13 feb 2021

Los espectros de Hegel y Schinkel evocan su Berlín.

El plano de Berlín en 1833 de W.B. Clarke y J. Henshall recoge el estado de la ciudad que vivieron Hegel y Schinkel: el “Berlin de Schinkel”.


Hegel y Schinkel coincidieron en el Berlin de principios del siglo XIX. Para el filósofo, acceder a la cátedra universitaria de la capital prusiana significaba la confirmación de su éxito. Para el arquitecto, fue su principal campo de trabajo y contribuyó de manera sustancial a su configuración. Tanto es así que se habla del Berlín de Schinkel para identificar aquella época tan singular.

Algunas veces, los espectros de Hegel y Schinkel abandonan sus tumbas y recorren juntos la ciudad intentando evocar los ambientes que vivieron.


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El espectro de Hegel salió de su tumba. Solía hacerlo a menudo cuando la noche había caído. Le resultaba sencillo porque él nunca había sido materialista. Lo hizo como siempre, con delicadeza, para no molestar a Marie, su compañera en vida y en eternidad. Una vez fuera, miró hacia la parcela de su vecino Fichte. Le resultaba curioso comprobar que lo que había unido el pensamiento no se había separado ni siquiera tras la muerte. Los dos filósofos estaban acompañados de sus respectivas esposas, pero a ninguno de los otros tres les gustaba abandonar su lugar y mucho menos deambular por un Berlín que ya no reconocían. En cambio, a Hegel le encantaba. En vida tuvo fama de soso, pero ahora, convertido en espíritu, era mucho más inquieto. Quizá fuera producto de esa curiosidad intelectual que lo impulsó a ser filósofo y que conservaba a pesar de su estado.

El camposanto tiene el aparatoso nombre de Friedhof der Dorotheenstädtischen und Friedrichswerderschen Gemeinden (Cementerio de los municipios de Dorotheenstädt y Friedrichswerder), pero todo el mundo lo conoce como el cementerio de Dorotheenstädt. Fue fundado en 1762 en el norte de la ciudad, en el exterior de la muralla, pero junto a ella, nada más salir por la Oranienburger Tor. Aunque la muralla y la puerta dejaron de existir al ser derribadas entre 1867 y 1868, la calle de acceso era entonces, y sigue siendo, la Chausseestrasse, ubicándose su entrada en el número 126.

Aquel lugar debía ser un remanso de paz, pero la hipervitalidad incesante de los berlineses no siempre respeta el reposo eterno de todos los residentes. En 1899 el trazado de Hannoversche Strasse obligó a reformar el espacio sagrado y unas cuantas tumbas tuvieron que ser trasladadas. A Hegel y a Fitche les afectó la mudanza, cuestión que no le gustó a ninguno de los dos, y menos a sus parejas puesto que cualquier cambio de hogar, por pocas cosas que se tengan, es un lío grande. Y eso que el espectro de Hegel tuvo suerte porque a Fitche le destrozaron el obelisco de hierro que señalaba su tumba en 1945 y tuvieron que reemplazarlo por otro de piedra. Afortunadamente desde aquella fecha no han vuelto a molestarles, salvo por el ajetreo de algunos días. El caso es que en aquel cementerio siempre hay algo de movimiento diurno por culpa de los necroturistas que se acercan a visitar a los ilustres residentes. Los moradores les agradecen la deferencia y suelen perdonarlos con indulgencia. Además, por la noche se recupera la calma y todo vuelve a estar muy muerto.

Eran muy pocos los espectros que se animaban a dejar temporalmente su reposo para vagar por la ciudad. Preferían mantenerse en la tranquilidad de sus fosas. Pero Hegel siempre podía contar con otro residente del mismo cementerio que, como él, era un paseante etéreo empedernido. Este compañero era Schinkel, el arquitecto. Se llevaban bien. En vida tuvieron poco trato a pesar de coincidir en varias ocasiones. Entonces, cada uno estaba a lo suyo: Hegel con sus pensamientos, Schinkel con su arte.

Schinkel tiene una tumba más espléndida que la de Hegel. No mucho más, pero suficiente para que se aprecien diferencias. La mayoría de las estelas, obeliscos y lápidas habían sido realizadas a partir de cinco modelos que había propuesto Schinkel en su tiempo y, ya se sabe que, quizá, quien parte y reparte se lleva la mejor parte. No obstante, los espectros no prestaban demasiada atención a esos detalles tan apreciados por los vivos. Su relación iba más allá.

