Washington y Nueva York se miran de reojo.
Washington es la capital de los Estados Unidos, pero, para muchos, Nueva York
es la capital oficiosa del mundo. Son dos ciudades muy distintas, cuyos
contrastes radicales resultan muy reveladores acerca de sus respectivas
identidades.
El primer Plan de Washington se preparó en 1791 y,
veinte años después, en 1811, el denominado Plan de los commissioners fijaba el trazado de la ampliación de Nueva York. En
esas dos décadas se pasó desde una de las muestras más acabadas del urbanismo
clasicista, pletórico de gestualidad y simbolismo, hasta una de las primeras
manifestaciones del urbanismo moderno, donde la eficacia y la seriación se
convirtieron en criterios fundamentales. Paradójicamente, la recién nacida Washington se refugió en el pasado revistiéndose de
clasicismo, mientras que Nueva York, una de las ciudades más antiguas de
Norteamérica, apostó por el futuro, promoviendo la modernidad. Pero estas
no son sus únicas contradicciones internas, ni agotan tampoco las diferencias
entre ellas.
Washington y Nueva York se miran de reojo.
Washington es la capital de los Estados Unidos, pero, para muchos, Nueva York
es la capital oficiosa del mundo. Son dos ciudades muy distintas, cuyos
contrastes radicales resultan muy reveladores acerca de sus respectivas
identidades.
El primer Plan de Washington se preparó en 1791 y,
veinte años después, en 1811, el denominado Plan de los commissioners fijaba el trazado de la ampliación de Nueva York. A
través de sus respectivos trazados, Washington
miró hacia atrás mientras que Nueva York lo hizo hacia adelante. En esas
dos décadas se pasó desde una de las muestras más acabadas del urbanismo clasicista,
pletórico de gestualidad y simbolismo, hasta una de las primeras
manifestaciones del urbanismo moderno, donde la eficacia y la seriación se
convirtieron en criterios fundamentales. Paradójicamente, la recién fundada Washington se refugió en el pasado revistiéndose de
clasicismo, mientras que Nueva York, una de las ciudades más antiguas de
Norteamérica, apostó por el futuro, promoviendo la modernidad.
Así, Washington
nació “vieja”, en una contradicción provocada por la búsqueda de la legitimidad
de la imagen del poder consolidada en la mente de los ciudadanos (hecho que le
llevaría a caer en otras incoherencias políticas). Por su parte, Nueva York fue una “veterana rejuvenecida”
que apuntó a la modernidad conjugando la discordancia entre un diseño rígido en
el plano con la libertad total en la tercera dimensión.
Desde luego, las dos ciudades tienen en común el
hecho de contar con una base reticular, pero cada una realizó un tratamiento particular.
En Washington se superpusieron a ella otras
tramas que llenan la ciudad de peculiaridades formales, hábilmente
resueltas en la mayoría de los casos; en cambio, en Nueva York, el nuevo trazado urbano de Manhattan no admitió excepciones
(salvo en algunos pocos casos, como los provocados por la preexistente Broadway). Ya en el
siglo XX, las dos ciudades, que estaban sufrieron problemas derivados de estos
planteamientos, acometieron una reflexión urbana para superarlos. Los
resultados también fueron diversos puesto que, como veremos, Washington se reafirmó (con el McMillan Plan) mientras que Nueva York rectificó (con la Ley de
Zonificación de 1916).
Pero estas no son sus únicas contradicciones
internas, ni agotan tampoco las diferencias entre ellas. Hay otros muchos
contrastes entre las dos ciudades, que analizaremos en otro momento. Como que Washington es la ciudad política, la de
la diplomacia sibilina y maquiavélica donde reina el matiz y lo sutil, las
segundas lecturas y los sobreentendidos. Algo que curiosamente se refleja en su
propia planificación urbana, con su sorprendente, variado y complejo juego de
soluciones que conviven forzosamente. Frente a la ciudad institucional, Nueva York es el reino de la economía (ni
siquiera es la capital de su propio estado). Es la ciudad del dinero, de lo directo
y explícito, ofreciendo las bases requeridas por el mundo de los negocios: unas
reglas claras para que cada empresario sepa a qué atenerse, pero sin impedir el
desarrollo propio de cada uno. La ciudad expresó esto con su trama repetitiva,
casi industrial, y otorgando libertad absoluta a los promotores de cada solar.
