El Zócalo, la gran Plaza Mayor creada en la época virreinal,
sigue siendo el principal icono urbano de la Ciudad de México.
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Tras habernos
aproximado al México prehispánico, abordamos en este artículo la siguiente etapa urbana de la capital
mexicana: la ciudad virreinal española.
Los imperios
solían encontrarse con un dilema al conquistar nuevos territorios: mantener la
primacía de determinadas ciudades o descabezar los territorios para fundar
nuevas urbes de referencia. Era muy habitual apostar por lo segundo para
manifestar nítidamente el comienzo de una nueva época, pero la decisión de
Hernán Cortés, el conquistador del territorio mexicano, fue la contraria. Cortés decidió reutilizar las estructuras
preexistentes, empezando por la ciudad capital, Tenochtitlán, aunque había quedado muy dañada en la batalla.
Este
ejercicio de “reciclaje urbano”, que
propició la continuidad histórica, fue posible, en buena parte, por la
congruencia de los modelos azteca y español. A partir de esa sintonía
elemental, fundamentada en la trama ortogonal, se produciría una hibridación (mestizaje) de culturas que
daría origen al México Virreinal (o
México Novohispano), una ciudad que acabaría fascinando a
propios y extraños.
La decisión urbana de
Cortés.
La conquista
y el control del territorio mexicano fueron extraordinariamente rápidos, ya que
se produjeron en poco más de dos años, entre 1519 y 1521. Sorprende, además,
porque fueron llevados a cabo por un reducido número de hombres (unos quinientos
cincuenta) bajo el mando de Hernán Cortés. Se ha escrito mucho acerca de las
circunstancias que favorecieron esa vertiginosa intervención: la ambición de
Cortés y su gente, la superioridad de las armas españolas, la disposición de
caballos en las batallas, la estupefacción de los nativos ante los desconocidos
a quienes llegaron a creer enviados de los dioses, la explotación de las
rencillas entre los diferentes pueblos autóctonos, las enfermedades traídas por
los invasores extranjeros para las que los indígenas no estaban preparados,
etc.
Ruta de Hernán Cortés en la conquista de México. El
destino final fue la capital azteca.
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A todos estos
argumentos hay que sumar dos particularidades que resultarían fundamentales:
primero, la rígida organización jerárquica del imperio mexica-azteca que quedó
paralizado en cuanto perdió a su cabeza; y, segundo, el aprovechamiento por
parte de los españoles de las estructuras físicas y políticas preexistentes.
Hay que recordar que los españoles encontraron una civilización muy organizada
y con una notable implantación urbana, muy diferente a lo que habían hallado en
las islas del Caribe, habitadas fundamentalmente por tribus de
cazadores-recolectores, autónomas y dispersas.
La toma
definitiva en 1521 de la capital azteca, México-Tenochtitlán,
marcó el inicio del dominio español sobre el territorio mexicano. Entonces,
Cortés tuvo que tomar una decisión. Los imperios solían encontrarse con un
dilema al conquistar nuevos territorios: mantener la primacía de determinadas
ciudades o descabezar los territorios para fundar nuevas urbes de referencia.
Era muy habitual apostar por lo segundo, haciendo desaparecer los referentes anteriores,
para manifestar nítidamente el comienzo de una nueva época, pero la decisión de
Hernán Cortés fue la contraria. Cortés
decidió apoyarse en la base que le ofrecía lo existente, empezando por la
capital que sería reutilizada tras quedar muy dañada por las batallas.
Recreación de Tenochtitlán realizada por el artista
mexicano Tomas Filsinger.
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La decisión
tenía, como siempre, pros y contras. Los partidarios de fundar una nueva
capital argumentaban el mal estado de Tenochtitlán, llena de escombros tras la
lucha. Además, le achacaban su insularidad, ya que el hecho de estar en el
centro de una laguna podía ser perjudicial por razones estratégicas e
higiénicas e, incluso, se quejaban de la irregularidad de su trazado derivado
de las numerosas acequias existentes (sin ser, todavía, conscientes del riesgo
de inundaciones). Por eso, aconsejaban crear una nueva ciudad en una zona más
próxima a las montañas, con manantiales de agua, recursos abundantes y pocos
problemas para la expansión.