Hegel y Schinkel recorrían la Berlín nocturna pero no se alejaban mucho del camposanto. No se aventuraban más lejos porque solamente les interesaba la parte de ciudad que habían vivido. Sin embargo, siempre se sorprendían de las continuas transformaciones de la ciudad, producidas por avatares de todo tipo, algunos buenos y otros traumáticos. No es que tuvieran sentimientos, eso era propio de los mortales, pero no podían dejar de comentar y de comparar lo que les ofrecía su fantasmagórica visión en cada salida con aquella ciudad de la primera mitad del siglo XIX que acogió sus cuerpos mortales. Schinkel era quien más se fijaba en cuestiones urbanas y arquitectónicas, captando incluso las modificaciones más sutiles. Era muy observador y le iba indicando a Hegel todos los pormenores que detectaba. Hegel, no era especialmente detallista. Él era un generalista, conservaba esa visión holística de cuando estuvo vivo y lo etiquetaban como idealista. Además, sus intereses iban por otro lado. Escuchaba con atención y respeto lo que Schinkel le contaba, pero él prefería descubrir las evoluciones de las mentes de los hombres.

A la izquierda, las tumbas de Fichte y Hegel en el cementerio de Dorotheenstadt. Por orden, de derecha a izquierda: monolito de Hegel, cruz de Marie Hegel, obelisco de Fichte y estela de Joanna Fichte (foto Nemo bis). A la derecha el monolito de Schinkel en el interior de la parcela vallada. Tras él, el mausoleo de la familia Hitzig.

Pero Hegel, cada vez que se acercaba a buscar a su amigo arquitecto, no podía evitar cierta disconformidad con ese hecho. No se encontraba mal en la parcelita que le habían asignado finalmente, pero no era lo mismo. Había llegado a esa última residencia cuando en 1831 la epidemia del cólera se lo llevó por delante prematuramente. No se quejaba, a pesar del cambio de lugar al que le forzaron. Al menos, desde 1855 estaba acompañado por Marie su mujer, aunque también le contrariaba que él tuviera un pequeño monolito y su mujer una cruz. A Fichte lo habían tratado de otra manera. Su parcela era similar de tamaño, pero él tenía un obelisco que era mucho más imponente que la lápida de su mujer y que las de los Hegel. Quizá el motivo hubiera sido buscar una compensación por la destrucción del anterior obelisco de hierro. Pero lo de Schinkel era otra cosa. No solo disponía de más espacio, sino que estaba vallado y nadie lo pisaba. Además, tenía un monolito mucho mayor y más elaborado, coronado por una escultura y con un busto en bajorrelieve dorado que le daba un lucimiento que contrastaba con la modestia de la residencia eterna de Hegel. Pero nadie está contento ni en el mundo de los espíritus y Schinkel también se quejaba. Su lamento era consecuencia de que junto a él se levantaba el fastuoso mausoleo de la acaudalada familia Hitzig, uno de cuyos miembros, Friedrich Hitzig, fue un arquitecto discípulo suyo y ahora, cuando los necroturistas fotografían su tumba siempre aparece detrás la de Hitzig restándole protagonismo. Schinkel, con cierto disgusto, decía que la eternidad no muestra los méritos de los vivos sino solo su capacidad económica. Además, Schinkel criticaba el estilo de la residencia definitiva de los Hitzig y lo hacía con conocimiento de causa porque él había construido un mausoleo, encargado, nada más y nada menos, que por el rey Federico Guillermo III para la reina Luisa que murió muy joven en el lejano 1810, con 34 años, por culpa de una fatal neumonía. No había vuelto a verlo desde su cambio de estado porque el parque del palacio de Charlottenburg le quedaba muy a desmano.

Los dos se habían disgustado en repetidas ocasiones al comprobar el calado de esos cambios físicos y mentales. A Schinkel le decepcionó ver algunos de sus edificios derrumbados por las bombas de las guerras y a Hegel le mortificaba ver como malinterpretaban su pensamiento. A veces se achacaba a sí mismo el haber sido excesivamente genérico y ambiguo. Desde luego, él se entendía perfectamente y creía que todo encajaba en ese sistema total que había concebido para ordenar el mundo y proporcionarle sentido, pero parece que no logró que sus discípulos hicieran lo mismo. Tras su muerte, su espectro pudo comprobar como rápidamente sus discípulos, los llamados “hegelianos”, se escindían en facciones que discutían entre sí sobre el pensamiento del maestro. Comenzaron las interpretaciones sesgadas que acabaron con la división entre hegelianos de "derecha" y de "izquierda". Su espectro no daba crédito y menos aun cuando un joven Karl Marx comenzó a elaborar una versión materialista de lo que el Hegel vivo había dicho.

