La Segunda Guerra Mundial fue traumática para muchas ciudades.
Algunas sufrieron destrucciones terribles y otras, aunque lograron escapar de
ellas, no pudieron evitar la depresión que generaba el conflicto. París se
encontraba entre estas últimas y la Ville lumière vio como sus luces
se apagaban.
Pero tras la finalización de la contienda, la capital
francesa, cual ave fénix, resurgiría de sus cenizas. Unas nuevas luminarias
iban a alumbrar la ciudad, que recuperaría su influencia como referencia
internacional para la cultura. La Rive Gauche del rio Sena y el barrio
latino serían los escenarios de una intelectualidad primero existencialista
y después estructuralista. Es más, en mayo de 1968, ese caldo de
cultivo originaría otro movimiento social, la revuelta estudiantil que, desde
esas mismas calles, dejaría una huella indeleble en la historia. París volvía a
marcar el ritmo.
Cuando la Ville lumière volvió a encenderse
tras el apagón en la IIWW.
La Segunda Guerra Mundial fue traumática para muchas
ciudades. Algunas sufrieron destrucciones terribles y otras, aunque lograron
escapar de ellas, no pudieron evitar la depresión que generaba el conflicto.
París se encontraba entre estas últimas y la Ville lumière vio como
sus luces se apagaban. Nueva York se había alzado con el oficioso título de
capital mundial, elevándose hasta esa privilegiada posición gracias a su capacidad
para ejercer de motor económico planetario, pero sobre todo por irradiar una
imagen de rabiosa modernidad, pletórica de automóviles y rascacielos, y por su
disposición para acoger a los genios más descollantes, capaces de cocinar las tendencias
artísticas más rompedoras.
París comenzó a ser conocida como la “ciudad de la luz” por
la impresión que causaba desde que, en el siglo XVII, Nicolás de la Reynie,
jefe de la policía parisina en la época de Luis XIV, decidió mejorar la seguridad
de las calles durante la noche, con miles de antorchas y linternas de velas
colocadas en calles y fachadas de los edificios. La fascinación por aquella
profusión de alumbrado público generó el apelativo que acabaría designando
también la metáfora de París como faro iluminador por su relevancia
internacional.
No obstante, en aquellos años centrales del siglo XX, hacía
ya mucho tiempo que París no era cabeza política y económica del mundo y,
además, también había perdido el paso en el mundo del arte. La ciudad que,
entre finales del siglo XIX y principios del siguiente, supo atraer y cultivar
el talento de muchos artistas que abrieron horizontes inimaginables, ya no dictaba
modas. El ímpetu de impresionistas, cubistas, surrealistas se había desvanecido
y sus obras miraban al espectador desde los museos, recordándole que habían
sido concebidas en una ciudad efervescente. Pero, aquella terrorífica guerra,
que transformó radicalmente el mundo, había hecho que París perdiera su
burbujeo.
Pero tras la finalización de la contienda, París, cual ave
fénix, resurgiría de sus cenizas. Unas luminarias nuevas iban a alumbrar la
ciudad, que recuperaría su influencia como referencia internacional para la
cultura. Porque si el arte de vanguardia había abandonado la ciudad, a esta siempre
le quedaba el recurso de las ideas. París había sido una cuna privilegiada de directrices
que seguirían no solo la nación francesa sino otros muchos países. Lo había
demostrado cuando la Revolución francesa cambió el rumbo de la historia. Por
eso, en aquella posguerra depresiva y desorientada, la capital, que veía sus
luces muy atenuadas, volvió a encenderse con un esplendor inusitado, apareciendo
como el faro intelectual que el mundo necesitaba. Al menos en la órbita occidental,
porque los estadounidenses, tan válidos para algunas cosas, no destacaban por
sus aptitudes filosóficas.
Desde luego el ámbito filosófico germánico era potentísimo,
pero los alemanes carecían de la capacidad de seducción que un selecto grupo de
escritores y profesores de La Sorbona sí tenía. Y fue precisamente en esa
universidad y en el barrio que la acogía (el barrio latino) y en las calles
y cafés de la Rive Gauche del rio Sena donde se situaría el epicentro
del terremoto intelectual que producirían el existencialismo y el estructuralismo
franceses. Es más, en mayo de 1968, ese caldo de cultivo originaría otro
movimiento social, la revuelta estudiantil que, desde esas mismas calles,
dejaría una huella indeleble en la historia.