Esto también se evidencia en la forma de ambas
ciudades. Washington es una ciudad de
alturas bajas en la que se potencian los edificios más simbólicos del poder,
como el Capitolio. Por el contrario, Nueva
York es una ciudad de alturas desmedidas, donde los rascacielos (de oficinas, y
también residenciales) habilitan una “jungla” indiferenciable.
1791-1811: del clasicismo y la jerarquía (WDC) a la modernidad y la
libertad (NYC)
Washington tuvo
un nacimiento muy particular. La conflictiva y delicada selección
de su ubicación o la peculiar delimitación de su territorio (el Distrito Columbia, D.C.) respondieron a
la responsabilidad de crear una ciudad especial. Desde luego, era una fundación
urbana singular porque iba a ser la capital de los recién constituidos Estados
Unidos de América, un país nacido con grandes expectativas. Ya tratamos este
tema en un artículo de este blog (Así nació Washington)
y a él nos remitimos para profundizar en esas cuestiones.
Como no podía ser de otra manera, su diseño concreto
provocó no pocas discusiones hasta que se confirmó el llamado Plan L’Enfant de 1791.
Las controversias tampoco acabarían con su aprobación ya que después hubo
versiones que matizaron muchos detalles. Pero al margen de esos ajustes, con
este plan, Washington arrastraría un “pecado original”, una paradoja doble que determinaría
parte de su identidad: ser una ciudad
nueva con apariencia antigua y, además, que manifestaba una incoherencia política
mayúscula.
El Plan L’Enfant de 1791 para Washington, en la versión
de Andrew Ellicot.
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La primera cuestión corresponde a su trazado. Este se
inspiró en las estructuras urbanas del barroco europeo, desarrollando una trama
reticular que sigue la orientación norte-sur y sobre la que se superponen otras
oblicuas que abren diagonales en ella. El resultado fue un prodigioso ejercicio
geométrico que culminaba los logros del clasicismo. Pero las sociedades
occidentales avanzadas estaban asistiendo a cambios trascendentales (desde la
Revolución Industrial a las Revoluciones sociales) que afectarían radicalmente a
la forma de entender la ciudad. La “ciudad moderna” estaba a punto de nacer y
por eso, Washington fue un magistral
ejercicio de anacronismo.
Pero había más. La ciudad nació para representar al
país que se declaraba adalid de la democracia y de la igualdad entre los seres
humanos. Los Estados Unidos manifestaban su decidida apuesta por el mañana y
por eso su capital debía ser una ciudad que hiciera sentir a sus residentes (y
a sus visitantes) esa elevada misión que tenía encomendada: ser el estandarte de
los nuevos tiempos que llegaban; y, además, que ellos, los ciudadanos, eran los
protagonistas de su futuro. Sorprendentemente, Washington fue diseñada con un
trazado no igualitario sino diferencial, que seguía procedimientos sofisticados
y dictados por la élite, con grandilocuentes gestos compositivos que marcaban
posiciones jerárquicas muy dominantes. Esa fue la segunda parte de su
discordancia original, porque Washington
mostraba con rotundidad la presencia del poder, de la clase dirigente, frente a
la intención declarada de expresar la preeminencia de los ciudadanos.
Curiosamente, Nueva
York se situó en las antípodas de Washington, aunque tampoco se libró de algún
contrasentido. En este caso no fueron “pecados originales” porque Nueva York había
sido fundada en 1624 como colonia holandesa y eso la convertía en una de las
ciudades más antiguas de Norteamérica. En 1664 pasaría al dominio de los
ingleses, llegando a ser una de las urbes principales de las colonias
británicas y de los posteriores Estados Unidos de América.
La ciudad, que surgió con modestia en la punta
meridional de Manhattan, sorprendió al mundo con un ambicioso (y gigantesco) plan
de crecimiento, el Plan de los commissioners,
que proponía una retícula que se extendería por toda la isla (ver Nueva York. El plan de 1811).