No obstante, en aquellas escapadas nocturnas a lo largo del tiempo, también tuvieron recompensas. Schinkel vio como algunos de sus edificios eran reconstruidos con esmero y como su obra lo mantenía en la memoria de las gentes. También Hegel se emocionaba, o algo parecido, dado su nuevo estado, cada vez que recordaba el multitudinario sepelio que le acompañó tras su fallecimiento. Y desde luego se sentía honrado por la importancia que las generaciones siguientes dieron a su obra, porque, aunque había críticos discrepantes, sus ideas seguían teniendo mucho peso en las reflexiones humanas y cada vez más a pesar de las desviaciones iniciales.

Aquellas noches en las que los dos espectros deambulaban por la ciudad intercambiaban sus impresiones. Aunque, habitualmente sus comentarios estaban centrados en la manera en que sus herederos manejaban su legado. En cualquier caso, cuando volvían a reposar en sus tumbas tenían la sensación de que el otro les había aportado algo, lo cual no era poca cosa para unas mentes inquietas como las suyas ante la eternidad que tenían por delante.

A la izquierda, Georg Wilhelm Friedrich Hegel en un retrato realizado en 1831 (el año de su muerte) por Jakob Schlesinger. A la derecha, Karl Friedrich Schinkel, retrato de 1826 pintado por Carl Joseph Begas.

Así mientras Hegel llegó maduro a Berlín para impartir clases, Schinkel llegó muy joven con el objetivo de estudiar. Hegel había llegado a la capital prusiana con varias obras bajo el brazo que avalaban su prestigio. Desde luego, su imponente Fenomenología del Espíritu (Phänomenologie des Geistes) que había escrito en 1807, siendo su primera obra verdaderamente influyente; pero también la Ciencia de la lógica (Wissenschaft der Logik), elaborada entre 1812 y 1816 o la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften) publicada en su primera versión en 1817. Pero, en aquel 1818, cuando el filósofo fue fichado por la Universidad de Berlín, también Schinkel destacaba como arquitecto. Ya había construido el Neue Wache, el edificio de la nueva guardia situado en plena Unter den linden, levantado entre 1816 y 1818 y que hoy es un monumento dedicado a las víctimas de guerras y dictaduras. También estaba enfrascado en el proyecto del Schauspielhaus que le ocuparía desde 1819 hasta 1821 y presidiría la espectacular plaza Gendarmenmarkt. Ese teatro funciona hoy como sala de conciertos, de ahí su nuevo nombre, Konzerthaus. Si bien, sigue escoltado por dos iglesias casi gemelas del siglo XVIII, al norte por la Französischer Dom (Catedral Francesa) y al sur la Deutscher Dom (Catedral Alemana).
Hegel había sido un poco mayor que Schinkel. Once años los separaron en vida. El filósofo vio su primera luz en 1770 y el arquitecto lo hizo en 1781. Esa diferencia casi se conservó invariable al cambiar de estado, porque mientras que Hegel abandonó el mundo de los vivos en 1831, Schinkel lo hizo diez años después, en 1841. Sesenta años para dejar su huella en la tierra. Demasiado jóvenes, pero el cólera para Hegel y un ictus para Schinkel resultaron fatales. Esta coetaneidad entre ambos no fue tan coincidente en el espacio porque Hegel nació en Stuttgart y tardó bastante en recalar en Berlín. De hecho, no llegó a la capital alemana hasta 1818, habiendo cumplido 48 años. Y lo hizo, precisamente para hacerse cargo de la catedra de Fichte, su vecino de eternidad, que había fallecido en 1814. La universidad había sido fundada en 1810 por Wilhelm von Humboldt y Fichte se hizo cargo de la metafísica, siendo además nombrado rector al año siguiente. Pero su prematura muerte a los 51 años puso en marcha la búsqueda de un digno sucesor. Hegel sería ese hombre que, por cierto, también acabaría convirtiéndose en rector entre 1829 y 1830. Por su parte, Schinkel había nacido en Neuruppin, un pueblecito situado a poco más de setenta kilómetros al noroeste de Berlín. Perdió a su padre de niño y su madre decidió trasladarse a la capital para que sus hijos pudieran formarse convenientemente. Corría el año 1794, de manera que con 13 años Schinkel se convirtió en berlinés y se orientó hacia artes para las que estaba muy bien dotado, particularmente para el dibujo, la pintura y, sobre todo, la arquitectura.

Arriba, “Veduta di Roma da mia locanda in Monte Pinso presso la chiesa di St. Trinita dell Monte”, dibujo de Schinkel realizado durante su estancia en Roma de 1803 y 1804. Debajo, “La catedral gótica”, pintura de Schinkel realizada en 1813.

