Durante el
siglo XIX, la sociedad industrial europea actuó drásticamente para adaptar las
ciudades heredadas a los requisitos de la modernidad. Muchas de ellas fueron
reestructuradas por medio de nuevas vías y por la sustitución de edificios e
incluso barrios enteros. Esa dinámica se incrementó vertiginosamente en el siglo
XX, especialmente a partir de la Segunda Guerra Mundial. Algunas ciudades
habían padecido destrucciones muy importantes y fueron reconstruidas con mayor
o menor seguimiento de los trazados históricos, pero hubo otras que, sin
presentar el dramatismo de las consecuencias bélicas, emprendieron
remodelaciones sustanciales (y poco respetuosas) de sus centros históricos (impulsadas,
sobre todo, por un sector inmobiliario hiperactivo, escudado en la necesidad de
desarrollo y modernización).
Bruselas se
convirtió en paradigma de esa dinámica que adulteró una parte sustancial de su
centro histórico. Su caso llegó a ser tan emblemático que generó un neologismo
urbanístico para designar esas transformaciones radicales y especulativas: la
“bruselización”. Profundizaremos en este artículo en la construcción de la
ciudad antigua de la capital belga (el denominado “pentágono”) y en las circunstancias de su metamorfosis.
La polémica de
construir sobre lo construido.
Las ciudades están sometidas a
procesos de cambio permanente. Además de los crecimientos que experimentan, también se producen transformaciones
de lo existente. Muchas de estas modificaciones son leves (como la
rehabilitación de una fachada, la aparición de nuevos locales comerciales o
reajustes en las infraestructuras), o tienen una incidencia relativa en el
entorno general (como la sustitución de algún edificio o la renovación de
espacios urbanos). Habitualmente, este tipo de variaciones son puntuales,
paulatinas y moderadas, y suelen pasar casi desapercibidas para la vida
cotidiana. Por eso, es más fácil constatarlas de forma “acumulativa”, cuando se
nos presentan, por ejemplo, al visitar una ciudad (o una zona de la misma) que
no hemos recorrido desde hace tiempo.
Pero en
ocasiones, los cambios son numerosos, sustanciales y están concentrados en el
tiempo y, por lo tanto, alcanzan una gran notoriedad. Algunas ciudades se han
visto abocadas a situaciones de este tipo por haber sufrido experiencias
traumáticas de destrucción, por ejemplo, por cuestiones bélicas o por desastres
naturales, pero otras han apostado por ambiciosos planes de remodelación enarbolando
mejoras urbanas imprescindibles (que también pueden llevar aparejados objetivos
menos confesables).
En cualquier caso,
construir sobre lo construido siempre es
un asunto polémico, y más aún cuando se enfrenta la “ciudad tradicional” con la
“ciudad moderna”. Desde las posiciones más conservadoras a las más
radicales, hay todo un elenco de propuestas de intervención que generan
intentos debates. En este artículo vamos
a fijarnos en uno de los casos extremos, el que desdeña la herencia recibida y
propone su sustitución total por otros planteamientos más “innovadores”.
Este
pensamiento no es exclusivo del siglo XX (durante el siglo XIX, la sociedad
industrial europea ya actuó drásticamente para adaptar las ciudades heredadas a
los requisitos de la modernidad y muchas de ellas fueron reestructuradas por
medio de nuevas vías y por la sustitución de edificios e incluso barrios
enteros). Pero esa dinámica se incrementó vertiginosamente en el siglo XX, especialmente
a partir de la Segunda Guerra Mundial. El
movimiento racionalista moderno prestó el fundamento teórico que despreciaba
los tejidos urbanos históricos en favor de los modelos funcionalistas. Esa
excusa fue aprovechada por el incipiente mercado inmobiliario que, especialmente
entre mediados de las décadas de 1950 y 1970, y con el beneplácito de las administraciones
públicas y los gobiernos, se lanzó a demoler, reestructurar y proponer
edificaciones nuevas sobre las ciudades antiguas. Una de las ciudades que
padeció estas circunstancias de forma más intensa fue Bruselas. La capital
belga se metamorfoseó desvirtuando muchas zonas de su centro histórico,
cuestión que la convirtió en un paradigma de ese modelo de actuación, hasta tal
punto que se alumbró una nueva palabra para designarlo: la “bruselización”. Pero más allá de
Bruselas, son muchas las ciudades que han sufrido fenómenos similares.
