El siglo XIX cambió
la fisonomía de Londres, pasando de la ciudad georgiana, de aires
aristocráticos y neoclásicos, al Londres victoriano, definitivamente burgués
y proletario, convertido en el centro económico del mundo y en la mayor urbe
del planeta.
Aquellos dos
Londres decimonónicos serían muy distintos porque el georgiano fue
una ciudad principalmente de arquitectura, que legó edificios y espacios
impresionantes gracias a una fórmula urbanizadora que haría época: las squares; mientras que el Londres victoriano estuvo protagonizado por
el urbanismo, particularmente, aunque no solo, por la aplicación de una novedosa
técnica de desarrollo: los estates, un precedente de las actuales
concesiones de suelo. Los estates forjaron aceleradamente la imagen de
la primera periferia londinense, abandonando el clasicismo anterior y mostrando
una bipolaridad que iba de un espíritu romántico a otro absolutamente pragmático
y que se debatía, además, entre la calidad y la cantidad. Paradójicamente, la repetición
de interminables hileras de viviendas obreras de ladrillo, construidas mediante
ese sistema, logró generar un ambiente urbano tan característico que identificaría
al contradictorio Londres industrial y victoriano.
Los dos Londres del
siglo XIX.
El siglo XIX cambió
la fisonomía de Londres, pasando de la ciudad georgiana, de aires
aristocráticos y neoclásicos, al Londres victoriano, definitivamente burgués
y proletario, convertido en el centro económico del mundo y en la mayor urbe del
planeta.
Fueron dos etapas
bien diferenciadas históricamente. El primer tercio correspondió al final de
la denominada época georgiana mientras que el resto es reconocido como
periodo victoriano. En ambos casos, los
calificativos están vinculados a sus monarcas. El término georgiano se
aplica al periodo de la historia británica que transcurre entre 1714 y 1830 (o
1837), coincidente con el gobierno de los reyes de la casa de Hannover que se
llamaron Jorge (George). Esto comprende desde Jorge I hasta Jorge IV, aunque
también suelen sumarse los años de Guillermo IV (entre 1830 y 1837), que era miembro
de la misma casa, aunque tuviera otro nombre. Por su parte, el apelativo victoriano
corresponde con el largo reinado de Victoria I (1837-1901). La reina también
era una Hannover pero su un tiempo tuvo una personalidad propia.
Aquellos dos
Londres decimonónicos serían muy distintos porque, mientras que el georgiano
fue una ciudad principalmente de arquitectura, el Londres victoriano estuvo
protagonizado por el urbanismo.
El
final del periodo georgiano.
La primera parte
de la afirmación anterior se sustenta en que, cuando el incendio de 1666 arrasó buena parte de la City, los intereses privados se negaron
a modificar las propiedades preexistentes frustrando los intentos de
modernización del trazado antiguo (el Plan Wren). La capital mantendría pues su
trama medieval, irregular y poco adecuada para los tiempos que llegaban. En
consecuencia, tuvo que ser la arquitectura la que tomara la responsabilidad
de proporcionar orden e imagen a la ciudad, ofreciendo unas sofisticadas y
monumentales construcciones que compensaron como pudieron los inconvenientes viarios.
Para ello se partió de los criterios clásicos italianizantes (el Palladianismo)
que Inigo Jones (1573-1652) había establecido a principios del siglo XVII. El
mismo Jones y otros arquitectos tan destacados como Christopher Wren
(1632-1723), Nicholas Hawksmoor (1661-1736), John Vanbrugh (1664-1726), James
Gibbs (1682-1754), William Kent (1685-1748), Richard Boyle, conde de Burlington
(1694-1753), John Nash (1752-1835) o John Soane (1753-1837) irían determinando
la nueva imagen de la ciudad.
Arquitectura georgiana. Arriba, National Gallery
(fotografía de Diego Delso). Debajo, British Museum
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En el final
del periodo, ya entrado el siglo XIX, dos ejemplos (dos museos) supondrían el
“canto del cisne” del estilo: el Museo Británico (British Museum) proyectado
por Robert Smirke y construido entre 1823 y 1847 y la National Gallery
que, siguiendo el diseño de William Wilkins, se iniciaría en 1832 para
concluirse en 1838. El nuevo siglo también vería decaer aquella feliz alianza
entre lo arquitectónico y lo urbano que brilló en la centuria anterior gracias
a una fórmula urbanizadora que haría época: las squares (a las que
ya dedicamos un artículo en este blog). Quizá la excepción al protagonismo generalizado de la
edificación durante el periodo georgiano se produjo también a principios del
siglo XIX, con la operación de Regent Street que transformaría la estructura
viaria del centro urbano.
