15 feb 2023

Pinturas "espacializadas": Bacon y el tríptico de la Orestiada.

“Tríptico inspirado en la Orestiada de Esquilo”, obra de Francis Bacon (1981)

La pintura puede perseguir la ilusión de las tres dimensiones en una superficie plana y, muchas veces, lo consigue. Habitualmente juega con la ficción escenográfica de un interior o un exterior que fingen ser arquitectura o paisaje con pretensiones realistas. En otras, la simulación se convierte en un símbolo cargado de sugerencias que se imbrican en el mensaje de la obra.

Analizamos una “pintura espacializada” que llega a desbordar lo simbólico: el Tríptico inspirado en la Orestiada de Esquilo que Francis Bacon realizó en 1981. La obra del autor griego era también una trilogía que representaba el drama de Orestes, Agamenón, Clitemnestra y Electra. Pero Bacon no tenía interés en los mensajes que Esquilo quiso transmitir. El pintor fue impelido por el impacto que produjeron en él los horribles actos cometidos.

“Hay un verso de Esquilo que atormenta mi espíritu:

«El olor a sangre humana no se me quita de los ojos» …”

Francis Bacon en conversación con Frank Maubert [1]

En la obra, el espacio aparente actúa como una escena teatral alcanzando una notoriedad imprescindible para captar las trágicas sensaciones expresadas por Bacon.


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Apunte previo sobre trilogías y trípticos.

El tres siempre ha sido un número muy apreciado por la simbología y son muchos los tratados que profundizan en sus razones. En parte por eso, y, en parte, por su capacidad expresiva y comprensiva es muy utilizado para fundamentar composiciones, proporciones o conexiones entre las obras y sus partes. Tres unidades o tres fracciones son fáciles de asimilar y recordar, algo que se complica con números superiores. Es sencillo identificar dos extremos y un punto intermedio, o un punto central escoltado por otros dos laterales. Y resultan muy fructíferas las alegorías que señalan lo positivo, lo negativo y lo que se opone a ambos estados sin ser ninguno de los dos polos.

La literatura y la plástica recurren con frecuencia al número tres como base estructural y compositiva. Las narraciones pueden utilizarlo para organizar su contenido (como sucede con la ordenación clásica de planteamiento, nudo y desenlace) y también para proporcionar un desarrollo más complejo, mediante las trilogías. Las trilogías son tres obras individuales, pero estrechamente relacionadas, que pueden mostrar ese sutil juego entre unidad y diversidad con tramas y personajes que crecen y pueden siguen líneas divergentes y convergentes que acaban “cerrando el círculo”, alcanzando todo su sentido al reunirse.

También la plástica ha recurrido al tres. Un caso muy particular lo constituyen los trípticos que, en la antigüedad, eran pinturas realizadas sobre tres paneles articulados, de manera que los dos laterales se podían volver sobre el central y este, que solía ser del doble de anchura que los extremos, veía ocultar su contenido. Además de las posibilidades que ofrecía el hecho de contar con tres soportes, también influyó en su proliferación la opción de ocultación y protección del interior. Los trípticos se desplegaban y se clausuraban de una manera similar a una ventana de doble hoja y aunque su interior era el verdadero motivo de la obra, en muchas ocasiones, las caras externas también presentaban imágenes propias.

Pero los trípticos acabarían abiertos permanentemente para su exposición. Por eso, dejaron de funcionar como ese libro que podía abrirse y cerrarse, que mostraba y escondía su tema, para pasar a convertirse en pinturas triples siempre desveladas. La contemplación se reducía así a las tres superficies principales, quedando la parte trasera solamente para los conservadores de los museos.

