A pesar de que la fachada principal de la basílica de San
Pedro del Vaticano ha recibido críticas desde el primer momento de su
construcción y de que los comentarios negativos nunca han cesado, su diseño
presenta méritos muy notables. La que es la imagen exterior del mayor templo de
la cristiandad católica es destacable como una valiosa muestra de la transición estilística del Renacimiento al Barroco a
través del Manierismo; también es subrayable como un ejemplo de composición
arquitectónica, con una geometría subyacente de gran simbolismo; o por su significativa iconografía,
ofrecida por esculturas, inscripciones y otros elementos ornamentales. Pero
entre sus valores, quizá el más sorprendente, sea el que la convierte en uno
de los juegos de escala y percepción más
impresionantes de la arquitectura occidental (con la complicidad de su
entorno urbano, en particular de la soberbia plaza de Bernini).
Exploraremos, desde este punto de vista, el diseño de Carlo
Maderno, recordando además las claves del denominado “orden gigante”
arquitectónico que utilizó, porque debemos distinguir entre el tamaño real de
las cosas, la magnitud que parecen tener y la impresión emocional que
despiertan sus dimensiones.
En el libro La arquitectura
del humanismo, Geoffrey Scott advierte que “en cualquier edificio pueden
distinguirse tres cosas: el tamaño que efectivamente tiene, el tamaño que
parece tener y la impresión de grandeza que produce. Suelen confundirse las dos
últimas, pero lo que tiene valor estético es el sentido de grandeza. No rebaja
el mérito de un edificio el que no logre (como se dice le ocurre a San Pedro)
dar «la
impresión de su tamaño»”. Scott alude a San Pedro (e
implícitamente a su fachada principal) como ejemplo de falta de correspondencia
entre la dimensión real de sus elementos y la apariencia que transmiten. No fue
un error ni una casualidad, porque Carlo Maderno, utilizando el lenguaje
manierista de Miguel Ángel (con algunas aportaciones propias) buscaba despertar
emociones y admiración en los visitantes que se acercaban al mayor templo de la
cristiandad católica. Se trata de un “juego de escala” que para
conseguir su propósito aprovecha las características de la percepción humana y
ciertos aspectos de su emotividad.
La palabra “escala” es importante
en la arquitectura. Conviene recordar que tiene diferentes acepciones, aunque
relacionadas por el denominador común de la comparación entre el mundo real y
una referencia que nos ayuda a asimilar las dimensiones y a trabajar con ellas
(a veces con pretendida objetividad y otras con gran subjetividad, como es el
caso que nos ocupa). Las tres nociones de escala más habituales son:
• La Escala de Representación (o cartográfica), que
tiene que ver con lo que las cosas miden en realidad. Se basa en una proporción
numérica entre el mundo, un territorio, una ciudad, un edificio o un objeto con
el dibujo que los suplanta, es decir, un mapa o un plano. La correspondencia es
entre el número 1, que actúa como base, y otro segundo número que señala la
cantidad de veces que debe repetirse esa unidad para alcanzar el tamaño real.
Así una escala de 1:50 indicaría que una unidad de medida del plano son 50 en
el mundo real (por ejemplo, un centímetro en el mapa corresponde a 50 centímetros
en la realidad), o una escala de 1:10.000 recuerda que un 1 cm del plano
corresponde a 100.000 cm, o sea 1.000 metros o 1 kilómetro del territorio al
que representa.
Los planos arquitectónicos son un ejemplo de representación
a escala. En la imagen, planta de dos viviendas en Somosaguas, Madrid, proyectadas
por Javier Carvajal.
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• El Estudio de Escala, que tiene que ver con la
apariencia de medición. Es una técnica utilizada para intentar asimilar
las dimensiones de grandes superficies a través de la comparación con espacios
conocidos. Se utiliza a menudo como referencia el terreno de juego de un campo
de fútbol (que suelen tener en torno a 100 x 70 metros, unos tres cuartos de
hectárea) o también campos de tenis (cuya dimensión reglada es de 23,77 por
10,97 metros, que en una aproximación simplificada pueden asimilarse a 25 por
10). La misma técnica puede usarse también para distancias utilizando como base
los 100 metros de un campo de futbol o los 25 de la cancha de tenis. No
obstante, las referencias pueden variar y usar cualquier otra que sea
reconocible.
Estudio de escala que compara gráficamente la
superficie del terreno de juego de un campo de fútbol con diversas plazas
mayores españolas.
