Alejandría
fue una estrella rutilante que acabaría agotando su fulgor. Pero en su
extinción dejaría una estela mítica que evoca momentos excelsos de la
antigüedad y convive con la que es la segunda ciudad en importancia de Egipto
(tras El Cairo).
Hay por eso
dos Alejandrías, una que existe y otra desaparecida (o quizá no). Una que se
afana en recordar y otra que olvida lo que fue. El mito y la realidad comparten
el mismo espacio para hablarnos de cosmopolitismo y de localismo, de tolerancia
e intransigencia, de diversidad y de fanatismo, de excelencia cultural y de
pobreza intelectual. En definitiva, de los extremos del comportamiento humano,
reflejados en un lugar que se debate entre la historia más o menos legendaria y
la actualidad más o menos pragmática de una ciudad mediterránea.
Nos
acercaremos al mito de Alejandría en
dos artículos. En este primero acotaremos las claves de la ciudad legendaria y
en el segundo la describiremos y la relacionaremos con la actual.
Ciudades que existen
y no existen, a la vez (el mito y la realidad).
Hay ciudades cuyo pasado alberga momentos de
gran esplendor, épocas resplandecientes en las que, por motivos diversos,
alcanzaron a ser referencias absolutas para el resto del mundo. Esas ciudades
atesoran la memoria de aquel tiempo glorioso con monumentos (formas
arquitectónicas específicas o construcciones históricas que permanecen) o con documentos
(fuentes primarias o relatos que narran lo sucedido, escritos por especialistas
rigurosos o novelistas de ficción, e incluso por inventores de leyendas). Pero
la herencia recibida es un arma de doble filo, porque en todo legado cultural se teje un incierto juego entre realidad y
ficción.
La ciudad y
la arquitectura de la época que se celebra ya no existen, en el sentido de que
el pasado se fue, llevándose a sus protagonistas y a buena parte de sus
escenarios (que, en el caso de mantenerse, suelen contener importantes
transformaciones). Los edificios han variado bien por el deterioro del tiempo,
bien por la acción humana (reconstrucciones / intervenciones), y el entorno en
el que se levantaron es diferente. Calles, plazas, o la masa residencial que los
contextualizaba ya no son lo mismo.
Tampoco se
libran los documentos del flirteo entre autenticidad e ilusión. La historia
revela hechos pretendidamente veraces, pero es difícil librarla de la
interpretación que, desde cada presente, se realiza de los acontecimientos pretéritos
(tantas veces respondiendo a intereses inconfesables). Y, desde luego, está la
ficción que disimula sus falacias. Los relatos legendarios suelen buscar un
apoyo (más o menos ligero) en sucesos acaecidos, pero se elevan desde ellos
para construir una fábula fantástica que también suele estar motivada por
anhelos del presente (justificaciones, ensalzamientos, etc.).
Es, en ese trecho que va de la realidad a la
ficción donde se construyen los mitos, en cuya labor, el protagonismo lo tienen
las narraciones. Porque una ruina o un edificio embalsamado puede evocar,
pero la mayoría de las veces es difícil la “reconstrucción” mental del
escenario primitivo (sobre todo para los no especialistas). Por eso, la creación
de un relato que oriente la mirada, magnifique lo relevante, oculte lo negativo
o accesorio, ensalce los logros y envuelva de glamour la historia (incluso
tejida con leyendas si vienen al caso) es la base principal para la creación
del mito. La arquitectura puede ser el detonante, actuando como la magdalena de
Marcel Proust, trasladando el pensamiento a esas épocas no vividas por el
observador, pero será la narración evocadora la que instale definitivamente al
espectador en ese pasado idealizado.
De hecho, uno
de los primeros esfuerzos que se realizan es la elaboración de un eslogan que identifique
la ciudad con su periodo de apogeo. Pensemos en la “Roma de los césares”, en el
“París de la Belle Époque”, en la “Viena Fin de Siglo”, en la “Córdoba Omeya”,
la “Granada Nazarí”, en el “Moscú de la Revolución” o en el “Madrid de los
Austrias”, por citar algunos ejemplos.
Todos los mitos requieren distancia. Porque la lejanía implica
indefinición y esto anima el misterio. Es precisamente ahí, en la
indeterminación que se mueve entre lo visible y lo oculto, entre lo constatado
y lo desconocido, donde acaba surgiendo un halo fantástico que alimenta el
mito. Y no hay mayor distancia que la temporal. El tiempo conlleva olvidos y
permite la proliferación de leyendas que suelen apoyarse (o no) en algún hecho
cierto, pero cuyo desarrollo se basa en la ficción. Estos relatos maravillosos
nutren y engrandecen los mitos que se instalan en el inconsciente colectivo de
la comunidad y que son puntualmente legados a las generaciones siguientes.
