No es lo mismo un mar que un océano. A pesar de sus muchas similitudes,
las diferencias son notables y están basadas en criterios que atienden a la
extensión y a la relación de las masas de agua con el litoral terrestre; pero,
sobre todo, en cuestiones emotivas e irracionales que tuvieron su origen en el
pensamiento mítico ancestral. Entonces, frente al océano, recóndito e incomprensible, el mar aparecía como algo asequible, entrañable,
incluso relativamente amable y familiar.
En este artículo vamos a aproximarnos al Mar Mediterráneo, un mar
que se convirtió en la referencia absoluta durante la
antigüedad de la civilización occidental. Lo haremos a
partir de una serie de consideraciones geográficas y culturales que le
proporcionan un cierto sentido “arquitectónico”. La analogía permite
caracterizarlo como si se tratara de un lugar terrestre, descubriendo, entre
otros elementos, “estancias”, “pasillos” o “muros” y “puertas”. Así, la
transfiguración de litorales e islas, rutas y estrechos, o pequeños mares
locales con un nombre propio, irá describiendo un entorno singular, construido
física y mentalmente por las diversas civilizaciones que lo han habitado y cuyo
legado determina nuestras percepciones.
No es lo mismo un mar que un océano.
Los antiguos griegos creían que el mundo estaba formado por tres grandes
continentes (Europa, Asia y África, entonces llamada Libia) que confluían en el
Mar Mediterráneo. Ese mar era el centro del mundo, con un especial protagonismo
inicial de su sector oriental, el Mar Egeo y sus aledaños, que fue el escenario
principal de helenos y fenicios. Para estos pueblos, esa masa terrestre
tripartita era una inmensa isla que acogía en su interior al mar Mediterráneo y
quedaba rodeada por un gran río circular que recibía el nombre de Océano. Esta
corriente de agua circunvaladora era un tanto particular porque presentaba una
única orilla, la de los continentes, que era el límite del mundo y donde
comenzaba esa extensión acuática inacabable. La otra orilla era un enigma.
Desde luego, no se pensaba que pudiera existir, pero suponiéndola, era
inimaginable que hubiera en ella vida humana. En todo caso sería un reino de monstruos.
Esa concepción geográfica fue la que reflejó el desaparecido mapa de Anaximandro
(625-547 a.C.), la primera representación cartográfica conocida de la Tierra.
El océano que envolvía al mundo sólido era muy misterioso para los antiguos
griegos. Lo era por su infinitud aparente, pero, además, porque en él se hundía
el sol al anochecer y el astro rey lo atravesaba durante la noche de una manera
imprecisa desde el oeste, por donde se había escondido, hasta el oriente, por
donde emergía de nuevo. También en el océano se “bañaban” las estrellas y, como
apuntó Homero en la Ilíada, sus aguas nutrían “todos los ríos y todo el mar,
todas las fuentes y todos los hondos pozos”.
Por el contrario, el Mediterráneo era agua conocida, aunque se extendiera
mucho más allá del familiar Egeo y sus confines occidentales quedaran muy lejos
de la Hélade. A pesar de esta objeción, frente al océano recóndito e incomprensible, el mar, atravesable, con sus dos
orillas habitadas que se convertían en origen y destino ciertos de los viajes sobre
sus aguas, aparecía como algo asequible, entrañable, incluso relativamente amable,
lo cual no descartaba que las travesías entrañaran peligros y riesgos. Hasta tal punto
se sentía la diferencia entre ambos que los dioses que regían los dos ámbitos
eran diferentes: Océano era la divinidad encargada de las aguas exteriores
mientras que Poseidón era el dios de mar (Neptuno para los romanos).
Por eso, desde tiempos ancestrales no es lo mismo un océano que un mar.
En nuestro tiempo, con un gran conocimiento de la geografía del planeta, somos
conscientes de sus muchas similitudes, pero también de las notables diferencias
que los separan. Pero antes de que las técnicas cartográficas revelaran la
verdadera estructura de las masas de agua terrestres, las distinciones entre el
océano y el mar eran cuestiones emotivas e irracionales que tuvieron su origen
en el pensamiento mítico ancestral.