La palabra “bruselización” es un término peyorativo que pretende calificar unas
estrategias urbanas que favorecen la remodelación sustancial (y poco respetuosa)
de los centros históricos, impulsadas, sobre todo, por un sector
inmobiliario hiperactivo, escudado en la necesidad de desarrollo y modernización.
El resultado de
estas dinámicas suele arrojar problemas de identidad, de memoria urbana, pero
también complicaciones de escala entre los “restos” de la historia y los nuevos
edificios, dificultades de articulación de tramas entre ambos, de conexión
funcional, de continuidad espacial. Con la “bruselización”
desaparecen los entornos reconocibles y los ciudadanos se mueven por espacios
que les resultan refractarios. Puede hablarse de adulteración, ya que esta noción
significa “alterar o eliminar la calidad y pureza de una cosa añadiéndole algo
que le es ajeno o impropio” o “alterar o falsear el sentido auténtico de una
cosa o la verdad de un asunto”, aunque, en el fondo, la ciudad nunca puede
mantener esa hipotética “pureza”, porque, irremediablemente, debe evolucionar. Pero
hay diferentes alternativas de relacionarse con la historia que no deben ser
rechazadas.
El centro de Bruselas (el “´pentágono”) con sus barrios
principales e indicación de los espacios urbanos más destacados.
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Vamos a
profundizar en la construcción de la ciudad antigua de Bruselas (el denominado
“pentágono”) para ir descubriendo las
profundas transformaciones a las que fue sometido, tanto en el siglo XIX, como,
sobre todo, en el siglo XX, cuando se generó el neologismo “bruselización”.
La construcción de la Bruselas histórica: el “Pentágono”.
En el año
979, el emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, Otón II el Sanguinario,
ordenó, al entonces Conde de Brabante, la construcción de un castillo en una
pequeña isla del rio Senne, la isla
de Saint-Géry. Esa isla recibía su
nombre como homenaje al canonizado obispo de Cambrai, quien había levantado en
ella, hacia el año 580, una capilla que evolucionaría hasta convertirse en una
iglesia.
El objetivo del
emperador era controlar aquel lugar, que era un sitio estratégico donde se cruzaban dos vías de comunicación y
transporte, una fluvial y otra terrestre, muy importantes en aquella época.
La primera seguía el cauce del rio Senne,
que era navegable desde esa isla hasta el mar, a través de los diferentes
destinatarios de su caudal, comenzando por el río Dyle, luego el Rupel y
después el Escalda que desagua en el
Mar del Norte. La segunda vía era el camino que conectaba el puerto de Brujas
con el puerto fluvial de Colonia y era una de las rutas comerciales más
importantes de esa región. Así pues, la isla era una encrucijada muy valiosa porque
además permitía el cambio de medio de transporte y, por ello, destacó muy
pronto en cuestiones logísticas y comerciales.
La
estratégica posición de la isla y la protección proporcionada por el castillo
animarían la creación de un mercado, e inmediatamente, crecería a su lado una
aldea que sería el embrión de Bruselas.
La zona era bastante pantanosa y, de esta característica, derivó el nombre del
nuevo asentamiento: en neerlandés medieval broek
significaba “pantano” y sell quería
decir “ermita”, con lo que la palabra Bruselas
tendría el sentido de “ermita del pantano”.
