El doble símbolo de Bélgica, el león flamenco y el
gallo valón, escenifica el conflicto de identidad del país.
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Hay quienes
ven en Bélgica una identidad incierta, extraviada por las influencias
francesas, holandesas o alemanas. Pero otros creen lo contrario, interpretando
que Bélgica y Bruselas, su capital, expresan con inusitada nitidez la esencia
de la nueva Europa, un continente multifacético, donde confluyen culturas muy
diversas, procedentes también de otras partes del mundo.
A lo largo de
la historia el territorio belga ha sido escenario de disputas entre grandes
fuerzas europeas, siendo obligado a bascular entre posiciones antagónicas. Su
capital, Bruselas ha reflejado esas tensiones y los deseos de superarlas. Esa
búsqueda incesante de un equilibrio tan delicado, crearía una vocación de
mediación y consenso, que potenciaría
la estratégica posición de la ciudad y le permitiría convertirse en la “capital
oficiosa” de la Unión Europea.
Bruselas es una amalgama cultural,
lingüística, geográfica, social, religiosa, con fuertes tendencias “bipolares”,
entre valones y flamencos, a los que se une, en la actualidad, una importante
población musulmana. Nos
aproximamos a las circunstancias históricas de ese territorio y a la evolución
de su capital desde la creación de Bélgica en 1830, con el objetivo de comprender
un poco mejor sus conflictos identitarios.
Los
territorios de frontera siempre reciben influencia de los ámbitos que separan,
y en ocasiones tienen dificultades para expresar una personalidad propia. Pero
también hay casos, en los que ese papel limítrofe refuerza el sentimiento de
pertenencia de sus habitantes y es capaz de generar identidades rotundas que se
reivindican con fuerza frente a los vecinos, por lo general más poderosos.
Algo de esto ha
sucedido en el territorio belga, una región que los romanos convirtieron en una
frontera y que desde entonces sería el escenario de disputas seculares. Su
estratégico valor posicional, privilegiado para el comercio, o la abundancia de
recursos naturales, hicieron prosperar a la región, pero también la
convirtieron en un lugar codiciado por todas las potencias europeas,
especialmente por las limítrofes. Los rivales que pelearían por ella irían
cambiando, por ejemplo, los romanos y los “bárbaros” del norte, los francos
orientales y los francos occidentales, o los católicos españoles y los
protestantes holandeses. En consecuencia, la región se vería sometida a
diferentes estados hasta que, finalmente, en 1830, lograría emanciparse
definitivamente con la creación del Reino de Bélgica, en el que se reunirían
dos pueblos muy diferentes, los flamencos y los valones. Con este bagaje
histórico se puede intuir la existencia de problemas idiosincráticos. De hecho,
en la actualidad, Bélgica mantiene su
“esquizofrenia” identitaria original, que se refleja lingüísticamente,
geográficamente y también socioeconómicamente, como veremos más adelante. Y
Bruselas, su capital, se hace eco de ello, apareciendo como una amalgama
multifacética con fuertes tendencias “bipolares”, entre valones y flamencos, a
los que se une, en la actualidad, una importante población musulmana.
Nos
aproximamos a las circunstancias históricas de ese territorio y a la evolución
de su capital, desde la creación de Bélgica, con el objetivo de comprender un
poco mejor sus conflictos de identidad.
El territorio belga,
un escenario de disputas seculares.
En la
antigüedad, el amplio territorio situado entre el Mar Mediterráneo y el Océano
Atlántico, delimitado por los Pirineos, los Alpes y el rio Rin (aproximadamente
las actuales Francia y Bélgica), estuvo habitado por un conjunto de pueblos al que los romanos denominaban galos y al
que los griegos se habían referido como celtas.
Realmente,
los romanos ya dominaban desde hacía tiempo la región que iba desde los Alpes a
los Pirineos acompañando a la costa mediterránea, constituida como una
Provincia con el nombre de Gallia
Narbonensis (por su capital Narbona). Pero, el resto, era un territorio casi
desconocido al que llamaban vagamente Gallia
Comata (Galia Melenuda, por las largas cabelleras de sus pobladores).