La llegada
del periodo victoriano.
La llegada al
trono de la reina Victoria I supuso el advenimiento de una época en la que se consolidaron
la industrialización y el papel hegemónico del Imperio británico. Se abría un mundo
nuevo y la arquitectura perdió sus referencias anteriores pasando del clasicismo
georgiano al romanticismo victoriano. Los edificios
institucionales cambiarían sus afinidades olvidando los templos de la antigua
Grecia en favor de las catedrales góticas de la Europa medieval.
Pero la mayor
mutación fue la sufrida por la arquitectura residencial, yendo de las refinadas
y elegantes mansiones georgianas hacia las masivas y mundanas viviendas en
hilera victorianas (aunque también hubo alguna afortunada excepción). Los
cambios se pudieron constatar en cuestiones tan elementales como el color o las
texturas compositivas: el blanco de las casas georgianas fue reemplazado por el
rojo del ladrillo omnipresente en los bloques victorianos; y la sobriedad
georgiana sería sustituida por la decoración, a veces obsesiva, de lo que se ha
denominado “neo-Tudor” o “medievalismo inglés". Hubo, desde luego importantes
edificios institucionales (como el Parlamento o las diversas estaciones ferroviarias)
pero la arquitectura se vio apremiada para solucionar las urgencias que provocaba
la inmigración incesante.
Las viviendas en hilera de ladrillo fueron las más
características de los estates victorianos. Hubo diferencias entre las
actuaciones según la clase social a las que estaban destinadas.
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El urbanismo se convirtió en el protagonista de la
actividad, particularmente, aunque no solo, por la aplicación de una novedosa
técnica de desarrollo: los estates, un precedente de las actuales
concesiones de suelo. Los estates forjaron aceleradamente la imagen de
la primera periferia londinense, abandonando el clasicismo anterior y mostrando
una bipolaridad que iba de un espíritu romántico a otro absolutamente pragmático
y que se debatía, además, entre la calidad y la cantidad. Hubo poca
planificación y mucha espontaneidad, aunque, paradójicamente, la repetición de
las interminables hileras de viviendas obreras de ladrillo, construidas
mediante ese sistema, logró generar un ambiente urbano tan característico que identificaría
al contradictorio Londres industrial y victoriano.
Las circunstancias especiales
del Londres decimonónico.
Ni el Londres
georgiano ni el victoriano tuvieron un plan urbanístico de conjunto. Pero
mientras el siglo XVIII tuvo un crecimiento moderado siguiendo un modelo de
intervención urbana de gran calidad ambiental (las squares), la capital
decimonónica se fue extendiendo aceleradamente a través de la yuxtaposición de
intervenciones (los estates) que, en la mayoría de los casos, carecieron
de una organización interna desatacable. Entre las circunstancias que forzaron esa
ausencia de planificación general destacan las siguientes:
• Una presión demográfica sin
precedentes. La industrialización y la pujanza económica que acompañó el
desarrollo del imperio británico llevó a su capital a convertirse en lugar de
promisión para mucha gente (ejercería de centro económico del mundo, con la City
actuando como el corazón de capitalismo internacional). Las oportunidades de
prosperar o la mera posibilidad de supervivencia que ofrecían las numerosas
fábricas que estaban surgiendo (frente a la ruina en la que se encontraba el
campo) propiciaron que masas ingentes de población se desplazaran desde las
áreas rurales a la ciudad, además de no pocas personas procedentes de las colonias.
Las cifras de la inmigración son espectaculares y provocaron un incremento
extraordinario y sostenido de la población que forzó una ampliación urbana
impresionante. La ciudad pasó de los 900.000 habitantes de 1801 a los 2,4
millones en 1851 (el año de la primera Exposición Universal) llegando a los 6,5
millones en el año 1901. En el siglo XIX, Londres sería la ciudad más
poblada del planeta (y mantendría este título hasta que Nueva York se lo arrebató en
1925).
Londres. Evolución del área al norte de Regent’s Park
en 1814 y 1914.