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Sir Lawrence Alma-Tadema idealizó la antigüedad con sus
pinturas, contribuyendo a crear un imaginario sobre el mundo clásico. En la
imagen detalle de “Primavera (spring)” (1894)
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El mito nace cuando la realidad se
teje con leyendas y no es posible discernir la verdad de la ficción. Pero el mito urbano no anula a la
realidad. Todo lo contrario, la refuerza proporcionando a la ciudad una
identidad muy poderosa. Y hay ciudades en las que ese contraste entre el pasado
y el presente es muy radical, porque quedan pocas muestras palpables del
esplendor perdido y solamente el ejercicio mental de dejarse llevar por las
sugerentes historias nos permite recrear aquellos tiempos perdidos.
En
consecuencia, la ciudad existe y no
existe a la vez. Existe porque la pisamos y la percibimos, porque podemos
experimentar su arquitectura y sentir la presencia de sus gentes. Pero no
existe en la medida de que el pasado se desvaneció y no nos queda más que la
evocación que se instala en nuestra mente. En ese trabajo siempre ha ayudado la
imaginación de pintores de historia que, con mayor o menor rigor, creaban un
imaginario sobre el sucedido. En la actualidad, ciertas aplicaciones de realidad virtual pretenden acercar
esos paisajes perdidos, haciéndonos creer que podemos viajar en el tiempo. Todo
es una ilusión, pero aún, aceptándola, no pedimos evitar nuestra fascinación al
“conectar” con esas gloriosas épocas pretéritas.
Alejandría es una de esas ciudades
míticas y reales a la vez. Fue una estrella rutilante que acabaría agotando su fulgor. Pero en su
extinción dejaría una estela mítica que evoca momentos excelsos de la
antigüedad y convive con la que es la segunda ciudad en importancia de Egipto
(tras El Cairo). Hay por eso dos Alejandrías (obviando las diversas ciudades
que Alejandro Magno fundó con su nombre en su periplo conquistador). Una que
existe y otra desaparecida (o quizá no). Dos Alejandrías que pertenecen a
mundos distintos. Una al mundo material, palpable; y otra a un mundo etéreo,
presente en la mente de quien la evoca (porque no somos nosotros quien
habitamos esa ciudad, sino que es la ciudad quien reside en nuestro cerebro).
Dos Alejandrías, una que se afana en recordar y otra que olvida lo que fue. El
mito y la realidad comparten el mismo espacio para hablarnos de cosmopolitismo
y de localismo, de tolerancia e intransigencia, de diversidad y de fanatismo,
de excelencia cultural y de pobreza intelectual. En definitiva, de los extremos
del comportamiento humano, reflejados en un sugerente lugar que se debate entre
la historia más o menos legendaria y la actualidad más o menos pragmática de una
ciudad mediterránea.
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Reconstrucción virtual de Alejandría en tiempos de la
reina Cleopatra (Cleopatra VI) realizada por los especialistas de National
Geographic (que analizaremos en la segunda parte del artículo)..
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El mito de Alejandría.
Dicen las
crónicas que la Alejandría clásica era una ciudad blanca, levantada con una
piedra refulgente que, bajo el sol, casi dañaba a la vista y que permitía la
visión nocturna cuando era bañada por la luz de la luna. Cuentan que Alejandría
era una ciudad extraordinaria, monumental, repleta de grandes edificios y
majestuosas avenidas; una ciudad rica que lideraba el comercio mediterráneo;
una ciudad donde pululaban miles de almas (se calcula que en torno a quinientas
mil personas en su mejor momento), algunas de las cuales eran las mentes más
preclaras de la antigüedad; una ciudad, en definitiva, que fascinaba al
visitante y dejaba un recuerdo imborrable en su cabeza.
Hemos
recibido noticia de aquella fastuosa Alejandría a través de las descripciones realizadas
por escritores hechizados por su encanto y de los escasos vestigios que se
conservan de su grandeza (aunque los arqueólogos siguen buscando). No obstante,
esas fuentes son material suficiente para excitar nuestra imaginación y conjeturar
esplendores remotos, evocar escenarios ya desaparecidos, o soñar con aventuras
y personajes fascinantes, comenzando por su heroico fundador, Alejandro Magno.
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El Teatro romano del barrio Kom-el-Deka es uno de los
vestigios que permanecen para recordar el esplendor grecorromano de Alejandría.
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Pero el joven
y ambicioso rey de Macedonia no vería culminada la obra que comenzó en el año
331 a.C. Serían otros, quienes, tras su temprana muerte, elevarían a Alejandría
hasta la cima. Concretamente, la dinastía de los Ptolomeos, iniciada por uno de
los generales más capaces de Alejandro, que modelaría el escenario para
convertirlo en el principal del Mediterráneo oriental, llegando a competir en
el futuro con la mismísima Roma. La Alejandría griega asentaría su preeminencia
en su prosperidad económica, que le permitiría levantar un escenario monumental
y fabuloso (en el que destacó el grandioso Faro, que sería una de las siete
maravillas del mundo antiguo).