Pero esa
extensa región acabaría siendo incorporada
al Imperio Romano tras las campañas dirigidas por Julio César entre los años
58 y 51 a.C., las conocidas como Guerras de las Galias. El propio Julio César
describió, en líneas muy generales, los pueblos conquistados agrupándolos en
tres “familias” que sirvieron de base para la organización territorial que
efectuaría Augusto en el año 27 a.C. Así se definieron tres regiones: en el
suroeste, entre los Pirineos y el rio Garona (aunque acabaría ampliando sus
límites hasta el Loira), la Gallia
Aquitania, con capital en Burdeos; en el centro, entre el rio Garona (más
tarde, como decimos, el Loira) y los cauces del Sena y del Marne, la Gallia Lugdunensis o Gallia Céltica, gobernada desde Lyon; y
finalmente, en el norte, desde esos ríos hasta la frontera del Imperio (el limes) que marcaba el rio Rin, la Gallia
Belgica, que sería dirigida desde Reims.
Los problemas
en la frontera del Rin acabarían recomendando la creación de dos provincias
especiales, de fuerte militarización, que serían segregadas de la Gallia Belgica: la Germania Inferior y la Germania
Superior. Todavía habría una división más, ya que Diocleciano, en el año
297, dividiría la Gallia Belgica en
dos: la Belgica Prima al sur y la Belgica Secunda al norte (la Bélgica
actual ocupa parte de la Belgica Secunda y
de la Germania Inferior).
La estrategia
de contención romana daría resultado durante un tiempo, pero no lograría impedir
las invasiones bárbaras que procedían del otro lado del Rin y acabarían por
hacer caer el Imperio. La Galia sería
sometida por el pueblo franco, un pueblo germánico procedente de la Baja
Renania, que se había instalado desde mediados del siglo IV en la Belgica Secunda como foederati de los romanos. Fueron
gobernados por la dinastía merovingia desde mediados del siglo V y tras la
caída del imperio, irían ampliando su territorio hacia el sur, enfrentándose a
los visigodos, otro pueblo de más allá del Rin, a los que “empujaron” al sur de
los Pirineos, hacia la Península Ibérica. La dinastía merovingia sería
sustituida por la carolingia cuando, en el año 751, Pipino el Breve, que
ejercía como Mayordomo de Palacio, logró destronar al último monarca merovingio
y se proclamó nuevo rey de los francos. Su hijo Carlomagno extendería
considerablemente el reino y lo transformaría en el Imperio Carolingio. Pero su duración sería breve porque,
tras la muerte de su hijo Luis el Piadoso, el Tratado de Verdún del año 843
segregaría el Imperio en tres partes asignadas a los tres nietos de Carlomagno
(Lotario I gobernaría la zona central, denominada Lotaringia; Luis el Germánico el lado oriental que acabaría
convertido en el Sacro Imperio Romano Germánico; y Carlos el Calvo en el sector
occidental, embrión del reino de Francia).
Lotaringia
tendría un futuro complicado ya que tras la muerte de Lotario II, hijo del
primer Lotario, el territorio sería disputado y finalmente dividido entre la Francia Orientalis y la Francia Occidentalis. Su existencia no
sería restituida hasta que, en 928, Enrique I, el Pajarero, rey de los francos
orientales, creó el Ducado de Lotaringia,
que sería dividido en dos, por Bruno I de Colonia en el año 959, quedando al
sur, las tierras altas, el Ducado de la Alta-Lotaringia (que acabaría
convirtiéndose en el Ducado de Lorena) y al norte, las tierras bajas costeras,
el Ducado de la Baja-Lotaringia (que iría descomponiéndose en diferentes
ducados, siendo el Ducado de Brabante,
constituido oficialmente en 1183, uno de los más relevantes).
En 1384,
Brabante se integró en el Ducado de Borgoña, uno de los estados importantes de
la Europa medieval (que existió entre el año 880 y 1482, momento en el que
sería desmembrado quedando sus tierras originales anexionadas a Francia mientras
que los territorios septentrionales pasaron al dominio de los Habsburgo).
