El poder siempre ha tenido un vehículo de expresión en la arquitectura.
Para comprobarlo vamos a profundizar en tres
formas diferentes de representar el poder en la ciudad: la primera es conceptual
y trata de conseguir el orden; la segunda es física y se concreta en cuestiones de imagen; y la tercera es operativa, mostrándose en la imposición
de procedimientos. En general, estas tres expresiones suelen aparecer mezcladas,
aunque, en algunos casos, una pueda tener más relevancia que el resto.
Para su análisis recurriremos a tres ejemplos de calles trazadas en la
Italia renacentista del siglo XVI porque, durante el Cinquecento, la construcción de esas “strade nuove” permitió al poder establecido expresarse priorizando
alguno de esos rasgos. Las tres calles son la via Toledo de Nápoles; la Strada Nuova (hoy via Giuseppe Garibaldi) de Génova; y la via Maqueda de Palermo.
La representación del poder desde la arquitectura y la ciudad.
El poder siempre
ha tenido un vehículo de expresión en la arquitectura. La
monumentalidad de los palacios mesopotámicos, la rotundidad de las pirámides egipcias,
la fastuosidad de los grandes edificios romanos o los imponentes castillos medievales,
cumplían determinadas funciones, pero eran, además, representaciones del poder
que los levantaba (también podemos pensar en muchos rascacielos actuales). Con
ello se pretendía manifestar la fuerza,
la supremacía del gobernante, tanto ante los súbditos como ante los enemigos a
quienes se pretendía intimidar. Esas soberbias construcciones, que se
levantaban contra el tiempo en un afán de permanencia, también perseguían la gloria de sus promotores, desde luego
en su presente, pero también más allá, al dar testimonio de ellos garantizando
su eternidad.
Vamos a exponer tres formas de
representar el poder a través de la arquitectura y de la ciudad. La primera
es conceptual y trata de conseguir
el orden. La segunda es física y se
concreta en cuestiones de imagen. La tercera es operativa y se muestra en la imposición de procedimientos. En
general, estas tres expresiones suelen aparecer mezcladas, aunque en algunos
casos, una pueda tener más relevancia que el resto.
La expresión conceptual
del poder: el orden.
La forma más leve de expresar el poder en la ciudad es a través de la manifestación
de un orden (que no implica necesariamente una geometría subyacente). El orden
es una expresión conceptual del poder porque requiere la existencia de un
mandato previo que dirija los actos y ese plan ha sido producido por una reflexión
especializada anticipada, hecho que indica la existencia de una jerarquía (que
puede no ser política, sino técnica). Por eso, la constatación de un orden comunica sutilmente la presencia de un
poder. Y así sucede en la ciudad renacentista que aspiraba a ser un espacio sistemático, ordenado siguiendo
un modelo establecido a priori. No obstante, hay que advertir que lo contrario
del orden no es el caos. Las ciudades espontáneas también funcionan (aunque sea
con menor eficacia) gracias a la capacidad de acuerdo entre ciudadanos. Es el
caso de la ciudad medieval, que fue mayoritariamente un espacio de agregación, es decir, una yuxtaposición espacial con
unas mínimas reglas de organización para conseguir fines concretos (como, por
ejemplo, garantizar accesos, reservando espacios libres para ello, o sea “calles”).
La constatación de un orden
comunica sutilmente la presencia de un poder. Imagen del Eixample de Barcelona.
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La expresión física
del poder: la imagen.
Quizá la fórmula más extendida para la representación del poder sea la de
ofrecer una imagen capaz de subyugar al
espectador. Desde tiempos remotos, la arquitectura ha permitido a las
élites (política, económica, religiosa) mostrar su estatus, distinguiéndose del
pueblo llano, que quedaba asombrado ante las imponentes construcciones de los
poderosos, con sus escalas monumentales, con la calidad de los materiales utilizados
que desafiaban al tiempo, o las complejas composiciones espaciales y de fachadas.
Además, aquellos magníficos edificios del poder (fortalezas, palacios, templos,
mausoleos, edificios institucionales, etc.) también solían caracterizarse por el
lujo, el refinamiento y la ostentación, por un intenso simbolismo y ceremonial
espacial, y por una presencia majestuosa que contrastaba radicalmente con las humildes
y efímeras casas de los gobernados.