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• El Juego de escala,
que es un juego de sensaciones que tiene que ver con la impresión que producen las
magnitudes en las personas, gracias a una mezcla de percepción y emotividad. La
arquitectura utiliza trucos manipulando el tamaño de las cosas o distorsionando
perspectivas para aparentar dimensiones que nuestra percepción cree reconocer,
pero que no se corresponden con lo real. Si observamos un objeto descontextualizado no tenemos posibilidad de
saber si es grande o pequeño y una misma forma puede representar objetos de
tamaños considerablemente dispares. Si trazamos en un papel un rectángulo de
dominante vertical y sustituimos su lado corto superior por un arco y un triángulo
a modo de gablete, este sencillo boceto irá representando cosas distintas en
función del tamaño de las personas que dibujemos a su lado. Así, el mismo
esquema será percibido como un pequeño sagrario, una mediana hornacina para una
estatua, una ventana o una puerta de una mansión señorial o una torre, por el
mero hecho de la sugerencia producida por la relación humana.
Con un poco de todo lo anterior,
se genera la Escala de Diseño que adapta el tamaño de los espacios y sus
elementos según prime lo operativo (como en la arquitectura doméstica y
funcional) o lo representativo (como en mucha arquitectura institucional o
religiosa y ciertos palacios propiedad de vanidosos príncipes). Se habla de “escala
humana” cuando las dimensiones del espacio están relacionadas con las
medidas antropomórficas y cuando el conjunto resulta cómodo, comprensible y abarcable
para nuestra mente (muchas veces para conseguirlo se utilizan sistemas modulares
de medidas y proporciones, como sucede con el patrón ken de la casa tradicional
japonesa o con el Modulor de Le Corbusier). En la “escala monumental”
el propósito es muy diferente, privilegiando la representatividad de la
grandeza por encima de la comodidad. Steen Eiler Rasmussen en su libro La experiencia
de la arquitectura lo expresaba muy gráficamente con el ejemplo de la Villa
Foscari de Palladio (La Malcontenta) refiriéndose a que “la antigua decoración
de los muros todavía existe, y en una de las habitaciones cuadradas los frescos
representan figuras titánicas en actitudes diversas. La sensación que se tiene
es que la casa se construyó originalmente para estos gigantes, y más tarde se
mudaron a ella unas personas corrientes con sus enseres domésticos, que parecen
bastante perdidos en las habitaciones abovedadas de piedra”.
Interior de la villa Foscari (Malcontenta) de Andrea
Palladio donde se manifiestan las contradicciones entre una escala monumental y
una vida doméstica.
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Exploraremos, desde este punto de vista, el diseño de Carlo
Maderno para la fachada de San Pedro del Vaticano, recordando además las claves
del denominado “orden gigante” arquitectónico que utilizó porque, como
nos indica Scott, debemos distinguir entre el tamaño real de las cosas, la
magnitud que parecen tener y la impresión emocional que despiertan sus dimensiones.
El orden gigante:
columnas grandiosas para seres superiores.
La columna y el muro son los elementos esenciales de la
función portante en los edificios y, en consecuencia, dos de las principales
referencias del código expresivo de la arquitectura. La columna representa el
apoyo puntual mientas que el muro es el paradigma del apoyo continuo, pero
ambos pueden relacionarse integrando al otro: una sucesión de columnas puede
entenderse como los restos de un muro que se disgrega, manifestando su
discontinuidad; y, desde el otro sentido, un muro puede entenderse como la
condensación de una alineación de columnas que se han ido acercando hasta
conseguir la continuidad del apoyo.
En la antigüedad, la columna estuvo asociada a una poderosa
simbología que tenía sus raíces en el menhir prehistórico, pero que adquiría su
máxima significación en la misión constructiva que la convertía en apoyo de un
plano superior, fuera un piso o directamente una cubierta. Solamente hubo
algunas excepciones que mantenían la simbología del menhir exento sin responsabilidad
portante, como las monumentales columnas rostrales de Grecia o Roma.