Ante esta situación, los trípticos se transformaron. El soporte triplicado seguiría siendo utilizado porque proporcionaba ventajas derivadas de esa división tripartita que posibilitaba ritmos y relaciones complejas, ofreciendo la ruptura de la unicidad de visión a través de puntos de vista alternativos que abrían campos semánticos diferentes mediante versiones de una misma realidad. Hay que tener en cuenta que la expresividad de tres piezas autónomas, aunque inevitablemente enlazadas, es radicalmente diferente a la de una misma superficie estructurada en tres partes. Los trípticos mutaron en un conjunto de tres obras independientes pero inseparables, como una sagrada trinidad de piezas relacionadas, aunque no llegaran ni siquiera a tocarse. Por todo esto, la diferencia de anchura dejó de tener sentido.

Bacon y la Orestiada.

Francis Bacon (1909-1992) recurrió frecuentemente a los trípticos. Suponían un soporte muy adecuado para expresar su particular visión sobre lo que le rodeaba. Para él, eran tres puntos de vista, tres posiciones que se abrían al mundo y le permitían mostrar la caleidoscópica realidad. Algo muy diferente de lo que se podía conseguir en un mismo lienzo que representara una ventana tripartita, porque no dejaría de observar la misma realidad. Su interés quedaría demostrado por las numerosas obras triples que pintó a lo largo de su vida artística (veintiocho en total según los estudiosos de su obra).

Una excelente muestra de ese interés es el tríptico que Bacon pintó en 1981, motivado por la fuerte impresión que le había producido la lectura de la Orestiada, la trilogía de tragedias de la antigua Grecia que escribió Esquilo y que estaba integrada por Agamenón, Las Coéforas y Las Euménides. Nuevamente aparecía el número tres en una obra que es la única trilogía que ha llegado hasta nosotros completa de todas las antiguas griegas.

No era la primera vez que Francis Bacon abordaba el tema de esa trilogía clásica, ni sería la última. Profundizó en tres ocasiones en la Orestiada de Esquilo (otra aparición del número tres) y las tres veces lo hizo formalizando trípticos. La obra comentada en este artículo, “Tríptico inspirado en la Orestiada de Esquilo” (Triptych inspired by the Oresteia of Aeschylus fue la intermedia y resultaría muy diferente a las otras dos. La primera fue muy anterior en el tiempo y tuvo a las Furias como protagonistas absolutas. La acometió en 1944 y fue titulada “Tres estudios para figuras en la base una crucifixión” (Three Studies for Figures at the Base of a Crucifixion). La última fue pintada en 1988, cuando Bacon hizo una nueva versión de la obra de 1944, que recibiría el mismo título.

Los tres trípticos que Francis Bacon pintó inspirándose en la Orestiada de Esquilo. Arriba, “Three Studies for Figures at the Base of a Crucifixion”, de 1944 (Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión). En el medio, pintado en 1981, el comentado en el artículo. Debajo, el último, pintado en 1988, como nueva versión de la obra del mismo título de 1944.
El hecho de interpretar una trilogía utilizando un tríptico podría llevar a pensar en la identificación biunívoca entre los dos conjuntos. De hecho, hay ejemplos de esa correspondencia narrativa, que explican una historia desarrollada sucesivamente de izquierda a derecha, como leyendo un libro occidental. Pero eso no iba con Bacon, quien ya advirtió en su momento que no le interesaron los hechos descritos en las tragedias, tampoco la psicología de los personajes, ni tan siquiera los mitos subyacentes o los mensajes políticos de Esquilo. Bacon solamente se dejó arrastrar por la fuerza de los actos cometidos y el impacto que produjeron en él.

Síntesis acelerada del argumento de la Orestiada: el rey Agamenón vuelve triunfador de la guerra de Troya gracias al favor obtenido de los dioses, que consiguió sacrificando a su hija Ifigenia. Su esposa Clitemnestra no le perdona la inmolación de su hija ni que el monarca volviera con Casandra como concubina. Impulsada por el dolor y la afrenta, lo asesina. Orestes, hijo de ambos, a pesar de las dudas que lo embargan, venga la muerte de su padre matando a la reina y a su amante, con el apoyo de su hermana Electra. El matricida es perseguido por las erinias, las furias encargadas de castigar ciertos crímenes, pero el dios Apolo interviene para enviarlo a Atenas. Allí Atenea le garantiza un juicio popular, que absuelve al atormentado Orestes.

