“Vínculos de Identidad Urbana”. Obra de la artista
chilena Marcela Carvajal (2009)
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La identidad es un tema complejo y esquivo
que permite diversos acercamientos. Uno de ellos deriva de su controvertida relación
con las comunidades humanas y las dinámicas sociales de inclusión/exclusión. En este contexto, nos interesa
especialmente la conexión entre las
nociones de comunidad e identidad con el concepto de
territorialidad.
Muchas
comunidades no son territoriales. Pueden compartir ideas o bienes físicos y no
encontrarse adscritas a ningún espacio concreto (por ejemplo, ser socio de
Amnistía Internacional, pertenecer a la comunidad trekkie, ser accionista de Repsol, o ser miembro de la Iglesia
católica). Otras, en cambio, encuentran su
principal razón de ser en un determinado lugar que tienen en común (que
pueden incorporar o no el sentido de propiedad). Estas comunidades
“territoriales”, en las que el espacio
protagoniza la identidad del grupo, son nuestro objetivo.
En esta línea,
la ciudad sería un espacio físico (y
mental) que se incorporaría como clave identitaria, llegando, en algunos
casos, a ser la justificación sustancial en la conformación de grupos. En
estos, el papel de la Arquitectura y del Espacio Urbano adquiere una
trascendencia primordial.
El artículo
se divide en tres partes. En esta primera nos aproximaremos al concepto de comunidad
y sus implicaciones espaciales (acercándonos a nociones como patria (patriota), nación (nacionalista), país
(paisano) o a ciertas asociaciones urbanas). Dejaremos para la segunda entrega la
Identidad y el Sentimiento de
Pertenencia. La tercera y
última, reflexionará sobre la noción de Desarraigo.
La naturaleza social
del ser humano.
o άνθρωπος φύσει ζῶον πολιτικόν
(Ho ánthropos physei zôon politikòn)
El
hombre es por naturaleza un animal político (social, miembro de la polis)
Aristóteles (Política)
Aristóteles,
en el primer libro de su Política, y
en su primer capítulo, afirma con rotundidad
la naturaleza social del ser humano. El filósofo es categórico al
mantener que el auténtico ser humano se
constituye en sociedad. Su aseveración es firme y descarta cualquier otra
consideración, sosteniendo que la Comunidad (el Estado, la Polis) no es una
consecuencia sino un precedente y que el hombre es un producto del grupo, por
lo que es incomprensible fuera del mismo. Es más, no sería un ser humano, sino
un animal con aspecto humano y con ciertas potencialidades frustradas (o un
dios de los que poblaban el Olimpo). Dicho con sus propias palabras: “Así el Estado procede siempre de la
naturaleza, lo mismo que las primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél;
porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es cada uno
de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento se dice que es su
naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una familia.
Puede añadirse que este destino y este fin de los seres es para los mismos el
primero de los bienes, y bastarse a sí mismos es, a la vez, un fin y una
felicidad. De donde se concluye
evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser
naturalmente sociable, y que el que vive fuera de la sociedad por organización
y no por efecto del azar es, ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior
a la especie humana” (Aristóteles, “Política”
(libro 1, capítulo 1). Traducción de Patricio de Azcárate, 1874)
Esta idea de
que el hombre tiene una dimensión social porque necesita a los otros para
sobrevivir, era compartida por los filósofos griegos en general. Pero
Aristóteles rechaza el argumento de la sociedad como reunión de individuos que
previamente vivían independientes (en un
teórico estado natural) y alcanzaron un acuerdo para compartir su existencia. No es posible, insiste, concebir un ser
humano fuera de la sociedad porque es
ella quien lo ha creado. Para el estagirita, el “todo” es anterior a las
“partes”, y la sociedad-comunidad no es una consecuencia sino una causa.
