13 jun 2015

El oxímoron en arquitectura: De los “palacios sociales” del XIX, al “clasicismo proletario” soviético y las “viviendas monumentales” de Ricardo Bofill.

Les Espaces d'Abraxas (Marne-la-Vallée) de Ricardo Bofill son un ejemplo del oxímoron residencial.
Un oxímoron es la reunión de dos nociones con significado opuesto que, superando la aparente contradicción, pueden generar un tercer concepto de gran expresividad. El recurso literario anima al lector a rechazar lo absurdo de la contraposición y a buscar la comprensión del sentido metafórico de la extraña pareja (por ejemplo, fuego helado, luz oscura, instante eterno, etc.).
También existe el oxímoron en la arquitectura. En el campo residencial, los palacios y las viviendas comunes se encuentran en las antípodas, compartiendo únicamente su componente habitacional. Por eso, la reunión de ambas tipologías, tradicionalmente incompatibles, genera la sorpresa. En el oxímoron, se reúnen lo exclusivo y lo popular, lo monumental con lo corriente, la grandilocuencia con la humildad, la singularidad con lo cotidiano.
Descubriremos estos contrastes en las propuestas decimonónicas del socialismo utópico, algunas de las cuales se llevaron a la realidad. Estas revolucionarias construcciones fueron etiquetadas, por sus autores, como “palacios sociales” (Falansterio de Fourier, Familisterio de Godin en Guise, etc.). También tras la revolución soviética, cuando a partir del deseo de crear un nuevo escenario para el nuevo hombre se alumbró el “clasicismo proletario”, que intentó ofrecer a los trabajadores unas viviendas que los hicieran sentir como la clase social privilegiada, recurriendo al lenguaje estilístico de la nobleza zarista. Finalmente, décadas después, en el contexto del Postmodernismo, Ricardo Bofill se convertía en paladín de esa visión antagónica, proyectando en Francia varios conjuntos de “viviendas monumentales” que fueron presentadas como una especie de “Versalles para el pueblo”.

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La Arquitectura (con mayúsculas) nace con vocación de eternidad, pero la arquitectura (con minúsculas), asume la temporalidad de sus propuestas. La primera suele verse representada en los grandes edificios monumentales mientras que la segunda aparece habitualmente en las viviendas comunes.
Los grandes edificios públicos desafían el tiempo. Concebidos para ser testimonio de los logros de la sociedad que los levanta, reúnen los requisitos para conseguir esa ilimitada travesía. Su creación es muy elaborada, cuentan con presupuestos elevados, sus materiales son de calidad, su papel en la identidad de una sociedad es muy relevante,  y su multifuncionalidad, tanto propia (con grandes espacios adaptables) como urbana (gracias a que su valor icónico que supera el del uso particular) abre muchas posibilidades para afrontar los inevitables cambios del porvenir. Esto, que caracteriza a los edificios públicos, es en gran medida trasladable a las residencias históricas de las clases sociales elevadas, particularmente a las villas o a los palacios urbanos de la aristocracia. En general, los “elementos primarios”, como los definió Aldo Rossi, cuentan con una admirable capacidad de transformación, que hace que sean capaces de atravesar los siglos con relativa facilidad.
Aunque el Palacio y la Vivienda comparten el hecho de ser tipologías residenciales, sus aspectos comunes acaban allí. Los objetivos y los medios disponibles, la escala espacial o el contenido y distribución de sus programas interiores, resultan radicalmente diferentes. Debe advertirse por tanto que, al referirnos a la arquitectura residencial en estos términos, estamos excluyendo de la categoría a los palacios de la nobleza, más próximos a la gran Arquitectura que los modestos caseríos habitados por las personas corrientes.