La Universidad Estatal de Moscú es
uno de los rascacielos estalinistas que se levantaron como imagen del poder.
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La expresión operativa
del poder: la imposición.
La tercera expresión se muestra en la imposición
de un procedimiento, habitualmente traumático y rechazado (al menos al
principio) por una buena parte de los ciudadanos. Este caso aparece, por
ejemplo, en operaciones de reestructuración urbana con apertura de nuevas
calles que exigen la expropiación y derribo de numerosos edificios. En Italia esta
“destrucción creadora” se conoce con el expresivo nombre de sventramento. Los afectados suelen
oponerse, rechazando los precios fijados (que en la antigüedad podían ser
irrisorios e incluso no existir) y litigando, pero los gobernantes hacen valer
su mando (alegando interés público) e imponen la solución a pesar de las
protestas. Podemos pensar en los bulevares del París de la reforma
haussmaniana, en la Gran Vía de Madrid, o en la via Laietana de Barcelona. El
tiempo hace que esas aperturas sean asumidas por la ciudadanía e incluso
valoradas positivamente, pero no puede olvidarse que su existencia se debe a un
poder fuerte (podemos preguntarnos si la Gran Vía de Madrid sería posible en
los tiempos actuales).
Imagen de las obras en la apertura
del bulevar Haussmann en París, un ejemplo clásico de sventramento.
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Vamos a descubrir estas tres
manifestaciones en tres ejemplos de calles renacentistas. Desde luego,
cualquier calle es un canal expresivo, incluso cuando es inconsciente, porque
nos informa del carácter de la sociedad que la creó y de la que la habita, pero
en estas muestras hubo una voluntad explícita del poder para comunicar su
presencia.
Las nuevas formas de representar el poder en calles renacentistas de Nápoles,
Génova y Palermo.
Durante el Renacimiento la historia humana cambió de rumbo. Y las ciudades
levantaron acta de esa transformación (que también alcanzó a las expresiones arquitectónicas
del poder, adquiriendo nuevos matices). De todas formas, en el siglo XV (el Quattrocento italiano), las nuevas ideas renacentistas tuvieron una escasa
aplicación en la ciudad real. El urbanismo de ese siglo se limitó a soñar
ciudades ideales y a ciertas propuestas arquitectónicas que se insertaron en lo
existente modificando el ambiente. Hubo que esperar a la siguiente centuria (el
Cinquecento) para asistir a un
urbanismo de realidades. Aunque hubo algunos casos de crecimientos inspirados
en las nuevas ideas, la mayoría de las intervenciones buscaron transformar los densos
y tortuosos tejidos medievales heredados. El cambio se suscitó, sobre todo, por
la aparición de un nuevo orden político. El “príncipe” renacentista devino un
señor absoluto que descubrió en el urbanismo un instrumento para consolidar su poder,
ofreciendo una imagen de fuerza, que ayudara a intimidar a sus enemigos, a dominar
a sus súbditos y también a fijar su gloria presente y futura.
Ciudad Ideal renacentista de autor
anónimo pintada hacia 1477 y conservada en Berlín.