En la actualidad, la palabra mar (usada en masculino habitualmente,
pero también en ocasiones en femenino, sobre todo entre navegantes) se utiliza muy
habitualmente como un término genérico para designar cualquiera de las extensas
y profundas masas de agua salada exteriores a los continentes. No obstante, superando
esta generalidad, la geografía distingue entre mar y océano técnicamente, basándose
fundamentalmente en criterios que atienden a su extensión y a la relación de
las masas de agua con la superficie terrestre. Los océanos son mucho mayores y
separan continentes, tal como habían intuido los antiguos griegos. Son cinco: Atlántico,
Índico, Pacífico, Ártico y Antártico. En cambio, los mares (mucho más numerosos)
designan ámbitos menores, vinculados con los litorales contiguos
y, en general, bastante bien acotados, cuestión que les permite
disfrutar de cierta “personalidad” propia (aunque la delimitación presenta
bastantes excepciones, habiendo muchos mares que en realidad son aguas
oceánicas, como sucede con el mar Cantábrico, un sector del Atlántico asociado
a la cornisa septentrional de la Península Ibérica).
Mapamundi con identificación de
los cinco océanos.
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En ese artículo profundizaremos en el Mar Mediterráneo, un mar que
se convirtió en la referencia absoluta durante la
antigüedad de la civilización occidental, y que también influyó decisivamente
en otras más lejanas que se relacionaban con ese epicentro cultural y
económico.
El Mediterráneo, el mar “arquitectónico”.
El mar Mediterráneo es especial. Vamos a aproximarnos a él a partir de una
serie de consideraciones geográficas y culturales que le proporcionan un cierto
sentido “arquitectónico”. Hemos anticipado que la delimitación y la vinculación
son las dos claves principales para definir un mar (y que esta última tiene
mayor importancia). Serán, precisamente, estas dos nociones las que nos guíen
en esta particular analogía que permite caracterizarlo como si se tratara de un
lugar terrestre, descubriendo, entre otros elementos, “estancias”, “pasillos” o
“muros” y “puertas”. Así, la transfiguración de litorales e islas, rutas y estrechos,
o pequeños mares locales con nombre propio, irá describiendo un entorno
singular, construido física y mentalmente por las diversas civilizaciones que
lo han habitado y cuyo legado determina nuestras percepciones.
La delimitación es una cuestión esencial en la arquitectura porque
afecta a temas primordiales como son la protección o la apropiación del espacio,
que están estrechamente relacionados con la acotación espacial. La forma constructiva
más típica para la demarcación de un sitio es el muro, que
manifiesta la continuidad de una barrera de separación entre un exterior y un
interior. Pero para que el muro tenga operatividad necesita poder ser
traspasado puntualmente. Ese es el cometido de las puertas, unos
elementos que, más allá de su funcionalidad y formalización concreta, se
convierten, al igual que el muro, en símbolos arquitectónicos trascendentales.
Sabemos que la delimitación de un mar puede ser más o menos sutil. En el
caso del Mediterráneo es rotunda. Los litorales continentales (europeo,
africano y asiático) ejercen esa labor de “muro” definitorio de un recinto que
cuenta, además, con dos “puertas” históricas que facilitan la conexión con el
exterior (con el océano Atlántico y con el Mar Negro).
Pero no acaba ahí la analogía, porque la arquitectura no solo define
espacios, sino que también los caracteriza. Sucede eso con las estancias,
espacios arquitectónicos diseñados para la actividad humana más específica, y
también con sus complementarios corredores, espacios que ejercen
el papel de conectores entre ellas (“salas o habitaciones” y “pasillos”, si nos
atenemos a la más elemental conceptualización tipológica).
Y eso mismo encontramos en nuestra metáfora mediterránea. El mar, que se
presenta como una superficie indiferenciada de agua, se transforma en una red
de rutas, líneas que surcan el plano acuático. Estos “caminos” o “canales” resultan
imperceptibles para el profano, pero son precisos para el especialista y los
barcos los siguen fielmente en los recorridos marítimos hacia su meta. Son
verdaderos “pasillos” marítimos. Y están además los puntos de origen y destino
que se encuentran, desde luego, en los litorales, pero que alcanzan su plenitud
en las islas, las auténticas “habitaciones” del mar.
El Mediterráneo ofrece litorales
espectaculares que potencian la consideración amable del mar.