Los ilustrados del siglo XVIII debatieron
sobre estas afirmaciones de Aristóteles. Sus reflexiones eran una consecuencia lógica del
pensamiento moderno que había colocado al hombre, al individuo, como centro del
universo. De ahí que el problema de la sociedad adquiriera una importancia
capital. Autores como Thomas Hobbes o Jean-Jacques Rousseau priorizaron al
individuo sobre la comunidad y creyeron que la naturaleza primigenia del hombre
no es social. No obstante, estos pensadores no lograron ponerse de acuerdo en
el carácter de ese “estado previo” (“estado natural”), aceptando que se trataba
de un concepto ideal para poder encajar la libertad humana. Así pues, la
sociedad era producto de un “contrato
social” (que, para Rousseau, requería el acuerdo de hombres libres, o, para
Hobbes, el sometimiento a una fuerza superior). De esta forma, para estos filósofos,
la sociedad era una construcción realizada desde el individuo, en oposición a
la idea aristotélica. Kant advirtió la tensión dialéctica entre individuo y
sociedad concluyendo que la realización de la esencia humana exige sociedad,
que la ineludible tarea de la completitud del hombre está confiada a la
especie.
El
pensamiento contemporáneo se aleja de las discusiones “fundacionales”,
aceptando la realidad social del ser humano e intentando conocer sus pormenores
aplicando métodos científicos (antropología, sociología, etc.).
En cualquier
caso, en lo que hay un completo acuerdo a lo largo de la historia es el
necesario proceso de conformación del ser humano (la completitud kantiana)
realizado en el seno de una sociedad, hecho que ahora conocemos como socialización. A través de la
socialización el individuo humano adquiere destrezas y conocimientos que lo
“completan”. La operativa de este proceso es compleja, pues se realiza a través
de muchas acciones de carácter diverso que se complementan.
La educación convencional
es una parte muy importante de la socialización, pero no la única. La
socialización se produce a partir de actos colectivos y de otros más íntimos (aunque
desarrollados a través de los códigos adquiridos en el grupo). Uno de los
rasgos más característicos del proceso es que la sociedad, en sentido amplio,
se organiza en grupos que acogen al individuo en diferentes etapas de su vida
para aportarle esos conocimientos/comportamientos (para educarlo). Estos
conjuntos o instituciones, en los que el individuo se va integrando
paulatinamente (en algunos temporalmente y en otros con carácter permanente),
son identificables por una serie de atributos culturales propios y actúan como
“agentes de socialización” influyendo decisivamente en nuestra formación. Unos
pueden ser cercanos e íntimos (como la familia o las amistades) y otros más
generales, más lejanos e impersonales
(por ejemplo, los medios de comunicación, que condicionan la opinión de sus
lectores).
Todos nos
incluimos en determinados grupos y quedamos fuera de otros. La inclusión o la
exclusión de determinadas comunidades forjan nuestro carácter (nuestra
identidad). Pero hay que tener en cuenta que la relación con nuestro entorno,
en sentido amplio, puede ser activa (premeditada y voluntarista) o pasiva (nos
vemos incluidos en comunidades de una forma no consciente). Porque dentro de la
complejidad del proceso de socialización, también
encontramos un conjunto de “comunicadores” que operan en nosotros, muchas veces
sin que seamos plenamente conscientes, y que resultan importantes para afianzar
nuestra formación. Entre estos “compañeros didácticos” desdeñables destacable
el papel de la propia ciudad (ver el artículo “Lecturas de la ciudad. Paseos por espacios significativos”).
La ciudad es
una comunidad, o un conjunto de comunidades, en las que, igual que en otros
casos, nos integramos o nos apartamos. El sentimiento de pertenencia (algo más profundo
que disponer de una prueba fehaciente de unión como puede ser un “carnet de
socio”) o el desarraigo, son nociones teñidas de emotividad, con un alto
componente espacial y fuertemente relacionadas con la configuración de nuestra
identidad particular. Por esto, para caracterizar las agrupaciones urbanas (o
territoriales) y poder afianzar los pasos en el resbaladizo mundo de las
identidades, es conveniente partir de una aproximación inicial a los
fundamentos de la noción de comunidad.
La noción de
Comunidad.
La palabra comunidad ofrece una etimología muy
reveladora. Comunidad procede del
término latino communitas, que cuenta
con varias raíces de las que pueden extraerse matices interesantes sobre la
acepción.
