14 ene 2018

Ciudades que existen y no existen a la vez: Alejandría, entre el mito y la realidad (segunda parte)

Alejandría existe y no existe, porque la bulliciosa ciudad actual parece olvidar el mito que pervive en la memoria y que es testimoniado por las escasas ruinas del antiguo esplendor (como las del Serapeum)
Alejandría fue una de las principales ciudades de la antigüedad. Una gran parte de su éxito es atribuible a su extraordinaria localización, determinada por la formación del Delta del Nilo. Aquella ciudad fundada por Alejandro Magno se encumbraría como un centro principal del mundo clásico, tanto en la política o la economía como en la cultura o la religión.
Planificada racionalmente como una retícula ortogonal que seguía los criterios hipodámicos, dotada de edificios monumentales (como la Gran Biblioteca o su impresionante Faro, que fue una de las siete maravillas de la antigüedad), la ciudad sería escenario de pasiones descontroladas que casi acabaron con ella. Hoy, la mayor parte de aquella Alejandría ha desaparecido físicamente, pero sigue presente, porque se encuentra bien implantada en nuestro imaginario colectivo. Por eso la gran urbe actual intenta conjugar el mito y la realidad.
Nos estamos acercando a Alejandría en dos artículos. En un primer artículo, acotamos las claves del mito alejandrino, mientras que en este segundo describimos aquella fascinante urbe y la relacionamos con la actual.


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Un solar de ensueño para la materialización del sueño de Alejandro.
Si Alejandría llegó a ser lo que fue, una gran parte del mérito hay que atribuírselo a su extraordinaria ubicación, tanto por su localización geográfica como por las características particulares del sitio. No obstante, hay que anticipar que, como veremos al final del artículo, muchas de las fantásticas condiciones del entorno que animaron su esplendor, han desaparecido.
Estas condiciones tienen que ver fundamentalmente con el Delta del Nilo y su ancestral proceso de formación. Actualmente, el Delta del Nilo es el territorio que acompaña a la desembocadura del grandioso rio, que se consolidó gracias al depósito de los sedimentos transportados. El nombre de “delta” los pusieron los griegos, porque su forma recordaba al símbolo triangular de su letra delta mayúscula (Δ). Efectivamente, el Delta del Nilo es un inmenso triangulo (invertido si vemos el mapa con el norte hacia arriba) cuyos vértices estarían aproximadamente en Alejandría (noroeste), Port Said (noreste) y El Cairo (sur). La “base”, sería el litoral mediterráneo que va de Alejandría a Port Said con unos 240 kilómetros de recorrido. La “altura” del triángulo, que iría perpendicularmente desde la costa hasta El Cairo, mediría unos 160 kilómetros. La extraordinaria fertilidad del delta posibilitaría su denso poblamiento y fundamentaría la civilización del Antiguo Egipto, identificándose ese territorio con el denominado Bajo Imperio.
Mapa del Delta del Nilo y las características del territorio. Los dos brazos actuales de la desembocadura eran siete en la época clásica.
Pero miles de años atrás, cuando el delta todavía no se había constituido, toda la zona estaba cubierta por las aguas del mar. La costa, entonces situada aproximadamente en la frontera del actual desierto, era una inhóspita región de piedra caliza. En el acantilado pétreo se abrió una grieta (un poco más al sur del actual Cairo) y la corriente del Nilo comenzó a desaguar en el Mediterráneo. Los lodos que transportaba el río fueron sedimentándose hasta configurar el delta mientras que el cauce se “deshilachaba” en diferentes brazos que desembocarían en el nuevo litoral (hasta siete en la antigüedad). En la actualidad el Nilo se divide en dos ramas principales, Damietta y Rosetta, que desembocan en el Mediterráneo en las ciudades del mismo nombre.
En ese proceso formativo del delta, la zona noroeste (el solar de la futura Alejandría) tendría un desarrollo particular. Ese punto estaba determinado por un promontorio muy longitudinal (con un kilómetro y medio de anchura, aproximadamente), también de piedra caliza, que sobresalía sobre el nivel de las aguas y que sería el responsable de fijar la línea del litoral definitivo por esa zona. Allí, el rio Nilo se topaba con el obstáculo y, junto a él, se irían acumulando los lodos arrastrados, consolidando parte de la llanura del delta noroccidental. En ese proceso, surgiría el lago Maryut (Mareotis, en la antigüedad clásica), un lago de agua dulce conectado con el sistema fluvial que lo alimentaba. Al no poder atravesar la barrera, el agua se vertería en el mar al final del promontorio (junto al cabo Abukir), en la que fue la más occidental de las salidas del río al mar, denominada “boca Canópica” (que acabaría cegada con el tiempo, como veremos)
Dentro de este proceso general, existiría un punto singular, motivado por otra elevación, igualmente caliza, paralela al promontorio referido por el lado del mar, pero de mucho menor recorrido. Esta cordillera, mayoritariamente subterránea, tendría una emergencia en forma de isla (la isla de Pharos, hoy colina de Ras-el Tin) con una importante presencia de arrecifes. Esta isla sería clave en la selección del sitio de Alejandría.
Mapa esquemático sobre el entorno próximo de la Alejandría clásica.
Con eso, quedaba conformado, en lo esencial, el paisaje definitivo del solar alejandrino: en el centro, el alargado promontorio calizo que define la costa longitudinalmente; al sur de este “eje”, los terrenos de aluvión y el gran lago Mareotis; y al norte, el Mediterráneo, con la isla de Pharos, que creaba un canal natural básico para los futuros puertos alejandrinos.
Recreación de la Alejandría clásica en su entorno (dibujo de Jean Claude Golvin)
Hasta la llegada de Alejandro Magno, solamente unos pocos pescadores, agrupados en una pequeña aldea, llamada Rhakotis, aprovechaban las bondades del lugar. Pero el gran conquistador supo captar el potencial estratégico de aquel singular punto del litoral mediterráneo africano. Alejandro buscaba una capital para el imperio que estaba creando. Era macedonio y no deseaba proporcionar ese privilegio a ninguna ciudad griega, ni a ninguna de las otras ciudades preeminentes (como la fenicia Tiro, que fue muy dañada en su conquista). No obstante, Alejandro sí deseaba una buena comunicación con las polis de la Hélade y el resto de la costa, por eso, el litoral del delta del Nilo parecía una opción idónea, y dentro de él, el punto descrito se reveló como la ubicación ideal. Ese escenario de ensueño, bendecido por la bondad del clima mediterráneo y los vientos frescos del norte, garantizaba, además, gracias al sistema fluvial del Nilo, una magnífica comunicación con las tierras egipcias y su abundante producción agrícola, así como con las rutas caravaneras que seguían los mercaderes procedentes de oriente.
Alejandro llamaría a uno de los más reputados arquitectos y planificadores urbanos de la época para trazar la nueva ciudad: Dinócrates de Rodas. Corría el año 331 a.C. y se estaban fijando las bases de una de las más grandes ciudades de la antigüedad.
En el centro, plano de 1866 dibujado por Mahmoud Bey con el trazado de Dinócrates sobre la topografía original hipotética. Arriba, detalle de la zona occidental y debajo, detalle del sector oriental. 

