Les Espaces d'Abraxas (Marne-la-Vallée) de Ricardo
Bofill son un ejemplo del oxímoron residencial.
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Un oxímoron es la reunión de dos nociones
con significado opuesto que, superando la aparente contradicción, pueden
generar un tercer concepto de gran expresividad. El recurso literario anima al
lector a rechazar lo absurdo de la contraposición y a buscar la comprensión del
sentido metafórico de la extraña pareja (por ejemplo, fuego helado, luz oscura,
instante eterno, etc.).
También existe el oxímoron en la
arquitectura. En el
campo residencial, los palacios y las viviendas comunes se encuentran en las
antípodas, compartiendo únicamente su componente habitacional. Por eso, la
reunión de ambas tipologías, tradicionalmente incompatibles, genera la
sorpresa. En el oxímoron, se reúnen lo exclusivo y lo popular, lo monumental
con lo corriente, la grandilocuencia con la humildad, la singularidad con lo
cotidiano.
Descubriremos
estos contrastes en las propuestas decimonónicas del socialismo utópico,
algunas de las cuales se llevaron a la realidad. Estas revolucionarias
construcciones fueron etiquetadas, por sus autores, como “palacios sociales” (Falansterio
de Fourier, Familisterio de Godin en
Guise, etc.). También tras la revolución soviética, cuando a partir del deseo
de crear un nuevo escenario para el nuevo hombre se alumbró el “clasicismo proletario”, que intentó
ofrecer a los trabajadores unas viviendas que los hicieran sentir como la clase
social privilegiada, recurriendo al lenguaje estilístico de la nobleza zarista.
Finalmente, décadas después, en el contexto del Postmodernismo, Ricardo Bofill se convertía en paladín de esa
visión antagónica, proyectando en Francia varios conjuntos de “viviendas monumentales” que fueron
presentadas como una especie de “Versalles
para el pueblo”.
La Arquitectura (con mayúsculas) nace
con vocación de eternidad, pero la arquitectura (con minúsculas), asume la
temporalidad de sus propuestas. La primera suele verse representada en los grandes edificios
monumentales mientras que la segunda aparece habitualmente en las viviendas
comunes.
Los grandes edificios públicos
desafían el tiempo.
Concebidos para ser testimonio de los logros de la sociedad que los levanta,
reúnen los requisitos para conseguir esa ilimitada travesía. Su creación es muy
elaborada, cuentan con presupuestos elevados, sus materiales son de calidad, su
papel en la identidad de una sociedad es muy relevante, y su multifuncionalidad, tanto propia (con
grandes espacios adaptables) como urbana (gracias a que su valor icónico que
supera el del uso particular) abre muchas posibilidades para afrontar los inevitables
cambios del porvenir. Esto, que caracteriza a los edificios públicos, es en
gran medida trasladable a las residencias históricas de las clases sociales
elevadas, particularmente a las villas o a los palacios urbanos de la
aristocracia. En general, los “elementos primarios”, como los definió Aldo
Rossi, cuentan con una admirable capacidad de transformación, que hace que sean
capaces de atravesar los siglos con relativa facilidad.
Aunque el Palacio y la Vivienda comparten el hecho de ser tipologías residenciales, sus
aspectos comunes acaban allí. Los objetivos y los medios disponibles, la escala
espacial o el contenido y distribución de sus programas interiores, resultan
radicalmente diferentes. Debe advertirse por tanto que, al referirnos a la
arquitectura residencial en estos términos, estamos excluyendo de la categoría
a los palacios de la nobleza, más próximos a la gran Arquitectura que los
modestos caseríos habitados por las personas corrientes.