Pero la isla
pronto resultaría insuficiente para acoger el extraordinario éxito del mercado
y de su “burgo” asociado, y comenzaron a colonizarse los terrenos circundantes.
El crecimiento de aquel núcleo inicial sumado a la conversión del condado de
Brabante en ducado y a la designación de Bruselas como su capital, elevó el
estatus de la ciudad. Las nuevas necesidades obligaron a abandonar el antiguo
castillo, trasladando la sede del poder político a una colina próxima (Coudenberg), desde cuya altura se podía
controlar más eficazmente tanto al floreciente mercado (que estaba entonces en
la zona de la Grand Place) como al asentamiento vinculado. La diferencia topográfica daría origen
a la separación del recinto urbano en dos zonas de muy distinto carácter: una
ciudad “baja”, comercial y burguesa, y una ciudad “alta”, política y noble. Corría
el año 1100 cuando se construyó ese nuevo castillo sobre la cima de la colina Coudenberg (el primero acabaría
desapareciendo y no se han encontrado restos del mismo). Esta fortaleza se
convertiría con el tiempo en el Palacio
de los Duques de Brabante, también conocido como Palais du Coudenberg.
Trazado de la primera muralla de Bruselas.
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En el siglo
XIII, la prosperidad de Bruselas recomendó el levantamiento de una primera muralla para la ciudad (un
recinto peculiar, ya que de él salía un “brazo” para integrar el palacio
ducal). Este muro, que contaba con siete puertas y cinco portillos secundarios,
quedaría pronto en desuso por el planteamiento de un segundo recinto, lo que hizo
que fuera derribado gradualmente entre los siglos XVI y XVIII, aunque se
conservarían varios restos del mismo (como la Tour de Villers, también llamada de Saint-Jacques, la Tour Noire,
o la Tour Anneessens). En aquellos
años, la ciudad iría levantando alguno de sus monumentos más importantes, como
la catedral (Cathédrale
Saints-Michel-et-Gudule) que fue comenzada en 1266, aunque no se concluiría
hasta el año 1500. También se iniciaría, en 1210, sobre una capilla existente
extramuros, la iglesia de Notre-Dame de
la Chapelle.
Catedral de Bruselas.
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Bruselas
emergería como el centro floreciente de la región, experimentando un
considerable crecimiento demográfico que desbordaría el primer perímetro
amurallado. En consecuencia, y para continuar protegiendo la ciudad, entre los
años 1356 y 1383, se construiría la segunda
(y última) muralla bruselense, cuyo
trazado definiría el conocido “pentágono”
que demarca el casco antiguo de la ciudad (un contorno que no sería superado
hasta el siglo XIX). El nuevo recinto convirtió a Bruselas en una ciudad poderosamente
fortificada, con un muro jalonado por 70 torres semicirculares y 2 circulares,
de mayor tamaño que el resto (la Grosse
Tour y la Tour Bleue), situadas
en su sector oriental. Además, contaba con siete puertas que se situaban en la
continuación de las sendas que partían de las existentes en el primer recinto.
Estos nuevos accesos a la ciudad (las puertas de Laeken, de Flandre, d’Anderlecht, de Hal, de Namur, de Louvain y de Schaerbeek) se convertirían en ocho con la construcción de la Porte du Rivage (en la actual Place de l'Yser), destinada al control
de la entrada por el puerto fluvial surgido por la creación del nuevo canal de Willebroek en 1561 (también llamado
canal marítimo Bruxelles-Rupel o
canal de Anvers) que modificaría el
sector noroeste del “pentágono” e
impulsaría el Quartier des Quais.
Trazo de la segunda muralla de Bruselas, cuyo trazado
sería la base de los bulevares que definen el “pentágono”.