Alejandría clásica, una ciudad grecorromana legendaria.
El promontorio que se convertiría en el solar para la nueva ciudad no era homogéneo y presentaba varios cerros y vaguadas que le proporcionaban un carácter geográfico que sería aprovechado por Dinócrates. Este se había educado en los postulados hipodámicos, es decir en las cuadrículas urbanas que planteó Hipodamo de Mileto y trazó para Alejandría una retícula ortogonal adaptada a la orientación del litoral y a las características del relieve.
El damero se basaba en una serie de calles paralelas a la costa que medían algo más de cinco kilómetros y otras, perpendiculares a estas, cuya longitud era de aproximadamente dos kilómetros. El perímetro de la ciudad sería amurallado, pero no de forma rectangular, sino quebrado debido a los accidentes geográficos existentes, llegando prácticamente a los dieciséis kilómetros de recorrido.
En este esquema se destacaron dos vías. La gran avenida (más o menos este-oeste, siguiendo la orientación del eje del promontorio y del litoral marítimo) era la Vía Canópica que a su longitud añadió una anchura en torno a los 32 metros. En sus extremos se situaron las puertas principales de la ciudad: La Puerta de Helios o del Sol en el este (por donde sale el astro rey) y en el extremo contrario, el occidental, la Puerta de Selene o Puerta de Luna. Cruzándose perpendicularmente con la anterior, más o menos de norte a sur, pero no en su centro, sino aprovechando una de las vaguadas que unían el mar y el lago, se trazó la Via Apameia. Esta era más corta, como hemos visto, pero más ancha, unos 34 metros. Estas dos vías estaban porticadas en sus fachadas (cubriendo un espacio de unos siete metros). El cruce de ambas vías se convirtió en un ágora, un espacio que no llegó a tener la importancia que presentaba en otras ciudades porque el gran “centro” urbano estuvo vinculado a la impresionante zona palaciega septentrional (y, en parte, a la actividad de los puertos). No obstante, el ágora tuvo un gran simbolismo porque fue el lugar escogido para que reposaran los restos de Alejandro Magno (el Soma, mausoleo que también desapareció).
Hipótesis sobre el aspecto de la via Canópica en la Alejandría clásica.
La ciudad se estructuró en diferentes barrios. La vía Canópica dividía la ciudad en dos sectores principales. Al norte de la calle se levantaría la zona institucional y pública, con los puertos y los edificios oficiales y de gobierno, mientras que al sur se ubicaron los barrios residenciales para la población. En la parte suroriental, más tranquila, se encontraban los griegos, mientras que, en la suroccidental, más bulliciosa (y donde estaba Rhakotis, la pequeña aldea de pescadores preexistente, que quedó integrada dentro del recinto) residían los egipcios, que trabajaban en los muelles próximos. Rhakotis, se encaramaba a una de las colinas interiores que acabaría teniendo gran notoriedad porque ejercería de acrópolis. En su cima se edificó el Serapeum, el Templo de Serapis, el nuevo dios propuesto por Ptolomeo Sóter, el monarca fundador de la dinastía, al fusionar los cultos a Osiris y Apis, con la intención de satisfacer a helenos y egipcios. Junto al Serapeum, ubicado en el actual recinto arqueológico en el que se levanta la llamada “Columna de Pompeyo”, se instalaría la “segunda” biblioteca alejandrina. 
Maqueta que reconstruye hipotéticamente el Serapeum alejandrino.
El extremo nororiental de la ciudad, más allá de los palacios y algo separado topográficamente, sería habitado por la comunidad judía. Como decimos, el barrio principal fue sin duda la próxima al puerto oriental donde su ubicaron los grandes edificios institucionales. Era el llamado Brucheion (Bruchium romano) que albergaba los palacios reales de la dinastía tolemaica, así como el Museion, la institución cultural más importante del mundo helenístico (que contaría con su archifamosa biblioteca). Este barrio acogería diferentes templos, residencias (como la de Marco Antonio), la gran plaza comercial (el Emporion), gimnasios, teatros, etc.