Ficha de la obra comentada: “Triptych inspired by the Oresteia of Aeschylus” (Tríptico inspirado en la Orestiada de Esquilo). Francis Bacon, 1981 Óleo sobre lienzo. Tríptico: cada panel: 78 x 58 in. (198 x 147,5 cm). Total aproximado del conjunto 2 m de altura por 4,5 de anchura. Titulado, fechado y firmado en la parte posterior del panel central. Catálogo razonado número: 81-03 (CR number). El tríptico estuvo durante años en el Astrup Fearnley Museet, Oslo, pero el 29 de junio de 2020, fue vendido en la casa Sotheby’s por 84,5 millones de dólares a un nuevo propietario, que no ha sido anunciado.

Dejándonos llevar por el protagonismo del número tres, nos aproximamos a la obra a través del análisis de tres cuestiones: el escenario, el mobiliario y los protagonistas aparentes.

(1) El escenario.

El primer análisis debe atender al escenario. Bacon juega con la diversidad y la unidad. A pesar de la multiplicidad provocada por la existencia de tres lienzos, propone la ilusión de un espacio unitario. Los tres paneles se acoplan formando parte de la misma escena al quedar cosidos por una misma línea horizontal (discontinua por necesidad, dado que son tres lienzos distintos, pero continua en intención). Esta línea marca, casi en el centro de su altura, la separación entre el suelo y una pared (como si fuera un sistema diédrico abatido respecto al plano que el espectador tiene enfrente). El diedro separador de ambos planos está señalado por un elemento de gran domesticidad, un rodapié, que anticipa que ese lugar es un espacio más popular que heroico.


Pero hay más: el espacio aparente tiene un fondo oculto. En primer término, se encuentra el proscenio que observa el espectador, pero hay una trastienda que se encuentra separada por la pared en la que se abren dos puertas para comunicar ambos lugares. El resultado es perturbador, porque lo visible se puebla de seres terribles y lo invisible nos sitúa ante un abismo indescifrable. Hay un sentimiento contradictorio puesto que, aunque las figuras que vemos son espantosas, estas se manifiestan y podemos, en cierto modo, prepararnos para el enfrentamiento con ellas, pero lo que pueda esconderse entre bastidores es un enigma. Podría haber allí seres y situaciones pavorosas para las que no sabríamos cómo reaccionar. Lo desconocido alimenta las pesadillas más terribles.

En la pared pictórica aparecen tres grandes rectángulos que cuentan, prácticamente, con las mismas dimensiones (ver esquema adjunto con los rectángulos amarillos). En los lienzos laterales representan sendas puertas que se abren hacia esa otra estancia encubierta. Estos “huecos” se desplazan hacia el panel intermedio como si fueran atraídos por él, potenciando la centralidad de la composición, algo que se refuerza por la apertura simétrica de las puertas. Por su parte, en este lienzo medular, el rectángulo sí ocupa el centro de su composición, simulando ser un tapiz colgado, una tela tersa y púrpura que tiene continuidad con las alfombras que se extienden por el suelo.

Este escenario adquiere profundidad gracias a las líneas convergentes trazadas en el suelo para indicar perspectiva. Nuevamente, los lienzos laterales son diferentes al central. En este las líneas acotan unos cajones-podio, mientras que en aquellos son aristas de unos extraños armazones lineales. Una particularidad de estas líneas es que todas apuntan a los vértices inferiores de sus respectivos lienzos, excepto una, la del extremo izquierdo. La estabilidad que debían transmitir esas coincidencias desaparece por la desviación de esa primera línea. Es un efecto recurrente en Bacon, presente también en este tríptico: ofrecer una simulación de equilibro falso para que el espectador reciba un inconsciente mensaje de inquietud.