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El desarrollo
de Bruselas fue muy complicado por haberse convertido en un campo de disputas
entre las potencias europeas que ambicionaban el control de aquella ciudad y
región tan valiosa. A pesar de las circunstancias adversas, la ciudad mostraría
su esplendor barroco en espacios tan asombrosos como la Grand Place, con el Ayuntamiento (Hôtel de Ville) o la Maison
du Roi y la suma de las viviendas gremiales que la configuran. También
edificios monumentales como la iglesia de Saint-Jean-Baptiste
Au Béguinage o la iglesia de Notre-Dame
du Sablon, construida a partir del siglo XV.
Con la
evolución de las técnicas armamentísticas la antigua muralla se iría reforzando
mediante bastiones y fosos, así como con el Fort
de Monterey, levantado entre 1672 y 1675 al sur de la Porte de Hal, en las alturas de Obbrussel
(Haut-Bruxelles, el futuro Saint-Gilles). A pesar de todo, la
fortaleza no resistiría los ataques a los que fue sometida en varias ocasiones
por el ejército francés durante el siglo XVIII, quedando muy deteriorada. Por
ello, a partir de 1782, se comenzaron a eliminar las defensas exteriores, así
como el Fort de Monterey o las
puertas (salvo la Porte de Laeken que
sería demolida en el siglo XIX y la Porte
de Hal, la única que se conserva en la actualidad).
El Palacio de los Duques de Brabante
quedaría muy afectado por un incendio en 1731 y sería derribado cuarenta años
después, convirtiendo esos terrenos en la actual Place Royale, presidida desde 1780 por la iglesia Saint-Jacques-sur-Coudenberg.
Los jardines del palacio se reconfigurarían en 1775 para crear el gran Parc
de Bruxelles.
Plan del Parque de la Ciudad de Bruselas, grabado hacia
1790.
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En el lateral norte del parque, se construiría, entre
1778 y 1783, el Palais du Conseil du
Brabant o Palais de la Nation,
construido para albergar el consejo de gobierno y que se convertiría en el Parlamento federal belga con la
independencia del país. Tras la anexión del territorio belga a Francia en 1795,
sería el emperador Napoleón Bonaparte quien en 1810 daría la orden de derribo
de los lienzos amurallados para ubicar en su lugar unos bulevares dotados de barriéres (aduanas) de control, pero la
caída del emperador no permitió completar el proyecto. Tras derrotar
definitivamente a Napoleón, el Congreso de Viena asignó el territorio belga a
los Países Bajos. En ese periodo, entre 1815 y 1829, el rey Guillermo I ordenó
la construcción de una residencia para sus viajes a Bruselas. El gran palacio
se levantó en el lado sur del Parc de
Bruxelles y acabaría transformado en el Palacio Real por Leopoldo I de Bélgica (aunque en la actualidad no
es la residencia de los monarcas belgas). También entonces se inauguraría el Teatro de
la Monnaie, un edificio neoclásico (1819, Louis Damesme) que se alzó sobre
el solar de otro teatro anterior.
Actuaciones
decimonónicas en el “Pentágono” de Bruselas.
La independencia de Bélgica,
conseguida en 1830, marcaría un antes y un después en la evolución de Bruselas, que se convertiría en la capital del
nuevo reino. La ciudad, que seguía circunscrita dentro del perímetro
amurallado, iniciaría entonces una serie de reformas trascendentales con el
objetivo de representar el estatus adquirido.
Como primera
medida se continuó el proyecto napoleónico, y en 1842 se concluyó la demolición
de la muralla (solo se conserva, como se ha comentado, la Porte de Hal). En su lugar se construirían gradualmente los bulevares
exteriores que definen en la actualidad el “pentágono” del centro
histórico de Bruselas. Esta circunvalación (también llamada “petite ceinture”) contaba con
aproximadamente ocho kilómetros de recorrido y envolvía una ciudad que iba a
sufrir una remodelación extraordinaria. La densidad de su trama histórica y las
viejas casas unifamiliares irían dando paso a nuevos trazados, rectilíneos y
amplios, a barrios de vivienda plurifamiliar y a nuevos equipamientos que
conformarían, a lo largo del resto del siglo XIX, una nueva Bruselas.
