó en 1824 su etéreo amigo
Schinkel cuando estaba vivo. Le gustaba dar una vuelta por Lustgarten, los
jardines de recreo que habían pertenecido al Palacio Real y se habían cedido a
la ciudad. Aquel extenso espacio abierto fue remodelado entre 1826 y 1829 por
Peter Joseph Lenné, para estar a la altura de los soberbios edificios que lo
escoltaban, aunque Hegel no tuvo mucho tiempo para disfrutar los jardines. Pero
sí pudo gozar de los fabulosos edificios que lo enmarcaban, particularmente el Königliches
Museum (el Museo Real, que con el tiempo sería conocido como Altes
Museum) y la catedral, que en aquella época ofrecía la imagen neoclásica proporcionada
por Schinkel. Hegel pensaba que algo de razón tendría la posteridad cuando
hablaba del Berlín de Schinkel. Por supuesto no se podía olvidar al causante
de aquel magnífico espacio: el Palacio Real que, aunque era muy antiguo, había
sido reformado en profundidad hasta proporcionarle una presencia acorde con los
tiempos. El Hegel vivo siempre lo veía en obras, pero el espectro asistió a las
muchas penurias que la posteridad tenía reservadas al edificio, incluida su
desaparición y la interminable reconstrucción. Tras dar un paseo por el parque,
el filósofo y sus pensamientos volvían a cruzar el puente para dirigirse a su casa
siguiendo la orilla del rio.
Arriba, Schauspielhaus (actualmente Konzerthaus) en la
plaza Gendarmenmarkt (foto Jörg Zägel). Debajo, Altes Museum (foto Jean-Pierre
Dalbéra)
Lo que el Hegel
mortal ya no pudo conocer fue la Bauakademie en la que Schinkel trabajó
entre 1831 y 1836. En ese edificio concebido para la enseñanza de la
arquitectura, Schinkel mostró otra de sus vertientes: su fascinación por la
tecnología que se estaba desarrollando a marchas forzadas en aquellos años.
Tenía todo el sentido didáctico incorporar en aquel edificio los avances que
las incipientes industrias estaban consiguiendo. Schinkel, que estaba abierto a
la innovación, viajó a Inglaterra en 1826 y allí analizó fábricas de muchos
tipos, astilleros, tejerías; estudió tipologías y formas inéditas; y cualquier otra
cosa que consideró de interés para su uso posterior en Prusia. La Academia sería
considerada un edificio precursor de la arquitectura moderna que vendría
después. La racionalidad de su composición modular en planta y alzado, los ritmos
y proporciones, la novedosa utilización de estructuras metálicas, así como el
peculiar uso del ladrillo, inspirarían la obra de otros arquitectos que, a
finales del siglo XIX y al otro lado del océano Atlántico, formarían la Escuela
de Chicago y revolucionarían la arquitectura.
En aquellos
años, Berlín solamente era la capital del reino de Prusia, lo cual no era poco,
pero todavía quedaba lejos de lo que llegaría a ser tras la unificación del
pueblo alemán en un solo estado. A los germanos les sucedía algo parecido que a
los helenos de la Grecia clásica. Cada uno pertenecía incondicionalmente a su polis
y la defendía a muerte cuando surgían tensiones entre las ciudades-estado, que
tantas veces acababan en guerra. Pero cuando la ocasión lo requería las
discrepancias desaparecían y se unían como un solo cuerpo. Cuando los persas
amenazaron su independencia, toda la Hélade se hermanó y liderados por Atenas lograron
rechazar ese intento de invasión y dominio de los orientales en las Guerras
Médicas. De una forma similar, también los alemanes estaban distribuidos en un
conglomerado de estados más o menos grandes y poderosos. Prusia destacaba sobre
el resto y quizá por eso acabaría encabezando la reunión germana conseguida en
1871. Otro de los estados fuertes estaba en el sur, cerca de la Stuttgart natal
de Hegel. Era el reino de Baviera, cuyo rey Luis I también sentía la llamada de
los griegos, como le ocurría a Schinkel. Justo antes de morir Hegel, aquel
primer Luis bávaro encargó a Leo von Klenze la construcción de un edificio que
había dejado boquiabierto a Schinkel. Von Klenze era casi de la edad de
Schinkel (tres años menor), aunque le sobrevivió largamente (murió en 1864 con
ochenta años). Como el berlinés, Klenze era un profundo admirador de la
antigüedad y dio muestras evidentes de ello en sus edificios. También tuvo un
papel similar al que tuvo Schinkel en Berlín, ya que fue arquitecto estatal en Múnich.