Las puertas que se abren en los dos paneles laterales dan paso a un más allá insondable, solo intuido por la oscuridad manifiesta, una negritud abismal que se manifiesta en un rotundo contraste con los tonos claros y medios del suelo y de la pared de la escena. Son puertas lisas, convencionales, cuyos marcos-tapajuntas suponen una continuidad vertical del zócalo-rodapié. Además, los pomos para abrir y cerrar son esféricos, modestos, y se intuyen más de latón que de oro, reforzando esa impresión de apartamento familiar, vivencial. No estamos pues en una sala magnífica del palacio real, sino en un interior privado, hogareño, tópico, que podría encontrarse en cualquiera de las viviendas que habitamos los simples mortales. Este escenario nos sugiere que no vamos a asistir a unos acontecimientos elevados de héroes o dioses, sino a unos hechos humanos, demasiado humanos.

No vemos el dintel de las puertas. No es una figura completada y asumible, de manera que el hueco que abren no queda cerrado en nuestra mente. Como consecuencia de esa apertura se refuerza la sensación de incertidumbre y aumenta el temor sobre como pueda afectarnos lo que hay tras ellas.

(2) El mobiliario.


Complementando la base esencial arquitectónica aparecen varios elementos que conforman un extravagante mobiliario. Dos de estas piezas, que se encuentran en los paneles laterales, son casi simétricas y vuelven a reforzar el protagonismo del panel intermedio. Son dos estructuras lineales manifestadas por unas delgadas líneas rectas y curvas que pretenden formar un volumen (aunque las líneas forman un trampantojo, una imposibilidad geométrica con tres vértices en el plano superior y cuatro en inferior) Uno de esos cuatro vértices inferiores se pierde de vista en la oscuridad, tras la puerta hacia donde se dirige su arista del suelo, porque la superior no reacciona ante esa fuga. Podrían verse como unas livianas y delicadas estructuras metálicas, casi de alambre, dando cuerpo a las aristas de un poliedro (o de un fragmento de cilindro poco ortodoxo) que tendría sus caras abiertas, traspasables. Aunque estas superficies también podrían ser interpretadas como vidrios conformados, unos planos y otros curvos, cuyo borde oscurecido proporcionara la sensación volumétrica. ¿Son jaulas y observamos a sus inquilinos como si visitáramos un zoológico de seres inverosímiles? ¿Son urnas y asistimos a la consagración de esos engendros? Las curvas de estas construcciones, más simbólicas que reales, proporcionan, en cierto modo, una simetría que además de cerrar la composición transmite una sensación de falsa calma.


En el panel izquierdo, conectada con la estructura lineal, se observa una silla tubular metálica, una de esas plegables, campestres, livianas y poco voluminosas. La silla impide que la puerta se cierre y permite apreciar que en ese más allá también hay un espacio formalizado: una línea separa dos planos tonales que sugieren la existencia de un muro en perspectiva, cosa que no sucede en el panel casi simétrico de la derecha, donde la negritud es absoluta, sin el menor atisbo de espacialidad.


El mobiliario del panel central es muy diferente. En una superposición de perspectivas imposibles, varios paralelepípedos de calidades muy diferentes se montan uno sobre otro. El inferior, es un cajón entonado como el suelo, parcialmente cubierto por una alfombra púrpura y que sirve de base para apoyar sobre él un segundo cajón, este perfectamente forrado con la misma cubrición purpurada, que continua por la pared como si fuera un tapiz. Sobre ese nivel y el propio suelo se apoya una estructura de finos tubos que conforma una mesa cuya superficie, posiblemente un tablero de madera dará soporte a la figura terrible que protagoniza este lienzo. El conjunto de plataformas aparenta ser un podio para ensalzar a los héroes deportivos, un trono para representar la elevación de un monarca, o un pequeño escenario teatral, como el que suele montarse para acoger las recepciones navideñas de Papa Noel a los niños. También podría recordar una pasarela de moda, con su alfombrado aterciopelado, que eleva a los modelos del suelo para ser vistos con mejor perspectiva. Todo ello forrado del color púrpura, el color de los ropajes de los cardenales eclesiásticos, gobernantes que Bacon retrataría sin ninguna piedad.


