El laberinto es
un espacio que sobrepasa su realidad física para aparecer como escenario simbólico.
A partir del mito griego que le dio origen (la reclusión del Minotauro), esa
fantástica construcción ha tenido formalizaciones muy diversas a lo largo de la
historia, pero con una esencia común de metáforas trascendentes acerca de la
vida humana. En la actualidad, siguen levantándose laberintos, aunque muy
banalizados y vinculados principalmente al ocio.
Junto al
sustantivo laberinto también surgió el adjetivo laberíntico
para significar confusión, desorden o desorientación. Este último matiz es
aplicable a muchas ciudades que cuentan con intrincadas estructuras urbanas,
casi imposibles para los no residentes. Incluso las ciudades ordenadas plantean
problemas para quienes no las transitan habitualmente. Por eso, en una analogía
sobre esta dificultad de aprehensión, se habla del laberinto como la
“geometría” conceptualmente característica de las ciudades.
Afortunadamente,
al igual que el héroe Teseo, los ciudadanos también disponemos de ayuda para enfrentarnos
al desconcertante “laberinto” urbano. Primero porque la arquitectura y los
espacios urbanos nos proporcionan ciertos recursos de imagen (como lúcidamente
advirtió Kevin Lynch), pero también porque contamos con diferentes “hilos de
Ariadna” para facilitar nuestros desplazamientos: desde sistemas de
señalización e información hasta sofisticadas herramientas cartográficas y de
navegación.
El mito griego en el que aparece el laberinto
se origina como consecuencia de los actos de Minos, un personaje legendario que
se convertiría en rey de Creta. Su filiación es controvertida, pero la versión
más frecuente lo presenta como hijo del todopoderoso Zeus y Europa, mujer que
después de tener esa extraordinaria relación se casaría con Asterión, rey de
Creta, quien acabaría adoptando al niño semidivino. Cuando falleció su padre
putativo, Minos solicitó ayuda a Poseidón para convertirse en el nuevo monarca
cretense, comprometiéndose a ofrecerle en sacrificio lo que el dios de los
mares le enviara desde sus dominios. De las aguas surgió un fabuloso toro
blanco que fascinó a Minos, quien ya era soberano cretense, hasta el punto de
llevarle a incumplir su pacto: conservó al toro albino y sacrificó otro animal,
confiando en que no se apreciara la artimaña. Pero no fue así y la furia de
Poseidón fue enorme. Su terrible venganza comprometería a la esposa de Minos,
la reina Pasífae, que fue inducida a enamorarse perdidamente del excepcional
toro, conocido como el Toro de Creta, y, así, juntos procrearon un vástago: el Minotauro.
Este fabuloso ser tenía cuerpo humano y cabeza de bóvido, además de la relevante
particularidad de alimentarse con carne humana.
Al conocer la infidelidad de su esposa,
Minos, encolerizado, encargó a Dédalo la construcción de un lugar para encerrar
al engendro. Dédalo era un imaginativo arquitecto que tras ser expulsado de su
Atenas natal (por motivos que no vienen al caso en este mito), había recalado
en Creta. Dédalo concibió el Laberinto como un complejo conjunto de
intrincados recorridos en los que era prácticamente imposible encontrar la
salida. Allí quedaría recluido el Minotauro. Para su alimentación se le
suministrarían hermosos jóvenes de ambos sexos (enviados también desde Atenas,
como tributo tras haber perdido una guerra con Creta), que eran abandonados en
el interior del laberinto.
El mito continúa con el encierro del propio
Dédalo y su hijo Ícaro en el laberinto para que no pudieran informar a nadie
sobre el secreto de la salida (no obstante, los dos lograrían escapar volando
con unas alas fabricadas por el padre, aunque esa historia tendría final
trágico para Ícaro, tal como se explica en otra leyenda). El mito concluye con
la llegada del príncipe ateniense Teseo como integrante de la ofrenda de jóvenes
para el Minotauro. Teseo se había prestado voluntario para acabar con el
Minotauro y lograr el fin de los sacrificios. Sucedió que Ariadna, hija del rey
Minos, se enamoró de Teseo y le entregó un ovillo de hilo para que atara un
cabo en la entrada y fuera desplegándolo en su recorrido por el interior del
laberinto, de manera que, si lograba acabar con el Minotauro, pudiera salir del
encierro. Teseo resultó victorioso y logró escapar, siendo acompañado en su
huida de Creta por Ariadna (pero aquel, la abandonaría en la isla de Naxos,
aunque eso ya es otra “historia”).