Algunas de las discusiones más acaloradas entre los espectros (suponiendo que este adjetivo fuera válido en las circunstancias en que se encontraban) tenían como contenido la crítica de la obra del otro. Aunque Hegel no era arquitecto, había escrito sobre estética y la compañía de Schinkel había supuesto un gran aprendizaje que le había proporcionado criterios suficientes para ejercer la crítica arquitectónica. Algo parecido le sucedía Schinkel, no era filósofo, pero tanto debate con Hegel le había entrenado para enfrascarse en reflexiones profundas.
Los dos espectros conocían bien las circunstancias vitales del otro. Se las habían relatado muchas veces durante sus paseos nocturnos y no solían ser tema de conversación. Preferían charlar de arte y arquitectura, de ética y estética, así como de metafísica, ya que su estado espiritual les daba mucho conocimiento de causa. Pero, sobre todo, hablaban de Berlín.

La dialéctica era uno de sus temas recurrentes, aunque cada uno le daba un matiz propio. Hegel estaba en su salsa ya que en vida había recuperado y redefinido el contenido de esa antigua palabra hasta convertirla en método de trabajo y argumento explicativo de la realidad. Disfrutaba planteando tesis y antítesis para elaborar síntesis. Y Schinkel, también operaba con dualidades contradictorias, aunque de otra manera, y no solo por su eterna duda entre ser pintor o arquitecto, sino por su propia obra, capaz de mostrar el rigor neoclásico más exquisito o de embarcarse en una romántica aventura gótica y, además, hacerlo a la vez. Un ejemplo de esto era la compaginación en su mesa de trabajo del Altes Museum, un producto sofisticado, racional y paradigma del neoclasicismo grecorromano, en el que trabajó entre 1823 y 1830, con la iglesia de Friedrichswerder, un asombro neogótico de ladrillo y terracota, concebida entre 1824 y 1831. Schinkel argumentaba que su obra era perfectamente dialéctica, pero que no había tenido tiempo de producir la síntesis.

A la izquierda, interior de la iglesia de Friedrichswerder. A la derecha, interior del Altes Museum (foto Johannes Laurentius)

Hegel le seguía el juego y disfrutaba sacando a colación esa esquizofrenia artística de la que el propio Schinkel era totalmente consciente porque en más de una ocasión había expresado sus dudas abiertamente, como cuando presentó dos proyectos interiores radicalmente diferentes para la iglesia de Friedrichswerder. Hegel siempre le recordaba como un siglo después, un historiador llamado Hans Sedlmayr le había tachado de superficial por eso. Schinkel solía replicar con humor, diciendo que era un arquitecto dialéctico, pero al faltar la síntesis, los estudiosos le habían etiquetado como ecléctico.
Dese luego Hegel sonreía ante esas justificaciones de su amigo. Aunque siempre le explicaba que para él la realidad no es estática, sino que está en transformación permanente, en un proceso movido por las contradicciones, o sea por la afirmación y negación de algo. Esto le otorga un carácter dialéctico y, para comprenderla, el método de análisis debe ser necesariamente también dialéctico. No estaba seguro de que Schinkel lo entendiera del todo. Era un artista y a veces le contestaba diciendo que eran espectros sin cambios desde hace mucho tiempo. Y se atrevía a decírselo a él, al gran defensor del espíritu absoluto.

Cuando el espectro de Schinkel se ponía serio no recurría a esas jocosas justificaciones y aludía a los tiempos de gran tensión estilística que le tocó vivir. La doctrina barroca se había ido disolviendo y había cristalizado una rigurosa formulación neoclásica que convivía dentro de una incipiente condición romántica, situación que produjo un ambiente lleno de contrastes. Hegel lo sabía bien y le daba la razón. A veces salía Goethe en la conversación, aludido como alguien que basculaba entre esos dos mundos aparentemente irreconciliables: la primacía de la razón o del sentimiento, de lo objetivo frente a los subjetivo, de la antigüedad frente a la modernidad, de lo sistemático frente a lo fragmentario. Las polaridades de la época también se manifestaron en la arquitectura por medio del choque entre la mirada clásica, hacia Grecia fundamentalmente, y la mirada romántica, que redescubría el, hasta entonces, denostado gótico. Schinkel recordaba que se había educado en el rigorismo clasicista, con periodo en Roma incluido, pero que recibiría el impacto de poetas, filósofos y artistas imbuidos de romanticismo. Y eso también se reflejó en su faceta de pintor donde hacía convivir atormentados paisajes pintorescos con arquitecturas serenas.