Ciertamente, Tenochtitlán
también disponía de ventajas. Algunas eran simbólicas, como la continuidad del
lugar que todos los aztecas tenían asumido como principal, cuestión que ayudaba
al asentamiento jerárquico de los nuevos líderes; pero otras tenían una índole más
pragmática, dado que el mantenimiento de la capital economizaría recursos al
permitir el uso de infraestructuras ya existentes. Pero, además, el trazado básico
de la capital azteca, el de sus calzadas “firmes”, como veremos más adelante, era
bastante congruente con muchas de las ideas urbanas que traían los conquistadores.
La adaptación
de la ciudad a los requisitos de los españoles fue un ejercicio notable de “reciclaje” urbano. A los pocos años, en 1535,
se constituiría el Virreinato de Nueva España, estableciendo la capital del
mismo en la ciudad de México (que perdería definitivamente la denominación de Tenochtitlán). A partir de la sintonía
inicial de los modelos, fundamentada, sobre todo, en la trama cuadriculada, se
produciría una hibridación (mestizaje) de
culturas que daría origen al México Virreinal
(o México Novohispano), una ciudad esplendorosa que acabaría
fascinando a propios y extraños.
La congruencia de
modelos (Tenochtitlán y la ciudad colonial española)
Cuando se
decidió la reutilización de la base urbana de Tenochtitlán, todavía no se
disponía de un modelo específico de ciudad colonial española. Aunque había
habido varios intentos de establecer “recomendaciones”, habría que esperar
hasta 1573 para conocer las primeras ordenanzas urbanas promulgadas por Felipe
II. En cualquier caso, aunque no hubiera una visión concreta sobre cómo debía
ser la ciudad si había ciertos paradigmas que inspirarían las primeras
urbanizaciones coloniales. Por una parte, se encontraba la tratadística
renacentista y, por otra, algunas de las experiencias recientes de nuevas
poblaciones fundadas en la península ibérica.
El
denominador común de estos ejemplos era la racionalidad, concretada en el uso
de bases geométricas, con predominio de las retículas ortogonales, cuestión que
resultaría muy afín con los trazados urbanos aztecas.
La aceptación de la orientación
prehispánica.
Una de las
cuestiones fundamentales en las tramas ortogonales es determinar su orientación.
La historia nos muestra criterios diversos que van desde lo simbólico a lo
pragmático y que se concretan en alineaciones con los puntos cardinales,
disposiciones para tener una buena relación con los vientos de la zona o
implantaciones adaptadas a las características del terreno, entre otros.
La cultura
mexica-azteca daba una gran importancia a los vínculos con los cuerpos
celestes. De hecho, eran un pueblo muy avanzado en astronomía. Así, el Sol,
Venus o la Luna, y sus ciclos e interrelaciones, regían buena parte de las
costumbres y ritos aztecas, y, evidentemente, la ciudad no podía quedar al
margen de su influencia. Los trazados urbanos eran por lo general reticulares,
con manzanas cortadas en ángulo recto y con calles que se orientaban en función
del recorrido del sol con una precisión asombrosa, apuntando a la salida o a la
puesta del astro rey en fechas concretas, que se definían en función del
calendario azteca. Como indica el profesor de la UNAM José Galindo Trejo, “la práctica de orientar estructuras
arquitectónicas de acuerdo a propios criterios culturales relacionados con el
calendario parece ser uno de los aspectos más sólidamente arraigados en la
esencia mesoamericana: la llamada orientación calendárico-astronómica” ("La traza urbana de ciudades coloniales en
México: ¿Una herencia derivada del calendario mesoamericano?" Revista
Indiana, núm. 30, 2013).
Los
mexicas-aztecas tenían dos calendarios que funcionaban simultáneamente: el Xiuhpohualli y el Tonalpohualli. El Xiuhpohualli
era el calendario civil solar de 365
días, estructurado en 18 periodos (meses) de 20 días, que se organizaban en
bloques (semanas) de 5 días; además de contar con cinco “días vacíos” que se
dedicaban al ayuno y abstinencia. El Tonalpohualli
era el calendario ritual (también
llamado místico o religioso) que contaba con 260 días, con 20 periodos
(semanas) de 13 días.
Iniciados en
un mismo día, ambos calendarios corrían a la vez, como dos ruedas que iban
girando, desfasándose hasta que volvían a coincidir en el punto de partida, es
decir, en el primer día del calendario, tras 52 periodos (años) en el caso del
civil solar y 73 periodos para el ritual (52 x 365 = 73 x 260).