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Un caso particular lo constituyeron las
calles del Renacimiento, rectilíneas y anchas, que respondían tanto a criterios
funcionales como representativos. Por una parte, buscaban favorecer la movilidad, evitando las serpenteantes calles medievales
que dificultaban el creciente trasiego de mercancías y personas en las grandes
ciudades; aunque, también se pensaba en facilitar el desplazamiento de tropas
en unos tiempos convulsos tanto por enfrentamientos contra enemigos exteriores
como por las sublevaciones internas. Por otra parte, el trazado de esas nuevas
vías perseguía mejorar la conectividad,
con líneas que unían los edificios y lugares principales de cada ciudad (por
ejemplo, el palacio del príncipe con la catedral o con el mercado o el puerto en
su caso). Esta conexión tenía nuevamente un doble objetivo: apoyar la
comunicación entre los hitos urbanos, pero también la de magnificarlos como
elementos de autoridad (en el caso del gobierno o de la iglesia) o de valor
económico (mercados o puertos). Las nuevas calles también estuvieron motivadas
por el deseo de la nobleza de encontrar nuevos
solares donde construir sus edificios representativos, los palacios que
debían simbolizar el ascenso de esa aristocracia burguesa. Además, esa
concentración de las edificaciones de las clases altas facilitaba la protección
de las mismas (y también su control en caso de ser necesario)
La ciudad más destacada del Quattrocento
fue Florencia, mientras que en el Cinquecento
lo sería la Roma de los Papas, que aspiraba a convertirse en la gran referencia urbana de occidente. No
obstante, otras ciudades iban dando pasos para transformase en ciudades acordes
con los nuevos tiempos. Es el caso de Nápoles,
Génova y Palermo que se convirtieron, a lo largo del siglo XVI, en referencias
urbanas. Estas tres ciudades tenían pocas similitudes entre sí, más allá de
ser ciudades marítimas, con un importante puerto abierto al Mediterráneo. Ubicadas
en latitudes y entornos geográficos muy diferentes y con contextos políticos
distintos, se convirtieron también en paradigmas
de la expresión del poder gracias al urbanismo
Nápoles, Génova y Palermo se
convirtieron, a lo largo del siglo XVI, en referencias urbanas y también en
paradigmas de la expresión del poder gracias al urbanismo.
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A finales del primer tercio del siglo, Nápoles
era la cabeza de un virreinato integrado en el imperio español de Carlos I. En
1536, el virrey Pedro de Toledo inició un ambicioso programa urbanístico para
convertir esa capital en una ciudad digna de tal rango. Entre las numerosas
operaciones acometidas destacaría el trazado de la via Toledo. Esa nueva calle,
amplia y casi rectilínea, mostraría el
orden asociado al poder establecido.
A mediados del Cinquecento, Génova era la capital de una próspera
república en manos de unas cuantas familias aristocráticas que escogían al dogo
(o dux) para gobernar durante un
periodo de dos años. La época de los dux
bienales alumbraría una de las innovaciones urbanas más influyentes de la
época: la Strada Nuova (hoy via
Giuseppe Garibaldi). La nueva calle y sus suntuosos palacios mostraban el
rango jerárquico de esa oligarquía nobiliaria ante propios y extraños
manifestando una nueva imagen del poder,
que se alejaba de las fortalezas medievales.
A finales de la centuria, se llevaría a cabo otro tipo de manifestación urbana
del poder, en Palermo, la capital de
Sicilia (entonces también un virreinato español). La apertura de una nueva
calle: la via Maqueda, también buscaba un orden y una imagen, pero
implicó la expropiación y el derribo de numerosos edificios particulares. En
esta intervención de sventramento se mostraría
el dominio de los gobernantes sobre el
pueblo llano al que impusieron esa traumática reestructuración.
La expresión del poder en el orden: la via
Toledo de Nápoles.
El Nápoles renacentista fue analizado en un artículo anterior de este blog. A él nos remitimos
para profundizar en las operaciones urbanas que el virrey Pedro de Toledo puso
en marcha para renovar la capital de aquella parte del Imperio español. El
objetivo era aportar orden a una ciudad que había ido desvirtuando los trazados
regulares de los que había partido, consiguiendo su saneamiento y mejorando su
seguridad. Fueron muchas las intervenciones acometidas, desde el diseño de
calles y plazas, hasta la construcción de nuevos barrios, pasando por pavimentaciones
generalizadas o una importante redefinición de las murallas y sus puertas. Entre
todas ellas nos interesa especialmente la rectilínea (o casi) Via
Toledo (denominada así en su honor de su promotor). Entre las
motivaciones del virrey no son desdeñables su mentalidad católica que veía en
la nueva vía un espacio adecuado para las procesiones religiosas y otros
ceremoniales políticos, ni la facilidad para el desplazamiento de las tropas
(que se alojarían en el contiguo “barrio español”)
Plano de Nápoles en el siglo XVI
con indicación de la ubicación de la via Toledo.
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Proyectada en 1536 por los arquitectos reales Ferdinando Manlio y Giovanni
Benincasa aprovechando la desaparición el tramo occidental de la muralla
aragonesa, la nueva calle se convertiría en una de las vías principales de la
ciudad. Aunque la Via Toledo no nació
como un espacio de representación para las clases altas (como sucedió en Génova),
con el tiempo se irían construyendo en ella palacios e importantes edificios
institucionales.