Cuando se enfrascaban en esos temas otro personaje muy mencionado era Napoleón Bonaparte. Ambos vivieron las consecuencias de las ambiciones políticas de este personaje, aunque desde lugares diferentes. El francés había resultado un gran contradictorio: capaz de pasar de ser un príncipe de la paz a un emperador de la guerra, de ser alguien que alimentó la esperanza de miles de personas que creían en la libertad a truncar sus expectativas con comportamientos despóticos. Hegel pensaba en sí mismo de joven, cuando ilusionado por la Revolución francesa, había plantado con ingenuidad el árbol de la libertad junto a sus amigos Schelling y Hölderlin. Y también en el profundo desencanto que le produjo el terror jacobino. Quizá no se recuperó del todo e influyó esa sensación de desamparo en su búsqueda constante de explicación al mundo. Schinkel era más joven pero también tuvo una buena ración de desengaño. Las derrotas contra los franceses de 1806 en Jena y Auerstädt supusieron un colapso para Prusia. Schinkel ya era arquitecto y se quedó sin trabajo, lo cual le llevó a fomentar su vertiente de pintor, dedicando mucho tiempo a sus cuadros, bastante buenos por otra parte. Con la derrota de Napoleón, se iría recuperando la normalidad y Schinkel fue nombrado jefe del departamento de obras públicas prusiano con jurisdicción en Berlín y en el resto del territorio. Ese trabajo, así como su papel de arquitecto de la familia real, sumados a su legendaria capacidad de trabajo, le permitió proyectar muchos de los edificios más importantes de aquel tiempo que favorecieron el esplendoroso florecimiento de la todavía algo provinciana capital prusiana.

Arriba, Mausoleum (foto Manfred Brueckels). Debajo, Neue Wache (foto Jörg Zägel)

Cuando el espectro de Schinkel lograba alejar esas neblinas que lo entristecían se mostraba orgulloso de que muchas de sus obras se mantuvieran (aunque alguna hubo que reconstruirla) y que, además, las generaciones posteriores hubieran acuñado la etiqueta “Berlin de Schinkel” para referirse a esa época de la ciudad. También se vanagloriaba de que las pinacotecas acogieran sus pinturas o de que la iglesia de Friedrichswerder fuera desacralizada y albergue un museo sobre su vida y obra. Cuando el espectro de Schinkel se jactaba de eso y se venía demasiado arriba, Hegel lo enfriaba con algo de displicencia diciéndole que conocía poco de todo lo que le contaba porque, en su momento, dedicaba casi todo su tiempo a la universidad. No es que no reconociera los méritos del arquitecto, que sabía que eran muchos, pero tampoco era cuestión de que se le subiera a las barbas a él, al filósofo que cerró la modernidad con el último sistema que se atrevía con todo, a una de las cumbres del pensamiento occidental de todos los tiempos. Y si se ponía muy pesado le recordaba con toda intención que el edificio universitario berlinés era magnífico y no había sido construido por Schinkel, sino por Johann Boumann.

La referencia a Boumann no resultaba agradable al espectro de Schinkel, y no era por el arquitecto ni por el edificio de la universidad, que se había construido antes de que él naciera, entre 1748 y 1753, con una historia curiosa. En aquellos años, el rey Federico II valoró la posibilidad de levantar en aquel solar de la Unter den linden un palacio real, pero desistiría y sería su hermano, el príncipe Enrique, quien aprovechó la céntrica parcela para construir su residencia, encargándole el proyecto a Boumann. Décadas después aquel palacio sería cedido para sede de la Universidad. Pero el malestar de Schinkel era por otro motivo. Procedía de su experiencia con la catedral de Berlín. Boumann había sido el autor de la catedral barroca construida entre 1747 y 1750, sustituyendo a la primera iglesia del siglo XVI que estaba muy deteriorada. El edificio de Boumann sería totalmente reconvertido por Schinkel en un templo neoclásico, trabajando el interior durante los años 1816 y 1817 y el exterior entre 1820 y 1821. Pero esta singular obra de Schinkel sería demolida en 1894 por orden del emperador Guillermo II, tachándola de modesta, austera y poco representativa, erigiéndose en su lugar entre 1895 y 1905 el edificio actual, un diseño neobarroco de Julius Raschdorff. Esto todavía le escocía al espíritu de Schinkel y Hegel lo sabía.

La catedral de Berlín, arriba la desaparecida con la imagen de Schinkel en una fotografía de 1892, debajo en una imagen de 1900 la definitiva, proyectada por Raschdorff.