Los números
52 y 73 son importantes en el calendario azteca, y no solo por ser las claves
para el “reencuentro” de los dos calendarios. El 52, que determina el ciclo del
calendario civil solar, tendría un significado parecido a nuestro “siglo” y,
por eso, cada 52 años, se celebraba la ceremonia del “Fuego Nuevo”, un ritual
de gran importancia social y religiosa que expresaba la renovación vital para
todo el pueblo (y también para los individuos, ya que los aztecas que lograban
cumplir los 52 años, “renacían”). Por su parte, el 73 también aparecía en el
calendario solar ya que los 365 días se agrupaban en 5 periodos de 73 días,
algo parecido a nuestras “estaciones” que ellos llamaban cocij y que indicaban el tiempo del agua (y del viento), el tiempo
de las cosechas, el de la fiesta, el tiempo seco y el de la pobreza.
Estos dos
números, 52 y 73, protagonizan la orientación calendario-astronómica de las
ciudades aztecas. Los mexicas-aztecas partían de los solsticios (que indican el
día más largo y más corto del año) y establecían un intervalo que dejaba al
solsticio como fecha central. De esta manera planteaban diversos modelos que
dependían del solsticio respecto al que se pivotara y de la amplitud del
intervalo (52 o 73 días, antes y después de la fecha)
La orientación de la trama del Centro Histórico
mantiene el criterio establecido por los mexicas-aztecas.
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El modelo
utilizado en Tenochtitlán (intervalo de 73 días antes y otro tanto después del
solsticio de verano) se reflejó en la orientación del Templo Mayor. El eje
de simetría del Templo Mayor
tiene un ángulo acimut (medido desde el norte en sentido horario) de 277° 36’
(marcando la dirección hacia el oeste y, en consecuencia, de 97° 36’ en sentido
hacia el este). Con estos datos, Galindo Trejo descubrió que “la alineación solar del Templo Mayor en el
ocaso ocurre en las fechas 9 de abril y 2 de septiembre. La primera se localiza
73 días antes del solsticio de verano y la segunda 73 días después”. Es
decir, que, en esos dos días, la puesta de sol se alinea con las calles. Esta
dirección condicionaría al resto de los edificios y calles de la ciudad (que
eran paralelas o perpendiculares al eje el Templo).
Los españoles
reutilizarían las principales calles de Tenochtitlán ya que se adaptaban al
modelo ortogonal que pretendían. Con esa decisión aceptarían tácitamente la
orientación de la ciudad preexistente, aunque para ellos careciera de
significado. Este pragmatismo ha permitido conservar en la traza urbana la cosmovisión
que los antiguos indígenas habían construido a partir de la observación precisa
de la naturaleza.
La adaptación de la retícula ortogonal
(la “Traza”).
Tenochtitlán,
era una ciudad insular que iba ganando terreno al lago y tuvo dos tipos de vías
interiores: las “firmes”, constituidas por tierra compactada y que
mayoritariamente seguían la orientación marcada por el Templo Mayor, y los
canales acuáticos, de curso irregular y que eran navegables por canoas.
Sobre esa base,
los españoles definirían una “ciudad principal”, en el centro de la isla, en la
que residirían ellos, dejando fuera de esos límites al resto de Tenochtitlán, donde
vivirían los indígenas. Ese espacio privilegiado es conocido como la “Traza” y
su trazado se atribuye a Alonso García Bravo, un soldado con conocimientos de
topografía (aunque hay historiadores que lo ponen en duda). García Bravo compondría
un cuadrilátero ligeramente trapezoidal en su lado norte (condicionado por la
presencia de una de las muchas acequias de la ciudad), cuyo interior se
estructuraba con una retícula rectangular que seguía la orientación azteca y en
la que destacaba una gran plaza como nodo principal.
Hipótesis sobre la Traza realizada por Alonso García
Bravo para la nueva ciudad de México.
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Los límites seguían aproximadamente
el recorrido de las calles República de Perú y Manuel de la Peña y Peña, por el
norte; las calles Leona Vicario, de La Santísima, Alhóndiga y de Roldán, por el
este; las calles San Pablo y San Jerónimo, por el sur; y, por el oeste, las
antiguas San Juan de Letrán, Juan Ruiz de Alarcón, Aquiles Serdán y Gabriel
Leyva (actualmente agrupadas y renombradas como Eje Central Lázaro Cárdenas).