La columna formaba parte de un sistema estructural con
planos horizontales (forjados) o inclinados (cubiertas) y elementos
transmisores de las cargas hacia la cimentación y el suelo (como los muros o
las propias columnas). La variedad en las columnas fue importante y sofisticada,
llegando a caracterizarse varios “órdenes” arquitectónicos clásicos según la
configuración de sus partes (sobre todo del capitel, el gran protagonista,
aunque también se mostraba en la formalización de basas o en el eventual
labrado de fustes con acanaladuras). El tamaño dependía de las necesidades y de
la representatividad de los edificios llegando a construirse columnas
imponentes, pero que tenían una limitación conceptual: solamente se usaban para
soportar un piso (aunque fuera muy alto). Esta condición no impidió, como
decimos, la existencia de columnas colosales que presentaban unas dimensiones
que aún hoy asombran. Una muestra puede apreciarse en el templo egipcio de
Horus en Edfu, las columnas no solo son gigantescas en su altura sino también
en su diámetro, alcanzando tal grosor que casi llegan a colmatar el espacio.
La ampliación de altura de una columna conllevaba
necesariamente la de su anchura por una cuestión de resistencia estructural. El
principal riesgo de rotura de los elementos de sustentación vertical es
consecuencia de su esbeltez. Si la relación entre altura y anchura no es
conveniente, la compresión forzada por el peso de lo soportado puede provocar
el colapso por pandeo. Hay otra restricción que afecta a la separación entre
columnas y deriva del elemento sustentante que las une en su cabeza. Los
egipcios conocían y utilizaban el dintel de piedra que también está sometido a
unas longitudes máximas para evitar su rotura, en este caso por flexión. La
longitud máxima está vinculada con su canto y espesor, pero esto, a su vez, quedaba
condicionado por el transporte y la facilidad de colocación en su lugar. Por
eso, los egipcios llevaron la proporción de altura, grosor y separación hasta
el punto de máxima reducción admisible del espacio intercolumnar (aunque el
efecto producido por la relación entre masa y vacío es sobrecogedor).
Cumpliendo con esos requisitos, las columnas enormes existen
desde tiempos ancestrales. Los antiguos griegos también las utilizaron en sus
templos, aunque sin llegar a los extremos egipcios, pero siempre soportando un
único piso (aunque tuviera varios niveles respecto a otras partes del edificio).
Los romanos expandieron el espacio y dieron un nuevo “aire” a la columna. La
razón estuvo en la utilización de arcos y bóvedas, hecho que permitió ampliar
la separación entre columnas, incluso hacerlas más grandes, pero tampoco dieron
el paso hacia el soporte de más de un nivel (si había varios pisos, las
columnas eran diferentes, una encima de otra).
No obstante, sería en Roma donde
se empezaría a vislumbrar el fin de esa limitación conceptual. Sería en un
ámbito donde lo representativo primaba sobre lo constructivo: los arcos de
triunfo. En ellos, las columnas carecían de función portante y su presencia
respondía a cuestiones más artísticas, decorativas o simbólicas, y por eso eran
tratadas con mucha libertad. La diferencia de altura entre los vanos laterales
y el central en los arcos múltiples permitió juegos compositivos en los que se
comenzaron a combinar columnas de tamaños diversos. Durante el gótico las
columnas alcanzaron dimensiones impresionantes, llevando al límite la relación
entre distancia, altura y diámetro, con complejas asociaciones entre ellas,
pero no llegaron a abarcar pisos diferenciados.
El paso definitivo hacia el denominado orden gigante
se dio en el Renacimiento, sobre todo cuando Alberti trasladó el esquema formal
del arco triunfal a la portada de la iglesia de San Andrés de Mantua en 1472. Sus
pilastras gigantes, que recorren toda la fachada hasta el
entablamento-arquitrabe que soportaba el ático, fueron una revelación acerca de
las posibilidades expresivas de las columnas más allá de su misión portante.
Esto sería explotado en el Manierismo por el genio de Miguel Ángel. En la
fachada del palacio de los Conservadores del Campidoglio romano combinó
pilastras corintias de dos pisos con columnas jónicas más pequeñas que flanqueaban
las aberturas de la logia inferior y enmarcaban las ventanas en el nivel superior;
y también utilizaría el orden gigante en la solución de las fachadas de los
ábsides de la basílica de San Pedro del Vaticano. Esas colosales columnas serían
también una de las señas de identidad de la arquitectura de Andrea Palladio.
El juego de escala
propuesto por Maderno (la percepción paulatina de lo sobrehumano)
Carlo Maderno
dio una lección magistral al proponer uno de los juegos de escala y percepción
más impresionantes de la arquitectura occidental. Su intención era
transmitir al visitante la sensación de que se estaba introduciendo en un espacio
sobrehumano (el lugar de Dios), pero evitando asustarlo o conmocionarlo
ante tal experiencia trascendente. Para ello, buscó que esa impresión fuera
adquirida paulatinamente, utilizando un inteligente juego perceptivo y emotivo
con la escala de la fachada y sus elementos.