Los espectros de Hegel y Schinkel recordaban todo esto por una decepción que sufrieron
al visitar un edificio de Klenze, el Walhalla, una copia del Partenón que el
muniqués levantó junto al río Danubio cerca de Ratisbona entre 1830 y 1842. Los
dos fantasmas no salían nunca de Berlín dado su estado, pero en aquella ocasión
hicieron una excepción para confirmar ciertos rumores que les preocupaban. Tardaron
en localizar ese templo de los héroes porque la niebla que flotaba sobre el
cauce fluvial difuminaba mucho sus percepciones, pero al final lograron acceder
a ese altar para la memoria de los alemanes ilustres. La decepción fue enorme
porque las habladurías eran ciertas: ninguno de los dos estaba incluido en la
lista honorífica. No era una cuestión de vanidad, porque los espectros carecen
de ella, sino, en su opinión, de justicia. A Kant sí le habían dedicado un
busto y Hegel no entendía porque no era él quien acompañaba a Goethe en lugar
de Herder, por ejemplo. Y Schinkel no estaba de acuerdo en que solo dos
arquitectos, y muy antiguos, hubieran merecido entrar en ese olimpo que, por
otra parte, estaba repleto de músicos y pintores. Y para colmo, sólo uno estaba
representado por un busto (Erwin von Steinbach, el maestro medieval de la
Catedral de Estrasburgo) porque al otro se lo habían despachado con una placa
(al maestro Gerhard de la catedral de Colonia). Esto les ratificó en su
decisión de no salir de Berlín. Allí sí se sentían reconocidos.
La Bauakademie. Debajo, el edificio en proceso de reconstrucción,
desde la Schinkelplatz (foto Jörg Zägel)
Cada vez les
costaba más evocar como era aquel Berlín en el que vivieron. Las imágenes se
difuminaban y, aunque muchos edificios se encargaban de mantener la memoria e
incluso el trazado urbano podía sostener sus recuerdos, Berlín había sufrido
demasiados cambios y demasiados traumas. Porque la capital alemana, además de
la evolución normal de toda gran ciudad moderna, había sufrido graves destrucciones
en la Segunda Guerra Mundial, tuvo que soportar el infausto Muro de la Guerra
Fría que partió la ciudad o el denodado ímpetu edificatorio que hubo tras la
reunificación de finales del siglo XX. Todo ello complicaba las remembranzas de
los espectros, pero lo que más echaban de menos era la gente y particularmente
la de su época. Era entonces cuando Schinkel acudía a un plano antiguo de la
ciudad. Paradójicamente no era un plano alemán sino británico, que había sido
elaborado por la SDUK, Society for the Diffusion of Useful Knowledge (Sociedad
para la Difusión del Conocimiento Útil), dibujado por el arquitecto W.B. Clarke y grabado e impreso por J.
Henshall. El resultado fue publicado por la editorial Baldwin & Cradock en
1833 en Londres. El plano tenía algunos fallos y desactualizaciones, pero les
servía para su propósito. Pero como eran espectros y tenían dificultad para
manejar el papel, se veían en la obligación de acudir al museo de la ciudad
donde había un ejemplar expuesto. Schinkel siempre acababa mirando a los edificios
que estaban dibujados en la parte baja del plano. Tres de los diez que
aparecían eran suyos y entre ellos estaba su catedral desaparecida. Mirando el
plano organizaban sus excursiones y resolvían las dudas que les acechaban en
muchas ocasiones.