Imagen actual de la via Toledo de Nápoles.
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Curiosamente, la calle no
es completamente recta ni mantiene la anchura constante (que es aproximadamente
de 16 metros) pero esa falta de regularidad geométrica no le impide manifestar
el orden buscado por el virrey. Con una longitud aproximada de 1,2 kilómetros
comienza por el norte en la Piazza Dante
(donde atravesando Port' Alba se
accede al decumano mayor histórico, hoy Via
dei Tribunali). Por el sur finaliza en la Piazza Trieste e Trento, junto a la impresionante Piazza del Plebiscito. Su lado occidental
sería el límite de la cuadrícula de los
Quartieri spagnoli, los barrios españoles levantados inicialmente para
alojar a las tropas imperiales.
[El centro histórico de
Nápoles forma parte del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde1995]
La expresión del poder en la imagen: La Strada
Nuova de Génova.
Hacia el año 1100, Génova emergió como potencia económica y política en el
Mediterráneo occidental. Consolidada como una de las repúblicas “marítimas” medievales,
su capital se encumbró entre las ciudades más prósperas e importantes del Renacimiento.
La oligarquía familiar que gobernaba la ciudad deseaba representar su poder
y para ello puso en marcha la construcción de la Strada Nuova. La calle es una pequeña vía de 250 metros de largo
por 7,5 de ancho que acogió solamente trece palacios, pero residir en ella se
convirtió en un verdadero status symbol.
A pesar de sus reducidas dimensiones y de que tenía poca repercusión en la
funcionalidad de la ciudad, la calle fue una influyente referencia para la
nobleza del resto de Europa.
Plano de Génova hacia mediados del
siglo XVII con indicación de la ubicación de la Strada Nuova.
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Sobre esta operación Enrico Guidoni y Angela Marino comentan en su Historia del Urbanismo (el siglo XVI)
que “constituye el intento más consciente
y cristalino de construir una parte de la ciudad exclusivamente en función de
los intereses de una cerrada aristocracia a través de una operación financiera
que, aprovechando sobre todo las entradas producidas por la venta de las
parcelas a las más ricas familias de Génova, no descuida tampoco el
aprovechamiento sistemático del área habitada circundante, cuyos habitantes se
ven obligados a pagar un impuesto de mejora”. Con la nueva calle, los
nobles se alejaban de la congestión del caótico centro de la ciudad,
separándose además del pueblo llano y “llegan
a crearse la ilusión de un espacio exclusivo, reservado a una vida de élite y
organizado según los principios más utilizados por las tendencias en boga.
Sacando fuera de la realidad urbana (aunque en un ámbito limitado) la
complejidad social y arquitectónica de cualquier comunidad equilibrada, los
nobles de la calle mayor se encuentran viviendo en un espacio exclusivamente
referido al propio estado y que responde, por tanto, a una voluntad de aislamiento
y de abstracción que, por primera vez, pasa de la dimensión arquitectónica a la
urbanística”.
La strada nuova de Génova en un
desarrollo ficticio de planta y alzados.
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La operación fue muy polémica y levantó una fuerte oposición entre los
afectados por las expropiaciones. El gobierno justificó su bondad en las mejoras
que produciría para la ciudad (tanto por “sanear” una zona deteriorada
socialmente como por los beneficios económicos que se iban a obtener al vender
las parcelas) pero para los perjudicados no era nada más que una operación
inconsistente pensada para favorecer a unos (los nobles) sobre otros (los
propietarios). Aunque denunciaron al municipio por prevaricación, sus protestas
no impidieron que los aristócratas, alineados con el gobierno, lograran sus
objetivos.
Imagen de la via Garibaldi de
Génova (antigua strada nuova)
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El proyecto se fue definiendo a partir de 1550 y la construcción de los
palacios comenzó en 1558, aunque la calle no sería pavimentada y finalizada
hasta 1591. El proyectista y gestor fue Bernardino Cantone (1505-1580) mientras
que algunos de los palacios fueron obra de Galeazzo Alessi (1512-1572) uno de
los arquitectos pioneros del barroco italiano que había sido discípulo de
Miguel Ángel.