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Pero hay más, porque la vinculación entre agua y tierra aporta nuevos
rasgos arquitectónicos al Mediterráneo. Estos lazos son geográficos, pero,
sobre todo, culturales y afectivos, manifestados al convertir el mar en un lugar,
es decir, en un espacio dotado de identidad y significativo para el ser humano.
Esta transformación simbólica se consigue al dotar a los mares de un nombre,
pero no con una denominación genérica, como sucede en el caso de los océanos,
sino con una muy precisa, muy local, procedente de los litorales que lo
acompañan, proporcionando al mar una identidad cultural y geográfica estrechamente
relacionada con las civilizaciones que se han desarrollado en sus orillas a lo
largo de la historia. En el caso del Mediterráneo, esto se manifiesta en sí
mismo, pero en mayor medida en sus peculiares subdivisiones, pequeños mares que
disponen de su propio nombre.
El Mediterráneo como lugar.
El rastreo etimológico proporciona unas bases interesantes. Su nombre, Mediterráneo,
procede del latín Medi Terraneum, cuyo
significado es “en medio de las tierras”. Esta consideración de mar interior
rodeado de suelo firme era ya su denominación habitual en tiempos de los
antiguos griegos, que lo conocían como Μεσόγειος Θάλασσα, Mesogeios
Thalassa (meso, medio; geios, de la tierra; thalassa,
mar). También en árabe recibiría una identificación similar: al-Bahr
al-Mutawasit (mar intermedio); aunque también se le conociera en ese idioma
como al-Bahr al-Abyad o el similar turco Ak Deniz, que significan
“mar blanco” en ambos casos (Abyad y Ak, blanco, mientras que al-Bahr
y Deniz, mar). Esta referencia no pretendía ser una indicación de
color sino de orientación, ya que los turcos señalan al sur como blanco y al
norte como negro (de ahí el nombre del Mar Negro, mar del norte). También los
romanos lo llamaron coloquialmente Mare Nostrum (nuestro mar), en
referencia a que las tierras del Imperio lo rodeaban completamente.
No obstante, el apelativo Mediterráneo, aun siendo expresivo de su
situación, no sugiere localización alguna. Pero este mar tiene la peculiaridad
de verse subdividido en sectores que son llamados también mares (aunque no es
el único caso en el planeta). Son estos pequeños mares locales los que han sido
bautizados con un nombre propio relacionado con el litoral contiguo,
convirtiéndose en “lugares” para los habitantes de la zona. Cuando algo adquiere
un nombre propio, pierde su anonimato (sin-nombre) y pasa a formar parte de la
vida de las personas. Lo primero que reciben las mascotas, cuando se integran
una familia, es un nombre. Esto también puede aplicarse a las personas,
privilegiando a los conocidos al ser identificados por un nombre propio. También
actuamos así con los paisajes que nos acogen. Esta pasión por otorgar nombres,
personalizando nuestro entorno, logra destacar a lo nominado de la indiferencia
de un fondo informe, siendo algo que el ser humano realiza de una forma
automática. Esas identificaciones responden el deseo humano de apropiación de
su entorno (aunque sea simbólicamente), de afirmación de su territorialidad.
Esquema con alguno de los mares
secundarios más conocidos que forman parte del Mediterráneo. 1. Mar Egeo; 2.
Mar Jónico; 3. Mar Tirreno; 4. Mar Adriático. No son los únicos.
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Así pues, el mar Mediterráneo acoge otros “mares” en su interior, asociados
a costas contiguas y a los pueblos que las habitaron algún día. Esos mares
locales están claramente definidos en su borde terrestre, pero van
difuminándose al acercarse a sus límites acuáticos. Su existencia se debe, en
parte, a que el Mediterráneo fue descubierto paulatinamente hasta llegar a sus
confines partiendo de esos pequeños mares que acabarían integrándose en la gran
masa reunificadora. De esta manera, el Mediterráneo incluye
el Mar Egeo, el Mar Tirreno, el Mar Adriático, el Mar Jónico, el Mar de Liguria
o el mar de Alborán, entre otros, que incluso pueden llegar a ser subdivisiones
de las divisiones, como ocurre con el mar de Tracia o el mar de Creta respecto
del Egeo.
