El espacio de las ciudades queda contenido por las fachadas
de los edificios, que actúan como reguladoras de la relación entre los
interiores arquitectónicos y los exteriores urbanos. Evidentemente, sus diferentes
planteamientos resultan trascendentales para los espacios públicos. Esta
circunstancia siempre ha motivado intensos debates acerca de si la arquitectura
debía manifestar en su “epidermis” las funciones que alberga.
Paseando por la ciudad encontramos soluciones de todo tipo y
podemos descubrir casos excepcionales en los que las fachadas retienen la mirada del espectador y le cuentan historias.
Vamos a dirigirnos a París para analizar un ejemplo. Desde luego, el flâneur que vaga por las calles de la
capital francesa puede disfrutar de un amplio muestrario, pero en este artículo
vamos a destacar un caso especial: la fachada
sur del Palais Garnier, la principal
de la gran Ópera histórica parisina. Ese alzado cuenta con una profusión de
esculturas, algunas de ellas de gran nivel, que narran la razón del edificio y
su particular visión sobre el mundo de la música y de la ópera.
El espacio de las ciudades queda contenido por las fachadas
de los edificios, que actúan como reguladoras de la relación entre los
interiores arquitectónicos y los exteriores urbanos. Evidentemente, sus diferentes
planteamientos resultan trascendentales para los espacios públicos.
Esta circunstancia siempre ha motivado intensos debates acerca
de si la arquitectura debía manifestar en su “epidermis” las funciones que
alberga o si, por el contrario, debía olvidarse de eso para dar una respuesta
al contexto en el que se integra. Aunque hay fachadas que no sienten esa
necesidad de explicar lo que contienen, mostrando indiferencia hacia su
estructura interna, e incluso sin atender tampoco a las sugerencias del entorno.
Ciertos movimientos, como el funcionalismo,
defendían que el destino del edificio debía revelarse en la configuración
exterior, como resultado de una imprescindible coherencia arquitectónica. Otros
en cambio, aceptando la necesidad de informar sobre el cometido del edificio, descartaban
el complicado requerimiento sobre la forma de la arquitectura y abogaban por un
método más “sencillo”: colocar un “cartel” indicativo. No recuerdo exactamente
el dicho en el que se escudaban, pero era algo parecido a “la mejor manera de expresar la función de un edificio, es colocar un letrero
en su frontispicio”.
Hay otras fórmulas para expresar el contenido, como las que juegan
con el simbolismo, algo que sucedió en la Viena imperial cuando se construyó la Ringstrasse.
Entonces se proporcionó un lenguaje formal a cada edificio que, aparentemente, lo
vinculaba con su misión principal. Así, los museos se identificaban con una
imagen renacentista; el Parlamento con un templo ateniense, aludiendo a la
democracia griega; el Ayuntamiento con el gótico flamenco, recordando el
espíritu municipalista de los antiguos consistorios de los Países Bajos; o el Teatro
con el barroco pretendiendo enlazar con la aparatosidad y dramatismo de esa
época. En cierto modo, este camino es el mas habitual en la actualidad, aunque no
sea premeditado, ya que asociamos ciertas tipologías y rasgos arquitectónicos de
las fachadas con el uso que contienen y distinguimos así las viviendas de los
edificios de oficinas o de los de carácter institucional, por ejemplo.
No obstante, hay casos de edificios que exploraron otras
opciones para dar noticia de su función, como la de utilizar la capacidad comunicativa surgida de la integración entre
artes, particularmente de la arquitectura con la escultura. El arte ha sido
utilizado como vehículo transmisor de mensajes desde tiempos ancestrales. Podemos
pensar en cómo durante el románico, se explicaba la historia sagrada a un
público analfabeto. Entonces, pintura, escultura y arquitectura se integraban con
un propósito didáctico produciendo imágenes tan eficaces como las tallas
figurativas de los capitales de muchos claustros o de edificios religiosos. Los
griegos y los romanos también habían utilizado técnicas similares para explicar
las hazañas de héroes y dioses en los frontones de sus templos mostrando la
fuerza expresiva de la alianza entre escultura y arquitectura.