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• El territorio que envolvía la ciudad
estaba salpicado de pequeños pueblecitos rurales dentro de grandes extensiones de
terrenos agrícolas que, con tamaños diversos, estaban en manos privadas en
su práctica totalidad. Así, el espacio que debía ser el soporte para la
necesaria ampliación de Londres estaba en posesión de las principales familias
aristocráticas que lo administraban según su conveniencia, habitualmente arrendándolo
a campesinos que abonaban las rentas que les permitían disfrutar de su lujosa
vida. Estos ricos hacendados no estuvieron interesados en vender aquellos
suelos, al menos inicialmente. Los motivos eran variados. Primero porque eran
familias acaudaladas que no necesitaban el dinero (más allá de las rentas
garantizadas). Y segundo, y no menos importante, porque estaba mal visto entre
la nobleza el hecho de desprenderse del patrimonio familiar. Hacerlo significaba
un desprestigio que solía acabar con el vendedor excluido de los círculos de
distinción. No obstante, hacia finales de siglo, nuevas generaciones de
herederos, más pródigos y menos orgullosos, no pensarían lo mismo.
Plano de Londres de 1834 en el entorno de Regent’s Park
y Camden Town en el que se aprecia las fincas agrícolas que rodeaban la ciudad.
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• Ese mismo territorio era administrado
por un conjunto numeroso de pequeños gobiernos municipales y de parroquias que,
a pesar de no tener demasiado poder, complicaban enormemente la aspiración de
planificar cualquier acción de manera conjunta. Además, salvo la City,
cuya fuerza económica le permitía enfrentarse al mismo rey, las modestas
administraciones no tenían capacidad de oposición efectiva ante los deseos de
los poderosos que, desde luego tampoco se ponían de acuerdo entre sí. Esta atomización
del poder de decisión tenía además otra consecuencia que era la ausencia
de una normativa compartida (más allá de ciertas leyes bastante genéricas) que
permitiera regular de una manera concreta los usos y distribuciones del suelo.
Habría que esperar hasta 1855 para que se constituyera una administración metropolitana,
la Metropolitan Board of Works (MBW), aunque con una misión limitada
exclusivamente a garantizar el funcionamiento de las infraestructuras esenciales
(agua, saneamiento, limpieza, etc.). En 1888 nacería la primera organización integrada
y con objetivos específicos que abordaría importantes operaciones de
transformación urbana: el London County Council (LCC)
Grabado de Gustave Doré para la publicación “London: A Pilgrimage” de 1872 en la que expresaba la situación de las infraviviendas de los inmigrantes proletarios.
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• La
demanda imparable de viviendas, la negativa a vender suelo de los propietarios
y la práctica ausencia de normas regulatorias permitió que avispados
empresarios idearan un nuevo modelo de negocio: la construcción de viviendas
en alquiler sobre terrenos en concesión (operaciones que serían conocidas
como estates). Desde luego los aristócratas landlords no tenían
el menor interés en involucrarse en ese tipo de negocios “terrenales” ni en
mezclarse con esos burgueses mercaderes, pioneros del mercado inmobiliario.
La estrategia
urbanística de los “estates”.
La solución para
disponer del suelo imprescindible para ofertar las viviendas demandadas llegó
como una continuación de la tradición de las familias aristocráticas para
obtener rentas. Solamente se sustituyeron los arrendatarios campesinos por
aquellos empresarios inmobiliarios, que serían quienes pasarían a pagar los
réditos esperados a cambio de obtener el derecho de urbanización y construcción
de viviendas para alquilar, así como la gestión de las mismas. Ciertamente no
había cesión de propiedad, aunque sí de uso por un tiempo limitado. Con el
vencimiento del acuerdo, el uso del suelo y todo lo que en él se hubiera
construido retornaría al patrimonio de la familia. Esta estrategia
urbanizadora recibiría el nombre de “estates” y fue precursora de
las actuales concesiones de suelo. Esta “continuidad” de las costumbres hizo que
el sistema fuera aceptable para la orgullosa nobleza.
La
denominación procede de la propia referenciación jurídica del terreno ya que
estate es la palabra inglesa que designa el “patrimonio de bienes inmuebles”
(fincas, edificios, etc.). El hecho de que se utilice este término para
identificar la técnica urbanizadora y edilicia es bastante indicativo del
carácter que tuvo (desarrollos vinculados exclusivamente a los terrenos de una
determinada familia, que se ajustaban a los límites de propiedad sin considerar
lo que pudiera realizarse en las fincas contiguas) y del desinterés morfológico
por el resultado, que si tuvo en cambio el sistema georgiano de las squares
(plazas)
Por lo
general, los caminos de acceso eran reconvertidos directamente en calles y los
linderos con otras fincas, dado que el modelo edilicio habitual era el de
viviendas en hilera con jardín trasero, consistían en el encuentro entre esos
patios posteriores, aunque fuera de forma irregular. El resultado fue un puzle
de piezas desiguales que, a pesar de todo, encajaban, dejando un peculiar
testimonio de como era la parcelación original de las fincas agrícolas.