Jean-Paul Sartre en una terraza de la Rive Gauche. El
barrio de Saint-Germain y sus cafés, la Sorbona y el barrio latino fueron los
escenarios habituales de la intelectualidad parisina de posguerra.
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París volvía a marcar el ritmo del pensamiento. Durante las
décadas de 1940 y 1950, un grupo de intelectuales encabezados por Jean-Paul
Sartre abanderarían el existencialismo francés, una corriente de
pensamiento que se esforzó en entender el complicado mundo que les había tocado
vivir. En las décadas siguientes de 1960 y 1970, cuando la estrella
existencialista declinaba, París logró mantener el liderazgo aprovechando el
impulso de pensadores e investigadores de diferentes campos, como Claude
Lévi-Strauss, Jacques Lacan, Louis Althusser o Michel Foucault, que propusieron
el estructuralismo como método para afrontar la comprensión del mundo.
La sucesión de filósofos existencialistas y estructuralistas
ha sido agrupada por algunos historiadores bajo la etiqueta de “Escuela de
París”, en referencia a la coincidencia espacio temporal y a la gran influencia
que ejercieron. Fueron adorados por sus numerosos seguidores que eran, no solo
parisinos o franceses, sino procedentes de otras muchas partes del mundo que
acudían a su encuentro en aquel París deslumbrante intelectualmente. Los
prestigiosos maîtres á penser los recibían de buen grado ejerciendo sus
liturgias docentes en la universidad o en las cafeterías, llegando a mitificar
esa Rive Gauche del Sena que volvió a situar a París en la cúspide de la
filosofía y de la literatura (Albert Camus recibió el Premio Nobel de
literatura en 1957 y Sartre en 1964, aunque este lo rechazó; no obstante, la
Institución hizo caso omiso confirmando la concesión).
La Rive Gauche y el Quartier Latin: el
escenario de la intelectualidad postbélica.
Rive Gauche (margen izquierda, del rio Sena) es
un calificativo urbano un tanto difuso que se aplica, principalmente, al barrio
de Saint-Germain-des-Prés (articulado en torno al Boulevard
Saint-Germain), al que suele sumarse, aunque sea diferente, el Quartier
Latin (Barrio Latino) situado al este del anterior, en cierta continuidad,
que sería propiamente el entorno de universidad de La Sorbona.
Su historia se remonta al principio de París, cuando la Île
de cité fue el lugar escogido, hacia el año 200 a.C., para la primera
implantación gala en la zona, aprovechando la facilidad para vadear el Sena en
ese punto. Esta favorable circunstancia proporcionó relevancia comercial a
aquel oppidum de la tribu celta de los Parisii que sería conocido como Lutecia
(la palabra galos era la utilizada por los romanos para designar a los celtas).
Su prosperidad hizo que tras la conquista romana se creara una colonia (Lutetia
Parisiorum) que ampliaría la extensión urbana más allá de la isla, justo enfrente,
en la orilla meridional del rio. Esa zona estaba caracterizada topográficamente
por una colina, la Montagne Sainte-Geneviève (montaña de Santa Genoveva)
en cuya cima se instalaría el forum de la ciudad. La Lutecia galo-romana
(que sería rebautizada en el año 360 como Paris) era un damero típico cuyos cardus
y decumanus maximus se cruzaban en ese punto alto. La actual rue
Saint-Jacques sigue el trazado del antiguo cardo principal de la ciudad
mientras que el rastro de los decumanos desapareció durante la Edad Media (la rue
Soufflot, abierta entre los siglos XVIII y XIX marca aquella orientación).
Plano con las trazas principales de Lutecia sobre la
trama actual. Debajo superposición del damero de la colonia romana y del foro
sobre la ortofoto actual.
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Recreación de Lutecia, la ciudad galo-romana que se
centró en la montaña de Santa Genoveva. Dibujo de Jean-Claude Govin.
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La caída del imperio llevaría a que la ciudad se refugiaría
en la isla y la ciudad regular romana quedara prácticamente arruinada. No
resurgiría con ímpetu hasta la Baja Edad Media gracias a la instalación del primer
embrión de la universidad de la Sorbona en la misma parte alta que había
ocupado antiguamente el foro romano.