El escenario abstracto se completa con dos apariciones enigmáticas: dos superficies blancas que sugieren conexiones con otro mundo. No son el mundo negro abisal donde parecen suceder los terribles acontecimientos. Son dos grietas, especialmente la del panel izquierdo que hasta presenta esa forma de rendija, que se abren para conectar con el metamundo. Leonard Cohen cantaba que “hay una grieta en todo. Así es como entra la luz(“There is a crack in everything. That's how the light gets in” frases del tema Anthem, incluido en el album de 1992, The Future) Son dos “puertas” blancas que se abren, quizá al espacio de la divinidad para que esta intervenga. De hecho, el ser (la furia) del panel izquierdo parece proceder de allí, del espacio habitado por espíritus y dioses. Esta “ventana” izquierda aparece horizontal, como una claraboya adaptada a la superficie de la estructura pseudocilíndrica. Por su parte, la “ventana” de la derecha es como un rectangular marco irreal, situado entre la puerta y la pared, interrumpido por la jamba de la puerta, y que es sujetado por dos tirantes del alambre superior trasero de la estructura comentada. Por estas grietas entrarían los dioses Apolo y Atenea, tan importantes en el desarrollo de los acontecimientos humanos que narra la obra.


El juego compositivo de planos y texturas de las puertas laterales con el tapiz púrpura central es sencillo. Los laterales están parcialmente partidos en vertical (con el doble tono de la oscuridad del más allá y el terroso de las puertas) mientras que el central es uniformemente púrpura. Las tintas planas (o casi planas) del escenario van a contrastar radicalmente con las texturas muy matizadas de las figuras. Para Bacon, la complejidad se encuentra en los protagonistas, no en el espacio. El espacio contiene la acción y puede informar, aunque no es causa ni efecto. Este espacio aparente actúa como una escena teatral alcanzando una notoriedad imprescindible para captar las trágicas sensaciones expresadas por Bacon, pero quienes concentran el dramatismo son los insólitos seres que lo pueblan.

(y 3) Los protagonistas aparentes.


Extraños seres, deformes, monstruosos, descompuestos, de carnosidad tumefacta, aglutinan la acción simbólica, que no narrativa. A Bacon no le interesan los hechos, ni tampoco las interpretaciones, le importan las sensaciones, los sentimientos que acompañan a los actos. Y estos se condensan en los “actores” (como sucedía en el teatro griego, donde las máscaras tipificaban el carácter de los ejecutantes). Aquí no hay máscaras, pero sí símbolos.

Toda la composición remite al panel central y es allí donde comienza el discurso. Este panel ofrece las pocas vinculaciones explícitas con la narración de Esquilo y en él arranca la causa de toda la obra. La elaborada composición del mobiliario descrito cumpliría funciones polivalentes. Sería el trono del rey Agamenón (purpurado recordando el color asignado a los cardenales, personajes poderosos que Bacon retrató inmisericordemente en más de una ocasión). Mostraría la alfombra carmesí que su esposa Clitemnestra le ofrece al monarca a su paso (con el desagrado de su marido, aunque acaba aceptando molesto el ceremonial). Sería, en definitiva, la bañera llena de la sangre del rey apuñalado por su reina.