El
aprovechamiento de algunas de las calzadas firmes para trazar sobre ellas las rectilíneas
vías de la capital novohispana, determinaría muchas de las dimensiones
generales del modelo. Las calles presentarían por lo general una anchura de 15
varas (12,5 metros en total, ya que la vara castellana medía 0,836 metros),
mientras que las manzanas rectangulares medirían, al menos en el planteamiento
teórico, 250 varas en sus lados largos (norte y sur, denominados “cuadras”) y 100
varas en los cortos (oriente y poniente, llamados “cabeceras”), que en el
sistema métrico serían 209 metros y 83,6 metros respectivamente. Según argumentó
en su libro “Plaza y Traza de la ciudad de México en el siglo XVI” el arquitecto
y profesor Manuel Sánchez de Carmona “su
forma general era la de un cuadrado integrado por seis y trece manzanas por
lado”.
Límites aproximados de la “Traza” sobre un plano
actual.
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No obstante, la
reutilización de las preexistencias y la ausencia de un modelo claro, provocó
una casuística variada, con bastantes desajustes sobre la “pureza” geométrica,
con calles de anchura distinta y con muchas manzanas de tendencia cuadrada con
dimensiones variadas. La superficie de la “Traza” inicial rondaría las 215 hectáreas.
El leve desplazamiento del centro
urbano.
El centro de Tenochtitlán
era el gran recinto del Templo Mayor que albergaba una serie de edificios y
torres piramidales que eran el núcleo de la vida política, religiosa y
ceremonial de la ciudad (y de todo el imperio mexica-azteca). Junto a este gran
nodo, al suroeste, se ubicaba un amplio espacio abierto que ejercía como
mercado (aunque el mercado más exitoso de la ciudad azteca era el que se
ubicaba en el norte, en la anexionada isla de Tlatelolco)
Los españoles
destruyeron el complejo religioso de los mexicas y se fijaron en aquel espacio
abierto meridional para convertirlo en el centro neurálgico de la nueva ciudad,
ejerciendo de plaza multiusos como en las ciudades europeas y acogiendo los
edificios principales de la ciudad.
Con esta
decisión, los españoles aceptaron la centralidad azteca pero solo relativamente
puesto que desplazaron el foco de la nueva ciudad a esa plaza que ejercería de
Plaza Mayor ciudadana (la actual Plaza de la Constitución, el “Zócalo”).
La conformidad con los barrios
aztecas, pero “resemantizados”.
Tenochtitlán
se organizaba en cuatro barrios (campan)
a partir del recinto del Templo Mayor, que quedaba en el centro: al noroeste Cuepopan, al noreste Aztacalco, al suroeste Moyotla y al sureste Zoquiapan. Al norte se encontraba Tlatelolco, la antigua isla que había
quedado unida físicamente a Tenochtitlán, aunque conservaba su autonomía administrativa
(era allí donde se encontraba el gran mercado de la capital azteca).
Esta
estructura organizativa fue asumida por la reordenación española al mantener en
gran medida esa distribución en barrios, ahora bien, proporcionándoles un nuevo
significado. Esta “resemantización” tuvo como primera medida la vinculación nominal
a una advocación cristiana y la construcción de una iglesia parroquial en cada
uno de ellos, dedicada al santo correspondiente.
En definitiva,
tras de la conquista, la ciudad se dividió en tres áreas: la “Traza”, la zona central donde
residían exclusivamente los españoles y las “parcialidades” exteriores donde
vivían los indígenas, que eran dos y que vieron cristianizados sus nombres como
Santiago Tlatelolco, al norte, y San Juan Tenochtitlán, rodeando la “Traza”.
San Juan Tenochtitlán se dividía, a su vez, en los 4 barrios tradicionales, que
pasaron a llamarse Santa María Cuepopan,
San Pablo Zoquiapan, San Sebastián Atzacoalco y San Juan Moyotla (la
coincidencia de los dos “Juan” acabaría creando cierta confusión entre el todo y
la parte). Las dos “parcialidades” dispusieron de ayuntamiento (cabildo) propio
con gobernantes indígenas, manteniendo esta autonomía municipal hasta 1812.
México Virreinal, la
ciudad novohispana (1521-1821)
En 1521 la
ciudad fue tomada definitivamente por los españoles y un año después comenzaron
las labores de reconstrucción. Para fijar el nuevo trazado urbano se asumieron
las bases comentadas en el apartado anterior. No obstante, como hemos
adelantado, se perdería la denominación de Tenochtitlán para pasar a ser
conocida simplemente como México.
Dentro de la
“Traza” se desarrollaría la ciudad principal, la que habitaron los españoles,
con el gran nodo de la Plaza Mayor (el
“Zócalo”), donde se ubicaron los edificios principales como la Catedral, el
Palacio de Gobierno, el Cabildo municipal, así como espacios para el comercio
(Viejo Portal de Mercaderes) o palacios para la nobleza criolla (comenzando por
la propia residencia de Cortés).