Desde luego, la escultura ha colaborado históricamente en la
expresión arquitectónica de muchas fachadas indicando la función del edifico o
narrando historias relacionadas con el mismo y con sus circunstancias (para
quien pudiera o quisiera leerlas, por supuesto). Paseando por la ciudad
encontramos soluciones de todo tipo y podemos descubrir casos excepcionales en los
que las fachadas retienen la mirada del
espectador y le cuentan historias. Sin embargo, esa lectura requiere cada
vez más esfuerzo. La pérdida de los códigos de interpretación dificulta
enormemente su capacidad de transmisión y esas esculturas, despojadas de su
contenido simbólico, aparecen como meros motivos ornamentales, como banales
elementos decorativos que, en el mejor de los casos, transmiten información
sobre el espíritu de una época. Es una pena, porque la apreciación de los
significados abre unas dimensiones sorprendentes para las arquitecturas que las
contienen proporcionado una riqueza que nunca defrauda a quien se aplica con
interés en ello.
Vamos a dirigirnos a París para analizar un ejemplo. Desde
luego, el flâneur que vaga por las
calles de la capital francesa puede disfrutar de un amplio muestrario, pero en
este artículo vamos a destacar un caso especial: la fachada sur del Palais Garnier,
la principal de la gran Ópera histórica parisina. Ese alzado, más allá de su interesante
composición estructural, cuenta con una profusión de esculturas, algunas de
ellas de gran nivel, que narran la razón del edificio y su particular visión
sobre el mundo de la música y de la ópera.
Implantación urbana de la Ópera Garnier. Su acceso
principal se realiza desde el sur (Place de l’opéra)
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La construcción de la Ópera de París en el Segundo
Imperio francés: el Palais Garnier.
En 1661, Luis XIV fundó la Academia Real de Danza de Francia
con el propósito de formar artistas y codificar el arte de la coreografía. Años
después, en 1669, nacería la Academia Real de Música con objetivos amplios,
entre los que se encontraba la promoción de la ópera nacional. La sede de esta institución
cambiaría muchas veces de lugar hasta que, en 1875, se instaló en el nuevo Palacio
de la Ópera diseñado por Charles Garnier (1825-1898).
El emperador Napoleón III impulsó la construcción de la
nueva Ópera como parte de la reestructuración urbana de París ejecutada por el Barón Haussmann. La nueva sede de la ópera debía
ser el gran icono arquitectónico que acompañara a los característicos bulevares
dentro de la impresionante renovación de la capital francesa. Para el diseño
del edificio se convocó un concurso que recibió 171 propuestas y fue fallado en
1861, resultando vencedor un joven y desconocido arquitecto, Charles Garnier, quien
había estado pensionado por la Academia Francesa en Roma entre 1849 y 1853.
Fotografía del estudio de Charles Garnier hacia 1870,
realizada por Louis-Emile Durandelle. Garnier es el segundo por la derecha.
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En ese mismo 1861 comenzaron unas obras que sufrieron
numerosos contratiempos y se prolongaron durante quince años. Sorprendentemente, tuvo una primera
inauguración simbólica en 1867 (cuando solamente se encontraba acabada la
fachada, aunque a falta de recibir los conjuntos escultóricos que la
caracterizan), puesto que, en esa fecha, París celebraba una Exposición
Universal y el emperador pretendía mostrar al mundo sus logros. Pero el Segundo
Imperio Francés, que se había constituido en 1852, llegó a su fin en 1870,
hecho que supuso la interrupción de las obras. Napoleón III fallecería
en 1873 sin llegar a ver concluido su sueño. Finalmente, tras superar todo tipo
de adversidades, la entonces denominada Academia
Nacional de Música-Teatro de la Ópera fue inaugurada definitivamente en 1875
A pesar de
que nuestro interés reside en la fachada principal, es necesaria una
aproximación al conjunto, aunque sea elemental. El edificio, que tendría una difícil
implantación urbana, es una yuxtaposición
de volúmenes conformados en función del uso interno. Así, comenzando desde
el sur, desde la Place de l’opéra, la
sucesión se inicia con la fachada principal, con un volumen calado que se configura
como una logia que articula el
exterior y el interior, dando paso al conjunto
vestibular (con sus foyer y escaleras
monumentales). Tras él extraordinario acceso se encuentra la sala propiamente dicha, cuya forma de
herradura se expresa exteriormente en la característica cúpula achatada. Luego
aparece el volumen más alto del edificio, que corresponde con el escenario y se encuentra cubierto por
una estructura a dos aguas. Y, finalmente, en el norte, el cuerpo más bajo, que
se abre en dos alas hacia la Place
Diaghilev y el Boulevard Haussmann,
y en el que se ubican los espacios de
servicio, como la administración o los camerinos entre otros.
Complementariamente cuenta con dos grandes cuerpos adosados a sus fachadas
laterales.