Las familias propietarias de los palacios de la Strada Nuova, actuaban como una “corte” nobiliaria y alojaban a los
dignatarios y visitantes ilustres extranjeros que acudían a Génova. Estos, al
volver a sus lugares de procedencia, fueron los mayores propagandistas del
nivel alcanzado por Génova y de las excelencias urbanas de aquella calle tan
singular. La resonancia internacional aumentaría con el libro que el pintor Peter
Paul Rubens publicaría en Amberes, en 1622: “I Palazzi moderni di Genova”, ilustrado con una selección de
grabados de esos palacios que presentaban tanto sus exteriores como sus
interiores, resaltando no solo su funcionalidad y comodidad, sino también su
capacidad para prestigiar a sus residentes.
Fachada del Palazzo
Pallavicini-Cambiaso, en el nº 1 de la via Garibaldi de Génova. Grabado del
libro editado por Peter Paul Rubens en 1622.
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Los palacios de la Strada Nuova no
se construyeron simultáneamente y algunos han sido remodelados posteriormente,
pero conforman un conjunto espectacular. En la actualidad, sus funciones han
dejado de ser residenciales para pasar a ser institucionales. Por ejemplo, el
Palazzo Rosso, el Palazzo Bianco y parte del Palazzo Doria-Tursi se han
convertido en museos (Musei di Strada
Nuova). El Palazzo Doria-Tursi también alberga, en su zona no museística,
al Ayuntamiento de Génova (Comune di
Genova) y otros son sedes de empresas. Los trece palacios son (los números corresponden con su identificación
postal en via Garibaldi): Palazzo Pallavicini-Cambiaso,
nº 1; Palazzo Gambaro, nº 2; Palazzo Lercari Parodi, nº 3; Palazzo Carrega
Cataldi, nº 4; Palazzo Angelo Giovanni Spinola, nº 5; Palazzo Gio Battista
Spinola (Palazzo Doria) , nº 6; Palazzo Podestà, nº 7; Palazzo Cattaneo Adorno,
nºs 8 y 10; Palazzo Doria-Tursi, nº 9; Palazzo Bianco, nº 11; Palazzo
Campanella, nº 12; Palazzo delle Torrette, nºs 14 y 16 (que se construyó en
1716); y Palazzo Rosso, nº 18.
[En el año 2006, la UNESCO
incorporó esta calle al listado del Patrimonio de la Humanidad bajo el epígrafe
“Le Strade Nuove y el sistema de Palazzi dei Rolli”. Las calles escogidas
fueron, además de la Strada Nuova (1558-1583,
hoy denominada Via Giuseppe Garibaldi),
la Via Balbi (1602-1620, antiguamente
denominada Strada Balbi) y la Via Cairoli (1778-1786, cuyo primer
nombre fue Strada Nuovissima).
Respecto a los palacios del Rolli di
Genova, o más precisamente “Rolli
degli alloggiamenti pubblici di Genova” (lista -rollo- de alojamientos
públicos de Génova) se seleccionaron 42 de los 163 que llegaron a estar en ese
prestigioso registro destinado a albergar a los visitantes ilustres.]
El poder como imposición: La via
Maqueda de Palermo.
Palermo fue una fundación fenicia hacia el siglo VIII a.C. que aprovechó un
extraordinario puerto natural de la costa norte de Sicilia. El lugar era un
pequeño promontorio alargado delimitado por dos cauces fluviales que se abrían a
una bahía que conectaba con el Mediterráneo. Esa peculiar península recibiría
un asentamiento que seguía aproximadamente un esquema de “espina de pez”, con
un eje central, más o menos rectilíneo que ascendía hacia el interior, y calles
que partían de él y caían por las laderas laterales. La supuesta claridad del
esquema se desvirtuaría con su adaptación a la topografía, aunque no lo
suficiente como para no ser reconocible. Ese eje central sería el embrión del Cassaro (la vía principal de la ciudad,
hoy denominada via Vittorio Emanuele)
El primer nombre de Palermo fue el fenicio Ziz, que se mantuvo en su periodo cartaginés, pero sería
rebautizada por los griegos como Panormo
y Panormus para los romanos. Tras la
caída del imperio, por allí pasarían vándalos y bizantinos hasta que en 831 se
convirtió en la capital del emirato musulmán de Sicilia (entonces recibiría su
nombre definitivo). Luego llegarían normandos, suabos, franceses, aragoneses y
españoles. Bajo el dominio español, Sicilia sería un virreinato del Imperio y Palermo
disfrutaría de una gran prosperidad, reflejada en el hecho de pasar de los 30.000
habitantes de mediados del siglo XV a los 135.000 hacia 1650.