La primera
nos dirige a la raíz latina cummunia y consta de dos partes cum y munia. El prefijo cum,
subraya el aspecto relacional, de contexto compartido. Por su parte, munia se refiere a tributos, pagos, compromisos
adquiridos, derechos o cargas. Así pues, la traslación del original cummunia sería “deberes u obligaciones
comunes”. Esta interpretación tiene un sentido “aristotélico”. El filósofo se
refería a la polis en un sentido que
superaba la realidad física de la ciudad y tenía que procurar el bien de todos
sus miembros.
La segunda raíz etimológica dirige
hacia la territorialidad. La raíz sería cummoenia y consta, al igual que en
el caso anterior, de dos partes: cum
y moenia. El sentido del prefijo es el
descrito en el párrafo anterior y moenia
es un término que se conformó desde el protoitálico -moini, heredero del término protoindoeuropeo utilizado para
referirse a la “construcción”. Pero dentro del idioma latino, moenia indicaba un hecho constructivo concreto,
la protección física del espacio compartido, el murus, que se traduciría como “muro,
muralla, fortificación común”. En
esta línea, José Bada apunta en su libro “Prácticas
simbólicas y vida cotidiana” que “lo primero que se tendría en común sería un
enemigo y frente a él, un mismo sistema defensivo”.
Por último,
hay una tercera acepción más “moderna”
cuya raíz sería communis, que se refiere a la posesión compartida. Communis era un bien común (en sentido
físico, de propiedad), es decir algo que no es privativo de ninguno de los
individuos sino que pertenece o afecta a todos. La comunidad adquiere así un
matiz patrimonial.
Podemos
extraer tres conclusiones de las pistas etimológicas.
- Primero, que la comunidad es un conjunto de personas relacionadas (con “lazos” entre sí) porque comparten algo (que puede convertirse en rasgo de identidad). Esta integración puede llegar a constituir un compromiso concreto, aceptando ciertas leyes para regular los posibles conflictos internos.
- Segundo, que lo compartido puede ser físico (un bien, un rasgo étnico, etc.), inmaterial (por ejemplo un sentimiento o una religión), simplemente un referencia existencial (como es el caso de cohabitar en un barrio o un territorio), o un poco de todo lo anterior.
- Tercero, que la comunidad incluye a un número de personas y excluye a otras, de forma que pueden surgir conflictos entre grupos diferentes. Este hecho ha generado muchas tensiones a lo largo de la historia, con demasiados casos de extrema violencia. Sobre este tema es recomendable la lectura del ensayo escrito por Amin Maalouf, “Identidades asesinas”.
Sobre este
tema reflexionó el sociólogo alemán
Ferdinand Tönnies, llegando a depurar los rasgos de dos modelos contrapuestos
de grupos humanos. Sus investigaciones fueron publicadas en 1887, en su
libro Gemeinschaft und Gesellschaft
(traducido al español como Comunidad y
Sociedad) en el que desarrollaba las claves esenciales de esos dos tipos
opuestos.
Gemeinschaft (traducible como Comunidad) se refiere a las agrupaciones en las que las que los individuos relegan su propio interés
para favorecer el sentido del conjunto. Como paradigma, Tönnies puso el
ejemplo de la familia, aunque extendía la noción más allá de los lazos de
parentesco y buscaba aplicar el concepto a otras agrupaciones similares, en las
que sus lazos fueran más allá de la relación sanguínea, compartiendo reglas o
creencias, unidad de voluntad, comportamiento comunes, etc. Las Gemeinschaften suelen caracterizarse por
relaciones intensas entre sus miembros, unas relaciones personales fuertes, con
un sentido de lealtad individual al grupo que se sobrepone a la consideración
propia (encontramos ejemplos en la familia paterno filial, en la “familia” (famiglia) en el sentido que le otorgan
las mafias, en algunas bandas criminales, o en algunas instituciones
iniciáticas como la masonería o ciertas sectas). Estas asociaciones no suelen
requerir controles externos (estatutos, leyes, etc.) ya que acostumbran a
regularse por vínculos jerárquicos simples y fácilmente asimilables, aceptados
por todos los miembros. La aparición de conflictos tiene un desarrollo
particular, primando las soluciones (y procurando que no vuelvan a suceder) por
encima de la determinación de la culpa o del castigo o sanción (en términos
generales podríamos decir que el valor “amor” prima sobre el valor “justicia”).
