Alejandría
fue una de las principales ciudades de la antigüedad. Una gran parte de su
éxito es atribuible a su extraordinaria
localización, determinada por la formación del Delta del Nilo. Aquella
ciudad fundada por Alejandro Magno se encumbraría como un centro principal del mundo clásico, tanto en la política o la
economía como en la cultura o la religión.
Planificada racionalmente como una retícula ortogonal que
seguía los criterios hipodámicos, dotada de edificios monumentales (como la Gran Biblioteca o su impresionante Faro, que fue una de las siete
maravillas de la antigüedad), la ciudad sería escenario de pasiones
descontroladas que casi acabaron con ella. Hoy, la mayor parte de aquella Alejandría ha desaparecido físicamente, pero
sigue presente, porque se encuentra bien implantada en nuestro imaginario
colectivo. Por eso la gran urbe actual intenta conjugar el mito y la realidad.
Nos estamos
acercando a Alejandría en dos artículos. En un primer artículo, acotamos las claves del mito alejandrino, mientras
que en este segundo describimos aquella fascinante urbe y la relacionamos con
la actual.
Un solar de ensueño
para la materialización del sueño de Alejandro.
Si Alejandría
llegó a ser lo que fue, una gran parte del mérito hay que atribuírselo a su
extraordinaria ubicación, tanto por su localización geográfica como por las
características particulares del sitio. No obstante, hay que anticipar que,
como veremos al final del artículo, muchas de las fantásticas condiciones del
entorno que animaron su esplendor, han desaparecido.
Estas
condiciones tienen que ver fundamentalmente con el Delta del Nilo y su
ancestral proceso de formación. Actualmente, el Delta del Nilo es el territorio que acompaña a la desembocadura del
grandioso rio, que se consolidó gracias al depósito de los sedimentos
transportados. El nombre de “delta” los pusieron los griegos, porque su forma
recordaba al símbolo triangular de su letra delta mayúscula (Δ).
Efectivamente, el Delta del Nilo es un inmenso triangulo (invertido si vemos el
mapa con el norte hacia arriba) cuyos vértices estarían aproximadamente en
Alejandría (noroeste), Port Said (noreste) y El Cairo (sur). La “base”, sería
el litoral mediterráneo que va de Alejandría a Port Said con unos 240 kilómetros
de recorrido. La “altura” del triángulo, que iría perpendicularmente desde la
costa hasta El Cairo, mediría unos 160 kilómetros. La extraordinaria fertilidad
del delta posibilitaría su denso poblamiento y fundamentaría la civilización
del Antiguo Egipto, identificándose ese territorio con el denominado Bajo
Imperio.
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Mapa del Delta del Nilo y las características del
territorio. Los dos brazos actuales de la desembocadura eran siete en la época
clásica.
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Pero miles de
años atrás, cuando el delta todavía no se había constituido, toda la zona
estaba cubierta por las aguas del mar. La costa, entonces situada
aproximadamente en la frontera del actual desierto, era una inhóspita región de
piedra caliza. En el acantilado pétreo se abrió una grieta (un poco más al sur
del actual Cairo) y la corriente del Nilo comenzó a desaguar en el
Mediterráneo. Los lodos que transportaba el río fueron sedimentándose hasta
configurar el delta mientras que el cauce se “deshilachaba” en diferentes
brazos que desembocarían en el nuevo litoral (hasta siete en la antigüedad). En
la actualidad el Nilo se divide en dos ramas principales, Damietta y Rosetta, que
desembocan en el Mediterráneo en las ciudades del mismo nombre.
En ese
proceso formativo del delta, la zona noroeste (el solar de la futura
Alejandría) tendría un desarrollo particular. Ese punto estaba determinado por
un promontorio muy longitudinal (con un kilómetro y medio de anchura,
aproximadamente), también de piedra caliza, que sobresalía sobre el nivel de
las aguas y que sería el responsable de fijar la línea del litoral definitivo
por esa zona. Allí, el rio Nilo se topaba con el obstáculo y, junto a él, se
irían acumulando los lodos arrastrados, consolidando parte de la llanura del
delta noroccidental. En ese proceso, surgiría el lago Maryut (Mareotis, en la
antigüedad clásica), un lago de agua dulce conectado con el sistema fluvial que
lo alimentaba. Al no poder atravesar la barrera, el agua se vertería en el mar
al final del promontorio (junto al cabo Abukir),
en la que fue la más occidental de las salidas del río al mar, denominada “boca Canópica” (que acabaría cegada con
el tiempo, como veremos)
Dentro de
este proceso general, existiría un punto singular, motivado por otra elevación,
igualmente caliza, paralela al promontorio referido por el lado del mar, pero
de mucho menor recorrido. Esta cordillera, mayoritariamente subterránea,
tendría una emergencia en forma de isla (la isla de Pharos, hoy colina de Ras-el
Tin) con una importante presencia de arrecifes. Esta isla sería clave en la
selección del sitio de Alejandría.