Durante el siglo XVI se iría levantando la muralla que definiría el
“cuadrilátero” que hoy es el centro histórico de Palermo. Entre finales de esa
centuria y principios de la siguiente se realizaría una transformación urbana importantísima para la definición de la ciudad
moderna. Las dos operaciones más significativas de esa reestructuración
fueron la prolongación y rectificación del eje histórico del Cassaro y, sobre todo, la apertura de una nueva vía ortogonal a la
anterior, la strada nuova o via Maqueda.
La ampliación y rectificación del Cassaro
histórico comenzaría en 1567 y potenciaría esa vía como el principal eje urbano
al unir el puerto (junto a la Porta
Felice, levantada en 1582) con la catedral y el palacio real, Palazzo dei
Normanni, (junto a la Porta Nuova, construida
en 1583) posibilitando un recorrido ceremonial muy del estilo del barroco y
convirtiéndose además en el gran paseo para el esparcimiento de los ciudadanos.
El eje Cassaro tiene 1,8 kilómetros
entre ambas puertas y se prolonga hacia Monreale con los 4,5 del corso Calatafimi, ofreciendo en una
perspectiva recta que supera los seis kilómetros.
La via Vittorio Emanuele es la
rectificación del antiguo eje del Cassaro. En primer término, la Porta Felice
junto al puerto y al fondo la Porta Nuova, junto al palacio.
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Las obras de via Maqueda comenzaron
en 1600. En su motivación no pueden obviarse los intereses inmobiliarios de la
nobleza siciliana que requerían espacios centrales donde levantar sus palacios.
Para la elección del punto de cruce fue fundamental la ubicación del Palazzo Pretorio, sede del poder
municipal y senatorial que había quedado un tanto al margen del eje del Cassaro y con la nueva vía (y su propia
plaza casi colmatada con su famosa y espectacular fuente) recuperaba su
relevancia ubicacional. La vía Maqueda
se remataría con dos puertas en sus extremos: la Porta Maqueda (demolida en 1877 para construir el Teatro Massimo) y la Porta Vicari (demolida en 1789). Con el
tiempo también sería prolongada por sus extremos alcanzando los 7,9 kilómetros
rectilíneos.
Imagen actual de la via Maqueda.
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El cruce entre ambas, la piazza
Vigliena (los “Quatro canti”), se
convertirá en uno de los espacios emblemáticos de la renovación, aunque se
construiría entre 1608 y 1620 como una escenografía plenamente barroca. La
“cruz de calles” proporcionará una nueva experiencia del espacio público de la
ciudad, ocultando la compleja trama medieval y apareciendo como la escenificación
del nuevo tiempo. Para confirmar esa visión, las dos vías se convierten en
límites de los nuevos barrios administrativos y la plaza octogonal/circular en el centro
oficial.
Esta reestructuración fue la demostración palpable del poder, ya que el
trazado de la via Maqueda se impuso sobre una parcelación antigua colmatada. El
sventramento supuso la expropiación y
el derribo de numerosas viviendas particulares y la aceptación de un nuevo
orden no pactado sino obligatorio desde el poder. Ahora bien, para justificar
esa traumática intervención se desplegaron toda una suerte de justificaciones
simbólicas y operativas muy en la línea del barroco, alabando su
inevitabilidad. Con la finalización de la operación se fijaría la imagen de la Palermo “moderna”: una
ciudad cuatripartita con dos grandes ejes perpendiculares, cuyo cruce se
convertiría en el centro neurálgico.
[En el año 2015, la
UNESCO incorporó a la lista del Patrimonio de la Humanidad el “Palermo
árabe-normando y las catedrales de catedrales de Cefalú y Monreale”]
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