Cuando en 1516, el joven Carlos de Habsburgo, que era Duque de Brabante, fue
designado rey de España como Carlos I, la región quedó incorporada al Imperio
Español (cuyas posesiones se ampliaron en 1520 al ser proclamado emperador
Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico). Entonces se formalizó una entidad
dependiente de la monarquía hispánica que agrupaba a las denominadas Diecisiete
Provincias (que integraba aproximadamente la región conocida
actualmente como Benelux). En 1568
comenzaría la rebelión que originó la Guerra de los Ochenta Años (o Guerra de
Flandes) entre las Diecisiete Provincias
y España, que acabó con la independencia de las provincias del norte (las
denominadas Provincias Unidas
lideradas por Holanda). Los territorios meridionales (aproximadamente la zona
belga) continuaron integrados en España con el nombre de Países Bajos del Sur y
con capital en Bruselas.
Mapa con la distribución de las Diecisiete Provincias y
su evolución entre mediados del siglo XVI y XVII.
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Con el
Tratado de Utrecht de 1713, que dio fin a la Guerra de Sucesión española, la
soberanía de los Países Bajos del Sur
pasó a Austria, bajo cuyo gobierno se mantuvieron hasta 1795, fecha en la que,
junto al Principado de Lieja (autónomo hasta entonces), serían anexionados al
Imperio Francés de Napoleón Bonaparte. Pero tras la derrota del emperador galo,
el Congreso de Viena de 1815 asignaría esos territorios a sus vecinos
holandeses creando un nuevo estado: el Reino Unido de los Países Bajos, que
también tendría una vida efímera, ya que en 1830 estallaría la Revolución belga.
En esta sublevación, Flandes y Valonia reivindicaban su independencia respecto
del norte holandés, consumando su secesión con la creación conjunta del nuevo Reino de Bélgica.
Pero los
nuevos socios eran muy diferentes. Valonia
estaba situada al sur y era interior y montañosa, contando con una fuerte
influencia gala y, por lo tanto, era francófona y católica (este territorio,
además, recibiría una industrialización temprana gracias a sus abundantes
recursos minerales, particularmente la hulla). Por su parte, Flandes, agrupaba las tierras bajas del
norte, llanas y costeras, con un ascendente germánico y holandés que llevaba a
que su idioma fuera el flamenco y que se mantuvieron predominantemente
agrícolas hasta el siglo XX.
La tensión
entre valones y flamencos fue constante, y por eso, hubo una gran incertidumbre
inicial sobre el futuro del nuevo reino. Leopoldo de Sajonia-Coburg, que fue
seleccionado como monarca y reinaría con el nombre de Leopoldo I, tendría que
esforzarse para proteger el nuevo estado de las ambiciones francesas y
prusianas. No obstante, el papel de la corona sería básicamente representativo dado
que el país se dotó de una constitución muy progresista para la época,
declarando la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la separación entre
iglesia y estado, o permitiendo la libertad de reunión y pensamiento.
Mapa de la Bélgica actual con expresión de su relieve
físico y un esquema de las regiones que la componen (Valonia, Flandes y
Bruselas-Capital)
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Afortunadamente
para la cohesión belga, se inició entonces un periodo de gran prosperidad
económica que facilitó la convivencia entre flamencos y valones. Durante el
siglo XIX, Bélgica sería el país más industrializado del continente, siguiendo
la estela de Gran Bretaña. Sus minas de carbón, hierro o zinc, permitieron una
industria metalúrgica y siderúrgica que serían la avanzadilla de otras,
químicas, del vidrio o textiles, que proporcionarían gran riqueza. El comercio
y la agricultura apuntalaron un desarrollo que además se vio muy potenciado por
la explotación de los enormes recursos coloniales que dispuso Bélgica
(principalmente del Congo, en África). Se reestructuró el país con la
construcción de canales y una eficaz red ferroviaria (la primera línea del
continente unió Bruselas con Malinas en 1835), que comunicarían las principales
ciudades entre sí. Gracias a ello, Bélgica se situaría en las posiciones de
cabeza europeas.