La solución no suele implicar una reorganización o distribución diferente, ni
ajustes jerárquicos (que podrían derivarse de un reparto más justo, por
ejemplo)
El término
“amor” debe entenderse aquí como un “pegamento” irracional, que no se objetiva
con facilidad y cuyo papel de argamasa de la comunidad escapa a las
consideraciones más lógicas. En cambio “justicia”, debe entenderse como el
pegamento racional, pactado fríamente, objetivable y pretendidamente ecuánime.
La noción de Gesellschaft
(traducible como sociedad, sociedad civil o asociación) se opondría radicalmente a la anterior. En este caso los miembros actúan por su propio interés
y se agrupan para reforzar y garantizar los objetivos individuales. Son
agrupaciones cuyas relaciones son menos intensas y primarias (lazos
secundarios) y en consecuencia la lealtad a la sociedad es menor. El ejemplo
más esclarecedor es el de una empresa, en los que gestores, trabajadores,
accionistas, comparten algo, forman parte de una misma entidad, aunque puedan
tener muy poco que ver, e incluso sus objetivos puedan ser diferentes y hasta,
en ocasiones, antagónicos. Pueden no compartir la orientación del negocio, pero
todos aúnan esfuerzos para conseguir sus propósitos individuales, como el de ganar
dinero. Los casos de conflictos son más complicados de solucionar que en el caso
anterior. De hecho, se prima la determinación de culpas y los castigos
asociados sobre el mismo hecho de la solución (en este caso podría decirse que
el valor “justicia” prima sobre el valor “amor”). La cohesión requiere mucho
más esfuerzo que en las anteriores y una división de trabajos, tareas y
funciones más sofisticada y elaborada. Es necesario un control externo. El
Derecho surge para la solución de conflictos internos, que son más frecuentes.
Más allá de
los lazos, la cohesión del grupo se
sustenta en los elementos compartidos que suelen concretarse en referencias de
carácter muy variado (culturales, étnicas, religiosas, históricas,
estratégicas, de imagen, de comportamiento, etc.) que, en cualquier caso,
acaban constituyendo la “identidad” del grupo. Dejaremos el concepto de identidad para la segunda parte del artículo y nos aproximaremos ahora a la relación entre las nociones
de agrupación y su territorialidad. Comenzaremos
acercándonos a las de mayor escala (regiones, estados) para llegar finalmente a
las más concretas (urbanas).
Comunidad y territorialidad
a gran escala: nociones de País, Patria y Nación.
"El nacionalista cree que el lugar donde nació es el mejor lugar del
mundo; y eso no es cierto. El patriota cree que el lugar donde nació se merece
todo el amor del mundo; y eso sí es cierto."
Camilo José Cela
Muchas
comunidades no son territoriales. Pueden compartir ideas o bienes físicos y no
encontrarse adscritas a ningún espacio concreto (por ejemplo, ser socio de
Amnistía Internacional, pertenecer a la comunidad trekkie, ser accionista de Repsol, o ser miembro de la Iglesia
católica). Otras, en cambio, encuentran su
principal razón de ser en un determinado lugar que tienen en común (que
pueden incorporar o no el sentido de propiedad). Estas comunidades
“territoriales”, en las que el espacio
protagoniza la identidad del grupo, son las que nos interesan.
Algunos de
los ejemplos de esta relación entre comunidad y espacio podemos
encontrarlos en la identificación con un
ambiente (por ejemplo, con un paisaje geográfico, de una forma eminentemente
visual), con una historia y una cultura particular (sea regional o urbana y que
suele potenciar la percepción anterior), o con unos determinados objetivos de
desarrollo (que implica una perspectiva nacional política). No obstante, el
territorio o la ciudad (por señalar las dos escalas espaciales más
significativas), son igualmente
contenedores que albergan en su interior muchas opciones diferentes de
asociación que se identifican con sus partes físicas.
En la gran
escala del espacio, una primera palabra que asocia comunidad y territorio es “paisano”.
El diccionario ofrece una primera acepción refiriéndose a “una persona que es del mismo país, provincia o lugar que otra”.