Porque las viviendas comunes parten de unas circunstancias muy diferentes. Las viviendas no han recibido esos dones que permiten navegar por el tiempo. Realmente, la inmensa mayoría de los edificios habitacionales “normales” que pueblan nuestras ciudades son recientes. Esto sucede incluso en los centros históricos, donde las viejas residencias obsoletas han sido sustituidas por otras más modernas (aunque en ocasiones muestren un “aspecto” antiguo). Esta obligada adaptación a los tiempos cambiantes se produce por diversas razones. Por una parte, porque son tipologías muy vinculadas a los modos de vida de la mayoría de la sociedad, que evolucionan con cierta rapidez y exigen transformaciones funcionales y tecnológicas que muchas veces resultan imposibles de aplicar (en parte, por la escala de sus espacios y fachadas o por su tecnología, que ofrecen dificultades de ajuste). También porque la gran masa social no dispone de los recursos necesarios para afrontar unas construcciones de coste elevado y , en consecuencia, las viviendas se encuentran sometidas a presupuestos económicos modestos que obligan a trabajar con materiales más humildes, que acaban mostrándose “perecederos”. La vivienda estándar, en muchas ocasiones, ha nacido como solución de emergencia, en unas condiciones poco favorables que la han llevado a sufrir dramáticamente las consecuencias del paso del tiempo. En definitiva, las viviendas de las clases medias y bajas son ajenas a los esplendorosos palacios de la nobleza o la alta burguesía.
Así pues, tradicionalmente no existía intersección entre el mundo de la vivienda anónima y la imaginería clásica. Pero esto comenzó a cambiar con el ascenso de la burguesía triunfante del siglo XIX, que buscaba su identidad y fue incorporando a sus edificaciones rasgos asimilables a los grandes palacios de la nobleza. El vocabulario clásico comenzó a incorporarse  a ciertas edificaciones residenciales destinadas a las clases pudientes, como por ejemplo en los palacios burgueses del Ring de VienaViena es un ejemplo de cómo el eclecticismo fue arraigando hasta convertirse en parte de la identidad de la ciudad. Durante la construcción del Ring, los edificios públicos fueron adoptando imágenes teóricamente coherentes con el destino que les esperaba. Así, el Ayuntamiento se hizo a imagen y semejanza del modelo gótico holandés que expresaba la participación ciudadana (con los modelos de Amsterdam o Bruselas); el Teatro se identificaba con el barroco; o, el Parlamento, con el estilo de la Grecia antigua. Con todo ello, los edificios expresaban su contenido en un lenguaje asimilado por la ciudadanía. Del mismo modo, los principales edificios residenciales vieneses (palacios de la aristocracia y de las clases altas), recurrieron al estilo de los palacios renacentistas para ofrecer una imagen representativa. Pero aquella Viena tan identificable descuidó la vivienda convencional, algo que sucedió en casi todas las ciudades.
Así pues, el eclecticismo decimonónico dejó a las viviendas comunes al margen de sus atenciones. Las viviendas eran consideradas objetos humildes y débiles que nacían con fecha de caducidad y, por lo tanto, no eran merecedoras del lenguaje de la gran arquitectura (ni, por supuesto podían permitírselo). Los edificios de apartamentos para las clases medias y bajas nacían sin una imagen determinada, aunque su importancia en la elaboración del ambiente de la ciudad sea vital. Porque más allá de los monumentos (muy apreciados por ofrecer, entre otras, una identidad turística), la arquitectura residencial es la que produce la imagen de base, el importantísimo rumor de fondo sobre el que emergen espectaculares los iconos arquitectónicos históricos.
A finales del siglo XIX surgiría un debate estilístico en el que la arquitectura se enfrentó a la disyuntiva de continuar profundizando en los lenguajes del pasado o aceptar las corrientes emergentes. La nueva construcción, que utilizaba el hierro y el vidrio e investigaba con nuevos materiales como el hormigón armado, proponía una caracterización “moderna” para las nuevas edificaciones. Pero su implantación se enfrentaba al rechazo de una sociedad en cuyo inconsciente colectivo permanecían las imágenes reconocibles y asimiladas del pasado como símbolo de prestigio y calidad.
Por eso, la vivienda modesta recibió los novedosos criterios, funcionales y económicos, de la modernidad, mientras que los grandes equipamientos se resistirían a asumir la imagen de vanguardia. Pero cuando se reunieron estos dos mundos que, tradicionalmente, se han mantenido separados (palacio y vivienda) se produciría un cruce sorpresivo que generaría el oxímoron. Esta polémica hibridación aparecería en varios periodos, relativamente recientes, en los que se buscó, para las viviendas, emular esa imagen notable de los grandes palacios y los edificios de las clases altas. En el oxímoron residencial, se reunieron lo exclusivo y lo popular, lo monumental con lo corriente, la grandilocuencia con la humildad, lo distintivo con lo cotidiano. En definitiva, lo común y lo singular fueron reunidos en un intento de proporcionar al hombre corriente una fantasía de mejora y ascenso.