A
partir del mito griego que le dio origen, esa fantástica construcción ha tenido
formalizaciones muy diversas a lo largo de la historia. La
construcción más clásica, la del denominado “laberinto cretense”,
parte una cruz (que son los ejes de un cuadrado), cuatro puntos (los vértices
de ese mismo cuadrado) y cuatro diedros rectos que se sitúan entre ellos, tal
como se puede apreciar en el esquema que se adjunta. El proceso se inicia con
el trazado de un arco desde la parte superior de la cruz hasta el final del
diedro contiguo por la derecha, para proseguir uniendo puntos y esquinas de
lados opuestos como indican las figuras sucesivas.
Este tipo de laberinto, que discurre hacia el
centro, es el que la tradición identifica con el creado por Dédalo para
encerrar al Minotauro. No obstante, obviando el hecho de tratarse de un mito,
los historiadores se preguntan si alguna vez hubo un laberinto en Creta, dado
que no ha sido descubierto. Por eso, los investigadores tienen dudas: algunos
piensan que el laberinto pudo ser el complejo palacio de Cnosos, otros creen que
fue una elucubración gráfica sin precedente físico y todavía hay quienes siguen
buscando. En cualquier caso, el laberinto clásico es solamente uno de los
numerosos diseños posibles, que se incorporarían como iconografía intencionada
en pinturas, edificios o espacios urbanos, y que también se construirían
realmente con materiales muy diversos (desde piedras hasta plantas), como puede
apreciarse en las numerosas muestras ofrecidas por los libros recomendados en
el apéndice final de este artículo.
El
laberinto es un espacio que sobrepasa su realidad física para aparecer como escenario
simbólico. Aunque sus trazados sean variados, los laberintos
muestran una esencia común de metáforas
trascendentes acerca de la vida humana, aunque los mensajes sean muy
diversos.
Inicialmente,
la generación del laberinto clásico intenta “unir” el cuadrado (manifestado en el
esquema base), que representaría a la Tierra, con el círculo (expuesto por las
curvas que dan forma a las calles), que simbolizaría al Cielo (y también para
algunas culturas el sol). Esta misma fusión geométrica sería la alegoría que
reuniría cuerpo y espíritu, una intersección que caracteriza a los seres
humanos.
Además,
el laberinto encierra misterios, como el de la muerte, dado que quien entra en
él no consigue salir. Por eso, el camino hacia el interior simbolizaría el discurrir
hacia la final de la vida mientras que la senda inversa, que busca la salida, significaría
el renacer.
Otro de los temas atribuidos al laberinto en esa
representación de la vida humana sería el de proporcionar sentido a la misma, como
una especie de “peregrinación” hacia su destino (que no sería la muerte en este
caso sino una culminación espiritual). Así, el laberinto albergaría una
búsqueda más o menos iniciática para la que no todo el mundo estaría preparado o
sería admitido, dado que requeriría un complejo recorrido desde la periferia
hacia el punto focal del ser. Sería por lo tanto una metáfora de la reflexión y
de la búsqueda de la razón última, de la perfección.
También se han asociado los laberintos con
otros temas menos místicos como es el caso de la danza. En otros órdenes, también
funcionarían como metáfora paisajística, compartiendo con el desierto la
alegoría sobre lo inhóspito y la esperanza, encarnada esta en la existencia de
una meta que anima el movimiento (la salida del laberinto o el oasis del
desierto, o el final de este). Incluso puede ser un juego. De hecho, en la
actualidad, se siguen levantando
laberintos, aunque muy banalizados y vinculados principalmente al ocio y a la
diversión (con especial atractivo para los niños).
El “lado oscuro” de
la geometría.