En ese momento, Nueva York también ofreció una
paradoja en Manhattan (que hasta entonces eran lo mismo), puesto que la ciudad antigua mutó en una urbe nueva,
hasta el punto de que los trazados originales quedarían arrinconados por el
extraordinario ímpetu de la repetitiva trama moderna. Y, al mismo tiempo,
superando la rigidez del trazado, abrazaría
con fervor las nuevas ideas del laissez
faire.
A la izquierda, el Plan de Manhattan de los
commissioners, aprobado en 1811. A la derecha su estado de realización hacia
1850 (la aparición de Central Park es el cambio más notable).
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La trama ortogonal no era una novedad. Se había
utilizado con asiduidad desde muchos siglos atrás (en ciudades griegas,
romanas, chinas, o en las colonizaciones españolas de diversas épocas, por
citar algunos ejemplos). Pero la intención en Nueva York era diferente. No
había direcciones privilegiadas, ni nodos referenciales, tampoco componentes
simbólicos o exotéricos, solamente una trama seriada que se repetía hasta casi
el infinito. Los commissioners habían
propuesto un plan sin jerarquía, que disponía manzanas paralelas con forma de rectángulos
alargados buscando el máximo aprovechamiento del terreno y garantizando con
eficacia la rápida accesibilidad a los muelles portuarios situados en las
orillas de la isla. Esta ausencia de criterios estéticos, que anunciaba las
primeras formulas industriales, y la carencia de órdenes preestablecidos, que
evidenciaba la descomposición del antiguo régimen, eran signos de una
modernidad incuestionable. La vieja Nueva
York se reinventó en una urbe adelantada a su tiempo.
Pero paradójicamente, la rigidez de la trama urbana
de Manhattan era más aparente que real porque se abría a una libertad casi
ilimitada. De hecho, lo que realmente
resultó innovador en el planteamiento de Manhattan fue dejar, conscientemente,
libertad para la tercera dimensión. Las ciudades antiguas no se preocuparon
por acotar la altura, por el mero hecho de que la tecnología no permitía
grandes elevaciones que pudieran ser preocupantes. Pero en aquel Nueva York del
siglo XIX la cosa cambiaría, sobre todo desde que en Chicago se alumbró una
nueva tipología arquitectónica llamada a encarnar los nuevos tiempos: los rascacielos. Las innovaciones que
aportó la Primera Escuela de Chicago,
como fueron las estructuras de acero, las fachadas no portantes, los ascensores
e incluso las potencias obtenidas con las máquinas de bombeo, abrieron una
carrera hacia la altura de las edificaciones que parecía no tener límite.
El futuro había llegado y los nuevos edificios eran
manifiestos construidos de la modernidad. Nueva York hizo de los rascacielos el
orgulloso emblema de la ciudad, facilitando su construcción, eliminando
cualquier traba burocrática que pudiera frenarlos. Pero este laissez faire acabaría pasando factura.
1901-1916: entre la insistencia (WDC) y la rectificación (NYC)
A principios del siglo XX, las dos ciudades
volvieron a sorprender. Washington concluía su primer siglo de vida mientras
que Nueva York se acercaba a la celebración de su tricentésimo aniversario,
aunque el gran trazado reticular de Manhattan acabara de cumplir su primera
centuria. En ambos casos se tuvo la necesidad de acometer una reflexión urbana
a la vista de los resultados obtenidos.
Comenzó Washington, porque en 1901, no había logrado
consolidar sus espacios urbanos más significativos. La aplicación del Plan L’Enfant había tenido muchos
problemas: con el rio Potomac, que se desbordó en varias ocasiones y modificó
parte de su rumbo; con el drenaje de la ciudad; con el ajuste topográfico de
los puntos críticos del proyecto; e incluso con los planteamientos generales de
L’Enfant (más abiertos de lo que a priori parecía). El debate realizado para superar esa situación desembocó en la
insistencia y profundización sobre las intenciones originales.
En ese año, la capital puso en marcha una revisión
sobre sus áreas centrales que se concretaría en el llamado McMillan Plan.