Los bulevares exteriores se han transformado en una
importante circunvalación de tráfico denominada “petite ceinture”.
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El derribo de
las murallas y la creación de los bulevares exteriores animaron una serie de
remodelaciones interiores tempranas, como la creación del barrio que rodea a la
Place St.-Jean, producto del traslado
del viejo hospital de St.-Jean, o del
barrio de la Place du Béguinage junto
al antiguo mercado. Complementariamente, fueron surgiendo nuevos espacios
comerciales como las galerías Saint-Hubert abiertas en 1846, según
el diseño del arquitecto Jean-Pierre Cluysenaar.
La llegada del ferrocarril a la ciudad
sería trascendental para las dinámicas urbanas. No se planteó una estación única
sino dos estaciones de término que se situaron al norte y al sur del “pentágono”. La primera estación fue
construida en el norte, en 1835 (Gare de
Bruxelles-Allée-Verte), pero sería sustituida rápidamente por un edificio
diseñado por el arquitecto
François Coppens sobre la actual Place
Rogier que sería inaugurado en 1846. En el sur, en 1839, se construyó un
pequeño apeadero (Gare des Bogards), pero
su escaso tamaño hizo que fuera demolido y sustituido por el monumental
edificio diseñado por Auguste Payen en 1869 en la Place Rouppe. La futura estrategia de conexión entre ambas marcaría
el devenir del “pentágono”,
determinando sus transformaciones más importantes, los bulevares interiores en
la segunda mitad del siglo XIX y la Jonction
Nord-Midi durante el siglo XX, como veremos más adelante.
Las grandes reformas decimonónicas de
Bruselas fueron promovidas
por el burgomaestre Jules Anspach, que gobernó la ciudad durante quince años
(1864-1879) y estuvo respaldado por el rey Leopoldo II, muy interesado en
lograr que Bruselas se convirtiera en una de las grandes ciudades europeas. El
alcalde Anspach tomó como modelo el establecido por el Barón Haussmann en París y, entre 1868 y 1871, se abrieron los bulevares
interiores, que enlazarían directamente las estaciones ferroviarias
norte y sur, aprovechando, en parte, el cauce del rio Senne, que sería soterrado. Este nuevo eje, de más de dos
kilómetros de longitud y de unos veinticinco metros de anchura, cuenta con tres
tramos, que, desde el sur, son: Boulevard
Maurice Lemonnier, Boulevard Anspach
y Boulevard Adolphe Max (bifurcado
con el Boulevard Emile Jacqmain), y quedan
articulados por plazas (Place Fontainas
y Place de Brouckère). También se
abrió la Place de la Bourse, en el Boulevard
Anspach, junto al edificio de la Bolsa
(construido entre 1868 y 1873 según los planos del arquitecto León-Pierre
Suys).
La nueva
espina dorsal de la ciudad impulsaría la remodelación de los barrios contiguos.
Entre estas reconstrucciones urbanas destacan la que se llevó a cabo a partir
de 1871 en el barrio de Notre-Dame-des-Neiges
(entre rue Royale, rue de Louvain, rue de la Sablonnière y el bulevar exterior) con un nuevo trazado
de geometría radial centrado en la Place
de la Liberté; o la que modificó el sureste replanteando el enlace de las
colinas de Coudenberg con la ciudad
baja (rue Montagne de la Cour, rue Madelaine).
Uno de los
indiscutibles emblemas arquitectónicos del momento (que sería fuertemente
denostado por las vanguardias modernas de finales del siglo XIX) fue el Palacio
de Justicia, el gigantesco edificio proyectado por Joseph Poelaert,
cuya construcción, desarrollada entre 1866 y 1883, modificó todo su entorno.