No obstante, serían las innovadoras aportaciones en la ciencia y en el pensamiento las
que irían forjando el mito. Los helenísticos
Ptolomeos crearon el Museion, el
hogar de las musas, pretendiendo emular la institución ateniense. En sus aulas,
laboratorios, observatorios y, en su biblioteca, trabajaron y se educaron
científicos, literatos y eruditos. Y allí, recalaron artistas y pensadores de
primer nivel que llegaban a Alejandría atraídos por el prestigio de esa
institución. Así comenzaría el sustrato
cultural que alimentaría el mito, sustentado entonces, más por las ciencias
que por las letras. Avanzarían las matemáticas con, por ejemplo, Euclides o
Apolonio; la geografía y la astronomía, con Eratóstenes y Claudio Ptolomeo; o
la medicina, con Erasístrato.
Las ciencias
brillaron inicialmente más que el arte o la literatura, pero la filosofía iría
adquiriendo peso en la época romana, sobre todo con el neoplatonismo de Plotino,
que crearía escuela. Con la oficialización del cristianismo, el pensamiento religioso
alcanzaría cotas muy elevadas y la autoridad de Alejandría como sede patriarcal
sería enorme. En la Alejandría del siglo IV discutieron Arrio y Atanasio sobre
la naturaleza de Cristo con trascendental influencia sobre la comunidad
cristiana.
Quizá el
mayor símbolo de aquella excelencia alejandrina, centro del saber del mundo
clásico, fue la biblioteca (o las bibliotecas,
porque realmente hubo dos) donde se albergaba el conocimiento de la época. Las
dos bibliotecas fueron, la principal (la “madre”) vinculada al Museion, y la “hija”, relacionada con el
Templo de Serapis (Serapeum) y que
llegaría a ser mayor que la matriz. Las dos serían destruidas por la
intransigencia humana y, los estimados entre quinientos y setecientos mil
libros (pergaminos) que conservaban, desaparecieron para siempre, y con ellos
una inapreciable parte de la cultura antigua.
También esa Alejandría
albergó un cosmopolita conglomerado humano que incluía comerciantes,
mercaderes, marineros y visitantes de todo el mundo conocido, que deambulaban
por sus zocos, prostíbulos, puertos y palacios, generando un ambiente
hiperactivo.
Pero esa Alejandría ya no existe. Se
desvaneció en el tiempo golpeada por catástrofes naturales, por la codicia
humana, por el fanatismo, por la incomprensión, por la soberbia.
Lamentablemente, Alejandría tendría en algunas de sus virtudes su mayor
castigo. Pero, a pesar de no tener presencia física, aquella Alejandría legendaria
no abandona la ciudad actual, sino que se entrelaza con ella, intentando
conjugar el mito con la realidad para elevarla por encima de la vulgaridad.
Con el final
de la Alejandría clásica comenzaría el mito de la ciudad. Ciertamente, la
ciudad fue agredida por la naturaleza,
que quizá no soportaba su perfección. Seísmos y maremotos comenzarían a quebrar
a la altiva ciudad con efectos desastrosos. La costa modificó su línea y parte
de la ciudad quedó sumergida (dificultando la labor arqueológica). Pero los problemas
no llegaron solamente de la acción directa de fenómenos naturales, ya que
también actuaron en “diferido”. En algunas zonas, el suelo no resistió el peso
de aquellas fabulosas construcciones que, literalmente, se hundieron. Todo esto
sucedió principalmente en el puerto oriental (Magnus Portus) y su entorno, pero también con algunas de las
ciudades del entorno alejandrino como Canopo
o Heracleion.
Los problemas
continuaron para Alejandría con la competencia
de otras urbes. Primero, cuando el emperador Constantino decidió levantar
una nueva capital para el Imperio Romano. Constantinopla sería la nueva gran ciudad del
Mediterráneo oriental eclipsando el resplandor de Alejandría. En la misma
línea, otro golpe muy duro fue la fundación de El Cairo, que se convertiría en la capital de Egipto, desplazando
a Alejandría.
Pero con
todo, la devastación más importante de la ciudad tuvo que ver con la acción humana. Los motivos son
variados. Desde luego, guerras y batallas, o sobreexplotación de recursos, que
llegarían a modificar el curso del Nilo, aislando el lago meridional de
Alejandría, cegando canales y arrinconando a la ciudad. Y también la intolerancia.
Y el fanatismo. Porque la obsesiva intransigencia humana socavaría los
cimientos de una Alejandría que había brillado culturalmente. Y también se
acabaría con la Alejandría cosmopolita, huida con la emigración forzada de las
numerosas y diferentes comunidades que la habitaron.