Este plan fue una regresión que
intentaba recomponer el centro de la ciudad con los criterios conservadores del
movimiento City Beautiful (Ciudad
Bella), herederos de la composición monumental clásica. Era un ejercicio de
continuidad histórica respecto a los criterios fundacionales de la ciudad, que se
obstinaba en alejarse de las ideas que estaban emergiendo en las vanguardias
urbanas. Así, los diseños concretos se articulaban para reforzar la
monumentalidad del conjunto, con grandes ejes potenciados por largas
alineaciones arboladas y que se cerraban con espectaculares fondos de
perspectiva (edificios, esculturas u obeliscos). También la arquitectura contribuiría
a magnificar el efecto escenográfico gracias a detalladas normativas para su
disposición y volumetría.
Planta del Mall de Washington según el diseño del
McMillan Plan.
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El movimiento de la City Beautiful había tenido su primera gran muestra en la
Exposición Universal de Chicago celebrada en 1893, pero el carácter provisional
de esta hizo que el testigo de su testimonio fuera recogido por la remodelación
del centro de Washington realizada por el McMillan
Plan. El movimiento buscaba expresarse en ejemplos reales y el reafirmado espíritu
monumental y teatral del clasicismo que se ofrecía en el Mall de la capital
estadounidense supondría un espaldarazo para su desarrollo. Con ese impulso, a
pesar de la fallida reestructuración de Chicago propuesta por Daniel Burnham en
1909, se levantarían ejemplos tan espectaculares como la Nueva Delhi
de sir Edwin Lutyens (1911) o la Canberra de Walter Burley Griffin
(1912).
Perspectiva del McMillan Plan de 1901 para Washington
mostrando el diseño que seguía los criterios de la City Beautiful.
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Por su parte, la reflexión urbana de Nueva York le llevó a la rectificación.
La ciudad, el reino del laissez faire,
estaba padeciendo las consecuencias de la libertad absoluta para edificar sobre
las manzanas de Manhattan. El incremento continuado de la altura de los edificios,
ajena a cualquier tipo de restricción, con el único límite de lo estrictamente
tecnológico, estaba poniendo en riesgo la calidad ambiental de las calles de la
ciudad. La luz del sol no llegaba hasta el espacio urbano, con muchas zonas que
se encontraban en sombra permanente, y el aire purificador ya casi no podía
fluir entre las gigantescas moles.
La construcción en 1915 del Equitable Building (un rascacielos de 38 plantas situado en 120 Broadway) fue la gota que colmó el
vaso. Las señales de alarma saltaron ante eventuales problemas de salud pública
derivados de la extrema densificación y se reclamó una solución de emergencia. La decisión fue tomada a pesar de la
contracción que suponía para el paraíso del laissez
faire: se restringiría la altura de los edificios. No obstante, la
reglamentación buscó un acuerdo de compromiso en el que se fijaron una serie de
condiciones volumétricas que aparentemente no restringían la altura pero que,
en el fondo, suponían el establecimiento sutil de límites a la misma (obligando
a retranqueos y escalonamientos a partir de determinados porcentajes de tamaño
y dependiendo de las anchuras de calles y avenidas). Ese fue el espíritu de la Ley de Zonificación de 1916 (1916 Zoning Resolution), un conjunto de regulaciones que, con ánimo progresista, intentaban conjugar
mínimamente el bien común con los intereses de los promotores inmobiliarios.
Pero la ley de 1916, además de controlar la altura, también reguló los usos
arquitectónicos estableciendo tres áreas (residencial, negocios y sin
restricciones) con sus particularidades para la implantación de los edificios.
Esquemas y explicaciones sobre la definición de la Ley
de Zonificación de 1916. Arriba, acerca del cálculo de las alturas. Debajo sobre
la zonificación en función del uso.
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Las posibilidades volumétricas que se deducían de su
aplicación fueron visualizadas por Hugh Ferris, un dibujante que alcanzó mucho
reconocimiento por la serie de estudios que realizó sobre las diferentes
opciones que permitía la norma, describiendo gráficamente alternativas viables
para alcanzar el máximo aprovechamiento de cada parcela. Aquellos dibujos,
publicados en 1922, se convirtieron en la “biblia” de los nuevos constructores
y arquitectos.