Pero este significado es posterior a su raíz etimológica. Originalmente la
palabra latina pagensis designaba al
habitante de un pagus, que era una de
las unidades territoriales del imperio romano, concretado en un entorno rural
delimitado o en una aldea. Es decir, designaba a un campesino, que vivía y
trabajaba en el campo. Pagus y pagensis evolucionarían al francés,
transformándose en pays y paysan, términos
que influirían en las palabras españolas país
y paisano o en las catalanes país y payés (aunque en español también perdura
otra evolución de la palabra pagus en
el término “pago”, que designa fincas
rurales cercanas a un municipio). Con
el tiempo estas palabras acabarían identificando a los que comparten residencia
(dentro del pagus concreto o en la
comarca). Por otro lado, partiendo del hecho de que en el Medievo la población
era mayoritariamente rural, paysan o paisano, identificaba a una clase social
muy concreta (los campesinos) que se encontraba separada de otras que, además,
contaban con una vestimenta distintiva: los guerreros (militares) y los
religiosos. Estos vestían sus uniformes o sus hábitos y, cuando no lo hacían,
podían ser confundidos con los campesinos. Por eso se decía (y se sigue
diciendo) que cuando militares o religiosos no llevan sus ropas
características, visten de “paisano”. Pero superadas las clasificaciones
sociales, el término se utiliza actualmente habitualmente para referirse a los
que comparten lugar de residencia (aunque no necesariamente de origen).
Las palabras Patria
y Nación,
que también adscriben la noción de comunidad a un espacio determinado, son
mucho más polémicas porque han traspasado los límites del pensamiento para
activar otros ámbitos (en ocasiones terribles) de la actividad humana
(relacionadas con el conflicto entre comunidades opuestas). En su nombre se ha
llegado a matar al diferente, al extranjero, al inadaptado, tanto de forma
puntual como generalizada (los genocidios). Por estas razones, estas dos
palabras y sus derivados, patriotismo
y nacionalismo, son comprometidas y
delicadas, aunque en muchas ocasiones, no hayan sido más que excusas para
esconder los verdaderos motivos del rechazo y de los crímenes (el poder, el
dinero, los fanatismos religiosos, etc.). Los modelos definidos por Ferdinand
Tönnies (Gemeinschaft und Gesellschaft) resultan
asimilables, aunque con ciertas cautelas, a estas dos ampliaciones espaciales del
concepto de Comunidad. Por un lado tendríamos la “patria”, cercana a los rasgos
de la comunidad-familia, y por otro encontraríamos la “nación”, próxima a las
características de la comunidad-empresa.
Patria es un término procedente del latín, concretamente
de la forma femenina del adjetivo patrius
(patria), que se refiere al padre y,
por extensión, a los antepasados, a los patres.
La lengua latina acuñó la expresión terra
patria para referirse a la tierra paterna, la tierra de los antepasados y,
por omisión del primer término, quedaría únicamente el segundo (patria) para designar al país de origen
de una persona o al lugar donde están sus raíces. Es decir, la palabra tiene
inicialmente un sentido individual e íntimo, pero con el tiempo fue adquiriendo
el sentido colectivo en el que reunían los compatriotas
(que compartían patria). Sin el prefijo colectivo, la palabra patriota,
designa a una persona que ama a su patria y está dispuesta a protegerla y a
trabajar celosamente por ella. De ambas surgiría el término patriotismo como una actitud positiva de
un individuo hacia su patria, es decir hacia su tierra natal (o también
adoptiva).
Esta
adscripción tiene un alto contenido emotivo e implica la ligazón inolvidable
con una serie de valores y afectos, así como con una cultura, con una historia
y también con un paisaje. El sentimiento patriótico se vincula, en primer
lugar, con un territorio (definido como paisaje y como depositario de una
tradición cultural e histórica) y luego con otros miembros que comparten esa
asociación (los compatriotas). Es una opción irrenunciable que acompaña a la
persona de por vida. No obstante, la patria tiene mucho de ámbito psicológico,
y esa subjetividad emocional lleva a profesar amor por ese territorio y sus
gentes y, por lo tanto, al igual que sucedía con el concepto de comunidad-familia, a aceptar tanto sus
virtudes como sus defectos. El patriotismo también tiene su versión exagerada,
expresada con orgullo, el chauvinismo.