Otro lugar
histórico de Bruselas asistiría a una transformación radical: la isla
fundacional donde el obispo san Géry levantó la primera capilla y que sería
transformada en iglesia en el siglo X. A finales del siglo XVIII, dentro del
periodo revolucionario francés, la iglesia medieval fue demolida y el solar se
convirtió en una plaza que sería utilizada como mercado. Finalmente, en 1881 se
levantaría allí un mercado cubierto (Halles Saint-Géry), un edificio
diseñado por Adolphe Vanderheggen, que, en la actualidad, ofrece servicios administrativos
y culturales a los ciudadanos.
La “adulteración” del
casco antiguo de Bruselas en la segunda mitad del siglo XX: la “bruselización”.
Las
operaciones urbanas planteadas en la Bruselas central en los primeros años del
siglo XX y, sobre todo, durante el periodo entreguerras, continuaron el proceso
de renovación que se había iniciado a partir de la mitad del siglo anterior siguiendo
las estrategias parisinas. Entre estas intervenciones destacan las
remodelaciones de la zona comprendida entre la Place Royale, la rue Royale,
la catedral y la Grand Place,
abriendo nuevas calles como la rue Cardinal Mercier; o la transformación de
su sector noroeste, el Quartier des Quais,
que acompañaba al canal Willenbroeck y
vio rellenar su cauce reformando el área de la Place Sainte-Catherine (el nombre de las calles recuerda su antiguo
uso portuario).
Aunque quizá
la operación más relevante (y traumática) para el casco histórico fue la
planteada por la decisión de unir las
dos estaciones ferroviarias, situadas al norte y al sur del “pentágono”. La conocida como “Jonction
Nord-Midi” había arrancado en 1902, pero las obras no se comenzaron
hasta 1911, debido a la gran cantidad de estudios que hubo que realizar, y se
prolongaron hasta 1952 (ralentizadas tanto por la complejidad del proyecto como
por el estallido de las dos guerras mundiales). Aunque la nueva línea
ferroviaria sería mayoritariamente subterránea, supondría una remodelación
traumática de la superficie, conllevando el derribo de numerosos edificios
(fueron expropiados 1650 edificios) que dejarían espacio tanto para el trazado
ferroviario como para los bulevares de
l’Empereur o de Berlaimont en superficie.
Comparación entre el plano de 1903 y la Ortofoto de
2016. En el plano se remarcan las manzanas que serían derribadas para realizar
la conexión entre las dos estaciones ferroviarias.
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La gran
operación supuso la transformación de las dos estaciones históricas y la
creación de tres nuevas, principalmente la Gare
Bruxelles-Central. La monumental Gare
Bruxelles-Midi diseñada por Auguste Payen en 1869, sería sustituida por una
nueva estación de paso en 1949, que sería reestructurada totalmente en 1992
para atender a nuevas necesidades, como la línea de Alta Velocidad. Por el
norte sucedería algo parecido. La obra de François Coppens, realizada en 1846,
desaparecería en 1955 porque en 1952 se había construido, más al norte, la
nueva estación para el paso de trenes, aunque también sería renovada años
después para acoger los nuevos servicios ferroviarios. Las tres nuevas serían
construidas dentro del pentágono: la Gare
Bruxelles-Chapelle al sur, la Gare
Bruxelles-Congrès al norte y, sobre todo, la gran estación Bruxelles-Central
cuyo diseño corrió a cargo de Victor Horta (aunque la muerte de este en 1947 traslado
la responsabilidad del proyecto a Maxime Brunfaut)
La conexión
ferroviaria abrió la espita para numerosas intervenciones que supusieron una remodelación
sustancial (y poco respetuosa) del centro histórico, impulsadas, sobre todo,
por un sector inmobiliario hiperactivo, escudado en la necesidad de desarrollo
y modernización. Los nuevos bulevares ferroviarios fueron flanqueados por
edificios terciarios que alteraron la escala y el uso de esa parte de la
ciudad, pero otros muchos lugares sufrieron perturbaciones. Uno de esos lugares
fue el Mont des Arts, un espacio situado en la transición entre la
ciudad baja y la ciudad alta que había ya padecido varias metamorfosis. Allí, encaramado
en las pendientes, se levantó el antiguo barrio de Saint-Roch, que fue adquiriendo muy mala fama por albergar la zona
de prostitución. En 1883 se decidió su demolición dejando un gran vacío durante
años que sería finalmente ocupado por un espacio ajardinado (inicialmente
provisional) ordenado por el rey Leopoldo II, quien no deseaba que esa parte
del centro urbano diera mala imagen durante la Exposición Universal de 1910 que
se celebraría en la ciudad. El jardín temporal resultó ser un espacio
magnífico, caracterizado por una serie de escaleras que salvaban el desnivel acompañadas
de cascadas de agua y esculturas, y que sería muy apreciado por los ciudadanos.