Las dos
guerras mundiales del siglo XX y la crisis que acompañó el periodo entreguerras
golpearon a Bélgica como al resto de Europa, pero tras la finalización de la
Segunda Guerra Mundial, el país emergería de nuevo. La creación del Benelux en 1948 (iniciada como unión
aduanera entre Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo para la libre circulación
de personas, de bienes y de servicios) iniciaría una serie de procesos de
integración económica entre estados europeos (que confluirían finalmente en la
actual Unión Europea) así como alianzas militares intergubernamentales que se
concretarían en la OTAN. La prosperidad volvería a caracterizar la vida belga
desde mediados de la década de 1950, pero con la particularidad de que el peso
económico iría pasando de la parte valona a la flamenca.
Bruselas, la
transformación de la ciudad antigua y la creación de la metrópoli.
La
independencia de Bélgica marcaría un antes y un después en la evolución de
Bruselas, que se convertiría en la capital del nuevo reino. La ciudad iniciaría
entonces una serie de reformas trascendentales con el objetivo de representar el
estatus adquirido.
Pero en aquel
año 1830, Bruselas seguía circunscrita
al perímetro amurallado, aunque ya había comenzado su derribo años atrás,
por orden de Napoleón Bonaparte. Complementariamente, en su entorno, una serie
de pequeños municipios agrícolas constituían una constelación urbana alrededor
de ella.
En 1842 se
finalizó la demolición del muro (solo se conserva la Porte de Hal) y, en su lugar, se fueron construyendo,
paulatinamente, los bulevares exteriores que definen actualmente el “Pentágono” del
centro histórico de Bruselas (denominado así por la peculiar disposición de las
desaparecidas murallas). Sus aproximadamente ocho kilómetros de recorrido
envolvían una ciudad que iba a sufrir una remodelación extraordinaria. La
densidad de su trama histórica y las viejas casas unifamiliares que la
completaban irían dando paso a nuevos trazados, rectilíneos y amplios, a barrios
de vivienda plurifamiliar y a nuevos equipamientos que conformarían, a lo largo
del siglo XIX, una nueva Bruselas.
Operaciones
tempranas, como la creación del barrio que envuelve a la Place St.-Jean, producto del traslado del viejo hospital de St.-Jean, o del barrio de la Place du Béguinage junto al antiguo
mercado, comenzaron a transformar la ciudad. Complementariamente, nuevos
espacios comerciales como las galerías Saint-Hubert
abiertas en 1846 según el diseño del arquitecto Jean-Pierre Cluysenaar, o la
construcción de las dos estaciones ferroviarias que se situaron exteriormente al
casco, en su frontera norte (desde 1835) y sur (desde 1840) prepararían la fase
más importante de las grandes obras de Bruselas, impulsadas por el burgomaestre
Jules Anspach, que gobernó la ciudad durante quince años (1864-1879).
El alcalde Anspach
puso en marcha una serie de
transformaciones urbanas radicales que siguieron el modelo establecido por el
Barón Haussmann en París. Así, entre 1868 y 1871, se abrieron los bulevares
interiores, que enlazarían directamente las estaciones ferroviarias
norte y sur, aprovechando, en parte, el cauce del rio Senne, que sería soterrado. El nuevo eje, de más de dos kilómetros
de longitud y de unos veinticinco metros de anchura, cuenta con tres tramos,
que, desde el sur, son: Boulevard Maurice
Lemonnier, Boulevard Anspach y Boulevard Adolphe Max (bifurcado con el Boulevard Emile Jacqmain), y quedan articulados
por plazas (Place Fontainas y Place de Brouckère). También se abrió la
Place de la Bourse, en el Boulevard Anspach, junto al edificio de
la Bolsa (construido entre 1868 y 1873 según los planos del arquitecto
León-Pierre Suys). La nueva espina dorsal de la ciudad animaría la remodelación
de los barrios contiguos. Entre estas reconstrucciones urbanas destacan la que
se llevó a cabo a partir de 1871 en el barrio de Notre-Dame-des-Neiges (entre rue
Royale, rue de Louvain, rue de la Sablonnière y el bulevar
exterior) con un nuevo trazado de geometría radial centrado en la Place de la Liberté; o la que modificó
el sureste replanteando el enlace de las colinas de Coudenberg con la ciudad baja (rue
Montagne de la Cour, rue Madelaine).