Porque las viviendas comunes parten de unas
circunstancias muy diferentes. Las viviendas no han recibido esos dones que
permiten navegar por el tiempo. Realmente, la inmensa mayoría de los edificios
habitacionales “normales” que pueblan nuestras ciudades son recientes. Esto
sucede incluso en los centros históricos, donde las viejas residencias obsoletas
han sido sustituidas por otras más modernas (aunque en ocasiones muestren un
“aspecto” antiguo). Esta obligada adaptación a los tiempos cambiantes se
produce por diversas razones. Por una parte, porque son tipologías muy vinculadas
a los modos de vida de la mayoría de la sociedad, que evolucionan con cierta
rapidez y exigen transformaciones funcionales y tecnológicas que muchas veces resultan
imposibles de aplicar (en parte, por la escala de sus espacios y fachadas o por
su tecnología, que ofrecen dificultades de ajuste). También porque la gran masa
social no dispone de los recursos necesarios para afrontar unas construcciones
de coste elevado y , en consecuencia, las viviendas se encuentran sometidas a
presupuestos económicos modestos que obligan a trabajar con materiales más
humildes, que acaban mostrándose “perecederos”. La vivienda estándar, en muchas
ocasiones, ha nacido como solución de emergencia, en unas condiciones poco
favorables que la han llevado a sufrir dramáticamente las consecuencias del
paso del tiempo. En definitiva, las viviendas de las clases medias y bajas son
ajenas a los esplendorosos palacios de la nobleza o la alta burguesía.
Así pues,
tradicionalmente no existía intersección entre el mundo de la vivienda anónima y
la imaginería clásica. Pero esto comenzó a cambiar con el ascenso de la
burguesía triunfante del siglo XIX, que buscaba su identidad y fue incorporando
a sus edificaciones rasgos asimilables a los grandes palacios de la nobleza. El
vocabulario clásico comenzó a incorporarse
a ciertas edificaciones residenciales destinadas a las clases pudientes,
como por ejemplo en los palacios burgueses del Ring de Viena. Viena es un
ejemplo de cómo el eclecticismo fue arraigando hasta convertirse en parte de la
identidad de la ciudad. Durante la construcción del Ring, los edificios
públicos fueron adoptando imágenes teóricamente coherentes con el destino que
les esperaba. Así, el Ayuntamiento se hizo a imagen y semejanza del modelo
gótico holandés que expresaba la participación ciudadana (con los modelos de
Amsterdam o Bruselas); el Teatro se identificaba con el barroco; o, el Parlamento,
con el estilo de la Grecia antigua. Con todo ello, los edificios expresaban su
contenido en un lenguaje asimilado por la ciudadanía. Del mismo modo, los principales
edificios residenciales vieneses (palacios de la aristocracia y de las clases
altas), recurrieron al estilo de los palacios renacentistas para ofrecer una
imagen representativa. Pero aquella Viena tan identificable descuidó la
vivienda convencional, algo que sucedió en casi todas las ciudades.
Así pues, el eclecticismo decimonónico dejó a las
viviendas comunes al margen de sus atenciones. Las viviendas eran consideradas
objetos humildes y débiles que nacían con fecha de caducidad y, por lo tanto, no
eran merecedoras del lenguaje de la gran arquitectura (ni, por supuesto podían
permitírselo). Los edificios de apartamentos para las clases medias y bajas
nacían sin una imagen determinada, aunque su importancia en la elaboración del
ambiente de la ciudad sea vital. Porque más allá de los monumentos (muy
apreciados por ofrecer, entre otras, una identidad turística), la arquitectura
residencial es la que produce la imagen de base, el importantísimo rumor de
fondo sobre el que emergen espectaculares los iconos arquitectónicos
históricos.
A finales del
siglo XIX surgiría un debate estilístico en el que la arquitectura se enfrentó
a la disyuntiva de continuar profundizando en los lenguajes del pasado o aceptar
las corrientes emergentes. La nueva construcción, que utilizaba el hierro y el
vidrio e investigaba con nuevos materiales como el hormigón armado, proponía
una caracterización “moderna” para las nuevas edificaciones. Pero su
implantación se enfrentaba al rechazo de una sociedad en cuyo inconsciente
colectivo permanecían las imágenes reconocibles y asimiladas del pasado como
símbolo de prestigio y calidad.
Por eso, la
vivienda modesta recibió los novedosos criterios, funcionales y económicos, de
la modernidad, mientras que los grandes equipamientos se resistirían a asumir
la imagen de vanguardia. Pero cuando se reunieron
estos dos mundos que, tradicionalmente, se han mantenido separados (palacio y
vivienda) se produciría un cruce sorpresivo que generaría el oxímoron. Esta
polémica hibridación aparecería en varios periodos, relativamente recientes, en
los que se buscó, para las viviendas, emular esa imagen notable de los grandes
palacios y los edificios de las clases altas. En el oxímoron residencial, se
reunieron lo exclusivo y lo popular, lo monumental con lo corriente, la
grandilocuencia con la humildad, lo distintivo con lo cotidiano. En definitiva,
lo común y lo singular fueron reunidos en un intento de proporcionar al hombre
corriente una fantasía de mejora y ascenso.