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Mapa esquemático sobre el entorno próximo de la
Alejandría clásica.
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Con eso,
quedaba conformado, en lo esencial, el paisaje definitivo del solar alejandrino:
en el centro, el alargado promontorio calizo que define la costa
longitudinalmente; al sur de este “eje”, los terrenos de aluvión y el gran lago
Mareotis; y al norte, el
Mediterráneo, con la isla de Pharos,
que creaba un canal natural básico para los futuros puertos alejandrinos.
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Recreación de la Alejandría clásica en su entorno
(dibujo de Jean Claude Golvin)
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Hasta la
llegada de Alejandro Magno, solamente unos pocos pescadores, agrupados en una
pequeña aldea, llamada Rhakotis, aprovechaban las bondades
del lugar. Pero el gran conquistador supo captar el potencial estratégico de aquel
singular punto del litoral mediterráneo africano. Alejandro buscaba una capital
para el imperio que estaba creando. Era macedonio y no deseaba proporcionar ese
privilegio a ninguna ciudad griega, ni a ninguna de las otras ciudades
preeminentes (como la fenicia Tiro, que fue muy dañada en su conquista). No
obstante, Alejandro sí deseaba una buena comunicación con las polis de la Hélade y el resto de la
costa, por eso, el litoral del delta del Nilo parecía una opción idónea, y
dentro de él, el punto descrito se reveló como la ubicación ideal. Ese
escenario de ensueño, bendecido por la bondad del clima mediterráneo y los
vientos frescos del norte, garantizaba, además, gracias al sistema fluvial del
Nilo, una magnífica comunicación con las tierras egipcias y su abundante
producción agrícola, así como con las rutas caravaneras que seguían los
mercaderes procedentes de oriente.
Alejandro
llamaría a uno de los más reputados arquitectos y planificadores urbanos de la
época para trazar la nueva ciudad: Dinócrates
de Rodas. Corría el año 331 a.C. y se estaban fijando las bases de una de
las más grandes ciudades de la antigüedad.
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En el centro, plano de 1866 dibujado por Mahmoud Bey
con el trazado de Dinócrates sobre la topografía original hipotética. Arriba,
detalle de la zona occidental y debajo, detalle del sector oriental.
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Alejandría clásica, una ciudad grecorromana legendaria.
El promontorio
que se convertiría en el solar para la nueva ciudad no era homogéneo y
presentaba varios cerros y vaguadas que le proporcionaban un carácter
geográfico que sería aprovechado por Dinócrates. Este se había educado en los
postulados hipodámicos, es decir en las cuadrículas urbanas que planteó Hipodamo
de Mileto y trazó para Alejandría una retícula ortogonal adaptada a la
orientación del litoral y a las características del relieve.
El damero se
basaba en una serie de calles paralelas a la costa que medían algo más de cinco
kilómetros y otras, perpendiculares a estas, cuya longitud era de
aproximadamente dos kilómetros. El perímetro de la ciudad sería amurallado,
pero no de forma rectangular, sino quebrado debido a los accidentes geográficos
existentes, llegando prácticamente a los dieciséis kilómetros de recorrido.
En este esquema
se destacaron dos vías. La gran
avenida (más o menos este-oeste, siguiendo la orientación del eje del
promontorio y del litoral marítimo) era la Vía Canópica que a su longitud añadió una anchura en torno a los 32 metros. En
sus extremos se situaron las puertas principales de la ciudad: La Puerta de
Helios o del Sol en el este (por donde sale el astro rey) y en el extremo
contrario, el occidental, la Puerta de Selene o Puerta de Luna. Cruzándose perpendicularmente
con la anterior, más o menos de norte a sur, pero no en su centro, sino
aprovechando una de las vaguadas que unían el mar y el lago, se trazó la Via
Apameia. Esta era más corta, como hemos visto, pero más ancha, unos 34
metros. Estas dos vías estaban porticadas en sus fachadas (cubriendo un espacio
de unos siete metros). El cruce de ambas vías se convirtió en un ágora, un
espacio que no llegó a tener la importancia que presentaba en otras ciudades
porque el gran “centro” urbano estuvo vinculado a la impresionante zona
palaciega septentrional (y, en parte, a la actividad de los puertos). No
obstante, el ágora tuvo un gran simbolismo porque fue el lugar escogido para
que reposaran los restos de Alejandro Magno (el Soma, mausoleo que también desapareció).