Uno de los indiscutibles emblemas arquitectónicos del momento (que sería
fuertemente denostado por las vanguardias modernas de finales del siglo XIX) fue
el Palacio de Justicia, el gigantesco edificio proyectado por Joseph Poelaert,
cuya construcción, desarrollada entre 1866 y 1883, modificó todo su entorno.
La ciudad
antigua no dejaría de transformarse durante el siglo XX y, por ejemplo, su
parte noroeste, en el área de la Place
Sainte-Catherine, que había contado con varios muelles del canal Willenbroeck (que unía Bruselas con
Amberes), vio rellenar su cauce para crear un nuevo barrio (el nombre de las
calles recuerda su antiguo uso portuario). También fue muy importante la
remodelación provocada por la construcción de la Estación ferroviaria Central y
de la línea que le daba servicio uniendo las estaciones norte y sur, en parte
soterrada, originando los bulevares de
l’Empereur o de Berlaimont.
En general,
el casco histórico de Bruselas sufriría un proceso de renovación que casi haría
desaparecer su esencia antigua. De esa época dan testimonio algunos edificios
(como la catedral de Bruselas, de los Saints-Michel-et-Gudule)
y algún espacio tan extraordinario como la Grand Place que logró preservarse, pero otros muchos lugares y
trazados históricos desaparecieron bajo los intereses inmobiliarios derivados
en gran medida de los ingentes recursos obtenidos por la explotación colonial.
La delicada Grand Place de Bruselas y el gigantesco
Palais de Justice son emblemas de dos épocas de la capital belga.
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En paralelo, a
mediados del siglo, se superarían los límites de la ciudad histórica y se comenzaría
el planteamiento de ensanches exteriores.
El primero fue el Quartier Leopold, un
gran proyecto urbano comenzado en 1850, ubicado el este, en la zona alta más
allá del parque interior del “Pentágono” (el Parque de Bruselas, Parc de Bruxelles o Warandepark). Este barrio sería rematado por otro gran espacio
verde, el Parque del Cincuentenario,
construido en 1880 para celebrar el aniversario de la independencia belga. El Quartier Leopold se convertiría en un lugar
muy exitoso donde se asentarían las élites (hoy se encuentra muy transformado y
suele recibir el nombre de Quartier
Européene, el barrio europeo, caracterizado por la presencia de las sedes
de las principales instituciones de la Unión). Por el sureste, en el término de
Ixelles se consolidaría el barrio Louise, un barrio señorial vertebrado
por la Avenue Louise, Louizalaan, que sería un nuevo gran eje
urbano (curiosamente perteneciente a Bruxelles-Ville),
que comunicaba el centro con el gran Bosque de Soignes). Este ensanche albergaría alguno de los edificios
modernistas más significativos de Bruselas.
Plano de Bruselas en 1910. El “Pentágono” había sido
ampliamente excedido y los crecimientos de Bruselas se estaban produciendo en
los municipios vecinos.
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El rápido
crecimiento de Bruselas superó rápidamente sus límites municipales e invadió
los términos limítrofes. Además, esos pueblos del entorno experimentaron su
propio desarrollo. El resultado de esa doble dinámica extensiva fue la creación
de una importante aglomeración urbana continua (que hoy alcanza el millón
doscientas mil personas). Pero Bruselas
no siguió la estrategia de otras capitales, que absorbieron los municipios
del entorno convirtiéndolos en distritos administrados bajo la autoridad única
del gobierno de la ciudad principal. Los
ayuntamientos vecinos a Bruselas mantuvieron su autonomía (con la excepción
de Laeken, Neder-Over-Heembeek y Haren,
unidos en 1921 a Bruxelles-Ville) y
hoy el conjunto forma un área metropolitana conocida como Región de Bruselas-Capital, formada por diecinueve municipios que,
en su denominación francesa, son: Anderlecht,
Auderghem, Berchem-Sainte-Agathe, Bruxelles-Ville, Etterbeek, Evere, Forest,
Ganshoren, Ixelles, Jette, Koekelberg, Molenbeek-Saint-Jean, Saint-Gilles,
Saint-Josse-ten-Noode, Schaerbeek, Uccle, Watermael-Boitsfort, Woluwe-Saint-Lambert
y Woluwe-Saint-Pierre. Administrativamente, la Región de Bruselas-Capital es
una de las tres regiones en las que se
divide Bélgica, junto a Valonia y Flandes.