El oxímoron proporciona una imagen palaciega a
inmuebles de apartamentos. Edificio de Viviendas en San Petersburgo.
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La primera
aproximación a este contraste residencial sería más terminológica que formal, y
más teórica que real, pero sembraría la simiente. Sucedió cuando los llamados “socialistas
utópicos” del siglo XIX comenzaron a filosofar sobre la organización ideal de
una sociedad que asumiera con justicia la incipiente industrialización. En sus
reflexiones apuntaron innovadoras formas de vida que, en algún caso, se
concretaron en propuestas urbanas y arquitectónicas. Estas revolucionarias
construcciones fueron etiquetadas, por sus autores, como “Palacios Sociales” (Falansterio
de Fourier, Familisterio de Godin en
Guisa, etc.).
Otra
aparición del oxímoron, se produjo tras la revolución soviética, gracias al
deseo de diseñar un nuevo escenario para el nuevo hombre. Esta idea tuvo
diferentes caminos de búsqueda, uno de los cuales fue el “Clasicismo Proletario”, que intentó ofrecer a los trabajadores unas
viviendas que los hicieran sentir como la clase social privilegiada, recurriendo
al lenguaje estilístico de la nobleza zarista.
Décadas
después, en el contexto de un Postmodernismo
que ponía en tela de juicio los logros estilísticos del Funcionalismo, aparecería una corriente que retomaba el oxímoron.
Uno de los adalides de esa nueva visión ecléctica sería Ricardo Bofill, quien
proyectaría en Francia varios conjuntos residenciales muy polémicos,
etiquetados como “Viviendas Monumentales”,
una especie de “Versalles para el pueblo”, en los que buscaba conjugar los
avances tecnológicos con la vivienda social y una imagen rescatada de la
imaginería del clasicismo palaciego.
Los “Palacios
Sociales” del socialismo utópico del siglo XIX.
“Les
relations “sociétaires” imposent donc á l’architecture des conditions opposées
á celles que demande la vie civilisée: ce n’est plus á bâtir la cabane du
prolétaire, la maison du bourgeois, l’hôtel du joeur de la bourse; c’est le
palais oú l`homme doit loger”
“Las
relaciones “societarias” imponen a la arquitectura condiciones completamente distintas
a las de la vida civilizada: No se trata de construir un tugurio del
proletariado, la casa del burgués, la mansión del corredor de bolsa; el hombre
debe vivir en el palacio.”
Victor
Considérant (“Destinée sociale”,
1837, pag 482)
Una de las peores
consecuencias de la ciudad surgida de la Revolución Industrial fue la infame
situación habitacional de la clase trabajadora. Ante esto, el poeta Shelley
denunció que “el infierno es una ciudad
que se parece a Londres”. Los miserables tugurios insalubres donde
sobrevivían hacinadas miles de personas activaron una corriente filantrópica
que pretendía mejorar las condiciones del proletariado. Este pensamiento
revolucionario, conocido como “socialismo utópico”, se polarizó en los dos
países más industrializados del siglo XIX: Inglaterra y Francia. Son
destacables el británico Robert Owen, y los galos, Saint-Simon, Charles
Fourier, Victor Considérant o Étienne Cabet.
El conde de Saint-Simon
(1760-1825) fue un aristócrata ilustrado y filántropo que dedicaría buena parte
de su vida a pensar en la reorganización de la sociedad industrial. Su
influencia fue muy notable, aunque sus reflexiones no tuvieron una
manifestación espacial precisa. Por su parte, Robert Owen (1771-1858) anduvo por
la misma senda que el francés, pero sus pensamientos fueron mucho más concretos
y para algunos sería el fundador del
socialismo moderno.
Contemporáneo
de Owen, Charles Fourier (1772-1837), compartiría con los anteriores una visión casi “evangélica” del ideal industrial,
pero de una forma más moderada. Su Théorie
de l’unité universelle adoctrinaba sobre una sociedad basada en los
principios de asociación y cooperación y que se apoyaría espacialmente en una
célula fundamental: el falansterio,
cuyas características describiría con todo detalle.