Por su parte,
la palabra Nación también procede del latín. Su término original es natio, un derivado de nasci, cuyo significado es nacer,
engendrar. Aplicado originalmente al lugar de nacimiento acabaría adquiriendo
un sentido diferente a partir de la creación de los estados modernos,
vinculándose a un territorio bien delimitado y a una comunidad de personas que,
al menos inicialmente compartían raza, lengua, cultura estableciendo una serie
de lazos “políticos” entre ellos. La palabra Nación, nos conduce hasta el nacionalista (individuo) y al nacionalismo (ideología). Así como la
patria es un concepto antiguo, la nación es relativamente reciente y se ha
configurado por oposición a lo extranjero, a partir de unas fronteras
territoriales bien definidas y que había que defender de las eventuales
incursiones no deseadas. De esta derivación surge la vertiente agresiva de la
palabra que tan graves consecuencias ha producido.
Hay dos derivaciones
de las anteriores que, opuestas a ellas, se refieren al mundo en su conjunto,
aunque lo hacen con matices: cosmopolitismo e internacionalismo.
El cosmopolitismo se opone al nacionalismo (incluso también al patriotismo) ya que rechaza una adscripción local concreta y supone
la aceptación del mundo como referencia territorial. El cosmopolita es miembro del club territorial más amplio posible (el
propio planeta). El caso del término internacionalismo
se refiere a un movimiento de pensamiento político que aboga por la cooperación
política y económica entre naciones para alcanzar el beneficio mutuo. No
pretende unificar los territorios sino todo lo contrario, ya que respeta la
existencia de culturas diferentes, y promociona la colaboración entre lo
diverso para lograr el progreso y la solidaridad.
Por otra
parte, también el territorio y las
regiones son contenedores de comunidades vinculadas expresamente a determinados
lugares que les dan sentido, independientemente de que los grupos puedan
tener unos objetivos que sumen a la identidad local unas misiones más complejas
(como, por ejemplo, los Amigos del
Serrablo en el Pirineo aragonés, una asociación cuyo objetivo es rescatar y
potenciar el patrimonio histórico y cultural de la comarca),
Comunidades de escala
urbana: la Ciudad y sus componentes como referentes grupales.
Al descender
a la escala de la ciudad surgen cuestiones acerca del tipo de relaciones que se
establecen entre sus residentes y de estos con el espacio. Aparaecen entonces
dudas acerca de si tiene sentido la generalización que propone a la propia ciudad
como una comunidad homogénea. O sobre si sería más conveniente referirse a la
multiplicidad de agrupaciones heterogéneas que conviven en su espacio.
En cualquier
caso, la ciudad se presenta como el lugar donde en el que más abundan las asociaciones.
La razón puede encontrarse en que el mundo urbano, caracterizado por la
proximidad, la densidad y la interacción, facilita la creación de lazos entre
sus miembros. En cambio, los ámbitos rurales, con mayor dispersión y
alejamiento entre sus habitantes, ofrecen muchas menos oportunidades de agrupación.
La ciudad es por tanto un “caldo de
cultivo” ideal para la proliferación de sociedades diversas, algunas de las
cuales fundamentan su identidad en la propia espacialidad urbana. Su
importancia es tal que la propia ciudad ha llegado a configurarse en función de
estos grupos urbanos.
Quizá la
única comunidad urbana amplia y homogénea sea la que recuerda a las de gran
escala comentadas anteriormente (país,
patria y nación), ya que comparte con ellas su carácter genérico, aunque a
una escala mucho menor. Podemos sentir amor por la “patria chica” que sería el pueblo, la ciudad o la comarca natal
frente a la patria “grande” que sería la nación. Ser de un determinado
municipio es algo que hermana a los miembros del mismo. Son las denominadas comunidades del gentilicio,
asociaciones genéricas vinculadas a la palabra que reúne a todos bajo su
denominación (madrileños, sevillanos, porteños, etc.).