La
constitución del Virreinato de Nueva España en 1535 y la designación de México
como su capital, consolidaría el predominio de la ciudad más allá del imperio
azteca garantizando su prosperidad. Además, el primer virrey, Antonio de
Mendoza propondría relevantes actuaciones urbanas (no solo en la ciudad de México,
sino también en Puebla, Oaxaca o en Valladolid, la actual Morelia, ciudad que ordenó
fundar en 1541). En lo que respecta a la ciudad de México, el primer virrey
potenciaría los conceptos renacentistas en su trazado, consiguiendo una
formalización más correcta de la retícula urbana que la iniciada por Alonso
García Bravo.
Centro Histórico de la Ciudad de México con identificación
de sus principales edificios y espacios urbanos.
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La ciudad empezó
a recibir muy pronto a las principales órdenes religiosas de la época, que
construyeron sus edificios en ella. Así se levantaron conventos y templos para
los dominicos (comenzado en 1525, hoy se conserva solamente la iglesia de Santo Domingo, remodelada
por Pedro de Arrieta durante la primera mitad del siglo XVIII); para los franciscanos
(Templo y exconvento de San Francisco,
iniciado en 1525 con una extensión enorme, sería demolido en gran parte durante
el siglo XIX, el edificio que se conserva es de 1716); para los agustinos (Ex Templo de San Agustín, comenzado en
1541, las partes que no fueron demolidas en el siglo XIX se utilizaron como
biblioteca); o para los mercedarios (Convento
de la Merced, iniciado en 1595 y cuyo templo fue demolido en el siglo XIX),
entre otras muchas congregaciones que se implantaron en la capital del
virreinato.
Arriba, Convento de Jesús María. Debajo, Exconvento de
San José de Gracia.
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También las órdenes femeninas construyen numerosos conventos, como la
Concepción (el más antiguo, desaparecido, en la actual Plaza de la Concepción);
Jesús María (iniciado en 1581); Convento de San Jerónimo, iniciado en
1592, y hoy ocupado por dependencias de la universidad UCSJ); o, San José de Gracia (iniciado en 1653),
entre otros. Además, irían apareciendo hospitales, colegios y la universidad.
No obstante,
la obra más relevante de la ciudad virreinal es la Catedral (Catedral
Metropolitana de la Asunción de la Santísima Virgen María), que preside el
Zócalo. Fue comenzada en 1573 con la traza inicial de Claudio de Arciniega,
sustituyendo al modesto edificio que se había levantado poco después de la
conquista, aunque el extraordinario templo no se concluiría totalmente hasta
1813 (no obstante, su operatividad comenzó en 1667). La catedral mexicana es una
de las obras más sobresalientes de la arquitectura hispanoamericana que en su
larga gestación contó con la intervención de numerosos arquitectos (entre los
que destacan Juan Miguel de Agüero y Alonso Martínez López) y acabaría reflejando estilos muy
variados, con predominio del barroco.
La Catedral (a la izquierda) y el Sagrario
Metropolitano (a la derecha) conforman a fachada norte del Zócalo.
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También en el
Zócalo, se encuentra otro edificio emblemático y de azarosa vida con numerosas
transformaciones y ampliaciones: el Palacio
Nacional. Comenzado en 1528 como segunda residencia de Cortés sobre el
solar de las llamadas Casas Nuevas de
Moctezuma, el edificio sería vendido para albergar el Palacio Virreinal en
1562. Desde entonces está vinculado al poder (es la actual sede del Poder
Ejecutivo Federal de México, aunque ya no es la residencia oficial del presidente).
El Palacio Nacional preside la fachada oriental del
Zócalo.
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Desde el
punto de vista más urbano, en 1592 se abrió la Alameda Central, el parque público más antiguo del continente
americano.
La ciudad de
México comenzó el siglo XVII con el
desastre de varias inundaciones que llevaron al entonces virrey, Luis de
Velasco y Castilla, a poner en marcha un ambicioso proyecto de desvío de ríos y
desagüe del lago Texcoco que sería muy problemático y tardaría mucho en ser
efectivo. No obstante, a pesar de los problemas “técnicos”, la población va
asentándose y la ciudad crece densificando primero la isla de Tenochtitlán y
posteriormente ganando terreno a la laguna circundante.