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Hipótesis sobre el aspecto de la via Canópica en la
Alejandría clásica.
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La ciudad se
estructuró en diferentes barrios. La vía Canópica dividía la ciudad en dos
sectores principales. Al norte de la calle se levantaría la zona institucional
y pública, con los puertos y los edificios oficiales y de gobierno, mientras
que al sur se ubicaron los barrios residenciales para la población. En la parte
suroriental, más tranquila, se encontraban los griegos, mientras que, en la suroccidental,
más bulliciosa (y donde estaba Rhakotis,
la pequeña aldea de pescadores preexistente, que quedó integrada dentro del
recinto) residían los egipcios, que trabajaban en los muelles próximos. Rhakotis, se encaramaba a una de las
colinas interiores que acabaría teniendo gran notoriedad porque ejercería de
acrópolis. En su cima se edificó el Serapeum,
el Templo de Serapis, el nuevo dios propuesto por Ptolomeo Sóter, el monarca
fundador de la dinastía, al fusionar los cultos a Osiris y Apis, con la
intención de satisfacer a helenos y egipcios. Junto al Serapeum, ubicado en el actual recinto arqueológico en el que se
levanta la llamada “Columna de Pompeyo”, se instalaría la “segunda” biblioteca
alejandrina.
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Maqueta que reconstruye hipotéticamente el Serapeum
alejandrino.
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El extremo nororiental de la ciudad, más allá de los palacios y
algo separado topográficamente, sería habitado por la comunidad judía. Como
decimos, el barrio principal fue sin duda la próxima al puerto oriental donde
su ubicaron los grandes edificios institucionales. Era el llamado Brucheion (Bruchium romano) que albergaba los palacios reales de la dinastía
tolemaica, así como el Museion, la
institución cultural más importante del mundo helenístico (que contaría con su
archifamosa biblioteca). Este barrio acogería diferentes templos, residencias
(como la de Marco Antonio), la gran plaza comercial (el Emporion), gimnasios, teatros, etc.
Una decisión
trascendental para la ciudad (tanto para la organización grecorromana como para
su futuro musulmán) fue la creación de un dique/puente (aunque con aperturas)
que unía la isla de Pharos con el
continente. Fue el denominado Heptastadion, por su longitud de
siete estadios (unos 1.219 metros; 1 estadio = 174,125 metros). Este dique
separaba lo que serían los dos puertos
marítimos de la ciudad, el
occidental, Eunostos, que estuvo dedicado al comercio; mientras que el
oriental, llamado Magnus, estaba relacionado con los Palacios reales y el tráfico
institucional. En la esquina de la isla Pharos
que cerraba este puerto oriental se levantó la grandiosa torre de señales y
orientación marítima que, con sus estimados 120 metros de altura, se convirtió
en una de las siete maravillas del mundo antiguo. Proyectado por el arquitecto
Sóstrato de Cnido hacia el año 280 a.C., no queda rastro del mismo, pero su
espectacularidad dio nombre a todas esas torres de señales fundamentales en la
navegación marítima de entonces: los faros. Aún habría un
tercer puerto, en este caso interior, en el borde del lago Mareotis. Este puerto se denominó Lymnaeus
y daba acceso al sistema del rio Nilo con suficiente calado para embarcaciones importantes.
Además, la ciudad se dotó con una serie de canales que abastecían de agua y
facilitaban el transporte interior.
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Plano de la Alejandría clásica en la época de Cleopatra.
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La
esplendorosa Alejandría helenística iría decayendo con los últimos monarcas de
la dinastía de los Ptolomeos. Esta situación sufriría un importante shock con
la llegada de los romanos en el 48 a.C. en un contexto histórico muy turbulento.