Perspectiva del Falansterio de Charles Fourier en la
que se aprecia su inspiración versallesca.
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El Familisterio de Godin en la ciudad de Guise.
Imágenes de los tres bloques en la década de 1950 y aspecto actual de la
fachada principal.
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Uno de los más
destacados seguidores de Fourier fue Jean-Baptiste Godin (1817-1888), un
antiguo obrero metalúrgico enriquecido gracias a un exitoso invento para los
sistemas de calefacción. Godin era un hombre de acción y consideró que debía
utilizar su fortuna para la consolidación de la filosofía de Fourier. Para él, la
mejor manera de conseguirlo sería construyendo su “falansterio”. Godin lograría
hacer realidad la utopía del “palacio social”, al que él denominó “Familisterio”, que, aunque estaba basado
en el modelo de Fourier, presentaba bastantes modificaciones y ajustes
realizados.
El único Familisterio
que se materializó se ubicó en Guise, en el norte de Francia, a orillas del rio
Oise. Consta de tres edificios que fueron construidos sucesivamente (el primero
en 1859, el segundo en 1862 y el último en 1877) junto con una serie de
servicios generales como asilo, guardería, escuela, teatro, baños o lavandería.
Godin consideraba que su obra era el “palacio social del futuro” y en él
residió con su familia. El Familisterio de Guise debía ser el ejemplo de una
nueva comunidad social. La actividad principal, en ese caso, sería la fabricación
de radiadores y calderas desarrollando la patente de Godin, que acabaría siendo
cedida por este a una cooperativa formada por sus trabajadores, mientras que el
filantrópico empresario consagraría su vida a la educación de la clase obrera.
Patio interior del Familisterio de Godin en la
actualidad y en su época de funcionamiento.
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Si la ciudad
de las Salinas de Chaux (en Arc-et-Senans, Francia), construida en 1775 por Claude
Nicolas Lédoux podía ser considerada un antecedente de los “palacios sociales” para
obreros, el Familisterio de Guise, en palabras de Michel Ragon, era un “microcosmos de la ciudad moderna”. Paradójicamente,
la experiencia sería repudiada tanto por los burgueses liberales como por los marxistas
y anarquistas, por lo que el oxímoron arquitectónico de Guise no cuajaría,
aunque si lo harían las ideas sociales que preconizaba. Actualmente, el
edificio permanece como el testimonio de una utopía que, aunque brevemente,
logró hacerse realidad.
El “clasicismo
proletario” soviético.
Tras la
revolución soviética, uno de los objetivos principales fue crear un espacio acorde con las características
de la sociedad que estaba emergiendo. La arquitectura y la ciudad debían
reflejar los nuevos tiempos y la nueva organización social. Para ello, hubo
diferentes caminos de búsqueda destacando una doble tendencia: las vanguardias
que apostaban abiertamente por un futuro que había que crear y los
tradicionalistas que intentaban un compromiso entre la modernidad y la
historia.
La vanguardia
era rompedora y estuvo representada por imaginativos y brillantes creadores,
que fueron proponiendo innovadoras tipologías residenciales. Las
revolucionarias Kommunalka, las
viviendas colectivas que proponían novedosos hábitos de vida en común y que
estaban siendo diseñadas por los arquitectos más avanzados, quedaron (salvo
alguna excepción puntual) en sus mesas de dibujo, ya que su radicalidad y la
falta de recursos económicos y tecnológicos frenarían su implantación.