Entre los significados más poderosos que caracterizan a
muchos laberintos está el que los sitúa entre el Bien y el Mal. El Bien y el
Mal son temas fundamentales en todos los mitos y religiones y solían
personificarse para facilitar su comprensión. En el credo cristiano, el Mal se
identifica con Lucifer, el ángel caído que se convirtió en el antagonista de
Dios. Su soberbia le llevó a cambiar su beatífico destino cayendo del cielo
(que estaba sobre la Tierra) al infierno (que ocupaba el inframundo). En su
descenso al averno arrastró con él a otros espíritus celestiales y fijó su
objetivo en hacer lo mismo con los mortales, a los que tentaría permanentemente
para que le siguieran. Para conseguir su misión utilizaría los mismos recursos
que estaban a disposición de los ángeles (por algo había sido uno de ellos). Así,
ángeles y demonios aparecen en el cristianismo como seres contrapuestos: los
primeros representan el Bien y la pureza, mientras que los otros, el Mal y la
corrupción (como los dos lados inseparables de una moneda, aunque ese
maniqueísmo, defendido por los antiguos gnósticos, fuera condenado por la
Iglesia).
A la geometría le sucede algo parecido. Tiene una cara y
una cruz. Por una parte, aspira a encontrarse con la exactitud, la armonía
y la serenidad absoluta de los polígonos y poliedros regulares,
pero, por otra, puede generar los laberintos que aparecen como
manifestación de la complejidad, la inquietud y el desequilibrio. Los primeros,
en su expresión de una virtuosa perfección, serían la manifestación del orden,
de la luz divina; mientras que los segundos, surgidos como una extraña
anomalía, serían la oscuridad, lo confuso, equiparándose con lo demoníaco. No
obstante, ambos extremos se nutren de las mismas operaciones geométricas
porque, en esencia, son lo mismo: juegos de números y proporciones, de relaciones
y dimensiones, de simetrías, de traslaciones, replicaciones, etc. Pero, aunque
sus herramientas matemáticas sean similares, el simbolismo muestra un carácter
radicalmente opuesto. Todas esas construcciones están dotadas de una
irresistible belleza, pero siguiendo esta alegoría representativa, Dios solamente
podría aparecer en el centro perfecto de un tetraedro, o de un cubo, mientras
que el diablo se movería por las indescifrables líneas de un laberinto. Por
eso, los laberintos serían considerados como el “lado oscuro” de la
geometría.
Con todo, paradójicamente, los laberintos se convertirían en
un símbolo ancestral de protección para los humanos, dado que los malos
espíritus quedarían encerrados en ellos sin ser capaces de encontrar la salida.
Sus enrevesados trazados servirían no para el Mal, sino para el Bien, ya que
impedirían el acceso de los demonios a los humanos. El Mal quedaría así
atrapado dentro de la extraordinaria invención de Dédalo, como le ocurrió al
Minotauro. En este sentido, la supersticiosa antigüedad ofrece muchos ejemplos
de laberintos grafiados en puertas de viviendas e incluso en los pies de naves
de iglesias (como en la catedral de Chartres) para que el diablo no pudiera contactar
con los fieles dentro del templo.
Pero junto al
sustantivo, laberinto, también surgió el adjetivo, laberíntico,
para significar confusión, desorden o desorientación. El adjetivo se aplica a
toda circunstancia que
resulte poco nítida, enmarañada o enredada en recuerdo de las inaprensibles calles
de un laberinto. Su aplicación es general, y así puede hablarse de “laberinto
político” para indicar un contexto político complicado; de “laberinto de la
modernidad” para reflejar las incertidumbres y la falta de salida de un
determinado estilo artístico o cultural; o de “laberinto sentimental” para
expresar el estado de desarreglo emocional de una persona. Incluso puede describirse
la estructura de un libro como “laberíntica” cuando presente una composición alejada
de la claridad lineal, con discontinuidades, idas y venidas, e incluso cuando adolezca
de coherencia debido a la utilización (premeditada casi siempre) de estilos
diversos y contrastantes. Y desde luego, es aplicable también al espacio, como
a algunos paisajes surcados por pistas y caminos “laberínticos” en relación a
la profusión de los mismos y a las dificultades de orientación; o también a
ciertos lugares de la ciudad, como algunos zocos islámicos, “laberínticos” porque
agrupan infinidad de bazares en una serpenteante disposición de calles, o a la
ciudad misma cuando resulta un lugar desconocido y se es incapaz de encontrar
el destino deseado.