Alejandría fue el escenario de buena parte de las disputas internas por el
poder en la entonces república romana. La situación se calmaría con el ascenso
definitivo al poder de Octavio Augusto y el comienzo del imperio. Alejandría quedaría
dentro de la órbita romana con un estatus singular y recuperaría buena parte de
su prosperidad creciendo demográficamente (algunas estimaciones fijan su
población en casi 500.000 personas, siendo la segunda ciudad del imperio tras
la propia capital).
Nuevas
construcciones irían engrandeciendo la majestuosidad alejandrina aumentando su
leyenda. Pero, prácticamente no queda nada de todo esto. Con la caída del
Imperio romano, Alejandría se vería sometida a una sucesión de desgracias que
acabarían con su riqueza. Primero, maltratada
por desastres naturales (seísmos, maremotos, peste, etc.), que sumergieron
algunas zonas y derribaron edificios icónicos (como el Faro); pero, sobre todo,
Alejandría sufriría los enfrentamientos derivados de intereses humanos (fanatismos
religiosos, conflictos bélicos, etc.). Las consecuencias serían funestas para
la ciudad. En consecuencia, la ciudad se vio semiabandonada, hecho que
limitaría gravemente su capacidad para hacerse cargo del imprescindible
mantenimiento de su entorno, El descuido, la falta de inversión o de esfuerzo permitieron
que los sedimentos rellenaran la boca Canópica del Nilo, que los canales se
cegaran y que el lago Mareotis se
aislara por la misma razón del sistema fluvial que lo nutría. Alejandría,
arrinconada, se había “desconectado” del resto de Egipto y la antigua capital
egipcia entró en una espiral de imparable decadencia.
Alejandría
contemporánea, una ciudad musulmana diferente.
La conquista
de los árabes en el siglo VII viró radicalmente el rumbo de Alejandría. Había
dejado de ser la fabulosa urbe grecorromana y en su lugar subsistía una ciudad
empobrecida y escasamente habitada. Los recién llegados no le prestaron
demasiada atención ya que apostarían por otra, creada por ellos y más sintonizada
con sus intereses, El Cairo. Ciertamente, el mito de Alejandría les suscitaba admiración, pero ellos
eran una civilización oriental y terrestre, muy ajena al occidente grecorromano
y al mundo del mar que habían caracterizado el esplendoroso pasado de la ciudad.
No la entendieron, y por eso la reconfiguraron drásticamente, adaptándola a la
nueva situación y a sus necesidades.
Dos transformaciones marcarían el
destino de la ciudad.
La primera tuvo un origen natural: la reconversión de la isla de Pharos en la península de Ras-el-Tin,
debido al bajo el aporte de tierras traídas por el mar, que convertirían el
dique Heptastadion, que unía la isla
al continente, en un istmo definitivo. Ese insólito “solar” sería el escogido
para levantar una nueva ciudad (la conocida actualmente como “barrio turco”, que acogería alguno de
los nuevos hitos urbanos, como la mezquita de Abu el Abbas). La otra metamorfosis sería más artificial, ya que los
árabes establecieron un nuevo límite
amurallado para la Alejandría que encontraron, fijando un recinto mucho
menor que el griego y que, además, forzó la desaparición de la mayor parte de
la ordenada trama de Dinócrates. Apoyándose en ese borde, la ciudad se iría
reconfigurando como un dislocado conglomerado de tramas yuxtapuestas.
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Alejandría en 1959. Detalle del Barrio turco.
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Imagen de la fortaleza de Qait Bay, levantada en la ubicación
del antiguo Faro de Alejandría.
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La aturdida
ciudad iría adoptando de manera paulatina las claves de una ciudad musulmana.
La ausencia de los grandes edificios clásicos, la construcción de nuevos hitos
(como la fortaleza de Qait Bay,
construida sobre el desaparecido Faro) y el derribo o reconversión de muchas de
las iglesias cristianas daría paso a las mezquitas cuyos minaretes otorgarían a
la ciudad una nueva identidad.
Pero
Alejandría resurgiría de sus cenizas. La ciudad saldría de su letargo en las
primeras décadas del siglo XIX gracias al gobierno de Mehmet Alí, que volvió a
apostar por ese puerto mediterráneo. Mehmet Alí potenció los muelles marítimos
y construyó nuevos canales (como el Mahmoudiyah)
que volverían a “conectar” la ciudad con el territorio egipcio, favoreciendo
una nueva etapa de bonanza para la ciudad (al que contribuyó también la primera
línea ferroviaria que conectó El Cairo con Alejandría en 1856). La apertura
hacia el exterior de país conllevaría el restablecimiento de la ciudad
comercial y propiciaría el asentamiento de delegaciones inglesas y francesas,
principalmente, que levantarían una arquitectura colonial que proporcionaría a
Alejandría un nuevo contexto fascinante y exótico.