El oxímoron proporciona una imagen palaciega a inmuebles de apartamentos. Edificio de Viviendas en San Petersburgo.
La primera aproximación a este contraste residencial sería más terminológica que formal, y más teórica que real, pero sembraría la simiente. Sucedió cuando los llamados “socialistas utópicos” del siglo XIX comenzaron a filosofar sobre la organización ideal de una sociedad que asumiera con justicia la incipiente industrialización. En sus reflexiones apuntaron innovadoras formas de vida que, en algún caso, se concretaron en propuestas urbanas y arquitectónicas. Estas revolucionarias construcciones fueron etiquetadas, por sus autores, como “Palacios Sociales” (Falansterio de Fourier, Familisterio de Godin en Guisa, etc.).
Otra aparición del oxímoron, se produjo tras la revolución soviética, gracias al deseo de diseñar un nuevo escenario para el nuevo hombre. Esta idea tuvo diferentes caminos de búsqueda, uno de los cuales fue el “Clasicismo Proletario”, que intentó ofrecer a los trabajadores unas viviendas que los hicieran sentir como la clase social privilegiada, recurriendo al lenguaje estilístico de la nobleza zarista.
Décadas después, en el contexto de un Postmodernismo que ponía en tela de juicio los logros estilísticos del Funcionalismo, aparecería una corriente que retomaba el oxímoron. Uno de los adalides de esa nueva visión ecléctica sería Ricardo Bofill, quien proyectaría en Francia varios conjuntos residenciales muy polémicos, etiquetados como “Viviendas Monumentales”, una especie de “Versalles para el pueblo”, en los que buscaba conjugar los avances tecnológicos con la vivienda social y una imagen rescatada de la imaginería del clasicismo palaciego.

Los “Palacios Sociales” del socialismo utópico del siglo XIX.
“Les relations “sociétaires” imposent donc á l’architecture des conditions opposées á celles que demande la vie civilisée: ce n’est plus á bâtir la cabane du prolétaire, la maison du bourgeois, l’hôtel du joeur de la bourse; c’est le palais oú l`homme doit loger”
“Las relaciones “societarias” imponen a la arquitectura condiciones completamente distintas a las de la vida civilizada: No se trata de construir un tugurio del proletariado, la casa del burgués, la mansión del corredor de bolsa; el hombre debe vivir en el palacio.”
Victor Considérant (“Destinée sociale”, 1837, pag 482)

Una de las peores consecuencias de la ciudad surgida de la Revolución Industrial fue la infame situación habitacional de la clase trabajadora. Ante esto, el poeta Shelley denunció que “el infierno es una ciudad que se parece a Londres”. Los miserables tugurios insalubres donde sobrevivían hacinadas miles de personas activaron una corriente filantrópica que pretendía mejorar las condiciones del proletariado. Este pensamiento revolucionario, conocido como “socialismo utópico”, se polarizó en los dos países más industrializados del siglo XIX: Inglaterra y Francia. Son destacables el británico Robert Owen, y los galos, Saint-Simon, Charles Fourier, Victor Considérant o Étienne Cabet.
El conde de Saint-Simon (1760-1825) fue un aristócrata ilustrado y filántropo que dedicaría buena parte de su vida a pensar en la reorganización de la sociedad industrial. Su influencia fue muy notable, aunque sus reflexiones no tuvieron una manifestación espacial precisa. Por su parte, Robert Owen (1771-1858) anduvo por la misma senda que el francés, pero sus pensamientos fueron mucho más concretos y para  algunos sería el fundador del socialismo moderno.
Contemporáneo de Owen, Charles Fourier (1772-1837), compartiría con los anteriores una  visión casi “evangélica” del ideal industrial, pero de una forma más moderada. Su Théorie de l’unité universelle adoctrinaba sobre una sociedad basada en los principios de asociación y cooperación y que se apoyaría espacialmente en una célula fundamental: el falansterio, cuyas características describiría con todo detalle.
Perspectiva del Falansterio de Charles Fourier en la que se aprecia su inspiración versallesca.