Cuando el Hegel vivo llegó a Berlín, se instaló en Leipziger Strasse. En todas las ciudades en las que había residido, como Jena o Heidelberg, la ubicación de su casa respecto de la universidad determinó sus paseos cotidianos. En la capital incorporó a su recorrido la Unter den Linden, la avenida donde estaba la facultad y su espacio favorito de la ciudad. Le gustaba mucho caminar bajo los tilos de aquella extraordinaria calle en la que lograba ordenar sus pensamientos. Siempre seguía la misma rutina: salía de la universidad y se dirigía hacia poniente hasta llegar a la puerta de Brandeburgo, que el arquitecto Carl Gotthard Langhans había levantado entre 1788 y 1791 en un temprano neoclasicismo inspirado en los propileos de la Acrópolis ateniense. Luego volvía sobre sus pasos retornando hacia la universidad, pero al llegar a ella giraba hacia el sur para adentrarse en la Plaza de la Ópera, llamada así por el edificio que la protagonizaba, junto a la Catedral de Santa Eduvigis (Sankt-Hedwigs-Kathedrale), que era la iglesia católica más antigua de Berlín, y la antigua biblioteca. Tiempo después, esta plaza sería rebautizada como Bebelplatz. Siempre había ambiente en aquel lugar, pero nada comparable con el permanente bullicio de la Gendarmenmarkt su siguiente etapa antes de llegar a su calle. Aquella plaza era otro de los lugares predilectos de Hegel con las dos iglesias enmarcando la soberbia Schauspielhaus de Schinkel. Cuando cambió su casa por la de Am Kupfergraben, a orillas del rio Spree, el ambiente y sus recorridos se modificaron. Desde su casa veía la punta septentrional de la isla berlinesa (todavía sin los museos que la definirían en el futuro) y tras ella los jardines de Montbijou en la otra ribera del cauce. No cambió la rutina de pasear por la Unter den linden, pero en la vuelta pasaba junto a la Plaza de la ópera sin entrar en ella, y continuaba hasta el final de la avenida. Entonces cruzaba el río por el puente del castillo, el Schloßbrücke que diseñó en 1824 su etéreo amigo Schinkel cuando estaba vivo. Le gustaba dar una vuelta por Lustgarten, los jardines de recreo que habían pertenecido al Palacio Real y se habían cedido a la ciudad. Aquel extenso espacio abierto fue remodelado entre 1826 y 1829 por Peter Joseph Lenné, para estar a la altura de los soberbios edificios que lo escoltaban, aunque Hegel no tuvo mucho tiempo para disfrutar los jardines. Pero sí pudo gozar de los fabulosos edificios que lo enmarcaban, particularmente el Königliches Museum (el Museo Real, que con el tiempo sería conocido como Altes Museum) y la catedral, que en aquella época ofrecía la imagen neoclásica proporcionada por Schinkel. Hegel pensaba que algo de razón tendría la posteridad cuando hablaba del Berlín de Schinkel. Por supuesto no se podía olvidar al causante de aquel magnífico espacio: el Palacio Real que, aunque era muy antiguo, había sido reformado en profundidad hasta proporcionarle una presencia acorde con los tiempos. El Hegel vivo siempre lo veía en obras, pero el espectro asistió a las muchas penurias que la posteridad tenía reservadas al edificio, incluida su desaparición y la interminable reconstrucción. Tras dar un paseo por el parque, el filósofo y sus pensamientos volvían a cruzar el puente para dirigirse a su casa siguiendo la orilla del rio.

Arriba, Schauspielhaus (actualmente Konzerthaus) en la plaza Gendarmenmarkt (foto Jörg Zägel). Debajo, Altes Museum (foto Jean-Pierre Dalbéra)