La Sorbona (La Sorbonne) es la universidad
histórica de París, fundada en 1257 como Collège de Sorbonne por Robert
de Sorbon, teólogo que llegó a ser capellán y confesor del rey Luis IX de
Francia. No era el primer “colegio” parisino porque la ciudad disponía de esas
instituciones educativas desde hacía más de un siglo. Se estima que en 1150 surgió,
de forma complementaria a la Escuela de Teología de Nôtre Dame, una “asociación
de profesores y estudiantes” (universitas magistrorum et scholarium) que
acabaría fijando el nombre de “universidad” [La
primera institución europea de enseñanza superior fue la Universidad de Bolonia
fundada en 1088. Posteriormente, en 1096, surgió la Universidad de Oxford] El
Collège de Sorbonne nació para enseñar teología a alumnos pobres, pero
con el tiempo, y aunque no era el único que impartía esa disciplina, se
convirtió en el centro de referencia para los estudios teológicos. Tras sufrir
muchos avatares, durante en el siglo XIX el término "Sorbona" se
comenzó a utilizar coloquialmente para designar a toda la Universidad de París.
Su ubicación en la margen izquierda del Sena, en el entorno de la montaña de
Santa Genoveva acabaría por determinar el futuro de todo el barrio que sería
conocido como Quartier Latin, apelativo que surge del hecho de que los
numerosos estudiantes que residían en él durante la Edad Media, hablaban en
latín, dado que era la lengua académica.
Cour d´honneur (patio de honor) de la Sorbona.
Fotografía de Sylvain-Perreau.
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El barrio presentaba una trama irregular típicamente
medieval, que mantiene en buena medida aunque modificada en su parte
septentrional, la más próxima al río, por la intervención haussmaniana, quien a
mediados del siglo XIX trazó dos grandes bulevares en forma de cruz que la
atraviesan de norte a sur (Boulevard Saint-Michel) y de este a oeste (Boulevard
Saint-Germain). La cruz seguía las orientaciones de los antiguos cardos y
decumanos de la colonia romana.
Será particularmente relevante para nuestra historia el Boulevard
Saint-Germain, que discurre más o menos paralelo al rio y que organizaría
un nuevo barrio articulado por la nueva calle y “presidido” por la iglesia de
la antigua abadía de Saint-Germain-des-Prés, que le proporcionaría el nombre.
Así pues, ambos, Saint-Germain y el Quartier Latin, se encuentran
en la margen izquierda del Sena, pero el apelativo más preciso de Rive
Gauche se aplicaría solamente al primero, dada la fuerte personalidad del
segundo.
La zona iría adquiriendo una relevancia paulatina desde la
década de 1930 eclosionando tras la Segunda Guerra mundial. En esos escenarios
surgió una intensísima vida cultural que renovó el “estilo” parisino, con
personajes que deambulaban entre cafés, librerías y aulas universitarias con un
leve toque bohemio. Escritores referentes como André Gide (1869-1951), Premio
Nobel de Literatura en 1947, Louis Aragon (1897-1982) o André Malraux (1901-1976)
convivirían con los existencialistas coincidiendo en reuniones, discusiones o mítines
llegando a forjar un grupo fuertemente ideologizado (con orientación marxista y
antifascista) que engendraría el concepto de “intelectual comprometido” [para profundizar en este periodo es muy recomendable
el libro de Herbert Lottman “La Rive Gauche: la élite intelectual y política en
Francia entre 1935 y 1950”. Tusquets editores, Barcelona 1994]
La posguerra no solo mantendría ese ambiente intelectual y
creativo, sino que lo potenciaría. A los escritores y filósofos se les sumarían
los músicos, principalmente de jazz y particularmente de bebop, estilo
que reinaría en los locales nocturnos del momento: las caves (cuevas). Fue
también el lugar de encuentro favorito de la Nouvelle Vague
cinematográfica.
En la actualidad, la zona es uno de los recorridos imprescindibles
para los turistas que buscan rememorar aquel ambiente desaparecido.
Nota sobre el existencialismo francés.
La reflexión sobre la existencia ha sido uno de los temas principales
de la filosofía desde sus orígenes. Pero, a mediados del siglo XIX, adquirió
unos tintes novedosos, sobre todo en la obra del pensador noruego Soren Kierkegaard
(1813-1855), quien es considerado el “padre” del existencialismo moderno. Uno
de sus temas recurrentes fue la angustia producida por el enigma de la vida y
las consecuencias que tenía en el individuo. Así, temas como la subjetividad,
la libertad o la responsabilidad de los actos se convirtieron en centrales de
su pensamiento que, por otra parte, estuvo imbuido de un fuerte espíritu
religioso. La relevancia de Kierkegaard no llegaría hasta finales del siglo
XIX, cuando se comenzó a traducir su obra. Desde entonces ejercería una fuerte
influencia.