Sección longitudinal del Palais Garnier donde se
aprecia la sucesión de volúmenes yuxtapuestos.
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Por el oeste, el denominado Pabellón del Emperador (Rotonde de l'Empereur, con rampas para
el acceso de carruajes), que separa la fachada en dos partes: la norte, que da
a la rue Scribe, y la sur, que se enfrenta
a la rue Auber. En el lado contrario,
en la fachada oriental, aparece el Pabellón de los Abonados (Rotonde des Abonnés, un acceso exclusivo
para la clase alta, ocupado en la actualidad por el restaurante de la ópera),
que también divide ese alzado en dos: su parte norte sigue la rue Gluck mientras que la meridional lo
hace con la rue Halévy (calles que se
cruzan formando la Place Jacques Rouché).
El flamante
edificio inauguraría un eclecticismo que lograría crear un estilo: el “Segundo
Imperio”. Cuentan que la emperatriz, enfadada porque su candidato para diseñar
la ópera no había ganado el concurso, se dirigió a Garnier diciéndole “¿Qué
estilo es este? No es ni griego, ni Luis XIV ni Luis XVI” (Qu’est-ce donc que ce style-là? Ce n’est ni grec, ni Louis XIV ni Louis
XVI) a lo que el arquitecto le respondió calmadamente “No, señora, es estilo Napoleón III” (Non, madame c’est le style Napoléon III)
En 1989, la ópera se trasladó al Teatro de la Bastilla (Opéra Bastille), manteniéndose la
Academia de la Música en aquel edificio que había nacido para ser emblema del
Segundo Imperio francés y que, desde entonces, pasaría a denominarse Palais Garnier en recuerdo de su arquitecto.
La composición arquitectónica de la fachada sur y sus
esculturas.
La fachada sur es el acceso principal al edificio que, obviando
los referidos ingresos laterales, exclusivos para el emperador y los abonados,
se realiza desde la Place de l’opéra. Como ya
hemos anticipado, este alzado se encuentra determinado por el volumen que conforma
de logia. Su composición es clásica, mostrando una base, un cuerpo central y
una coronación.
Grabado del alzado sur del Palais Garnier, realizado
hacia 1863.
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La fachada, que se eleva sobre una plataforma a la que se accede
por medio de una escalinata, cuenta con dos volúmenes laterales que sobresalen enmarcando
la parte central. La base presenta una sucesión de aperturas con siete arcos de
medio punto (cinco en la parte central y uno en cada uno de los extremos). Este
“zócalo” se caracteriza por una fuerte presencia escultórica, con ocho estatuas
dispuestas conforme a la simetría general: cuatro grupos enmarcan las arcadas
de los dos cuerpos salientes y cuatro figuras individuales se ubican en los
intercolumnios centrales, quedando además coronadas por medallones que
contienen bustos de compositores homenajeados.
El piso principal presenta una composición en la que destaca
el ritmo producido por dobles columnas corintias con fuste acanalado, que
recuerdan a la columnata del Louvre diseñada por Claude Perrault entre 1667 y
1670. Entre estas columnas geminadas se proyectan unas balconadas cuya
balaustrada alcanza la altura de sus basas. Los balcones se encuentran delimitados
por unas nuevas columnas de menor altura, también corintias, pero de fuste liso
y capitel dorado. Estos pilares balconeros sostienen un dintel y un paño superior
que se ve horadado por un óculo circular en el que se dispone un busto dorado
de otro compositor recordado. Esto sucede tanto en la parte central como en los
volúmenes de los extremos.
El entablamento que corona la fachada es complejo. Tras el
arquitrabe continuo, soportado por las grandes columnas paralelas, se encuentra
un friso decorado al que se incorporan varios letreros, entre los que destaca
la denominación del edificio. Sobre este friso, en un primer nivel de remate aparecen
los dos frontones semicirculares que rematan los cuerpos salientes laterales. El
entablamento continúa con un muro ciego (que oculta los pisos posteriores) y se
convierte en lienzo en el que se disponen una serie de medallones y esculturas
que recuerdan al emperador y la emperatriz que promovieron la construcción del
edificio. Toda esta coronación compleja finaliza con un cornisa-friso de máscaras
de bronce dorado. En los dos extremos, dos nuevos grupos escultóricos remarcan
el final de la fachada.