El falansterio sería adjetivado por su autor como “Palacio Social”  y, aunque no llegaría a realizar ninguno, aspiraba a ser el nuevo escenario vital para la sociedad del futuro. Vinculados a comunidades rurales autosuficientes, los inmuebles integrarían alojamientos colectivos, con espacios de trabajo y los servicios complementarios necesarios. Su planteamiento arquitectónico recuerda al palacio de Versalles, aunque, lógicamente, los esquemas interiores de distribución funcional son muy distintos, dirigidos por la economía y el pragmatismo. La interrelación propuesta por Fourier entre la sociedad y el espacio que habitaba, lo convertiría en uno de los primeros urbanistas modernos. Fourier rompió con la tradición, propugnando nuevos modelos que anticiparon rasgos de la futura ciudad-jardín o avanzaron las Unités d’habitatión de Le Corbusier. Su influencia fue muy grande, inspirando a figuras como Victor Considérant (1808-1893), el ingeniero que le sucedió en el liderazgo del movimiento. 
El Familisterio de Godin en la ciudad de Guise. Imágenes de los tres bloques en la década de 1950 y aspecto actual de la fachada principal.
Uno de los más destacados seguidores de Fourier fue Jean-Baptiste Godin (1817-1888), un antiguo obrero metalúrgico enriquecido gracias a un exitoso invento para los sistemas de calefacción. Godin era un hombre de acción y consideró que debía utilizar su fortuna para la consolidación de la filosofía de Fourier. Para él, la mejor manera de conseguirlo sería construyendo su “falansterio”. Godin lograría hacer realidad la utopía del “palacio social”, al que él denominó “Familisterio”, que, aunque estaba basado en el modelo de Fourier, presentaba bastantes modificaciones y ajustes realizados.
El Familisterio de Godin en Guise (arriba) fue uno de los primeros “palacios sociales” construido en 1859. Debajo el salón del trono del Palais Brongniart (la Bolsa de París), diseñado por Alexandre-Theodore Brongniart desde 1807 y concluido por Eloi Labarre en 1825.
El único Familisterio que se materializó se ubicó en Guise, en el norte de Francia, a orillas del rio Oise. Consta de tres edificios que fueron construidos sucesivamente (el primero en 1859, el segundo en 1862 y el último en 1877) junto con una serie de servicios generales como asilo, guardería, escuela, teatro, baños o lavandería. Godin consideraba que su obra era el “palacio social del futuro” y en él residió con su familia. El Familisterio de Guise debía ser el ejemplo de una nueva comunidad social. La actividad principal, en ese caso, sería la fabricación de radiadores y calderas desarrollando la patente de Godin, que acabaría siendo cedida por este a una cooperativa formada por sus trabajadores, mientras que el filantrópico empresario consagraría su vida a la educación de la clase obrera.
Patio interior del Familisterio de Godin en la actualidad y en su época de funcionamiento.
Si la ciudad de las Salinas de Chaux (en Arc-et-Senans, Francia), construida en 1775 por Claude Nicolas Lédoux podía ser considerada un antecedente de los “palacios sociales” para obreros, el Familisterio de Guise, en palabras de Michel Ragon, era un “microcosmos de la ciudad moderna”. Paradójicamente, la experiencia sería repudiada tanto por los burgueses liberales como por los marxistas y anarquistas, por lo que el oxímoron arquitectónico de Guise no cuajaría, aunque si lo harían las ideas sociales que preconizaba. Actualmente, el edificio permanece como el testimonio de una utopía que, aunque brevemente, logró hacerse realidad.

El “clasicismo proletario” soviético.
Tras la revolución soviética, uno de los objetivos principales fue crear un espacio acorde con las características de la sociedad que estaba emergiendo. La arquitectura y la ciudad debían reflejar los nuevos tiempos y la nueva organización social. Para ello, hubo diferentes caminos de búsqueda destacando una doble tendencia: las vanguardias que apostaban abiertamente por un futuro que había que crear y los tradicionalistas que intentaban un compromiso entre la modernidad y la historia.
La vanguardia era rompedora y estuvo representada por imaginativos y brillantes creadores, que fueron proponiendo innovadoras tipologías residenciales. Las revolucionarias Kommunalka, las viviendas colectivas que proponían novedosos hábitos de vida en común y que estaban siendo diseñadas por los arquitectos más avanzados, quedaron (salvo alguna excepción puntual) en sus mesas de dibujo, ya que su radicalidad y la falta de recursos económicos y tecnológicos frenarían su implantación.