Los “pasillos” del Mediterráneo.
En una primera instancia, para los
antiguos griegos, el mar era el Egeo. Aquella extensión de agua de dimensiones
controladas por la cercanía de las costas continentales y la numerosa presencia
de islas se convirtió en el escenario de la vida helena. De hecho, puede
decirse que el centro y verdadero protagonista de la cultura de aquella Grecia
ancestral fue el mar.
La costa oriental de la península griega
y la occidental de la anatolia limitaban ese mar familiar por el oeste y el
este respectivamente. El cierre por el norte formaba parte también del mundo
griego, pero los habitantes de aquellas territorios, Macedonia y Tracia, no
eran considerados de “primera clase” como los que residían en las principales
polis de la Hélade. Por el sur, la gran isla de Creta marcaba el límite
formando un “arco” virtual con Rodas, otra de las islas destacables.
Desde luego, tenían muy presente que más
allá de los límites del Egeo, el mar se extendía hacia otros territorios. Ellos
tenían contacto fluido con Chipre y el Oriente Próximo fenicio, así como con el
Egipto faraónico del delta del Nilo. Con el tiempo irían colonizando el lejano
occidente de aquel mar e irían surgiendo desde la Magna Grecia hasta otros
asentamientos más remotos como los de la costa sur de la actual Francia (por
ejemplo, Massalia-Marsella) o los del litoral levantino de la Península Ibérica.
Lo mismo harían sus competidores fenicios en las costas meridionales, donde levantaron
colonias, como Cartago, que estarían llamadas a protagonizar la historia de los
siglos venideros.
El Egeo, la patria helena, era una
superficie acuática bien conocida, cuya navegación era relativamente sencilla,
teniendo en cuenta que en la mayoría de los viajes se avistaba el puerto de
destino desde el origen. Por eso, los recorridos se fueron estableciendo como
“pasillos” en el mar, como canales virtuales que salvo circunstancias meteorológicas
adversas eran seguidos escrupulosamente por los navegantes de la época.
A partir del cabo Malea, el extremo sur
del Peloponeso, y de la línea indicada por las islas meridionales, se abría el
resto del Mediterráneo, un mar que con el tiempo acabaría siendo conocido por
los navegantes y sería surcado por nuevas rutas, nuevos “pasillos” que dirigían
a lugares alejados de la casa familiar egea y que también serían seguidos
eficazmente por los experimentados marinos griegos. De hecho, el mundo griego (algo
que también puede decirse del coetáneo fenicio) fue un conjunto de ciudades
unidas por rutas marítimas. De hecho, las penetraciones hacia el territorio
interior de las costas fueron escasas y muy cortas. El mar era para ellos la
verdadera vía de comunicación, minimizando los caminos terrestres que eran
mucho más dificultosos y arriesgados. Esto convirtió a aquellos pueblos en
auténticas talasocracias, término que señala a los estados cuyos dominios son
principalmente náuticos y que disponen de una flota muy considerable.
Las “estancias” del Mediterráneo.
Desde luego, los litorales continentales, europeo, asiático o africano, proporcionan
buena parte de las metas estanciales para los recorridos por el mar. En esas
costas, al abrigo de bahías y puertos naturales fueron fundándose ciudades. En
el Egeo surgirían polis como Atenas, Esparta o
Corinto en la parte “europea” y Mileto o Éfeso en la “asiática” por citar
algunas de las más relevantes. Lo mismo sucedería en las diferentes oleadas
colonizadoras que extendieron el mundo griego hacia occidente.
Pero las auténticas “estancias” marítimas son las islas, que pueden ejercer
de escala en los largos viajes hacia destinos lejanos, pero que también son fin
en sí mismas en muchos de ellos. El número de islas en el Egeo es muy elevado
de manera que las distancias entre ellas no son excesivas, hecho que propició
ese carácter de mar cercano que estamos comentando. Pero junto con esos archipiélagos
helenos, otras islas exteriores al Egeo acabarían consolidando el Mediterráneo como
un lugar especial y son, precisamente, esas tierras insulares, visitadas recurrentemente
por unos y por otros a lo largo de tantos siglos las que atesoran
principalmente la esencia cultural del mar. En esas islas fueron dejando su
huella todas las civilizaciones que han habitado el mar, manifestadas en
idiomas, arquitecturas, arte, costumbres e incluso en la configuración de un
paisaje determinado a partir de las bases naturales. Con todo, el tiempo ha ido
forjando el espíritu mediterráneo, una manera particular de comprender la vida
que es compartida por todas las regiones que acompañan al mar, pero que se expresa
con todo su despliegue en las islas. Las islas son como estancias familiares
repletas de recuerdos con los que evocar un pasado que bascula entre
esplendores y declives, entre honras y vilezas, entre la sensibilidad y la
rudeza, entre la hospitalidad y la crueldad.