Proyecto de Dom-Komuna en Moscú. Uno de los proyectos
residenciales vanguardistas que se quedaron en el papel (Mikhail Barshch y
Vladimir Vladimirov, 1928)
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Estas actitudes
de vanguardia convivirían con otra línea
que representaba un acercamiento diferente al mundo de la vivienda, apoyado en
la tradición histórica (tanto en sus técnicas como en su imagen) pero
intentando un compromiso con la modernidad. Ivan Fomin (1872-1936) fue uno
de los arquitectos que defendieron este acercamiento. Como apunta Ginés
Garrido, Fomin “sin una intención
claramente reaccionaria al principio creía que el estilo moderno debía ser
simultáneamente universal y popular, es decir, debía tener un lenguaje que el
tiempo había depurado, conocido por todos, que incluso veía como inherente a la
propia arquitectura y al mismo tiempo tenía que ser comprensible y accesible al
pueblo. Estas condiciones se podían encontrar dentro del marco del clasicismo,
simplificando los órdenes y estandarizando sus decoraciones, sustituyendo las
cornisas, los entablamentos y los capitales por formas geométricas simples,
cilindros, conos o paralelepípedos. Y estaba convencido de que no existía
contradicción alguna entre las formas de este “clasicismo proletario” y la
tecnología moderna, lo que le permitía extender grandes superficies
acristaladas a la totalidad de los paños entre columna y columna. Más aún,
creía que el acero y el hormigón eran materiales que puestos al servicio de la
regularidad, la disciplina y el orden constructivo del clasicismo extraerían de
él nuevas potencialidades. (…) Pensaba que las tradiciones del pasado eran las
que mejor representaban el espíritu de los tiempos y se adaptaban mejor a las
necesidades de la clase trabajadora”. (Garrido Colmenero, Ginés. “Melnikov en París,
1925”. Fundación Caja de Arquitectos, Madrid 2011).
Moscú. Solodovnikov
Apartments (1906. Bardt)
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El
eclecticismo no era nuevo en Rusia, ya que durante el periodo zarista
(pre-revolucionario) había sido la base de numerosas edificaciones. Ahora bien,
su aplicación se había limitado a los grandes edificios públicos y palacios. La
novedad de aquellas primeras décadas del siglo XX se hallaba en la
incorporación de la amalgama de lenguajes clásicos a las viviendas comunes de
la clase trabajadora. Los proletarios, según escritos de la época, también
tenían derecho a residir tras la imagen representativa y monumental. Según sus
autores, era una forma de ensalzar al nuevo hombre surgido de la revolución. El
“Clasicismo Proletario” intentó
ofrecer a los trabajadores unas viviendas que los hicieran sentir como la nueva
clase social privilegiada. Los edificios de apartamentos comenzaron a aparecer,
exteriormente, cargados de la retórica histórica para asimilarse a aquellos
palacios de la nobleza desaparecida. El oxímoron volvía a aparecer.
San Petersburgo. Markov
Apartments (1912, Vladimir Shchuko)
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Serían
numerosos los arquitectos que, como Ivan Fomin o su discípulo Aleksandr Gegello
(1891-1965), proyectaron complejos residenciales “revival” con toda la
solemnidad y gravedad de la arquitectura clásica, a través de columnatas y
otros elementos característicos del lenguaje histórico. En aquellos años comenzaron
a levantarse edificios de viviendas que ofrecían una imagen monumental al
exterior, pero cuya distribución interna era convencional y reflejaba la típica
partición en apartamentos independientes (los tiempos de la aspiración a la vida
comunitaria fueron desvaneciéndose). Las ciudades principales, en particular
Moscú y San Petersburgo, cuentan con un buen número de ejemplos.
San Petersburgo. Rozenshtein
apartment house (1913, Andrei Belogrud)
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Cuando a
principios de la década de 1930 la Unión Soviética sufrió una involución social
y cultural, que impulsada por Stalin, se manifestaría, entre otras cosas, en un
rechazo frontal a “lo moderno”. Esta deriva tendría una gran repercusión para
el arte, la arquitectura y la ciudad. Las experimentaciones de la vanguardia
rusa serían proscritas. E incluso los intentos de conjugar modernidad y
tradición se vieron superados por el retorno hacia aquel eclecticismo caduco
que había sido rechazado en los efervescentes periodos anteriores. La nueva
edificación para el alojamiento de la clase obrera profundizaría en la
contradicción. Arquitectos como Ivan Zholtovsky (1867-1959), que ya habían
construido obras eclécticas pre-revolucionarias, volverían a tener el favor
institucional con la nueva orientación.
San Petersburgo. Markov
Apartments (1912, Vladimir Shchuko)
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Esta versión
aumentada del oxímoron soviético tendría
una vida efímera, ya que aquella sorprendente fusión de la identidad
histórica clásica con programas de vivienda mínima proletaria, perdería el paso
rápidamente ante la imperiosa necesidad de producción masiva de vivienda, a la
que solamente se pudo responder acudiendo a la industrialización. Los planes
quinquenales abrazarían la prefabricación y la seriación como nuevo credo y la
personalización desaparecería. Las inmensas promociones de viviendas que el
régimen levantaría desde entonces (con su imagen funcionalista, convencional y
repetitiva) se convertirían finalmente en una de las señas de identidad del
orbe soviético.