Podemos
acercarnos a la ciudad como un
contenedor de comunidades. Esta aproximación es más precisa, más reveladora
del funcionamiento interno de la ciudad y nos ayuda a entender la ciudad y a la
sociedad que la habita. La extraordinaria variedad de agrupaciones específicas
se aparta de la emotividad genérica y presenta lazos que, aunque en ocasiones
puedan ser profundamente sentimentales, mayoritariamente, son interesados. Hay
comunidades típicas que se encuentran en la mayoría de las ciudades. Otras, en
cambio, son específicas de un lugar determinado. En estas comunidades
específicas podemos encontrar miembros que pertenecen a varias y también
comunidades que son como conjuntos disjuntos y no cuentan con ningún miembro en
común. En ocasiones, la ciudad o sus partes se convierten en los protagonistas,
pero en otras, son simplemente escenarios de otras actividades, aunque la
referencia a un espacio concreto sea importante.
La “localidad” expresada por las
comunidades del gentilicio, con un similar carácter impreciso, puede aparecer también
a escalas menores vinculada a un barrio, una calle, una junta vecinal, como por
ejemplo, ser del barrio de Argüelles en Madrid. De igual forma, podemos
referirnos a la conexión a un espacio
singular que se convierte en su referencia identitaria fundamental a partir
del uso del mismo (como los coleccionistas de sellos y monedas que se reúnen
semanalmente en la Plaza Mayor de Madrid, o las asociaciones de comerciantes de
un determinado barrio que procuran por sus intereses). Esta vinculación puede
ser arquitectónica (como los miembros de una cofradía ligada inseparablemente a
un determinado templo, aunque en este caso la advocación religiosa cuenta con
identidades complementarias, o determinadas asociaciones nacidas en defensa de
un edificio histórico concreto).
Entre estas comunidades
vinculadas espacialmente también podemos señalar otros ejemplos, que “marcan” áreas urbanas propias como una parte
fundamental de su identidad. Esto sucede, por ejemplo, con determinadas “tribus
urbanas” que dominan un sector concreto de la ciudad al que han convertido en
su “territorio” (aunque estos grupos cuenten con otros rasgos identitarios
complementarios, que en algún caso llegan a ser delictivos), o también con
segmentaciones de la ciudad (como guetos ricos y pobres) que forman comunidades
incompatibles.
El carácter
de las comunidades territoriales es muy extenso y diverso. Sin ánimo de
enumerar todas las posibles, pueden citarse comunidades “transversales”, no ubicadas explícitamente pero
ocupadas en cuestiones referidas a la ciudad (algunas pueden ser profesionales,
como los Colegios territoriales de arquitectos y otras, simplemente interesadas
en el adecuado funcionamiento de la ciudad, como el Club de Debates Urbanos de Madrid). Incluso podrían incorporarse a
esta heterogénea lista los aficionados a un determinado club deportivo del
municipio (como el Atlético de Madrid, por ejemplo).
Un ejemplo de la influencia de la identidad/comunidad en la estructuración
urbana.
Una muestra
de las consecuencias espaciales derivadas de la relación entre comunidad y
territorio puede ser la que el profesor Bernardo Secchi denominó “la nueva
cuestión urbana”. Con esta etiqueta se refería a como “la ciudad, lugar mágico, sede privilegiada de toda innovación técnica y
científica, cultural e institucional, ha sido también máquina potente de
diferenciación y separación, de marginación y exclusión de grupos étnicos y
religiosos, de actividades y profesiones, de individuos y de grupos dotados de
identidad y reglas diferentes, de ricos y pobres”, afirmando que “las desigualdades sociales son uno de los
aspectos más relevantes” en la configuración de la ciudad actual. En su
libro “La ciudad de los ricos y la ciudad de los pobres”, Secchi dejó
escrita una lúcida reflexión sobre estos asuntos (a los que volveremos al
tratar el tema de la exclusión y el desarraigo). Allí apuntaba también que “la configuración de la ciudad y el
territorio cambia constantemente, transformando aspectos fundamentales de la
estructura económica y social, se modifican los sistemas de solidaridad e
intolerancia dentro de la sociedad. Toda la historia de la ciudad occidental,
quizá de cualquier ciudad, podría escribirse haciendo referencia a los sistemas
de compatibilidad e incompatibilidad recíprocos entre personas, grupos sociales
y actividades, que la han caracterizado en los diversos periodos y en las
diversas partes del planeta”.