Esas “estancias” insulares son numerosas y muy diversas. La mayoría están pobladas
(en algún caso con muchos residentes, como Sicilia con cinco millones o Cerdeña
y Chipre que superan el millón de habitantes) y otras, las menos, están deshabitadas.
Algunas son muy extensas (como Sicilia, la más grande, o Cerdeña que superan
los 20.000 km2), otras son de tamaño medio (como Chipre, Córcega,
Creta, Eubea, Mallorca, Lesbos o Rodas con superficies que van desde los 10.000
hasta los 1.000 km2), habiendo otras muchas de menor superficie. Casi
todas forman parte de los países limítrofes (como España, Francia, Italia,
Grecia o Turquía principalmente) pero hay dos casos de países insulares
independientes (Malta y Chipre, ambos pertenecientes a la Unión Europea). En
ciertos casos aparecen formando archipiélagos, conjuntos relacionados
físicamente por la proximidad de sus elementos, pero unidos sentimental y culturalmente,
como sucede, por citar algunos ejemplos, con las Baleares en occidente, o el
Dodecaneso, las Cícladas, las Jónicas o las Espóradas en su sector oriental.
Las “puertas” del Mediterráneo.
Los mares están (generalmente) acotados. En algunos casos con exactitud
(hasta tal punto de que son, en realidad, inmensos lagos salados, como el mar
Caspio, el mar Muerto o el mar de Aral); mientras que, en otros, la
delimitación es menos estricta, especialmente en los que, aunque reciban ese
nombre, sus aguas son, en verdad, oceánicas.
El mar Mediterráneo es un mar acotado con precisión por los
litorales continentales que lo cercan casi por compelto. Este hecho que lo aproxima
al carácter de un lago, pero no lo es gracias a que dispone de dos puertas
de acceso. Una de ellas está situada en su extremo occidental y lo conecta
con el océano Atlántico. La otra se ubica el extremo nororiental, dando paso al
mar Negro (el Ponto Euxino, mar “hospitalario” de los antiguos griegos, otro
mar con buena demarcación, hasta el punto de que la existencia de esta puerta
impide que sea propiamente un lago).
Las dos puertas son efectivas, cumpliendo su misión biológica, y
están muy bien definidas geográficamente, pero, sobre todo, cuentan (o mejor,
contaron) con un gran valor simbólico obtenido en tiempos ancestrales
(hoy su valor es fundamentalmente comercial y estratégico). Fueron los antiguos
griegos quienes crearon esa caracterización mítica de lo que eran, desde luego,
dos accidentes geográficos excepcionales.
En el extremo occidental, se ubican las “columnas” de Hércules, que
indicaban el final del mar, los límites del mundo conocido y, por lo tanto, la
apertura hacia lo ignoto y el misterio (entonces representado por el actual
Océano Atlántico). Nos estamos refiriendo al actual Estrecho de Gibraltar,
una “portada” marítima que se encuentra enmarcada por dos promontorios
singulares que separan dos continentes: Europa y África. La “jamba” situada en el
norte no ofrece dudas, es el Peñón de Gibraltar con sus 426 metros de
altura (que fue llamado Kalpe por los antiguos griegos y fenicios). Más
discusión hay acerca de cuál podría ser la “columna” meridional (que fue
conocida en la antigüedad como Abyla), disputándose esa distinción dos
montes: el monte Hacho, de 204 metros situado en la española Ceuta y el marroquí
monte Musa de 851 metros de altura.