Con todo, la gestión de la metrópoli de Bruselas es muy
compleja. No es sencillo manejar una entidad que en realidad es un conjunto
con muchas cabezas. Salvo algunas cuestiones que son mancomunadas entre las 19
comunas (como la protección contra incendios, la recogida de basuras o el
urbanismo), cada uno de los municipios tiene sus propias normas y entra, en
muchas ocasiones, en conflicto con las demás. Es llamativo el hecho de que en
la aglomeración urbana existan seis cuerpos de policía diferentes, lo cual
dificulta mucho la coordinación y compromete la eficacia de sus resultados (como
se pudo comprobar en el caso de los atentados de marzo de 2016). De esto se
lamentaba el ministro federal de interior belga, Jan Jambon, cuando, en 2015,
decía que “Bruselas es una ciudad
relativamente pequeña, de 1,2 millones de habitantes, pero tenemos seis departamentos
de policía y 19 autoridades municipales diferentes. Nueva York tiene 11
millones de habitantes y sólo tiene un departamento de Policía" (“Brussels is a relatively small city, 1.2 million. And
yet we have six police departments. Nineteen different municipalities. New York
is a city of 11 million. How many police departments do they have? One.” Foro Político celebrado en Bruselas el 10 de
noviembre de 2015).
La “esquizofrenia” de
Bélgica y la multiculturalidad de Bruselas (identidades en conflicto).
Como hemos
visto, el territorio belga fue muy codiciado por las potencias europeas de
diferentes épocas, y sus disputas se prolongaron durante siglos determinando la
historia del lugar. En consecuencia, por allí pasaron gentes muy diversas que
dejaron su influjo, principalmente desde el ámbito francés y holandés. Estas
circunstancias acabarían generando una cultura muy particular que hibridaría esas
dos órbitas, expresando múltiples contraposiciones
que van desde lo lingüístico a lo religioso y que ocasionan una cierta
“esquizofrenia”. La independencia de Bélgica relajaría (pero no eliminaría)
esas tensiones. Por ello, uno de los rasgos constitutivos de la Bélgica del
presente, es la tirantez entre el área más proclive a Francia (Valonia) y la
que mira hacia Holanda (Flandes), que ha creado divisiones profundas. La rápida
industrialización del país a lo largo del siglo XIX atrajo a numerosos
inmigrantes procedentes de muchas partes de Europa que reforzarían la
multiculturalidad del territorio, aunque sin lograr eliminar la “bipolaridad”
belga.
La realidad lingüística belga es una de las principales
bases de la “esquizofrenia” belga.
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La “esquizofrenia” belga persiste en la actualidad alimentando deseos de
separatismo, impulsados, sobre todo, por los nacionalistas flamencos. Los datos son reveladores, porque además de
la diferencia idiomática entre el francés y el flamenco (lenguas habladas por
el 40% y el 60% de la población respectivamente) y el hecho geográfico
diferencial (Flandes es llano y con acceso al mar mientras que Valonia es
interior y tiene una buena parte montañosa), las dos “almas” belgas son también
distintas en cuanto al carácter de cada población (con muchos tópicos cruzados)
y socioeconómicamente (Flandes, que cuenta con el 60% de la población del país,
es más rica, tiene menos desempleo y sus sueldos son, en términos medios,
mayores). Por todo esto, la amenaza de escisión está siempre presente, pero sin
activarse definitivamente, quizá sujetada por la presencia de Bruselas como
elemento de cohesión.