Los dibujos sobre alternativas viables a partir de los
criterios de la ordenanza de 1916 convirtieron a Hugh Ferriss en un dibujante
muy conocido e influyente.
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Los rascacielos levantados a partir de entonces
serían consecuencia de esta norma. Si el Plan de los commissioners determinó la planta en dos dimensiones de Manhattan,
la ley de 1916 establecería la tridimensionalidad de la ciudad al fijar una
“envolvente” para los edificios. La imagen de los rascacielos como “zigurats”
se convertiría en característica de Nueva York, ya que durante los años en las
que fue aplicada se levantarían buena parte de los edificios más representativos
de la “ciudad de los rascacielos”. En las décadas de 1920 y 1930, la particular
ordenanza sería interpretada y representada desde el estilo art-decó.
Con la aplicación de la ley de 1916 los rascacielos
comenzaron a parecer “zigurats” proporcionando una imagen muy característica de
la ciudad de entreguerras.
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Después de la Segunda Guerra
Mundial se adoptaría la estética del “estilo internacional” que puso en
evidencia alguno de los inconvenientes de la aplicación de la nueva ley (como
la colmatación absoluta de los solares) pero también abrió una puerta a la
esperanza.
Hubo dos edificios de este nuevo estilo, casi
enfrentados en su ubicación y particularmente icónicos, cuyo ejemplo sirvió de
base para revisar la estrategia reglamentaria: la Lever House levantada
entre 1951 y 1952 en 390 Park Avenue,
según proyecto de Skidmore, Owings & Merrill; y el Seagram Building de
Ludwig Mies van der Rohe (con quien colaboró Philip Johnson), construido entre
1954 y 1958 en 375 Park Avenue. La Lever House ocupó el 25% de su solar (hecho que le permitía evitar
los escalonamientos obligados por la ley de 1916) y concentró su edificabilidad
en un gran paralelepípedo de vidrio, habilitando el resto de la parcela como una
plaza-patio abierta al público. Por su parte, con un criterio similar, el Seagram también planteó una plaza previa
al dar el edificio un “paso atrás” respecto de la alineación oficial (que
también cumplía otro objetivo, ya que el retranqueo potenció su imagen y realzó
su singularidad respecto a las edificaciones contiguas).
Con esa inspiración, la reglamentación fue
modificada en 1961, cambiando los términos de cálculo para fomentar la
aparición de espacios públicos que aliviaran la presión que sufrían las calles.
Dejo de hablarse de escalonamientos y porcentajes para pasar a hacerlo de un
nuevo concepto: la Floor Area Ratio (FAR), o sea, el parámetro de edificabilidad (superficie construida respecto a la
superficie total del solar). Por ejemplo, una ratio de 2 permitiría construir
un edificio dos plantas ocupando todo el solar, de cuatro plantas en la mitad
del solar, de ocho plantas en la cuarta parte del terreno y así sucesivamente.
Con esto se favorecía el nuevo objetivo: esponjar las manzanas y,
eventualmente, conseguir espacio urbano abierto al público. Porque si los
promotores de los rascacielos planteaban un espacio cedido al uso público junto
a sus edificios obtenían una bonificación de superficie construible. En
cualquier caso, las ratios propuestas eran menores de las que hubieran
necesitado casos anteriores a esta norma. Como ejemplo puede citarse el Empire State Building, que hubiera requerido
una FAR de 26 para albergar sus 208.879 metros cuadrados dentro de un solar de
7.930 metros cuadrados (130 x 61 metros)
La resolución de 1961 no sería la ordenanza
urbanística definitiva de Manhattan, porque desde el Departamento de
Planificación de la ciudad (NYC
Department of City Planning) siguieron evolucionando las normas (con nuevas
zonificaciones y criterios regulatorios, e incluso con trasvases de
edificabilidad entre manzanas) para intentar conjugar los requisitos de los
inversores con las necesidades de los ciudadanos.
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