Proyecto de Dom-Komuna en Moscú. Uno de los proyectos residenciales vanguardistas que se quedaron en el papel (Mikhail Barshch y Vladimir Vladimirov, 1928)
Estas actitudes de vanguardia convivirían con otra línea que representaba un acercamiento diferente al mundo de la vivienda, apoyado en la tradición histórica (tanto en sus técnicas como en su imagen) pero intentando un compromiso con la modernidad. Ivan Fomin (1872-1936) fue uno de los arquitectos que defendieron este acercamiento. Como apunta Ginés Garrido, Fomin “sin una intención claramente reaccionaria al principio creía que el estilo moderno debía ser simultáneamente universal y popular, es decir, debía tener un lenguaje que el tiempo había depurado, conocido por todos, que incluso veía como inherente a la propia arquitectura y al mismo tiempo tenía que ser comprensible y accesible al pueblo. Estas condiciones se podían encontrar dentro del marco del clasicismo, simplificando los órdenes y estandarizando sus decoraciones, sustituyendo las cornisas, los entablamentos y los capitales por formas geométricas simples, cilindros, conos o paralelepípedos. Y estaba convencido de que no existía contradicción alguna entre las formas de este “clasicismo proletario” y la tecnología moderna, lo que le permitía extender grandes superficies acristaladas a la totalidad de los paños entre columna y columna. Más aún, creía que el acero y el hormigón eran materiales que puestos al servicio de la regularidad, la disciplina y el orden constructivo del clasicismo extraerían de él nuevas potencialidades. (…) Pensaba que las tradiciones del pasado eran las que mejor representaban el espíritu de los tiempos y se adaptaban mejor a las necesidades de la clase trabajadora”. (Garrido Colmenero, Ginés. “Melnikov en París, 1925”. Fundación Caja de Arquitectos, Madrid 2011).
Moscú. Solodovnikov Apartments (1906. Bardt)
El eclecticismo no era nuevo en Rusia, ya que durante el periodo zarista (pre-revolucionario) había sido la base de numerosas edificaciones. Ahora bien, su aplicación se había limitado a los grandes edificios públicos y palacios. La novedad de aquellas primeras décadas del siglo XX se hallaba en la incorporación de la amalgama de lenguajes clásicos a las viviendas comunes de la clase trabajadora. Los proletarios, según escritos de la época, también tenían derecho a residir tras la imagen representativa y monumental. Según sus autores, era una forma de ensalzar al nuevo hombre surgido de la revolución. El “Clasicismo Proletario” intentó ofrecer a los trabajadores unas viviendas que los hicieran sentir como la nueva clase social privilegiada. Los edificios de apartamentos comenzaron a aparecer, exteriormente, cargados de la retórica histórica para asimilarse a aquellos palacios de la nobleza desaparecida. El oxímoron volvía a aparecer.
San Petersburgo. Markov Apartments (1912, Vladimir Shchuko)
Serían numerosos los arquitectos que, como Ivan Fomin o su discípulo Aleksandr Gegello (1891-1965), proyectaron complejos residenciales “revival” con toda la solemnidad y gravedad de la arquitectura clásica, a través de columnatas y otros elementos característicos del lenguaje histórico. En aquellos años comenzaron a levantarse edificios de viviendas que ofrecían una imagen monumental al exterior, pero cuya distribución interna era convencional y reflejaba la típica partición en apartamentos independientes (los tiempos de la aspiración a la vida comunitaria fueron desvaneciéndose). Las ciudades principales, en particular Moscú y San Petersburgo, cuentan con un buen número de ejemplos.
San Petersburgo. Rozenshtein apartment house (1913, Andrei Belogrud)
Cuando a principios de la década de 1930 la Unión Soviética sufrió una involución social y cultural, que impulsada por Stalin, se manifestaría, entre otras cosas, en un rechazo frontal a “lo moderno”. Esta deriva tendría una gran repercusión para el arte, la arquitectura y la ciudad. Las experimentaciones de la vanguardia rusa serían proscritas. E incluso los intentos de conjugar modernidad y tradición se vieron superados por el retorno hacia aquel eclecticismo caduco que había sido rechazado en los efervescentes periodos anteriores. La nueva edificación para el alojamiento de la clase obrera profundizaría en la contradicción. Arquitectos como Ivan Zholtovsky (1867-1959), que ya habían construido obras eclécticas pre-revolucionarias, volverían a tener el favor institucional con la nueva orientación.