Desde un
punto de vista estructural, la ciudad se ha construido a lo largo de la
historia, teniendo en cuenta los grupos e identidades que la integraban. En
este sentido, es muy reveladora la evolución desde los asentamientos antiguos,
mucho más interactivos, hasta la ciudad moderna, caracterizada por una gran separación
entre las comunidades que la habitan. Es
decir, la ciudad se ha desarrollado desde una relativa integración hasta la
segregación en partes irreconciliables.
La ciudad antigua,
por su escala y por su diseño, facilitaba el contacto frecuente entre grupos
sociales diferentes. La calle relacionaba a las clases altas y bajas, aunque
casi siempre se redujera a un mero contacto visual. Además, era habitual que
compartieran eventos (festivos fundamentalmente), circunstancia que reforzaba
la sensación de colectivo. También muchos edificios de viviendas expresaban esa
mezcolanza, aunque hubiera una jerarquía interna, manifestada en que los
propietarios y familias económicamente más prósperas habitaran los pisos
inferiores mientras que en los pisos elevados y buhardillas residían los menos
afortunados (hay que recordar que no existía el ascensor). Por otra parte, la
mezcla también proporcionaba conectividad entre los grupos demográficos, de
forma que niños y adolescentes convivían con adultos y ancianos asimilando la
continuidad generacional. Esa amalgama era muy didáctica socialmente.
Pero este tradicional
equilibrio social se vio afectado por la industrialización, que provocaría el
traslado de ingentes masas de población rural a la ciudad. La llegada masiva de
inmigrantes (por lo general de mínimo poder adquisitivo) y el aumento de la
distancia económica entre los grupos sociales, fracturará los delicados lazos
de unión entre ellos, alejándolos radicalmente y siendo, además, causa de conflictos
(enfrentamientos, violencia, robos, etc.). También el crecimiento de la ciudad y
el aumento de tamaño de sus espacios (calles más anchas, extensas plazas y
glorietas de tráfico, etc.) abundarán en el distanciamiento físico y el
desconocimiento entre los miembros.
La relativa
armonía de la ciudad antigua fue desapareciendo y los grupos sociales se irían
separando en diferentes zonas excluyentes. La ciudad moderna, avalada por la
zonificación defendida por los teóricos del funcionalismo, se reorganizó en
guetos, tanto para los privilegiados, temerosos y obsesionados por su seguridad
(que seleccionaran los mejores emplazamientos), como para los más
desfavorecidos que se ubicarán en las peores zonas (slums). Esta “privatización” efectiva de zonas de la ciudad se
produce en algunos casos a través de vallas, guardias de seguridad o
tecnologías de vigilancia (como es el caso de muchos de los “barrios ricos”,
las denominadas gated communities)
pero, en otros, es simplemente “virtual”, a través de la creación de ambientes
que solo admiten a los integrantes, como sucede en muchos barrios marginales en
los que ni siquiera la policía se atreve a entrar.
La
consecuencia para el espacio urbano es grave. Primero porque la interacción
social con el diferente desaparece, menoscabando el aprendizaje ciudadano. Pero
también, y esto es particularmente relevante en los barrios privilegiados,
porque las funciones sociales se trasladan a interiores más fácilmente
controlables (clubes sociales o centros comerciales, por ejemplo), quedando el
espacio público como un mero residuo estructural.
La amplitud y
complejidad de estos ejemplos, hará que volvamos a ellos en las siguientes
partes de este escrito.
Tras aproximarnos al concepto de Comunidad, en la siguiente entrega
reflexionaremos sobre la Identidad y el Sentimiento de Pertenencia, dejando, para una tercera y última,
el acercamiento a la noción de Desarraigo.
Muchas gracias por este ensayo tan interesante y esclarecedor acerca de la identidad y el sentido de pertenencia a una comunidad. Precisamente tanto el arraigo como el civitio son las fuerzas que generan actitudes positivas hacia el grupo, entre ellas el deseo de participar en su desarrollo y en la construcción de significados que luego formarán parte de su memoria personal y de la comunidad.
ResponderEliminarGuardo este post entre mis favoritos de cabecera para releerlo con entusiasmo ávido de conocimiento.