Las “viviendas
monumentales” de Ricardo Bofill.
Ricardo
Bofill (1939) es uno de los arquitectos referentes (y polémicos) de la
arquitectura española contemporánea y que ha disfrutado de una mayor proyección
internacional. Siempre ha sido un personaje controvertido, quizá perjudicado
por su gran exposición mediática. Su obra refleja los claroscuros de una
trayectoria dilatada y compleja. Muy innovador en sus principios, tanto por sus
proyectos como por el carácter multidisciplinar de su Taller de Arquitectura, su producción ofrece momentos de gran
personalidad (que propiciaron rendidas alabanzas y también feroces críticas)
con periodos grises de ideas repetitivas y convencionales.
Ricardo Bofill. Antigone (1978) y el Golden Number
Plaza (1984) de Montpellier;
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Durante una
etapa de su vida profesional (centrada, sobre todo, en la Francia de la década
de 1980), desarrolló una tipología arquitectónica residencial que suscitó muchos
debates. En el contexto de un Postmodernismo
que ponía en tela de juicio los logros estilísticos del Funcionalismo, surgiría de nuevo el oxímoron. Uno de sus adalides
sería precisamente Ricardo Bofill. Los diferentes conjuntos residenciales que proyectó,
principalmente en las Villes Nouvelles de París que se estaban
desarrollando en aquellos años, exploraban la intersección entre la tecnología,
la vivienda social y la imagen grandilocuente del clasicismo, reivindicando el
simbolismo, la geometría y los ordenes expresivos de la antigüedad, lo que les
atribuiría la etiqueta de “viviendas
monumentales” (“Versalles para el
pueblo”, en palabras de Bofill).
Ricardo Bofill. Les Espaces d'Abraxas (1982) en Marne-la-Vallée
(Noisy-le-Grand);
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Entre las
obras más representativas de este clasicismo tecnológico, posmoderno y
provocador, destacan grandes desarrollos habitacionales como son Antigone
(1978) y el Golden Number Plaza (1984) de Montpellier; Les Espaces d'Abraxas (1982)
en Marne-la-Vallée (Noisy-le-Grand); las Echelles du Baroque (1985) en la Place de Catalogne y la Place de Séoul del barrio de Montparnasse de París; Les
Arcades du Lac, Le Viaduct (ambos de 1982) y Les
Temples du Lac (1986) en Saint-Quentin-en-Yvelines
(Montigny-le-Bretonneux); o, Le
Belvedere St. Christophe (1986)
en Cergy-Pontoise.
Ricardo Bofill. Echelles du Baroque (1985) en la Place
de Catalogne y la Place de Séoul del barrio
de Montparnasse de París.
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El
denominador común de estos proyectos es su declarado neoclasicismo, que buscaba
inspiración en los principales estilos
históricos (aunque tratados con bastante libertad). Por ejemplo, en la
tradición de la jardinería francesa, presentando sus composiciones como “jardines habitados, donde los volúmenes
construidos son tratados como masas verdes” (como en los proyectos que
rodean el lago de Saint-Quentin-en-Yvelines). También, en la arquitectura
inglesa, particularmente en el Circus y el Royal Crescent de Bath, que
inspiraron los volúmenes del Belvedere de Cergy-Pontoise (que sirvió de
arranque al espectacular “Axe Majeur” de Dani Karavan). O igualmente,
la imaginería barroca, que prestó el vocabulario adecuado para formalizar los espacios
cóncavos de las Echelles du Baroque parisinas.
No obstante, la reinterpretación de los elementos clásicos mostraba tanto
eclecticismos respetuosos, con columnatas, frontones, grandes huecos o juegos
de escala, como irreverentes acercamientos, con cornisas caricaturescas o
columnas de vidrio. El objetivo de estas agrupaciones de vivienda social era
crear espacios comprensibles para el ciudadano, gracias a la atemporalidad
(anacronismo, según sus detractores) de su formalización, asimilada por la
sociedad y, por eso, reconocible.
Ricardo Bofill. Le Belvedere St. Christophe (1986) en
Cergy-Pontoise, con el obelisco que da inicio al Axe Majeur de Dani Karavan.