Este sentido,
que lleva a hablar de “ciudades laberínticas”, expresa la dificultad para
realizar los desplazamientos por la falta de referencias para orientarse o por el
exceso de calles tortuosas y cruces informales entre ellas que acaban
despistando al viandante sin poder fijar su rumbo adecuadamente.
Desde luego,
son muchas las ciudades que cuentan con intrincadas estructuras urbanas,
casi imposibles para los no residentes. Es muy típica la comparación del
modelo de medina islámica antigua con un laberinto. La relación es pertinente
porque el visitante que llega a esa medina desconocida para él, tiene la
sensación de enfrentarse a un dédalo de calles que se le aparece como un
lugar incomprensible. No sucede lo mismo, lógicamente, con la percepción de los
residentes, dado que, al ser el escenario habitual de su existencia, han podido
grabar en su memoria las referencias necesarias. No obstante, incluso las ciudades ordenadas ofrecen
problemas para quienes no las transitan habitualmente. Por eso, en una analogía
sobre esta dificultad de aprehensión, se habla del laberinto como la
“geometría” conceptualmente característica de las ciudades (que, a veces,
más que conceptual es efectivamente real). De hecho, se dice que una manera
de experimentar con intensidad un laberinto, es perderse en una ciudad
inexplorada (algo que es sencillo de conseguir en muchas ciudades antiguas
y orientales o en las gigantescas urbes contemporáneas)
Teseo logró escapar
del laberinto gracias a Ariadna y al ovillo de hilo que la princesa le entregó con
el fin de que le sirviera de guía para encontrar la salida. Desde entonces, el
“hilo de Ariadna” quedaría como una locución asociada simbólicamente a la idea
de salvación, de solución. Como consecuencia de ello, la utilizamos para
referirnos a hechos, argumentos o instrumentos que nos permiten encontrar la
solución de algún problema o inconveniente que parecía no tenerla o cuanto
menos era difícil de obtener.
El problema al
que alude la consideración urbana de las palabras laberinto y laberíntico es de
legibilidad. Leer la ciudad es una noción que cuenta con
significados diversos en función de la aproximación realizada. Aquí nos
referimos a la lectura más pragmática y funcional, la del mero usuario que
necesita desplazarse por ella para llegar a su destino (hay otras lecturas
que consideran aspectos de significado o emocionales, entre otros factores que
aquí no consideramos)
Afortunadamente,
al igual que el héroe Teseo, los ciudadanos también disponemos de ayuda para enfrentarnos
al desconcertante “laberinto” urbano y permitir nuestros desplazamientos (al
menos antes de lograr, por insistencia y repetición, aprehender sus códigos, como
les sucede a los residentes).
En primer
lugar, es la propia arquitectura y los espacios urbanos quienes se esfuerzan en
proporcionarnos ciertos recursos de imagen (como lúcidamente advirtió Kevin
Lynch). En este caso, la solución se asienta en el diseño urbano
propiamente dicho. La disposición de su estructura y la relación con ella
de la arquitectura propone un sistema de comprensión que fue inicialmente
descrito por Lynch en su libro La imagen de la ciudad (publicado en
1960). Allí concurrían sendas, hitos, nodos, bordes y barrios para apoyar el
conocimiento y el manejo de la ciudad.