Una decisión trascendental para la ciudad (tanto para la organización grecorromana como para su futuro musulmán) fue la creación de un dique/puente (aunque con aperturas) que unía la isla de Pharos con el continente. Fue el denominado Heptastadion, por su longitud de siete estadios (unos 1.219 metros; 1 estadio = 174,125 metros). Este dique separaba lo que serían los dos puertos marítimos de la ciudad, el occidental, Eunostos, que estuvo dedicado al comercio; mientras que el oriental, llamado Magnus, estaba relacionado con los Palacios reales y el tráfico institucional. En la esquina de la isla Pharos que cerraba este puerto oriental se levantó la grandiosa torre de señales y orientación marítima que, con sus estimados 120 metros de altura, se convirtió en una de las siete maravillas del mundo antiguo. Proyectado por el arquitecto Sóstrato de Cnido hacia el año 280 a.C., no queda rastro del mismo, pero su espectacularidad dio nombre a todas esas torres de señales fundamentales en la navegación marítima de entonces: los faros. Aún habría un tercer puerto, en este caso interior, en el borde del lago Mareotis. Este puerto se denominó Lymnaeus y daba acceso al sistema del rio Nilo con suficiente calado para embarcaciones importantes. Además, la ciudad se dotó con una serie de canales que abastecían de agua y facilitaban el transporte interior.
Plano de la Alejandría clásica en la época de Cleopatra.
La esplendorosa Alejandría helenística iría decayendo con los últimos monarcas de la dinastía de los Ptolomeos. Esta situación sufriría un importante shock con la llegada de los romanos en el 48 a.C. en un contexto histórico muy turbulento. Alejandría fue el escenario de buena parte de las disputas internas por el poder en la entonces república romana. La situación se calmaría con el ascenso definitivo al poder de Octavio Augusto y el comienzo del imperio. Alejandría quedaría dentro de la órbita romana con un estatus singular y recuperaría buena parte de su prosperidad creciendo demográficamente (algunas estimaciones fijan su población en casi 500.000 personas, siendo la segunda ciudad del imperio tras la propia capital).
Nuevas construcciones irían engrandeciendo la majestuosidad alejandrina aumentando su leyenda. Pero, prácticamente no queda nada de todo esto. Con la caída del Imperio romano, Alejandría se vería sometida a una sucesión de desgracias que acabarían con su riqueza.  Primero, maltratada por desastres naturales (seísmos, maremotos, peste, etc.), que sumergieron algunas zonas y derribaron edificios icónicos (como el Faro); pero, sobre todo, Alejandría sufriría los enfrentamientos derivados de intereses humanos (fanatismos religiosos, conflictos bélicos, etc.). Las consecuencias serían funestas para la ciudad. En consecuencia, la ciudad se vio semiabandonada, hecho que limitaría gravemente su capacidad para hacerse cargo del imprescindible mantenimiento de su entorno, El descuido, la falta de inversión o de esfuerzo permitieron que los sedimentos rellenaran la boca Canópica del Nilo, que los canales se cegaran y que el lago Mareotis se aislara por la misma razón del sistema fluvial que lo nutría. Alejandría, arrinconada, se había “desconectado” del resto de Egipto y la antigua capital egipcia entró en una espiral de imparable decadencia.
Superposición entre el trazado grecorromano (en negro) y la ciudad musulmana en la primera mitad del siglo XX (en sepia). Pueden apreciarse las dos transformaciones iniciales: la conversión del Heptastadion en istmo y el nuevo recinto amurallado musulmán (mucho menor que el griego)