Y lo hizo sin
recurrir al shock del contraste, tan habitual en la mayoría de los casos que persiguen
expresar grandiosidad con la arquitectura. En esas ocasiones suelen exagerarse ciertos
elementos dejando otros sin extremar para remarcar la magnitud de la
composición, o también se recurre a la colocación del edificio monumental
junto a construcciones de escala normal (de escala “humana”, como pueden ser
las viviendas), resultando mucho más llamativo. Este lucimiento por oposición fue
frecuente en el Renacimiento y el Barroco en iglesias que compartían espacio
con edificaciones domésticas (ver la imagen adjunta de la veneciana iglesia de San
Giorgio Maggiore de Palladio).
Pero en San Pedro la propuesta es distinta. Desde luego
utilizó el orden gigante siguiendo la guía que había dejado Miguel Ángel
en los ábsides, pero Maderno no deseaba la sacudida emocional que se produce al
oponer lo colosal con lo corriente, sino crear un espacio coherente en sí
mismo, aunque de dimensiones monumentales (divinas). En ese lugar, las reglas
no eran las de los hombres sino las de Dios, aunque todo estaba concebido para trasladar
con delicadeza a los devotos la sensación de sublimidad: sutileza en la evolución
de las relaciones entre las piezas y gradualidad en el descubrimiento de la
grandeza del lugar para obtener la rendida admiración, más que sorpresa, que se
producía al captar las verdaderas dimensiones de las cosas. Por eso Maderno diseñó una fachada muy,
muy grande, aunque no lo parezca en la primera impresión. De hecho, no revela su
verdadera magnitud hasta estar prácticamente en contacto físico con ella.
Hay que tener
en cuenta que lo grande y lo pequeño son apreciaciones relativas y, además,
antropomórficas. La referencia aportada por el tamaño medio de los seres
humanos nos lleva a poder calificar de grande a todo lo que nos supera en
magnitud y de pequeño a lo que no alcanza nuestras medidas. Pero también
podemos tildar de grande o pequeño a algo en función de un supuesto “tipo
medio” (casi platónico). Un perro o una mesa resultarán grandes en relación a esa
referencia teórica (y bastante personal, por otra parte). Por lo mismo, podemos
calificar a una persona de gigante y a otra de enana, o, como ya hemos
comentado, apreciar en el espacio una escala “humana” y otra “monumental”.
Grande y pequeño son conceptos relativos. En la imagen,
maqueta de San Pedro en el Parque “Italia in miniatura” de Rímini.
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El “truco” utilizado
por Maderno en su fachada consistió en aplicar una ampliación similar a los principales
elementos de la misma, creando un conjunto dimensional coherente, que puede
asociarse, inconsciente, con las medidas domésticas a las que estamos acostumbrados.
Esto no sería posible si percibiéramos contrastes que rompieran ese equilibrio
visual. Comencemos fijándonos en las estatuas de la cornisa. La tendencia natural
ante esas figuras es identificarlas como iguales a nosotros, como si tuvieran
nuestras medidas. Esto nos lleva a pensar que su altura pudiera rondar los 1,70-1,80
metros, pero en realidad tienen casi 6, o sea unas tres veces y media más de lo
que nuestra intuición presupone. Esa misma razón numérica se traslada aproximadamente
a puertas, balcones o ventanas, que son los elementos con los que convivimos en
nuestros espacios cotidianos.
Sigamos por el hueco central adintelado de acceso,
al que podríamos asignar convencionalmente algo más de 3 metros de altura, pero
tiene casi 11; o con los contiguos vanos arqueados, que parecerían puertas
normales de poco más de 2 metros, pero que superan los 7 (unos datos y
relaciones similares a los presentados por los balcones del primer piso). Todo
se integra en una fachada cuya altura vuelve a mostrar la persistencia de la proporción
comentada de más o menos 3,5 entre la realidad y lo percibido. Podría pensarse
que sus tres niveles de piso (los dos bajo el entablamento y el ático superior)
tuvieran una altura de 4 a 5 metros cada uno, dado que se trata de un edificio
importante y esa medida, aproximadamente el doble de nuestras viviendas
convencionales, es bastante habitual en esos casos. El total teórico de nuestra
equivocada percepción sería de unos 15 metros, cifra que queda muy lejos de la
realidad de sus 48 metros (¡un edificio de quince plantas convencionales!). Mención
aparte merece la balaustrada del balcón de las bendiciones (y del resto de ese
primer piso), que se ve pequeña para el hueco que protege (llevando a la
sospecha de que quizá la balconada sea más grande de lo que aparenta). La
balaustrada alcanza casi los 2 metros duplicando el alzado de las corrientes, que
sobrepasan levemente la cintura de una persona de estatura media. En este caso
la intención es no minimizar excesivamente la figura del Sumo Pontífice cuando sale
a bendecir urbi et orbi desde el famoso balcón (al que ha accedido
mediante una escalera). Al ver al Papa nos percatamos de las colosales dimensiones
del conjunto.