El mal
endémico de México, las inundaciones, seguiría afectando a la ciudad durante el
siglo XVIII, lo cual no impidió que
la ciudad se embelleciera gracias a lo que ha sido llamado el “siglo de oro” de la arquitectura barroca
mexicana. La arquitectura sería la muestra más expresiva de una hibridación cultural que en lo social
se iría consolidando poco a poco con el mestizaje entre criollos e indígenas.
Las formas del barroco europeo, particularmente del español, se fusionaron con
las técnicas constructivas nativas y la visión decorativa de los artesanos
aztecas. El mestizaje formal iría asumiendo las especificidades climáticas y
geográficas mexicanas, las posibilidades de los materiales autóctonos o las particulares
circunstancias sociales que alumbraron nuevas concepciones espaciales y
tipológicas. Con todo surgiría un estilo con una notable identidad propia.
Palacio de la Inquisición (Pedro de Arrieta, 1733-1737,
actual Museo de la Escuela de Medicina).
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Entre los
arquitectos más destacados de la primera mitad del siglo XVIII se encuentran
Pedro de Arrieta (¿?-1738), con obras religiosas como la primera basílica
dedicada a la Virgen de Guadalupe (1695-1709),
La Profesa (1714-1720), Corpus Christi (1720-1724, actual Acervo
histórico de notarías de la Ciudad de México) y obras civiles como el Palacio de la Inquisición (1733-1737,
actual Museo de la Escuela de Medicina) o la Aduana en la plaza de Santo Domingo (hoy Secretaría de Educación
Pública). También hay que destacar a Miguel Custodio Durán (1700-1744) autor de
la iglesia de San Juan de Dios (1729)
y a Lorenzo Rodríguez (1704-1774), responsable del Sagrario Metropolitano (1749-1760) que se encuentra adosado a la
Catedral.
La Capilla del Pocito en Guadalupe es una de las obras
más representativas de la última fase del barroco en la ciudad de México, obra
de Francisco Guerrero y Torres realizada entre 1777 y 1791.
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La última
fase del barroco en la ciudad de México cuenta con eminentes representantes
como Francisco Guerrero y Torres (1727-1792). Entre sus realizaciones destacan
la remodelación del Palacio para los
condes de Santiago de Calimaya (1769-1772, hoy Museo de la Ciudad de
México), el Palacio de los marqueses del
Jaral de Berrio (1779-1785, también Palacio Iturbide, hoy Museo Palacio de
Cultura Banamex) y, sobre todo, la Capilla
del Pocito (1777-1791) en Guadalupe. También cabe citar al ingeniero
militar Luis Díez de Navarro (1699-1780) con obras como el desaparecido Templo de Santa Brígida (1740-1744)
Palacio de Minería (1797-1813), obra neoclásica de Manuel
Tolsá.
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El estilo neoclásico irrumpiría en la ciudad de México con ejemplos como el Palacio de Minería (1797-1813, obra de Manuel
Tolsá), la Academia de San Carlos o
la Fábrica de Tabaco (Real Fábrica de
Puros y Cigarros, 1793-1807, obra de José Antonio González Velázquez, también
conocida como “La Ciudadela”, que actualmente sirve como biblioteca)
El monumental
núcleo antiguo, identificado como Centro Histórico de la Ciudad de México, fue
incluido en 1987 por la UNESCO en la Lista de Lugares Patrimonio de la Humanidad.
Límites fijados por la UNESCO para la zona declarada Patrimonio
de la Humanidad (en azul) y su área de transición (rosa)
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A finales del
siglo XVIII, la ciudad de México se extiende moderadamente por el sur hasta San Antonio Abad; por el este, llegando
a San Lázaro; a San Cosme por el poniente; y quedando por el norte en Santiago Tlatelolco. Era la ciudad más
grande del continente americano con 170.000 habitantes (dato del año 1813).
En 1821, al
confirmarse la independencia de México respecto del Imperio Español, se acabó
con tres siglos de dominio colonial dando comienzo a una nueva etapa, que tendría
repercusiones muy importantes para la capital del incipiente estado. Pero esa
será otra historia.
Es la primera vez que escribo en su blog, soy un fiel lector del mismo y me da gusto cada que dedican algún artículo referente a México, sin embargo me llama la atención que sigan catalogando a nuestro país en Centroamérica. Un mero comentario. ¡Felicidades!
ResponderEliminarGracias Ganzoide. Tienes razón, lo modificamos. Saludos
ResponderEliminarSoy fan de su blog, gracias por la información y porfa sigan escribiendo más de México. ¡Saludos!!!
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