No obstante, aunque la fachada acaba allí realmente, la
perspectiva lejana desde la plaza de acceso proporciona una imagen más compleja
debido a la “fusión” con ella tanto de la cúpula achatada de la sala como de la
gran cubierta a dos aguas del escenario y sus tres grupos escultóricos situados
en los vértices de su piñón meridional (creándose, además, desde una
determinada posición en el eje, un trampantojo por el que el Apolo situado en
la cumbrera aparenta ser el remate de la cúpula).
La fachada principal del Palais Garnier con indicación
de los principales elementos escultóricos.
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Como hemos ido anticipando, sobre la composición clasicista
de la fachada se ubican toda una serie de estatuas y motivos figurativos que se
convierten en los portadores de los mensajes que el edificio quiere transmitir.
Garnier tenía un plan de comunicación que recurría a la escultura y a la
ornamentación y elaboró un preciso (y costoso) programa iconográfico y
decorativo con alegorías en piedra y bronce (aunque también colocó su “letrero
en el frontispicio”) No tenemos una constancia expresa de las intenciones de
Garnier por lo cual, lo que sigue, es una interpretación.
La “deconstrucción” del teatro musical: las alegorías del
nivel de acceso.
El primer conjunto “informativo” está integrado por las
esculturas de la planta baja. Son
alegorías que manifiestan la función del edificio “deconstruyendo” la noción de
teatro musical y proponiendo una reflexión sobre la misma. Son de dos tipos: hay cuatro figuras individuales y
cuatro grupos escultóricos. Partiendo de la base de que el teatro musical,
en una aproximación elemental, consta de texto y música, las estatuas solitarias aluden a los aspectos literarios, mientras que los
conjuntos grupales se centran en los musicales y en la integración de ambos
ingredientes (es decir, en la ópera).
Comenzaremos refiriéndonos a las estatuas aisladas que se
ubican en ese nivel de acceso entre las arcadas del cuerpo central. Son cuatro
figuras que representan (de izquierda a derecha): El Idilio (L'Idylle), La Cantata (La Cantate), la Canción (Le Chant) y el Drama (Le Drame). El Idilio fue esculpido
en 1870 por Eugène-Antoine Aizelin (1821-1902) y muestra una figura femenina
erguida, que se cubre pudorosamente con una túnica, pero dejando parte de su
anatomía a la vista, en una imagen no exenta de erotismo. El idilio era un género literario nacido en
la antigua Grecia caracterizado por breves poemas pastorales que expresaban
sentimientos bucólicos, centrados en la naturaleza y en las relaciones amorosas
idealizadas. Su referencia iconográfica más común era una joven virginal
vestida habitualmente con una túnica blanca (y así lo recoge Aizelin). La Cantata fue obra de Henri Chapu (1833-1891)
realizada en 1869. Es una figura femenina que sostiene entre las manos un rollo
de papel desplegado y mira al frente en una aparente posición de canto. Paul
Dubois (1827-1905) realizó El Canto (o
La Canción) en 1870. Es una figura
similar a la anterior, vestida con una túnica y que sostiene en su mano derecha
un papel que podría ser la partitura que parece estar entonando. Por último, Alexandre
Falguière (1831-1900) realizó El Drama en 1875. Es también una figura femenina
erguida, con mirada perdida y con una lira apoyada en el suelo.
Los extremos son géneros literarios. Históricamente los
géneros literarios se clasificaron en tres grandes grupos: lo narrativo, lo
lírico y lo dramático. La narración es el relato de historias, con presencia
habitual de un narrador que se “sobrevuela”
los personajes y sus actos, proporcionando claves espacio temporales o
describiendo hechos, caracteres o justificaciones. Sus expresiones habituales son
la novela y el cuento. En cambio, en lo lírico, el escritor busca transmitir
sentimientos, emociones o sensaciones subjetivas y su expresión más común es la
poesía. Por su parte, en lo dramático, el autor no relata hechos, sino que
ofrece su representación a través, generalmente, del diálogo entre personajes.
Su expresión más frecuente es el teatro, donde, en un escenario determinado,
los actores interpretan situaciones vitales, sean tragedias o comedias. La
disposición de las cuatro estatuas que enmarcan el acceso al Palais Garnier deja en los extremos a lo lírico y lo dramático (que representan al texto
puro), enmarcando una particular simetría entre cantata y canción (es decir, el
texto acompañado de música). Cantata y canción presentan sutiles
diferencias, como las que proceden del tema tratado, más serio o solemne en la
cantata y más ligero o espontáneo en la canción. También la duración puede
distinguirlas, ya que suele ser más larga en la cantata que en la canción. Incluso
divergen por el carácter de las estructuras en las que se pueden integrar: la
cantata en composiciones “religiosas” (como pudiera ser un oratorio) mientras
que la canción, muchas veces independiente, puede formar parte de obras
“profanas” (por ejemplo, en forma de arias de una ópera).