Allí se encontraba el Jardín de las Hespérides (Ἑσπερίδες), custodiado por
las tres ninfas que respondían a ese apelativo y donde se encontraba el
maravilloso árbol que proporcionaba manzanas doradas que otorgaban la
inmortalidad a quien las comiera. La vigilancia estaba reforzada por un dragón
de cien cabezas junto a su entrada. Era Ladón, el monstruo que fue muerto por
Hércules (Heracles para los griegos) en uno de sus doce trabajos míticos, en el
que también separó los promontorios Kalpe y Abyla, que antes se
encontrarían unidos, lo que permitió conectar mar y océano.
Las Hespérides eran las ninfas del atardecer, del ocaso, ya que por ahí se
“hundía” el sol en las remotas aguas del incógnito océano, alimentando todo
tipo de elucubraciones sobre la ubicación en esa zona del Hades (el inframundo
poblado por los muertos). El término del griego antiguo Ἑσπερος, hesperos,
significaba “tierra occidental” y daría nombre a la Península Ibérica (conocida
como Hesperia antes de ser Iberia o Hispania). La ubicación del jardín estuvo
muy indefinida, pero parecía situarse a los pies occidentales de la cordillera
del Atlas (en Marruecos), que, según el mito, era Atlas (o Atlante), el titán
que sujetaba la bóveda celeste, y que fue petrificado por una mirada de Medusa
sujetada por Perseo (aunque este es otro mito).
En la parte nororiental, se localiza la segunda puerta: el Helesponto
de la antigua Grecia, que también separa dos continentes (Europa y Asia). Es el
actual Estrecho de los Dardanelos que se abre entre la península de Galípoli
y Asia Menor, comenzando la conexión entre el Mediterráneo y el Mar Negro, que
se configura una “puerta” compleja porque este desfiladero, da paso a un
pequeño mar interior (mar de Mármara) que conecta a través de un nuevo estrecho
(el Bósforo) con el Mar Negro.
Su denominación Ἑλλήσποντος (Hellespontos) significa "Mar de
Helle" (ponto significaba mar y Helle, o Hele, es el nombre
de la princesa mítica que se ahogó en ese lugar). El mito narra como Helle y su
hermano Frixo, hijos del rey Atamante y nietos del dios Eolo, iban a ser
sacrificados (como consecuencia de disputas familiares que no vienen al caso),
pero lograron escapar gracias a la intervención de Zeus, quien envío en su
ayuda un carnero alado cuya lana era de oro. Se fugaron volando sobre el
animal, pero en la huida, Helle cayó en ese estrecho ahogándose, mientras que
su hermano logró salvarse llegando a la Cólquide (en el extremo oriental del
mar Negro), donde fue acogido. Para agradecer a Zeus su salvación, Frixo
sacrificó en su honor el carnero. La piel sería conservada como algo sagrado, convirtiéndose
en el “vellocino de oro” que irían a buscar Jasón y sus argonautas (pero esa es
otra leyenda).
Esta puerta nororiental se abría al Mar Negro y a sus fértiles riberas y
llanuras septentrionales, que eran uno de los lugares de abastecimiento
principales de los pueblos griegos. Por esta razón, el control de ese paso
marítimo fue fundamental, aunque también tuvo importancia para retener,
posibles invasiones de los persas, enemigos ancestrales de los griegos. Esas trascendentales
misiones animaron la fundación en el Bósforo de la nueva ciudad de Bizancio
(futura Constantinopla y actual
Estambul). Lo mismo sucedió con Troya, que estaba ubicada en la parte asiática
del Helesponto. De hecho, parece que las guerras que acabaron con esta ciudad
pudieron estar motivadas por el control del acceso al canal natural.
En cualquier caso, y más allá de los acontecimientos relatados por los
mitos, el hecho de que se escecnificaran en esas localizaciones indica la
importancia simbólica de los dos lugares. Para finalizar debemos recordar que el
Mediterráneo tiene una tercera puerta, pero esta es reciente. Es el Canal de
Suez, “fisura realizada por mano del hombre” en palabras de Marguerite
Yourcenar. En consecuencia, esta “puerta de servicio”, cuya construcción fue impulsada
por cuestiones económicas, carece del contenido mítico de las dos históricas
(al Canal de Suez ya le dedicamos un artículo en este blog: “El Canal de Suez y sus ciudades”)
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