No obstante,
su caída sería paulatina. La admirable Alejandría de los primeros Ptolomeos,
mantenida a duras penas por los últimos reyes de la dinastía, recibió un primer
azote como consecuencia de los conflictos internos de Roma, que fueron
dirimidos en el escenario alejandrino. Las disputas entre Julio César y
Pompeyo, o entre Marco Antonio y Octavio Augusto, con la inestimable
participación de la reina Cleopatra, darían fin a una etapa brillante. No
obstante, la Alejandría romana conservaría buena parte de su preminencia. Pero,
las dificultades del bajo imperio y, sobre todo, el sectarismo del primer cristianismo,
atizaron el fuego destructivo. En el año 391, el emperador Teodosio ordenó la
destrucción de todos los templos paganos (que se llevaría también por delante
el Serapeum y su apreciable
biblioteca) y poco después, en el 415, un grupo de fanáticos conocidos como los
Monjes Negros atacarían otros símbolos de la cultura alejandrina, particularmente
la Gran Biblioteca que ardió con su contenido. Hipatia, matemática y filósofa,
defensora del gran centro, fue asesinada, no pudiendo evitar la desaparición de
miles de pergaminos con obras trascendentales, que se perdieron definitivamente.
Todo esto, sumado a una fuerte epidemia de peste a finales del siglo VI,
dejaron a la ciudad en un estado de “coma vegetativo”.
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Alejandría se transformó en una ciudad musulmana
alejada del pasado grecorromano. Imagen de la silueta del puerto oriental
presidida por la mezquita Abu El Abbas El Mursi.
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Los
conquistadores musulmanes, que llegaron en el siglo VII, encontraron una ciudad
empobrecida y con pocos habitantes, incapaces de mantener la ingente herencia
recibida. Entonces nacería una nueva
Alejandría, muy distinta de la ciudad original. Se redefinió el trazado y
se delimitó con una muralla que abarcaba una superficie mucho menor que la inicial.
Se abandonó el puerto interior y se consolidó un nuevo y reducido asentamiento
sobre los sedimentos que fueron acumulándose junto al Heptastadion. En ese istmo sobrevenido, que unió definitivamente la
isla de Pharos con el continente,
surgiría una auténtica ciudad musulmana,
con su trazado laberíntico, tan alejado de la solemne regularidad del
planteamiento original de Dinócrates. Desaparecidos los grandes referentes
urbanos clásicos (Cesareum, Palacio
Real, Faro, Museion, etc.), los
árabes levantarían, sobre las iglesias, numerosas mezquitas que modificarían
definitivamente el perfil de la ciudad.
La referida
sucesión de catástrofes (como los diferentes terremotos que terminarían por
hacer desaparecer el gran Faro, cuyos restos servirían para cimentar la
fortaleza musulmana de Qait Bey) o la
creación de una nueva capital para Egipto, El Cairo, harían que aquella
Alejandría medieval profundizara en su crisis. Por eso, cuando, en 1798,
Napoleón Bonaparte llegó a Egipto, en el solar de la antigua Alejandría,
encontró una aldea miserable, poblada por no más de siete mil personas.
Pero,
Alejandría, no solo sobreviviría, sino que se recuperaría social y
económicamente en las primeras décadas del siglo XIX, aupada por la renovada
actividad de su puerto, que el gobernador de Egipto, Mehmet Alí, impulsó con el
objetivo de recuperar una salida importante al mar Mediterráneo. Alejandría
emprendería entonces la senda de la prosperidad para llegar a situarse como la
segunda ciudad en importancia de Egipto (tras El Cairo). Hoy la ciudad supera
los 4,5 millones de habitantes con una extensión que multiplica por diez la
superficie de la gran Alejandría clásica.
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El “malecón” o la “corniche” son apelativos que recibe
el frente marítimo del actual puerto oriental de Alejandría (Avenida 26 de
Julio).
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Pero la
prosperidad actual no oculta la nostalgia del paraíso perdido. Hay una Alejandría literaria narrada por poetas
como Kostantin Kavafis o escritores como E.M. Forster, Lawrence Durrell o Pierre
Louÿs, que se han zambullido en esa sensación de decadencia o de tristeza
procedente del recuerdo de un pasado esplendoroso del que no queda nada. Es, a
través de sus ojos, por donde apreciamos el mito, porque la ciudad
contemporánea puede defraudar. Quizá aquella remota Alejandría no sea más que
un invento de la ciudad actual que busca anclarse en la eternidad. En cualquier
caso, esa melancolía es parte del mito, aunque quizá está más presente en los
visitantes (que añoran la ciudad que no existe) que en los residentes (que
aspiran a disfrutar de la Alejandría que les ha tocado vivir).
(continua en el segundo artículo en el que se describe esa Alejandría mítica y se relaciona con la
actual).
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