En ese triple significado (trono, alfombra-pasarela, bañera) se produce la transformación del héroe que llega victorioso para pasar a su condición de simple marido y acabar como un mero cuerpo sin vida. La metamorfosis la representa un ser mutilado, tullido o deforme que aparece en el lugar. Tiene rasgos antropomórficos, pero recuerda las reses colgadas de los mataderos tan habituales en otras metáforas visuales de Bacon. El ser, carnoso y repulsivo, parece querer alejarse de nosotros, descendiendo desde lo alto de la mesa, en pleno proceso de mutación que todavía permite reconocer sus extremidades inferiores y un torso que se desvanece sin brazos ni cabeza. Parece desear volver sobre sí mismo con una descarnada columna vertebral que se pierde en un interior casi uterino, como un cuenco en el que otra figura roedora parece querer devorarlo. ¿O es la propia cabeza del fantasma del rey caída en esa bandeja interna y arrastrando su espina dorsal?

No importa demasiado porque ese monstruo ya no es Agamenón, ni siquiera es el recuerdo del rey y de los sucesos narrados en la primera parte de la Orestiada, (que recibe el nombre del monarca asesinado). Ese ser es un símbolo de la violencia desatada, ese ser es el culpable y la víctima. Un ser repudiado tanto por el acto cometido como por el sufrido. Esa aberración carnosa simboliza el descenso de Agamenón, el héroe, el triunfador, que baja del púlpito para desvanecerse en la nada. Se apaga el fulgor de su estrella y, sin ser consciente, desencadena el drama. La primera parte de la trilogía de Esquilo concluye y el primer panel ha desvelado su secreto.

La tragedia presenta las razones que llevaron a Clitemnestra a proceder de esa manera. Nunca perdonó a su marido que ofreciera en sacrificio a su bella hija Ifigenia para obtener el beneficio de los dioses de cara a su participación en la Guerra de Troya. Ni disculpó que tras diez años de ausencia volviera con Casandra como concubina y que esta se aposentara en el palacio. ¡No!, la reina Clitemnestra no podía soportar la afrenta y hostigada por su amante Egisto, un pariente marginado por Agamenón y que ambicionaba su trono, planeó la muerte de su marido recién llegado. Pero eso a Bacon no le interesa y lo deja fuera, en la negritud.

Ese fantasma descompuesto que preside el panel central parece Agamenón, pero es el fantasma de su culpa.

Esta aparente asociación panel-tragedia es irreal porque no hay una sucesión que discurra hacia el panel izquierdo o derecho y que pueda ser identificada con la segunda o tercera parte de la Orestiada. Primero porque el tríptico no es una narración. De hecho, las puertas, que sugieren la existencia de un más allá, nos permiten imaginar que los hechos que acontezcan tendrán lugar fuera de nuestra vista. Lo que presenciamos no es una acción sino una sensación. Nada sucede en presencia del espectador, pero este puede intuir que el insondable espacio que se abre tras las puertas alberga algo terrible. Bacon, como si fuera un autor griego esconde el hecho. En las tragedias griegas no se asesinaba en la escena, sino que esos hechos sucedían fuera y el público era informado, generalmente por el coro, que iba hilando la dramaturgia.

Dos nuevos seres, uno en cada panel lateral, reclaman nuestra atención para continuar la obra. Pero no hay un orden sucesivo entre ambos, porque la pintura central remite a los dos y en esos extremos se produce la continuación simultánea de la Orestiada.


De la estructura tubular del panel izquierdo cuelga un extraño ser como si fuera un murciélago boca abajo. Otro engendro imposible de identificar con ninguno de los animales que pueblan la tierra. Es un ser deforme, de coloraciones carnosas, pero tumefactas y, sobre todo, manchado de sangre. Esta aberración orgánica parece enroscar su cuerpo a la barra superior curva de la estructura. Sus extremidades superiores, una especie de brazos terminados en manos/garras, se proyectan hacia adelante en una actitud aparente de petición o amenaza. Su supuesta cabeza, puntiaguda muestra un único ojo, o una boca, con un cuerno de apariencia blanda que señala la composición del reguero sanguinolento del suelo. Parece que ese cuerno enrojecido habría sido el causante la sangre que zigzaguea por el suelo. Ese ser de otro mundo, manchado de sangre en brazos y cuerpos, muestra una protuberancia helicoidal que parece expulsar-disparar sangre (el chorro de pintura es violencia desatada, incontrolada, la sangre disparada como una explosión) y parece esconder su cola en lo alto en una dimensión desconocida, quizá su lugar mítico de procedencia, al margen del mundo oscuro sugerido por la puerta. Es la Furia, una de las representantes de la venganza ante los crímenes familiares, las temidas erinias, cuyo nombre no debía ser pronunciado.