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Todos los
proyectos cuentan con una poderosa “imagen de marca” expresada en volumetrías
masivas y contundentes, fuertemente geometrizadas. Bofill busca la monumentalidad intentando reconciliar
su rotundidad con los hábitats populares para la creación de espacios vivideros
de gran personalidad. Los ciudadanos corrientes se convertían en los héroes que
poblaban los nuevos espacios.
Ricardo Bofill. Golden Number Plaza (1984) de
Montpellier, planta y detalles.
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Otro de los
rasgos propios de esta etapa es la utilización recurrente de la prefabricación. Sobre todo en sus
fachadas, que se descomponían en módulos cuya agregación presentaba un “sistema de proporciones y texturas adaptados
a la estética del proyecto clásico inicialmente concebido”. Las volumetrías
rotundas conformadas por paneles de hormigón prefabricado o revestimiento de
terracota, se convertían en “decorados urbanos” que proporcionaban una fuerte
identidad espacial a la comunidad.
Ricardo Bofill. Le Belvedere St. Christophe (1986) en
Cergy-Pontoise, perspectiva y planta anteriores a la apertura de la fisura que
conecta con el Axe Majeur.
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En general, la
arquitectura de Bofill suele considerar especialmente su relación con la ciudad, no tanto por su atención al contexto
sino por su papel de creadora de espacios urbanos. Los conjuntos de viviendas
franceses, en incluso los equipamientos que en algún caso incorporaron, articulaban
sus bloques para crear ciudad. Los intersticios de la arquitectura se convertían
en motores de cada agrupación, surgiendo calles reforzadas para cumplir su misión
de tránsito o plazas potenciadas como lugar de encuentro de la comunidad. Para
conseguir su efectividad se definieron con esmero los recorridos y las
transiciones, los fondos de perspectiva, los juegos de escala, o las tensiones
urbanas entre interiores y exteriores.
Ricardo Bofill. De arriba abajo, Les Arcades du Lac, Le
Viaduct (ambos de 1982) y Les Temples du Lac (1986) en
Saint-Quentin-en-Yvelines (Montigny-le-Bretonneux).
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La producción
del Taller de Arquitectura durante
ese periodo se convirtió en una de sus señas de identidad, que generó además fuertes
controversias dentro y fuera de la profesión (de las que Ricardo Bofill era
plenamente consciente y solía alimentar).
"La Arquitectura (con mayúsculas) nace con vocación de eternidad, pero la arquitectura (con minúsculas), asume la temporalidad de sus propuestas. La primera suele verse representada en los grandes edificios monumentales mientras que la segunda aparece habitualmente en las viviendas comunes".
ResponderEliminarToda una declaración que merece rumiarse con método. En efecto, tiene un aspecto presuntamente obvio que debe tratarse con cuidado.
Me pregunto en qué categoría quedarían, por ejemplo L'Unité d'Habitation de Marsella o los Lake Shore Apartaments de Mies.
Saludos desde Montevideo
Hola Néstor. Efectivamente, las afirmaciones categóricas son arriesgadas, pero en este caso incorpora matices que la relativizan. Nadie dudaría de que los ejemplos residenciales que citas, y otros muchos, merezcan la "mayúscula", pero no son, desde luego "viviendas comunes" (que son el objetivo del artículo). Los italianos diferencian entre architettura y edilizia para no tener problemas semánticos.
ResponderEliminarSaludos y gracias por tus comentarios.
“En el campo residencial, los palacios y las viviendas comunes se encuentran en las antípodas, compartiendo únicamente su componente habitacional. Por eso, la reunión de ambas tipologías, tradicionalmente incompatibles, genera la sorpresa”
ResponderEliminarA mí me da por pensar que concebir una arquitectura adecuada, digna y decorosa para el pueblo es tarea noble y oportuna. Otra cosa es concebir la morada popular bajo la impostura de un palacio, pero algo del espíritu dramático de empresas como el Karl Marx Hof en Viena subsiste, en la postmodernidad, como una fría farsa.
Creo que, en el futuro, las clases populares tendrán su marco arquitectónico propio, sin préstamos. Aunque procedan de un oxímoron.
Muchas gracias por promover la reflexión
Saludos desde Montevideo