Como hemos adelantado,
la técnica era similar a lo que actualmente se denomina concesión (un procedimiento
bastante utilizado hoy en el sector público, aunque los estates pertenecían
al sector privado). Se cedía únicamente el uso del suelo durante un tiempo
determinado, en ningún caso la propiedad efectiva. Muchos de los acuerdos
firmados en aquel tiempo lo hicieron por periodos de noventa y nueve años. El
arrendatario era el promotor inmobiliario, quien construía a su cargo las
viviendas que, lógicamente, estaban destinadas al alquiler. El promotor cobraba
a los inquilinos y pagaba el canon periódico estipulado con el propietario del
suelo, de manera que la diferencia debía permitirle amortizar la inversión
realizada y obtener su beneficio (que solía ser importante). Los procesos de
negociación entre las tres partes implicadas quedaban sujetos únicamente a las
reglas de la oferta y la demanda.
Ejemplo de estate en la intervención de Worlingham Road
Estate antes (1880) y después (1895) de la operación. Debajo, ortofoto del estado actual (la líniea amarilla indica la delimitación original)
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El diseño de
la urbanización y de las viviendas era decidido por el promotor, pero el
propietario, el landlord, exigía determinados requisitos de obligado
cumplimiento dado que el resultado acabaría volviendo al patrimonio familiar
(aunque al expirar las concesiones, la situación socioeconómica había cambiado
tanto que comenzaron a negociarse compraventas)
No obstante, no
todos los estates se desarrollaron con los mismos criterios. Los más
próximos a la ciudad central solían destinarse a las clases altas y por lo
general disfrutaron de un diseño interior con espacios públicos amplios y
representativos. Esta generosidad en los espacios compartidos por el vecindario
era compensada por un incremento sustancial de las rentas de cada vivienda. Uno
de los primeros casos de estate estuvo, precisamente, destinado a
familias acomodadas: Bloomsbury, que nació en los últimos años de la
etapa georgiana y dado que fue planificado con exquisitez y calidad, suele
aparecer como ejemplo de transición del modelo square al sistema estate.
Esquema de Bloomsbury con las diferentes fases de su construcción.
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Los estates
destinados a la clase proletaria (que podían pagar poco por el alquiler de sus
viviendas) buscaban maximizar el rendimiento aumentando la densidad (y
reduciendo la calidad de las casas). En consecuencia, el espacio público quedaba
reducido a la mínima expresión de calles, disminuyendo igualmente la superficie
de los espacios libres traseros. El resultado fue una ciudad densa, sin lugares
de encuentro entre sus residentes y con déficits dotacionales. Entre ambos
extremos, se diseñarían los estates destinados a la burguesía media.
Slums proletarios en el Londres victoriano.
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El sistema de
los estates acabaría cayendo en desuso empujado por sus tres actores. Los
promotores, al no poder vender viviendas, veían limitados sus beneficios a
corto plazo y tenían dificultades para disponer del retorno de capital necesario
para iniciar nuevas operaciones. También los landlords indujeron su decadencia
porque, hacia el final de siglo, la subida de impuestos sobre el patrimonio y
sobre las herencias llevaría a muchos de ellos a proponer la enajenación total
del suelo otorgando su pleno dominio al promotor, quien entonces ya estaría en
condiciones de vender por unidades. Finalmente, el paulatino aumento del nivel
de vida de las familias permitió que muchas de ellas pasaran del alquiler a la propiedad
de su vivienda (y no fueron pocos los proletarios que se convirtieron
voluntariamente en propietarios).
Plano de Londres con las líneas ferroviarias entre 1855
y 1875
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Cabe decir,
finalmente, que el éxito del sistema, que urbanizaba terrenos apartados del
centro no hubiera sido posible sin el desarrollo de los transportes,
fundamentalmente públicos (esto era igualmente aplicable a cualquier otro proceso
que se aposentara en aquella corona periférica que extendía interminablemente
la ciudad). El ferrocarril fue, en aquellos años, el principal responsable de acercar
las alejadas zonas nuevas al casco antiguo de la ciudad y a las fábricas, que
podían encontrarse a mucha distancia del lugar de residencia. Con ello, áreas que
antes hubieran sido impensables para la urbanización pasaban a integrarse en el
cuerpo de la ciudad (dinamizando de paso el floreciente negocio inmobiliario para
promotores y propietarios del suelo)
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