Solo una línea, también purpurada, con forma de rayo zigzagueante que sugiere el rastro de la sangre vertida distorsiona la aparente serenidad de la escena. La sangre viene de más allá de la puerta, de lo desconocido, de donde se producen los acontecimientos que solo los protagonistas conocen, mientras que todos los demás, suponemos, creemos o simplemente observamos. 

Consumado el asesinato del rey Agamenón por parte de su esposa Clitemnestra, se pone en marcha la venganza automática. La justicia antigua se basaba en la venganza, era la única manera de mantener el orden, alimentando el miedo a la represalia de los herederos del finado. Los hijos de Agamenón, Orestes y Electra, enterados de los hechos con todos sus detalles, deciden acabar con su madre. Las coéforas son las esclavas griegas que portaban las bebidas en las casas nobles y en la tragedia que lleva su nombre, la segunda parte de la trilogía, componen el coro que da continuidad a la acción. Orestes se plantea el dilema de asesinar a su madre, que no lo reconoce tras su llegada. Finalmente, decide acabar tanto con el usurpador Egisto como con su propia madre, a pesar de las peticiones de clemencia de esta cuando es consciente de la situación y descubre que la persona que la amenaza es su propio hijo. Clitemnestra recuerda que las furias lo perseguirán sin descanso. Pero Orestes ejecuta su plan.


El panel derecho
del tríptico de Bacon muestra otra figura, esta vez con una apariencia más humana, aunque quizá solo sea porque el proceso de descomposición ha comenzado más tarde y aparece menos deformada que las anteriores, con órganos todavía reconocibles, piernas y torso, aunque con muñones en lugar de extremidades superiores, y sin cabeza. Pero esos muñones son protuberancias que bien podían ser unas agarrotadas y deformes extremidades, pero que también recuerdan las de la furia del panel izquierdo. En una simetría simbólica, quizá la figura se está convirtiendo en furia.

La monstruosa figura sería Orestes, quien ya dentro de la estructura lineal, que es prácticamente simétrica a la del panel izquierdo, se dirige hacia la puerta que comunica con el oscuro interior desconocido. La figura está dividida por la hoja de la puerta, en una especie de reflejo especular, o simetría axial siguiendo el eje vertical de la puerta. La figura se duplica. Dos en uno o uno en dos. Quizá el Oreste victima en su juventud y verdugo finalmente. Quizá Orestes y Electra unidos por su afán de venganza. Quizá un doble Orestes, el atormentado y el absuelto, que, aun habiéndose librado del castigo, guardará para siempre la pena de los actos cometidos. Quizá es Orestes duplicado por sus dudas, debatiéndose entre la creencia de haber satisfecho la justicia reclamada por los dioses, haber cumplido con su deber y el arrepentimiento por el crimen. Quizá no es más que un fantasmagórico ser humano aborrecido por la decisión terrible que lo ha dislocado entre lo que pudo hacer y lo que no pudo evitar, entre la libertad y la necesidad de sus actos. Una especie de duplicidad orgánica que se reúne sobre el suelo como una sombra carnosa, como un derretido orgánico que conecta las dos mitades del extraño ser atravesado por la puerta. En un juego, nuevamente simétrico entre la sangre derramada y la carne derretida. Sangre y carne engarzados en el exoesqueleto de alambre. No es el ser el que atraviesa la puerta, es la puerta la que lo atraviesa a él. Los acontecimientos lo superan, no puede decidir, está obligado por la necesidad. No hay libertad, sino determinismo total del mito.