Alejandría contemporánea, una ciudad musulmana diferente.
La conquista de los árabes en el siglo VII viró radicalmente el rumbo de Alejandría. Había dejado de ser la fabulosa urbe grecorromana y en su lugar subsistía una ciudad empobrecida y escasamente habitada. Los recién llegados no le prestaron demasiada atención ya que apostarían por otra, creada por ellos y más sintonizada con sus intereses, El Cairo. Ciertamente, el mito de Alejandría les suscitaba admiración, pero ellos eran una civilización oriental y terrestre, muy ajena al occidente grecorromano y al mundo del mar que habían caracterizado el esplendoroso pasado de la ciudad. No la entendieron, y por eso la reconfiguraron drásticamente, adaptándola a la nueva situación y a sus necesidades.
Dos transformaciones marcarían el destino de la ciudad. La primera tuvo un origen natural: la reconversión de la isla de Pharos en la península de Ras-el-Tin, debido al bajo el aporte de tierras traídas por el mar, que convertirían el dique Heptastadion, que unía la isla al continente, en un istmo definitivo. Ese insólito “solar” sería el escogido para levantar una nueva ciudad (la conocida actualmente como “barrio turco”, que acogería alguno de los nuevos hitos urbanos, como la mezquita de Abu el Abbas). La otra metamorfosis sería más artificial, ya que los árabes establecieron un nuevo límite amurallado para la Alejandría que encontraron, fijando un recinto mucho menor que el griego y que, además, forzó la desaparición de la mayor parte de la ordenada trama de Dinócrates. Apoyándose en ese borde, la ciudad se iría reconfigurando como un dislocado conglomerado de tramas yuxtapuestas.
Alejandría en 1959. Detalle del Barrio turco.