La Bruselas histórica escenificaría físicamente
esta bipolaridad belga,
ya que la ciudad ofrecía dos zonas bien diferenciadas topográficamente: por el
este, se encontraba la “ciudad alta”, acomodada y francófona, mientras que por
el oeste aparecía la “ciudad baja”, habitada por comerciantes, artesanos y
obreros que eran mayoritariamente flamencos. Hoy, aunque, en cierto modo, esa
dinámica urbana este-oeste subsiste todavía, la realidad de la capital es más compleja (la estructura de la
región de Bruselas sigue mostrando una división, cuya frontera seguiría
aproximadamente el curso del desaparecido rio Senne, dejando una parte oriental burguesa, mientras que hacia el
oeste se extienden los barrios industriales y obreros). Actualmente, Bruselas es
una entidad administrativa autónoma enclavada en la región flamenca, aunque el
85% de sus habitantes sean francófonos, con una numerosa población flotante de
funcionarios europeos y que, en los últimos decenios, está asistiendo a cambios
sustanciales provocados por la consolidación de una importante población musulmana que está afectando a los difíciles
equilibrios belgas.
Mapa de Bruselas con la distribución de la población
musulmana en la ciudad que se encuentra fundamentalmente en el sector
occidental.
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Según los
últimos datos, en el conjunto de Bélgica, el porcentaje de población de
religión musulmana es del 6%, uno de los más altos del continente y se espera
que pueda aumentar hasta el 10% para el año 2020, pero la situación en Bruselas
es muy diferente. En la capital, el 25% de sus habitantes son musulmanes, y
aunque hay quienes no quieren aceptarlo, el islam forma parte de la realidad presente
de la ciudad. Las, aproximadamente, 300.000 personas que profesan esa religión
hacen de la capital belga la ciudad con más población islámica de Europa, hasta
el punto de ser apodada la “capital de Eurabia”. Estos nuevos belgas comenzaron
a llegar en la década de 1960 animados por las numerosas ofertas de empleo y de
un programa de “trabajadores invitados” por el gobierno belga. Pero, aunque ese
programa temporal fue cancelado en 1974, muchos de los inmigrantes (originarios
de Marruecos en un 70% y de Turquía en un 20%) permanecieron en Bélgica y
trajeron a sus familias. La población musulmana se encuentra fundamentalmente
en la parte occidental de la Región de Bruselas Capital, en municipios como Molenbeek-Saint-Jean (que en 2013
contaba con un 40% de población musulmana). El mantenimiento de su cultura y
costumbres (que van desde la construcción de mezquitas, hasta la
autoproclamación, en 2011, de un tribunal islámico en Amberes) hacen que la
convivencia genere tensiones, magnificadas en casos tan dramáticos como los
últimos atentados yihadistas en el aeropuerto y en el metro de la capital
(marzo de 2016).
Pero los
belgas, y particularmente los bruselenses, también saben hacer de la necesidad
virtud. La obligación de búsqueda del consenso para avanzar o la permanente
negociación para delimitar competencias han impregnado su carácter de un
espíritu mediador, aunque también subsistan comportamientos radicales
(nacionalistas, xenófobos, fundamentalistas, etc.) que dificultan la
convivencia en la ciudad (y en el país). Por eso, hay quienes ven en Bruselas
una identidad incierta, extraviada por las influencias múltiples. Pero otros
creen lo contrario, interpretando que la
capital belga expresa con inusitada nitidez la esencia de la nueva Europa, un
continente multifacético, donde confluyen culturas muy diversas, procedentes también
de otras partes del mundo.
Bruselas, reflejando
esa doble esencia belga, pero también representando una excepción
multicultural, ha tenido que buscar el equilibrio entre posiciones extremas. Quizá esa vocación de mediación entre
posturas enfrentadas potenció su estratégica posición y le permitió convertirse
en la “capital oficiosa” de la Unión Europea, albergando las sedes de sus
principales instituciones.
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