En la tercera parte de la trilogía, Las Euménides, Orestes huye a Atenas siguiendo el consejo de Apolo que le recomienda buscar la protección de Atenea. La diosa propone un juicio popular en el Areópago en el que los mejores ciudadanos de la polis decidirían el destino del desesperado prófugo. Las furias ejercen de fiscal acusador, Orestes se defiende a sí mismo. Apolo lo apoya y Atenea acaba tomando partido por él. El veredicto final absuelve a Orestes (en parte gracias a algunos argumentos inconcebibles en nuestra sociedad actual, como es el de otorgar mayor valor a los hombres que a las mujeres). Entonces, las innombrables Erinias, son rebautizadas con el eufemismo Euménides (benévolas), en espera de que cesen el hostigamiento tras la sentencia tomada por los hechos ocurridos, renunciando, muy a su pesar, al papel de potenciadoras de la ira, de valedoras del rencor, de hostigadoras de la venganza, para aceptar la sentencia del juicio propiciado por Atenea, la diosa protectora de la polis ática.

El mensaje de Esquilo y el mensaje de Bacon.

El mensaje principal de la obra de Esquilo es la evolución de la justicia. La venganza impetuosa era la forma de justicia antigua mientras que en el final de la tragedia se presenta otro modo, moderno y civilizado: la celebración de un juicio. En un juicio se escuchan argumentos de una y otra parte para que un juez o un jurado decidan la sentencia racionalmente, alejada del impulsivo y visceral desagravio tradicional expresado en el “ojo por ojo y diente por diente”.

También han dejado de intervenir los dioses, con sus resoluciones frívolas o dependientes de intereses circunstanciales o incluso inclinadas a la causa de los grupos dominantes. En la obra de Esquilo, Orestes es absuelto, pero lo fundamental no es el veredicto, sino el hecho de que son los hombres quienes deciden su destino. Esquilo también explora sentimientos, pecados y virtudes enfrentando a sus personajes a decisiones trascendentales.

Pero este mensaje, no le interesa a Bacon. Quizá hubiera podido resultarle atractiva la idea de la transformación-descomposición de las instituciones antiguas, pero nunca se hubiera sentido demasiado motivado por la aparición de otras nuevas operativas. A Bacon solamente le motivó el impacto que produjeron en él los horribles actos cometidos. No le interesa el tema de la culpa ni el remordimiento.

El tríptico de Bacon rezuma desesperación, violencia, y aislamiento. No hay interacción en la escena, lo que sucede, ocurre a escondidas (¿en el subconsciente?) y lo que aflora es la soledad, la duda, la culpa, el pecado. Lo que se abre tras las puertas es el abismo donde reside el mal.


[1] MAUBERT, Frank. L'odeur du sang humain ne me quitte pas des yeux. Conversations avec Francis Bacon. Ed. Fayard. París, 2009. [El olor a sangre humana no se me quita de los ojos. Conversaciones con Francis Bacon. Traducción, Fernando González Fernández Corugedo. Ed. Acantilado. Barcelona, 2012] (p. 13). La frase atribuida por Bacon a Esquilo sorprendió a Maubert hasta el punto de que la utilizó como título de su entrevista. Según precisa Maubert en el propio libro “tras consultar varias traducciones de la Orestíada de Esquilo, no he podido encontrar la frase que citaba Bacon: «El olor a sangre humana no se me quita de los ojos», frase que da título a este libro. Me la dijo en varias ocasiones, en francés, haciéndola suya. Algunas veces me pregunto si no será una traducción del propio Bacon, más fuerte que la formulación que puede encontrarse aquí o allá (particularmente en Leconte de Lisie) para este verso: «El olor a sangre humana me halaga» (Las Euménides, escena V)”. [Leconte de Lisie es uno de los traductores al francés de la obra de Esquilo]

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