Lo que el Hegel mortal ya no pudo conocer fue la Bauakademie en la que Schinkel trabajó entre 1831 y 1836. En ese edificio concebido para la enseñanza de la arquitectura, Schinkel mostró otra de sus vertientes: su fascinación por la tecnología que se estaba desarrollando a marchas forzadas en aquellos años. Tenía todo el sentido didáctico incorporar en aquel edificio los avances que las incipientes industrias estaban consiguiendo. Schinkel, que estaba abierto a la innovación, viajó a Inglaterra en 1826 y allí analizó fábricas de muchos tipos, astilleros, tejerías; estudió tipologías y formas inéditas; y cualquier otra cosa que consideró de interés para su uso posterior en Prusia. La Academia sería considerada un edificio precursor de la arquitectura moderna que vendría después. La racionalidad de su composición modular en planta y alzado, los ritmos y proporciones, la novedosa utilización de estructuras metálicas, así como el peculiar uso del ladrillo, inspirarían la obra de otros arquitectos que, a finales del siglo XIX y al otro lado del océano Atlántico, formarían la Escuela de Chicago y revolucionarían la arquitectura.
En aquellos años, Berlín solamente era la capital del reino de Prusia, lo cual no era poco, pero todavía quedaba lejos de lo que llegaría a ser tras la unificación del pueblo alemán en un solo estado. A los germanos les sucedía algo parecido que a los helenos de la Grecia clásica. Cada uno pertenecía incondicionalmente a su polis y la defendía a muerte cuando surgían tensiones entre las ciudades-estado, que tantas veces acababan en guerra. Pero cuando la ocasión lo requería las discrepancias desaparecían y se unían como un solo cuerpo. Cuando los persas amenazaron su independencia, toda la Hélade se hermanó y liderados por Atenas lograron rechazar ese intento de invasión y dominio de los orientales en las Guerras Médicas. De una forma similar, también los alemanes estaban distribuidos en un conglomerado de estados más o menos grandes y poderosos. Prusia destacaba sobre el resto y quizá por eso acabaría encabezando la reunión germana conseguida en 1871. Otro de los estados fuertes estaba en el sur, cerca de la Stuttgart natal de Hegel. Era el reino de Baviera, cuyo rey Luis I también sentía la llamada de los griegos, como le ocurría a Schinkel. Justo antes de morir Hegel, aquel primer Luis bávaro encargó a Leo von Klenze la construcción de un edificio que había dejado boquiabierto a Schinkel. Von Klenze era casi de la edad de Schinkel (tres años menor), aunque le sobrevivió largamente (murió en 1864 con ochenta años). Como el berlinés, Klenze era un profundo admirador de la antigüedad y dio muestras evidentes de ello en sus edificios. También tuvo un papel similar al que tuvo Schinkel en Berlín, ya que fue arquitecto estatal en Múnich. Los espectros de Hegel y Schinkel recordaban todo esto por una decepción que sufrieron al visitar un edificio de Klenze, el Walhalla, una copia del Partenón que el muniqués levantó junto al río Danubio cerca de Ratisbona entre 1830 y 1842. Los dos fantasmas no salían nunca de Berlín dado su estado, pero en aquella ocasión hicieron una excepción para confirmar ciertos rumores que les preocupaban. Tardaron en localizar ese templo de los héroes porque la niebla que flotaba sobre el cauce fluvial difuminaba mucho sus percepciones, pero al final lograron acceder a ese altar para la memoria de los alemanes ilustres. La decepción fue enorme porque las habladurías eran ciertas: ninguno de los dos estaba incluido en la lista honorífica. No era una cuestión de vanidad, porque los espectros carecen de ella, sino, en su opinión, de justicia. A Kant sí le habían dedicado un busto y Hegel no entendía porque no era él quien acompañaba a Goethe en lugar de Herder, por ejemplo. Y Schinkel no estaba de acuerdo en que solo dos arquitectos, y muy antiguos, hubieran merecido entrar en ese olimpo que, por otra parte, estaba repleto de músicos y pintores. Y para colmo, sólo uno estaba representado por un busto (Erwin von Steinbach, el maestro medieval de la Catedral de Estrasburgo) porque al otro se lo habían despachado con una placa (al maestro Gerhard de la catedral de Colonia). Esto les ratificó en su decisión de no salir de Berlín. Allí sí se sentían reconocidos.

La Bauakademie. Debajo, el edificio en proceso de reconstrucción, desde la Schinkelplatz (foto Jörg Zägel)

Cada vez les costaba más evocar como era aquel Berlín en el que vivieron. Las imágenes se difuminaban y, aunque muchos edificios se encargaban de mantener la memoria e incluso el trazado urbano podía sostener sus recuerdos, Berlín había sufrido demasiados cambios y demasiados traumas. Porque la capital alemana, además de la evolución normal de toda gran ciudad moderna, había sufrido graves destrucciones en la Segunda Guerra Mundial, tuvo que soportar el infausto Muro de la Guerra Fría que partió la ciudad o el denodado ímpetu edificatorio que hubo tras la reunificación de finales del siglo XX. Todo ello complicaba las remembranzas de los espectros, pero lo que más echaban de menos era la gente y particularmente la de su época. Era entonces cuando Schinkel acudía a un plano antiguo de la ciudad. Paradójicamente no era un plano alemán sino británico, que había sido elaborado por la SDUK, Society for the Diffusion of Useful Knowledge (Sociedad para la Difusión del Conocimiento Útil), dibujado por el arquitecto W.B. Clarke y grabado e impreso por J. Henshall. El resultado fue publicado por la editorial Baldwin & Cradock en 1833 en Londres. El plano tenía algunos fallos y desactualizaciones, pero les servía para su propósito. Pero como eran espectros y tenían dificultad para manejar el papel, se veían en la obligación de acudir al museo de la ciudad donde había un ejemplar expuesto. Schinkel siempre acababa mirando a los edificios que estaban dibujados en la parte baja del plano. Tres de los diez que aparecían eran suyos y entre ellos estaba su catedral desaparecida. Mirando el plano organizaban sus excursiones y resolvían las dudas que les acechaban en muchas ocasiones.
Su implicación con la Bauakademie fue tal que Schinkel se trasladaría a vivir allí con su familia en un espacioso apartamento que se diseñó. Todo eso enorgullecía al espectro de Schinkel, pero al pensar en aquel edificio no podía evitar un sabor agridulce (otra forma de hablar porque los fantasmas carecen de sentido del gusto). La razón era que ese amado hijo de ladrillo sería demolido tras la Segunda Guerra Mundial y en su lugar se levantó un anodino Ministerio de Asuntos Exteriores de la que sería República Democrática Alemana. El consuelo para el espectro sería que también este acabó desapareciendo y que se estaban realizando esfuerzos por reconstruir la obra original, Además, Lenné diseñó una plaza contigua que recibió su nombre, Schinkelplatz, albergando una escultura con su figura. El espectro siempre disfruta viendo el aspecto que tenía cuando era un mortal, lo cual es mérito de su escultor, el gran Friedrich Drake que la inauguró en 1869 y que cuatro años después esculpiría la icónica y archifamosa figura dorada que preside la Columna de la Victoria del Tiergarten (que, por cierto, había diseñado Heinrich Strack, alumno de la Bauakademie y que trabajó en el estudio de Schinkel, con lo cual todo volvía al principio). Hegel también sacaba a relucir la plaza que le habían dedicado al lado de la universidad, la Hegelplatz. Él también tenía su estatua, pero solo era un busto esculpido por Gustav Blaeser en 1870, algo que el espectro del filósofo justificaba diciendo que lo más memorable de su cuerpo había sido su cabeza.