Estructura de la imagen de Los Angeles según la
metodología propuesta por Kevin Lynch (incluida en su libro “La Imagen de la ciudad”)
|
También los sistemas de señalización e información se convierten
en imprescindibles “hilos de Ariadna”, dispuestos para la transmisión adecuada
de los mensajes que permiten la utilización eficaz del espacio urbano. La señalética
se ocupa de una muy variada colección de elementos: carteles indicadores de
destino y dirección, señales de tráfico y líneas dibujadas en los pavimentos,
rótulos identificadores de calles, plazas o edificios en una variedad infinita
de formas, colores y signos, y otros muchos elementos que conforman un sistema
fundamental para el wayfinding (o sea el encuentro de las rutas que nos
llevan a nuestro destino)
Sistemas de señalización e información como parte de
una estrategia de diseño de Wayfinding en la ciudad. A la izquierda, propuestas
para Cracovia y a la derecha elementos ubicados en Sídney.
|
Uno de los hilos de Ariadna más característicos es la
representación a escala de la estructura de la ciudad y de sus destinos
principales, destacando los planos callejeros y los planos turísticos. La cartografía
urbana, en sus múltiples expresiones, desde la más estricta y rigurosa (motivada,
por ejemplo, por cuestiones tributarias organizadas desde el catastro) hasta la
más intuitiva y lúdica (desde planos de recorridos turísticos, hasta los
trazados de líneas de metro y sus estaciones o de implantaciones comerciales,
por citar algunos casos), ha sido y todavía es la herramienta más frecuente, aunque
su versión en papel está en declive forzada por las apps de los
dispositivos móviles.
Precisamente, esas aplicaciones de “navegación”
imprescindibles en los teléfonos móviles (y en los coches) ofrecen una travesía
urbana tutelada y apta para todo el mundo, incluso con indicaciones habladas en
tiempo real. Google Maps, Citymapper, Waze o Moovit
son algunas de las más utilizadas dentro de una gran variedad de oferta. En
algunos casos también cuentan con realidad aumentada para no tener dudas en la
interpretación de un plano.
Los teléfonos móviles y sus apps de navegación se han
convertido en una herramienta básica para la orientación en la ciudad. En la
imagen, Google Maps.
|
La bibliografía existente sobre laberintos es ingente. Por
eso, para profundizar en su conocimiento proponemos una selección de cuatro libros
con enfoques muy distintos. Sus contenidos facilitarán, sin duda, la entrada en
los laberintos (y no sabemos si también la salida)
El primero está escrito por el poeta y ensayista italiano
Paolo Santarcangeli (1909-1995): El libro de los Laberintos. Es
un libro erudito, una verdadera enciclopedia del laberinto, como dice Umberto
Eco en el prólogo de la edición de 1984. El texto ahonda en la génesis y en la evolución
formal de ese arquetipo universal a lo largo de todas las épocas en las que ha
encontrado expresión. También se sumerge en el mito y su simbología que,
paradójicamente es a la vez esotérico (oculto y solo asequible para las
personas iniciadas) y exotérico (común o accesible para todos), porque bascula
entre la tragedia y el juego.
El segundo libro, sale de la mano de Karl Kerényi
(1897-1973) una de las figuras más destacadas en el estudio de la historia y la
fenomenología de las religiones, así como del pensamiento mitológico y
filosófico de la antigüedad. El libro, En el laberinto, reúne
diferentes ensayos en los que Kerényi aborda múltiples aspectos (simbólicos,
iconográficos, literarios, míticos, rituales) a través de los cuales toma
cuerpo el enigmático laberinto.
El tercero, con una escritura mucho más accesible, fue
publicado por el polifacético arquitecto y director teatral Jaime Buhigas
Tallón (1973) con el título Laberintos. Historia, mito y geometría.
El libro recorre, como si de un laberinto se tratara, líneas que se dirigen
tanto hacia la historia como hacia el misterio y el mito, en una peregrinación
que aparece como metáfora de la propia vida. Como apéndice ofrece una sugestiva
interpretación del laberinto “oculto” de los jardines de la Granja en Segovia (esos
jardines cuentan con otro laberinto explícito que resulta más convencional)
Por último, anotamos un delicioso libro escrito por el
divulgador austriaco Gernot Candolini (1959), ideal como introducción ligera al
mundo de los laberintos (incluso para niños y jóvenes) tal como indica el
propio título y el autor advierte en el prefacio: Laberintos. Guía
práctica para meditar, jugar, construir y pintar. Es particularmente
sugerente la exposición de cuarenta modelos diferentes, muchos de ellos
históricos.
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