Alejandría en 1959. Detalle del dislocado conglomerado de tramas que sustituyó al ordenado trazado de Dinócrates (la línea roja cercana a la horizontalidad es la antigua Via Canópica, hoy avenida Al-Horreya)

Imagen de la fortaleza de Qait Bay, levantada en la ubicación del antiguo Faro de Alejandría.
La aturdida ciudad iría adoptando de manera paulatina las claves de una ciudad musulmana. La ausencia de los grandes edificios clásicos, la construcción de nuevos hitos (como la fortaleza de Qait Bay, construida sobre el desaparecido Faro) y el derribo o reconversión de muchas de las iglesias cristianas daría paso a las mezquitas cuyos minaretes otorgarían a la ciudad una nueva identidad.
Pero Alejandría resurgiría de sus cenizas. La ciudad saldría de su letargo en las primeras décadas del siglo XIX gracias al gobierno de Mehmet Alí, que volvió a apostar por ese puerto mediterráneo. Mehmet Alí potenció los muelles marítimos y construyó nuevos canales (como el Mahmoudiyah) que volverían a “conectar” la ciudad con el territorio egipcio, favoreciendo una nueva etapa de bonanza para la ciudad (al que contribuyó también la primera línea ferroviaria que conectó El Cairo con Alejandría en 1856). La apertura hacia el exterior de país conllevaría el restablecimiento de la ciudad comercial y propiciaría el asentamiento de delegaciones inglesas y francesas, principalmente, que levantarían una arquitectura colonial que proporcionaría a Alejandría un nuevo contexto fascinante y exótico.
Plano de Alejandría en 1920, la ciudad que vivió Kavafis en sus últimos años y que describió E.M. Forster.
Calle Saad Zaghloul en la primera mitad del siglo XX.
En ese restaurado hervidero cosmopolita, el mito de Alejandría tendría una edad de plata” durante el periodo entreguerras del siglo XX. La ciudad había alcanzado elevadas cotas de prosperidad mercantil y comerciantes y gentes de muchos lugares se movían incansablemente por sus calles y puertos. Egipcios, griegos, ingleses, franceses, etc. recuperaron, en parte, el carácter multicultural de Alejandría, que no estuvo exento de tensiones entre los diferentes grupos, pero que sería la base de una extraordinaria diversidad creativa. En aquel ambiente surgiría la poesía de Konstantin Kavafis (1863-1933), poeta nacido en Alejandría, pero cuya familia era griega y procedía de Constantinopla. La singular obra de Kavafis se anclaría en el remoto pasado alejandrino, helenista, mediterráneo, culto y bello para reflexionar sobre su presente. En su poesía, dioses y héroes son protagonistas de una búsqueda interior estética y moral, inmersos en un entorno turbulento que presagia la decadencia. Kavafis sería el símbolo de esa última Alejandría ya legendaria, “extraña y evocadora” (en palabras de Lawrence Durrell) que fue descrita con devoción por otro escritor muy notable: E.M. Forster (1879-1970), quien residió varios años en la ciudad y sería un gran amigo de Kavafis. Su deliciosa “Alejandría. Historia y Guía” es un tributo que fija el retrato de aquella ciudad que también ha desaparecido.
Alejandría padece de una peculiar esquizofrenia arquitectónica, representada en sus bazares, zocos y mezquitas por un lado (arriba, imagen del zoco Attarine) y en el aroma colonial y occidental de lugares el Palacio Ras-el-Tin construido a mediados del siglo XIX (imagen inferior)
Los acontecimientos políticos que siguieron a la Segunda Guerra Mundial (como la llegada al poder de Nasser en 1956 y las nacionalizaciones que decretó) supondrían la emigración de miles de alejandrinos de origen europeo, que se vieron obligados a abandonar la ciudad. Alejandría se sumió en una crisis de identidad que tuvo, desde luego, su manifestación económica, pero también cultural, mostrando una fuerte decadencia intelectual. No obstante, con el tiempo, Alejandría recuperaría su crecimiento y prosperidad (la ciudad actual se extiende por la costa a lo largo de algo más de veinticinco kilómetros con una anchura que no suele superar los tres, dando cobijo a 4,5 millones de personas). Pero esa recuperada opulencia se encuentra instalada en una monotonía derivada de la homogeneización árabe que cerró la que era una puerta abierta al exterior.
La “mancha urbana” de Alejandría se extiende por la costa a lo largo de algo más de veinticinco kilómetros con una anchura que no suele superar los tres, dando cobijo a 4,5 millones de personas.
Hoy, Alejandría es una ciudad bulliciosa y vibrante que padece una peculiar esquizofrenia arquitectónica, representada, por un lado, en sus bazares, zocos y mezquitas y, por otro, en el aroma colonial y occidental de lugares como la “corniche” que acompaña el antiguo puerto real. Poco queda del trazado de Dinócrates, con la vía Canópica transformada en la actual Al-Horreya y su perpendicular principal en Sharia el-Nebi Daniel. La ciudad actual tiene un nuevo centro en la plaza El-Tahrir, un espacio singular formado por un rectángulo de unos 60 metros de ancho y algo más de 500 metros de longitud que cuenta con un brazo perpendicular que se dirige hacia el puerto oriental (la plaza Al Gonday Al Maghool, también rectangular con unos 65 metros de anchura y 300 de longitud).

El Stanley Bridge, en la costa, al oeste de la ciudad antigua es uno de los emblemas de la Alejandría moderna.

La arquitectura de Alejandría muestra su diversidad cultural.
Con todo, Alejandría es una de esas ciudades que existen y no existen porque en la Alejandría contemporánea es difícil escuchar los ecos de aquellas lejanas historias extraordinarias.

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