De hecho, acabaría convirtiéndose en uno de los espacios representativos de la
ciudad, pero ese privilegio no impediría que en 1955 fuera destruido y
renivelado para dar acomodo a nuevos e importantes edificios, como la Biblioteca
Real, el Palacio de Congresos, los Museos Reales de Bellas Artes, el Museo
Magritte, entre otros diversos edificios de oficinas y comerciales. El
espacio verde se mantuvo como un jardín plano, anodino, muy alejado del pintoresco
espíritu del anterior Mont des Arts.
La Maison du Peuple (arriba) una de las obras
principales del Art Nouveau, diseñada por Victor Horta, sería derribada para
ubicar en su solar la Tour Blaton (abajo).
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Esas dinámicas,
que adulteraron una parte sustancial del centro histórico de la ciudad y que
convirtieron a Bruselas en paradigma de la falta de aprecio por la arquitectura
histórica en favor de la modernización de la ciudad, fueron especialmente intensas
durante el periodo desarrollista (la década de 1960 y la primera mitad de la
siguiente). Tal es así que acabó generándose el neologismo “bruselización”
para designar esa actitud (que también se produjo en otras muchas ciudades). Un
ejemplo emblemático fue el derribo de la Maison du Peuple, una de las obras
principales del Art Nouveau, diseñada
por Victor Horta y levantada entre 1896 y 1898. El anuncio de su demolición
levantó intensas protestas internacionales, aunque no pudieron evitar su
desaparición en 1965 para dar lugar a un anodino rascacielos (la Tour
Blaton). Otro caso representativo afectó al monumental edificio central
de correos (Grand-Poste centrale) que había sido construido en 1895 en la Place de la Monnaie y que fue abatido en
1965 para erigir en su solar el Centre Monnaie, un moderno edificio
de oficinas en altura que alberga parte de los servicios administrativos del
Ayuntamiento (1967-1971, Jacques Cuisinier, Jean Gilson, André y Jean Polak, R.
Schuiten). En frente del Centre Monnaie
también se levantaría la Tour Philips, otro gran edificio de
vidrio que transformaría el espíritu del bulevar Anspach y la Place de
Brouckère (1967-1969, Groupe Structures).
Transformación de la Place de la Monnaie. Arriba con el
Edificio de Correos que fue derribado para la construcción del Centre Monnaie
(abajo).
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La yuxtaposición sin solución de continuidad de lo antiguo y lo nuevo o la
sustitución indiscriminada de tejidos sería contestada, sobre todo, por
colectivos ciudadanos que reclamaban otra forma más respetuosa de proceder con
la ciudad. Finalmente, la “bruselización”
se detendría, pero la capital belga casi vio desaparecer la esencia de su casco
antiguo. No obstante, y pesar de la todavía quedan espacios y edificios que dan
testimonio de la historia de Bruselas.
Ortofoto del “pentágono”, el casco antiguo de Bruselas
en la actualidad.
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