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Plano de Alejandría en 1920, la ciudad que vivió
Kavafis en sus últimos años y que describió E.M. Forster.
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Calle Saad Zaghloul en la primera mitad del siglo XX.
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En ese
restaurado hervidero cosmopolita, el mito de Alejandría tendría una “edad
de plata” durante el periodo entreguerras del siglo XX. La ciudad había
alcanzado elevadas cotas de prosperidad mercantil y comerciantes y gentes de
muchos lugares se movían incansablemente por sus calles y puertos. Egipcios,
griegos, ingleses, franceses, etc. recuperaron, en parte, el carácter
multicultural de Alejandría, que no estuvo exento de tensiones entre los
diferentes grupos, pero que sería la base de una extraordinaria diversidad creativa.
En aquel ambiente surgiría la poesía de Konstantin
Kavafis (1863-1933), poeta nacido en Alejandría, pero cuya familia era
griega y procedía de Constantinopla. La singular obra de Kavafis se anclaría en
el remoto pasado alejandrino, helenista, mediterráneo, culto y bello para
reflexionar sobre su presente. En su poesía, dioses y héroes son protagonistas
de una búsqueda interior estética y moral, inmersos en un entorno turbulento que
presagia la decadencia. Kavafis sería el símbolo de esa última Alejandría ya
legendaria, “extraña y evocadora” (en palabras de Lawrence Durrell) que fue
descrita con devoción por otro escritor muy notable: E.M. Forster (1879-1970), quien
residió varios años en la ciudad y sería un gran amigo de Kavafis. Su deliciosa
“Alejandría. Historia y Guía” es un
tributo que fija el retrato de aquella ciudad que también ha desaparecido.
Los
acontecimientos políticos que siguieron a la Segunda Guerra Mundial (como la
llegada al poder de Nasser en 1956 y las nacionalizaciones que decretó) supondrían
la emigración de miles de alejandrinos de origen europeo, que se vieron
obligados a abandonar la ciudad. Alejandría se sumió en una crisis de identidad
que tuvo, desde luego, su manifestación económica, pero también cultural, mostrando
una fuerte decadencia intelectual. No obstante, con el tiempo, Alejandría
recuperaría su crecimiento y prosperidad (la ciudad actual se extiende por la
costa a lo largo de algo más de veinticinco kilómetros con una anchura que no
suele superar los tres, dando cobijo a 4,5 millones de personas). Pero esa
recuperada opulencia se encuentra instalada en una monotonía derivada de la
homogeneización árabe que cerró la que era una puerta abierta al exterior.
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La “mancha urbana” de Alejandría se extiende por la
costa a lo largo de algo más de veinticinco kilómetros con una anchura que no
suele superar los tres, dando cobijo a 4,5 millones de personas.
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Hoy, Alejandría es una ciudad bulliciosa y
vibrante que padece una peculiar esquizofrenia arquitectónica,
representada, por un lado, en sus bazares, zocos y mezquitas y, por otro, en el
aroma colonial y occidental de lugares como la “corniche” que acompaña el antiguo puerto real. Poco queda del
trazado de Dinócrates, con la vía Canópica transformada en la actual Al-Horreya y su perpendicular principal
en Sharia el-Nebi Daniel. La ciudad
actual tiene un nuevo centro en la plaza El-Tahrir,
un espacio singular formado por un rectángulo de unos 60 metros de ancho y algo
más de 500 metros de longitud que cuenta con un brazo perpendicular que se
dirige hacia el puerto oriental (la plaza Al
Gonday Al Maghool, también rectangular con unos 65 metros de anchura y 300
de longitud).
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El Stanley Bridge, en la costa, al oeste de la ciudad
antigua es uno de los emblemas de la Alejandría moderna.
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La arquitectura de Alejandría muestra su diversidad
cultural.
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Con todo,
Alejandría es una de esas ciudades que existen y no existen porque en la
Alejandría contemporánea es difícil escuchar los ecos de aquellas lejanas
historias extraordinarias.
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