Su implicación
con la Bauakademie fue tal que Schinkel se trasladaría a vivir allí con
su familia en un espacioso apartamento que se diseñó. Todo eso enorgullecía al
espectro de Schinkel, pero al pensar en aquel edificio no podía evitar un sabor
agridulce (otra forma de hablar porque los fantasmas carecen de sentido del
gusto). La razón era que ese amado hijo de ladrillo sería demolido tras la Segunda
Guerra Mundial y en su lugar se levantó un anodino Ministerio de Asuntos
Exteriores de la que sería República Democrática Alemana. El consuelo para el
espectro sería que también este acabó desapareciendo y que se estaban
realizando esfuerzos por reconstruir la obra original, Además, Lenné diseñó una
plaza contigua que recibió su nombre, Schinkelplatz, albergando una
escultura con su figura. El espectro siempre disfruta viendo el aspecto que
tenía cuando era un mortal, lo cual es mérito de su escultor, el gran Friedrich
Drake que la inauguró en 1869 y que cuatro años después esculpiría la icónica y
archifamosa figura dorada que preside la Columna de la Victoria del Tiergarten
(que, por cierto, había diseñado Heinrich Strack, alumno de la Bauakademie
y que trabajó en el estudio de Schinkel, con lo cual todo volvía al principio).
Hegel también sacaba a relucir la plaza que le habían dedicado al lado de la universidad,
la Hegelplatz. Él también tenía su estatua, pero solo era un busto
esculpido por Gustav Blaeser en 1870, algo que el espectro del filósofo
justificaba diciendo que lo más memorable de su cuerpo había sido su cabeza.
Era una “foto
fija” que expresaba bastante bien el estado de la ciudad que vivieron Hegel y
Schinkel, el Berlin de Schinkel que la posteridad integraría dentro de
una etapa más amplia conocida como el Segundo Berlín. El Primer Berlín
había arrancado con la fundación de Berlín y Cölln. A estos dos
núcleos se les sumarían otros tres inicialmente autónomos, aunque contiguos (Friedrichswerder,
la tercera ciudad, y Dorotheenstadt y Friedrichstadt, cuarta y
quinta). Los cinco acabarían integrados en una única entidad en 1710, poco
después de la constitución del estado prusiano y de la confirmación de Berlín
como capital, que sirvió a los historiadores como acta fundacional de aquel Segundo
Berlín, que se prolongaría hasta la constitución del Imperio Alemán en
1871. El rango adquirido por la ciudad en aquella época impulsó la espectacular
metamorfosis dieciochesca que modeló una gran capital europea, construyéndose
algunos de los iconos de Berlín y brillando con luz propia la obra de Schinkel,
ya a comienzos de la centuria decimonónica. La ciudad mantuvo su última muralla
histórica hasta 1868, pero comenzó a desbordarse por la presión migratoria
derivada de la incipiente industrialización, que convertiría a Berlín en una extensa
urbe industrial de primer orden a finales del siglo XIX.
A la izquierda, iglesia de Friedrichswerder (foto Dieter
Brügmann). A la derecha, el monumento Kreuzberg (foto Jörg Zägel)
Para los
espectros de Hegel y Schinkel, su Berlín se limitaba a poco más que el centro
histórico, la Unter den linden y alguna de las plazas que gravitan cerca
de la gran avenida. Allí tenían todo lo que recordaban. De hecho, el cementerio
de Dorotheenstädt estaba ya un poco apartado del Berlín que gustaban
evocar y que nunca abandonarían. Su Berlín.
Pero eso
todavía no había sucedido en el plano de Clarke y Henshall, que presentaba con
suficiente precisión aquel Berlin recordado por Hegel y Schinkel. Por el norte
y el este se fueron consolidando barrios apoyados en las puertas de la muralla
(Spandauer Tor, Königstor y Stralauer Tor); por el sur se
prolongó Friedrichstadt y surgió Cöpernicker Vorstadt luego
llamado Luisenstadt, un barrio muy vinculado al canal que se construyó
entre 1848 y 1852 según los planos de Lenné, y que más tarde parte formaría
parte de Kreuzberg. Pero los espectros no frecuentaban mucho esos
barrios. Hegel nunca se alejó mucho de su radio habitual de acción, pero
Schinkel, por su profesión tuvo que visitar muchos lugares y construir en otros
tantos. Pero ahora, en su condición de espectro tampoco salía del meollo
berlinés. Le daba cierta pereza incluso acercarse a ver el monumento Kreuzberg
(Nationaldenkmal auf dem Kreuzberg) que había levantado en 1821 o el palacio
de verano que rediseñó en 1825 para el príncipe Carl (Schloss Glienicke)
en el suroeste berlinés, cerca de la frontera con Potsdam.
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