San Petersburgo. Markov Apartments (1912, Vladimir Shchuko)
Esta versión aumentada del oxímoron soviético tendría una vida efímera, ya que aquella sorprendente fusión de la identidad histórica clásica con programas de vivienda mínima proletaria, perdería el paso rápidamente ante la imperiosa necesidad de producción masiva de vivienda, a la que solamente se pudo responder acudiendo a la industrialización. Los planes quinquenales abrazarían la prefabricación y la seriación como nuevo credo y la personalización desaparecería. Las inmensas promociones de viviendas que el régimen levantaría desde entonces (con su imagen funcionalista, convencional y repetitiva) se convertirían finalmente en una de las señas de identidad del orbe soviético.

Las “viviendas monumentales” de Ricardo Bofill.
Ricardo Bofill (1939) es uno de los arquitectos referentes (y polémicos) de la arquitectura española contemporánea y que ha disfrutado de una mayor proyección internacional. Siempre ha sido un personaje controvertido, quizá perjudicado por su gran exposición mediática. Su obra refleja los claroscuros de una trayectoria dilatada y compleja. Muy innovador en sus principios, tanto por sus proyectos como por el carácter multidisciplinar de su Taller de Arquitectura, su producción ofrece momentos de gran personalidad (que propiciaron rendidas alabanzas y también feroces críticas) con periodos grises de ideas repetitivas y convencionales.
Ricardo Bofill. Antigone (1978) y el Golden Number Plaza (1984) de Montpellier; 
Durante una etapa de su vida profesional (centrada, sobre todo, en la Francia de la década de 1980), desarrolló una tipología arquitectónica residencial que suscitó muchos debates. En el contexto de un Postmodernismo que ponía en tela de juicio los logros estilísticos del Funcionalismo, surgiría de nuevo el oxímoron. Uno de sus adalides sería precisamente Ricardo Bofill. Los diferentes conjuntos residenciales que proyectó, principalmente en las Villes Nouvelles de París que se estaban desarrollando en aquellos años, exploraban la intersección entre la tecnología, la vivienda social y la imagen grandilocuente del clasicismo, reivindicando el simbolismo, la geometría y los ordenes expresivos de la antigüedad, lo que les atribuiría la etiqueta de “viviendas monumentales” (“Versalles para el pueblo”, en palabras de Bofill).
Ricardo Bofill. Les Espaces d'Abraxas (1982) en Marne-la-Vallée (Noisy-le-Grand);
Entre las obras más representativas de este clasicismo tecnológico, posmoderno y provocador, destacan grandes desarrollos habitacionales como son Antigone (1978) y el Golden Number Plaza (1984) de Montpellier; Les Espaces d'Abraxas (1982) en Marne-la-Vallée (Noisy-le-Grand); las Echelles du Baroque (1985) en la Place de Catalogne y la Place de Séoul  del barrio de Montparnasse de París; Les Arcades du Lac, Le Viaduct (ambos de 1982) y Les Temples du Lac (1986) en Saint-Quentin-en-Yvelines (Montigny-le-Bretonneux); o,  Le Belvedere St. Christophe (1986) en Cergy-Pontoise.
Ricardo Bofill. Echelles du Baroque (1985) en la Place de Catalogne y la Place de Séoul  del barrio de Montparnasse de París.
El denominador común de estos proyectos es su declarado neoclasicismo, que buscaba inspiración en los principales estilos históricos (aunque tratados con bastante libertad). Por ejemplo, en la tradición de la jardinería francesa, presentando sus composiciones como “jardines habitados, donde los volúmenes construidos son tratados como masas verdes” (como en los proyectos que rodean el lago de Saint-Quentin-en-Yvelines). También, en la arquitectura inglesa, particularmente en el Circus y el Royal Crescent de Bath, que inspiraron los volúmenes del Belvedere de Cergy-Pontoise (que sirvió de arranque al espectacular “Axe Majeur” de Dani Karavan). O igualmente, la imaginería barroca, que prestó el vocabulario adecuado para formalizar los espacios cóncavos de las Echelles du Baroque parisinas. No obstante, la reinterpretación de los elementos clásicos mostraba tanto eclecticismos respetuosos, con columnatas, frontones, grandes huecos o juegos de escala, como irreverentes acercamientos, con cornisas caricaturescas o columnas de vidrio. El objetivo de estas agrupaciones de vivienda social era crear espacios comprensibles para el ciudadano, gracias a la atemporalidad (anacronismo, según sus detractores) de su formalización, asimilada por la sociedad y, por eso, reconocible.