En cualquier caso, al llegar a la fachada y sentir directamente
sus verdaderas dimensiones el efecto es abrumador (las columnas y pilastras del
orden gigante se acercan a los 28 metros), preparando al visitante para que
continúe esa misma sensación en el interior del gigantesco templo.
Al compararnos con el pedestal y la basa de las
columnas se pone de manifiesto su colosal tamaño.
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La percepción
de ese tamaño es paulatina gracias a que la cercanía y la lejanía son
conceptos que se asocian al espacio, pero que también tienen una traslación
emocional. Desde luego es cercano lo que tenemos a poca distancia, pero
también decimos que es cercano algo que nos resulta familiar, que entendemos
bien porque responde a comportamientos o criterios que compartimos. Así puede
darse la aparente paradoja de que algo sea lejano y cercano a la vez, o viceversa.
Por ejemplo, una ciudad en la que se habría vivido tiempo atrás y que se
encuentra a muchos kilómetros de la actual residencia: o, por el contrario, un
barrio de nuestra propia ciudad que esté habitado por comunidades de costumbres
muy diferentes, que puede resultar próximo en la distancia, pero muy alejado
sentimentalmente.
Pues bien,
Maderno buscaba que, desde la lejanía, la fachada pareciera cercana, que la
distancia aparentara ser mucho menor. Este efecto se produce como consecuencia
de un proceso perceptivo que se origina en el reconocimiento de unos elementos
familiares (puertas, ventanas, columnas, personas de piedra, en correcta correspondencia
dimensional) a los que inconscientemente atribuimos las medidas habituales. Además,
la fachada no tiene grandes sofisticaciones formales, es austera y carece del
“grano fino” del detalle que tienen otras, por lo que se evita el contraste de
tamaños aludido anteriormente. La sensación de cercanía ocurre automáticamente
al equiparar la unidad teórica e irreal asignada a los elementos arquitectónicos
a la que mide la distancia que nos separa del final, que se ve reducida en la
misma proporción de la ampliación efectuada. Al caminar descubrimos que los
metros y los minutos no se consumen con la rapidez esperada según la errónea percepción
y parece que no se avanza. Se tiene la sensación de que allí pasa algo raro: una
especie de estancamiento que convierte ese lugar en atemporal y adimensional,
que va manifestando gradualmente su escala real, monumental, para seres
superiores, divina en definitiva y que sobrepasa con creces nuestro entendimiento
de simples mortales.
No obstante, en
la actualidad esta sensación de lejanía-cercanía es muy diferente respecto a la
que se ocasionaba en la época de Maderno, cuando todavía no se había construido
la soberbia plaza de Bernini (que contribuyó a potenciar las intenciones
iniciales) ni tampoco se había abierto la Via della Conciliazione (iniciada
en 1936 y cuyos trabajos continuaron durante los doce años siguientes). Hoy, sumando
la vía y la plaza, el recorrido de aproximación se puede iniciar junto al Tíber
y se extiende a lo largo de unos 800 metros de línea recta.
Rasmussen en el libro citado comenta que “el peregrino que
llegaba a San Pedro de Roma debía sentirse como Gulliver en el país de los gigantes:
todo estaba en armonía, pero adaptado a unas columnas descomunales”. Las críticas a la fachada que se
quedan en cuestiones estilísticas o de proporciones elementales olvidan alguno
de sus valores más sobresalientes, como es el depurado simbolismo de la geometría subyacente o este juego de escala que convierte la
llegada de los fieles en una experiencia inolvidable. Y esto fue así porque no
se trataba de conseguir algo bello sino de crear algo sublime. En definitiva,
una antesala perfecta para acceder a la casa de Dios.
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