Cada figura se encuentra coronada por el medallón de uno de
los cuatro compositores del siglo XVIII homenajeados: Idilio-Bach, Cantata-Pergolesi,
Canción-Haydn y Drama-Cimarosa, a los que nos referiremos más adelante.
En cuanto a los grupos
escultóricos, dispuestos en ese mismo nivel, pero en los volúmenes
adelantados de los extremos de la logia, su misión es diferente. En este caso,
las alegorías se relacionan directamente con la ópera. Los cuatro conjuntos definitivos (porque hubo
algunos ajustes respecto a las ideas iniciales) representarían La Armonía (L'Harmonie), La Música (La Musique instrumentale), la Danza (La Danse), y El Drama (Le Drame lyrique). El plan previsto por
Garnier para la composición de estos grupos era similar para todos: una
composición majestuosa, clásica, dotada de una gran simetría, encajada dentro
de unas dimensiones muy precisas, que debían seguir el ejemplo del Apolo de Millet que coronaba el edificio. Así, desde la base hasta la
cúspide, se dotaría de una solemne “estabilidad” al conjunto (todos los
escultores siguieron las indicaciones excepto Carpeaux, lo que le ocasionaría
problemas). Por otra parte, Garnier deseaba que estas esculturas se realizaran
en mármol, pero finalmente fueron ejecutadas con bloques de piedra caliza banca
de L’Echaillon.
La Armonía de
François Jouffroy (1806-1882) muestra una figura central, erguida y severa
portando palmas y laureles, acompañada por otras dos laterales, la Música con
su lira y el Canto con una partitura. En
La Música instrumental de Eugène Guillaume (1822-1905), una figura
masculina alada sostiene una lira estando acompañada por otras dos que tocan
una corneta-clarín y una viola respectivamente. Sentados aparecen dos pequeños
amorcillos alados. La Danza de
Jean-Baptiste Carpeaux (1827-1875) es el grupo de composición heterodoxa
respecto a las instrucciones de Garnier, provocando conflicto con el arquitecto
y una intensa polémica pública. Esto fue así porque, además, las tres gracias (las
cárites, hijas de Zeus y Eurínome: Aglaya,
belleza; Eufrósine, júbilo; y Talia, floreciente) bailaban desnudas e
insinuantes, escandalizando a la sociedad de la época hasta el punto de que
casi fueron sustituidas. El último grupo presenta El Drama lírico de Jean-Joseph Perraud (1819-1876) protagonizado
por una figura femenina alada con cabellos de serpientes y escoltada por otras
dos, una masculina con una espada y otra femenina con un espejo en el que se
refleja el rostro de una víctima que agoniza en el suelo.
“La Danse” de Carpeaux desde diferentes puntos de vista.
El original se encuentra en el Museo d’Orsay y en el edificio se ubicó una
copia realizada por Paul Belmondo en 1964.
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La obra operística consta de diferentes partes. Están las
que se apoyan exclusivamente en la música, sin texto, desde las oberturas, preludios,
intermedios o interludios, hasta las partes destinadas al ballet, es decir,
respectivamente, expectación pasiva y acción (baile) en el escenario. Este protagonismo de la música instrumental
queda reflejado en los dos grupos interiores (es decir, La Música y La
Danza). Por otra parte, tendríamos las partes cantadas, con las arias como
muestra principal y los recitativos, desde los “secos” hasta los acompañados. Aquí
se produce la combinación (incluso en los recitativos secos que suelen ser
entonados). Esta integración texto-música
se muestra en los dos grupos escultóricos de los extremos: la Armonía y el
Drama. La Armonía debe pensarse no en términos de composición sino como
sinónimo de equilibrio entre texto y música, como demuestran las figuras
laterales del grupo, una que porta una lira y oculta tras ella otros
instrumentos, mientras que la otra lee lo que parece ser un texto o una
partitura. El Drama debe entenderse en términos de acción, como el motor de
desarrollo de la obra. Es decir, por un lado, el equilibrio entre los
componentes esenciales y por otro el desequilibrio provocado por la agitación
de los acontecimientos.
En definitiva, las ocho esculturas que acompañan el acceso
al edificio deconstruyen el teatro
musical para que el visitante realice la síntesis por sí mismo, preparándose
para el espectáculo al que va a asistir en el interior.
(continúa en la segunda parte)
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