Ricardo Bofill. Le Belvedere St. Christophe (1986) en Cergy-Pontoise, con el obelisco que da inicio al Axe Majeur de Dani Karavan.
Todos los proyectos cuentan con una poderosa “imagen de marca” expresada en volumetrías masivas y contundentes, fuertemente geometrizadas. Bofill busca la monumentalidad intentando reconciliar su rotundidad con los hábitats populares para la creación de espacios vivideros de gran personalidad. Los ciudadanos corrientes se convertían en los héroes que poblaban los nuevos espacios.
Ricardo Bofill. Golden Number Plaza (1984) de Montpellier, planta y detalles.
Otro de los rasgos propios de esta etapa es la utilización recurrente de la prefabricación. Sobre todo en sus fachadas, que se descomponían en módulos cuya agregación presentaba un “sistema de proporciones y texturas adaptados a la estética del proyecto clásico inicialmente concebido”. Las volumetrías rotundas conformadas por paneles de hormigón prefabricado o revestimiento de terracota, se convertían en “decorados urbanos” que proporcionaban una fuerte identidad espacial a la comunidad.
Ricardo Bofill. Le Belvedere St. Christophe (1986) en Cergy-Pontoise, perspectiva y planta anteriores a la apertura de la fisura que conecta con el Axe Majeur.
En general, la arquitectura de Bofill suele considerar especialmente su relación con la ciudad, no tanto por su atención al contexto sino por su papel de creadora de espacios urbanos. Los conjuntos de viviendas franceses, en incluso los equipamientos que en algún caso incorporaron, articulaban sus bloques para crear ciudad. Los intersticios de la arquitectura se convertían en motores de cada agrupación, surgiendo calles reforzadas para cumplir su misión de tránsito o plazas potenciadas como lugar de encuentro de la comunidad. Para conseguir su efectividad se definieron con esmero los recorridos y las transiciones, los fondos de perspectiva, los juegos de escala, o las tensiones urbanas entre interiores y exteriores.
Ricardo Bofill. De arriba abajo, Les Arcades du Lac, Le Viaduct (ambos de 1982) y Les Temples du Lac (1986) en Saint-Quentin-en-Yvelines (Montigny-le-Bretonneux).  
La producción del Taller de Arquitectura durante ese periodo se convirtió en una de sus señas de identidad, que generó además fuertes controversias dentro y fuera de la profesión (de las que Ricardo Bofill era plenamente consciente y solía alimentar).

3 comentarios:

  1. "La Arquitectura (con mayúsculas) nace con vocación de eternidad, pero la arquitectura (con minúsculas), asume la temporalidad de sus propuestas. La primera suele verse representada en los grandes edificios monumentales mientras que la segunda aparece habitualmente en las viviendas comunes".
    Toda una declaración que merece rumiarse con método. En efecto, tiene un aspecto presuntamente obvio que debe tratarse con cuidado.
    Me pregunto en qué categoría quedarían, por ejemplo L'Unité d'Habitation de Marsella o los Lake Shore Apartaments de Mies.
    Saludos desde Montevideo

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  2. Hola Néstor. Efectivamente, las afirmaciones categóricas son arriesgadas, pero en este caso incorpora matices que la relativizan. Nadie dudaría de que los ejemplos residenciales que citas, y otros muchos, merezcan la "mayúscula", pero no son, desde luego "viviendas comunes" (que son el objetivo del artículo). Los italianos diferencian entre architettura y edilizia para no tener problemas semánticos.
    Saludos y gracias por tus comentarios.

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  3. “En el campo residencial, los palacios y las viviendas comunes se encuentran en las antípodas, compartiendo únicamente su componente habitacional. Por eso, la reunión de ambas tipologías, tradicionalmente incompatibles, genera la sorpresa”
    A mí me da por pensar que concebir una arquitectura adecuada, digna y decorosa para el pueblo es tarea noble y oportuna. Otra cosa es concebir la morada popular bajo la impostura de un palacio, pero algo del espíritu dramático de empresas como el Karl Marx Hof en Viena subsiste, en la postmodernidad, como una fría farsa.
    Creo que, en el futuro, las clases populares tendrán su marco arquitectónico propio, sin préstamos. Aunque procedan de un oxímoron.
    Muchas gracias por promover la reflexión
    Saludos desde Montevideo

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