Era una “foto fija” que expresaba bastante bien el estado de la ciudad que vivieron Hegel y Schinkel, el Berlin de Schinkel que la posteridad integraría dentro de una etapa más amplia conocida como el Segundo Berlín. El Primer Berlín había arrancado con la fundación de Berlín y Cölln. A estos dos núcleos se les sumarían otros tres inicialmente autónomos, aunque contiguos (Friedrichswerder, la tercera ciudad, y Dorotheenstadt y Friedrichstadt, cuarta y quinta). Los cinco acabarían integrados en una única entidad en 1710, poco después de la constitución del estado prusiano y de la confirmación de Berlín como capital, que sirvió a los historiadores como acta fundacional de aquel Segundo Berlín, que se prolongaría hasta la constitución del Imperio Alemán en 1871. El rango adquirido por la ciudad en aquella época impulsó la espectacular metamorfosis dieciochesca que modeló una gran capital europea, construyéndose algunos de los iconos de Berlín y brillando con luz propia la obra de Schinkel, ya a comienzos de la centuria decimonónica. La ciudad mantuvo su última muralla histórica hasta 1868, pero comenzó a desbordarse por la presión migratoria derivada de la incipiente industrialización, que convertiría a Berlín en una extensa urbe industrial de primer orden a finales del siglo XIX.

A la izquierda, iglesia de Friedrichswerder (foto Dieter Brügmann). A la derecha, el monumento Kreuzberg (foto Jörg Zägel)

Para los espectros de Hegel y Schinkel, su Berlín se limitaba a poco más que el centro histórico, la Unter den linden y alguna de las plazas que gravitan cerca de la gran avenida. Allí tenían todo lo que recordaban. De hecho, el cementerio de Dorotheenstädt estaba ya un poco apartado del Berlín que gustaban evocar y que nunca abandonarían. Su Berlín.
Pero eso todavía no había sucedido en el plano de Clarke y Henshall, que presentaba con suficiente precisión aquel Berlin recordado por Hegel y Schinkel. Por el norte y el este se fueron consolidando barrios apoyados en las puertas de la muralla (Spandauer Tor, Königstor y Stralauer Tor); por el sur se prolongó Friedrichstadt y surgió Cöpernicker Vorstadt luego llamado Luisenstadt, un barrio muy vinculado al canal que se construyó entre 1848 y 1852 según los planos de Lenné, y que más tarde parte formaría parte de Kreuzberg. Pero los espectros no frecuentaban mucho esos barrios. Hegel nunca se alejó mucho de su radio habitual de acción, pero Schinkel, por su profesión tuvo que visitar muchos lugares y construir en otros tantos. Pero ahora, en su condición de espectro tampoco salía del meollo berlinés. Le daba cierta pereza incluso acercarse a ver el monumento Kreuzberg (Nationaldenkmal auf dem Kreuzberg) que había levantado en 1821 o el palacio de verano que rediseñó en 1825 para el príncipe Carl (Schloss Glienicke) en el suroeste berlinés, cerca de la frontera con Potsdam. 

Para los espectros de Hegel y Schinkel, su Berlín se limitaba a poco más que el centro histórico, la Unter den linden y alguna de las plazas que gravitan cerca de la gran avenida. Allí tenían todo lo que recordaban. De hecho, el cementerio de Dorotheenstädt estaba ya un poco apartado del Berlín que gustaban evocar y que nunca abandonarían. Su Berlín.

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