Su repercusión se notaría en primer lugar en el ámbito
germánico, en la reflexión de figuras como el psiquiatra y filósofo Karl
Jaspers (1883-1969) y, sobre todo, Martin Heidegger (1889-1976). Ambos suelen
ser clasificados como existencialistas y, aunque ciertamente ambos se
preocuparon por la existencia, ninguno se sintió identificado con la etiqueta, y
menos cuando se convirtió en la referencia del pensamiento francés de
posguerra, del que se sentían ajenos.
La gran figura del existencialismo francés fue Jean-Paul
Sartre (1905-1980) que, partiendo desde la fenomenología propuesta por
Edmund Husserl y reconociendo su deuda intelectual con Heidegger, elaboraría
las bases del movimiento filosófico. En líneas generales, para Sartre, el
hombre primero existe y después se “construye”, es decir no cuenta con una
naturaleza determinante, sino que es un proyecto (subjetivo y sin que haya nada
previo) que va confirmándose en cada paso, siendo responsable de cada elección
realizada dentro de una libertad total (el hombre se crea a sí mismo). La
libertad será uno de sus grandes temas como lo fue la angustia (provocada por
la responsabilidad ante cada decisión), el desamparo (ante la soledad derivada
de la ausencia de un dios o un referente moral) o la desesperación (es decir
obrar sin esperanza, constatando solo el momento, porque el futuro será libremente
elegido cuando proceda).
Jean-Paul Sartre y Albert Camus caricaturizados por Fernando
Vicente.
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Sartre sería idolatrado. También destacarían Simone de
Beauvoir (1908-1986), que desarrolló una vertiente feminista; Gabriel Marcel (1889-1973),
quien formularía un denominado “existencialismo cristiano”; o Albert Camus
(1913-1960) en cuyas obras vertería su visión sobre la condición humana, la
libertad, la justicia o el absurdo vinculado a la vida. También suele
catalogarse como existencialista a Maurice Merleau-Ponty (1908-1961), aunque él
siempre se presentó como un fenomenólogo.
Nota sobre el estructuralismo francés.
Frente al existencialismo, fuertemente aglutinado alrededor
de Sartre, el estructuralismo fue más centrífugo, siendo varias las figuras
que, además, actuaban desde campos diferentes. El trabajo de todos ellos iría conformando
lo que, más que un pensamiento filosófico en sentido estricto, fue un método pretendidamente
científico para replantear la investigación de la realidad social. Ciertamente
fueron pensadores muy dispares, incluso de generaciones distintas, que exploraron
dominios muy diversos buscando “estructuras” subyacentes con unas metodologías
que más allá de sus discrepancias mantuvieron relaciones de analogía dentro de
una especie de “atmósfera” de la época. No obstante, sus protagonistas nunca se
sintieron cómodos con la etiqueta estructuralista que los unificaba,
aunque esta acabó por identificarles a pesar de su rechazo.
Se considera la obra de Ferdinand de Saussure, y más
concretamente su Curso de lingüística general publicado en 1916, como el
punto de partida desde el que se desarrollaría la teoría estructuralista.
También se sitúan entre sus bases fundamentales las aportaciones a la teoría y
crítica literaria de los formalistas rusos.
El estructuralismo francés irrumpiría a comienzos de la década
de 1960 cuando el pesimismo posbélico (tan afín al existencialismo) dio paso a
un optimismo social generalizado, propiciado por el desarrollo triunfal del
neocapitalismo (que en Francia recibió el calificativo de Les Trente Glorieuses, la treintena gloriosa de bonanza enmarcada
entre 1945 y 1975). Para algunos, el estructuralismo representó un recambio
tecnocrático y burgués del trasnochado existencialismo. Pero esta crítica sería
injusta para un movimiento que propuso un método para comprender la realidad
social buscando el rigor de la ciencia, pero no en su sentido clásico de
formulación de hipótesis, análisis de hechos y propuesta de un diagnóstico en
el que basar predicciones, sino entendida como una revisión desde supuestos
distintos a los utilizados hasta entonces. El método ayudaba a descubrir
“estructuras” que mostraban la realidad como un todo de elementos interdependientes.
Defendían que era un error descomponer el mundo en elementos aislados porque
funcionaba como un conjunto de partes conectadas que solo pueden entenderse en
virtud de sus relaciones mutuas. Para ello se debían identificar los
integrantes de cada sistema y descubrir sus leyes internas, generando entonces modelos
teóricos que, actuando como simulacros de la realidad, ayudaban a comprenderla.
Filosóficamente, el estructuralismo se oponía al
existencialismo y también a la fenomenología puesto que abogaba por la razón
frente a la subjetividad de la conciencia. Su objetivo era elaborar una filosofía
científica de la que había que excluir al factor sujeto en favor de un inconsciente
estructural (aunque ese aparente antihumanismo era solamente un antisubjetivismo
epistemológico). Tampoco la historia saldría bien parada dado que era entendida
como una serie de prejuicios y miradas condicionadas por intereses varios.
Frente a esa mirada diacrónica, los estructuralistas apostaron por la sincronía.
Michel Foucault, Jacques Lacan,
Claude Lévi-Strauss y Roland Barthes, según Maurice Henry. El dibujo fue
publicado en La Quinzaine Littéraire en 1967.
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El pionero sería el antropólogo Claude Lévi-Strauss
(1908-2009), uno los primeros en aplicar ese método originario de la
lingüística a otros campos, concretamente a la etnología. No sería el único que
vería en la metodología estructuralista una herramienta excepcional para
afrontar el análisis de la realidad. Otro de los pioneros sería el psiquiatra Jacques
Lacan (1901-1981) quien aplicaría el método al psicoanálisis. Roland
Barthes (1915-1980) centraría su actividad en la semiología, atendiendo al
mundo de los signos que ampliaría desde el mundo de los relatos hacia el de la
imagen (con especial interés en el cine). Por su parte, Louis Althusser
(1918-1990) reflexionaría sobre la política y la historia, emprendiendo una
relectura de Marx al considerar que su mensaje había sido mal entendido. Para
esta revisión aplicaría el método estructuralista rompiendo los paradigmas
sobre el marxismo vigentes hasta entonces. También es destacable la aportación de Michel
Foucault (1926-1984) un pensador polifacético, historiador de las ideas y
teórico social, cuyos estudios críticos (con objetivos tan variados como la
psiquiatría, el sistema de prisiones o la sexualidad humana) a los que aplicó
el método estructuralista le proporcionaron un gran reconocimiento. Tras los
acontecimientos de mayo de 1968, una nueva generación de intelectuales,
encabezada por figuras como Gilles Deleuze (1925-1995) o Jacques
Derrida (1930-2004), desbordaría los procedimientos establecidos para dar
paso a lo que sería reconocido como post-estructuralismo.
Gilles Deleuze en una de sus populares y
multitudinarias clases.
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En París, cuando unas luces se apagan, otras se
encienden.
Pero aquella “Escuela de París”, que llegaría a ser tildada
de moda intelectual parisina, acabaría desapareciendo y la capital
francesa vería como sus esplendorosas luminarias se atenuaban dejando la ciudad
a media luz. El escritor Jesús Ferrero fijaba 1980 como fecha simbólica para el
fin de aquella fascinante “fábrica” de pensamiento. En un artículo que publicó
en el periódico El País (30 oct 2010) decía “Si me fío de los hechos y de
las emociones que me azotaron en aquel tiempo, yo diría que el año 1980 fue
fundamental para percatarse de que la demolición de un mundo y de una escuela
se estaba dando ya, de forma fulminante y casi disparatada, pues ese año
Barthes murió por causa de un estúpido accidente de tráfico que casi parecía un
suicidio, murió también Sartre (uno de los tres grandes padres de todos ellos,
los otros dos eran Lacan y Lévi-Strauss), y finalmente Althusser estranguló a
su mujer una noche de angustia extrema, inconsciencia y locura. Sin olvidar que
un año antes el filósofo marxista Nicos Poulantzas se había suicidado abrazado
a sus libros y arrojándose desde el piso 32 de la megalítica torre de
Montparnasse, símbolo total de capitalismo francés. Para volverse locos. Tres
años después, Foucault moría de sida, y 10 años más tarde Deleuze se suicidaba
por defenestración. Pero aún quedaban dos miembros notables en relación con esa
escuela: el más viejo y el más joven, Lévi-Strauss y Derrida, hace algún tiempo
muertos, por lo que se puede decir que se trata de una escuela que ha pasado
íntegramente a la historia”.
No obstante, París siempre encuentra energía para
mantener sus “luces” y, ante el debilitamiento del faro intelectual,
surgirían otros focos que continuarían atrayendo la atención internacional,
muchos de ellos vinculados al glamour que dejan las huellas de quienes
en algún momento alimentaron la metáfora de la Ville lumière.
Barricadas en el Barrio Latino de Paris levantadas en mayo de 1968. Fotografía de Edith Gerin |
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