Madrid apostó por el Plan (plano del PGOUM 85).
Barcelona lo haría por el Microurbanismo (intervención en el Moll de la Fusta).
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El “desarrollismo” tuvo un final abrupto en
España. La crisis del petróleo de 1973 y el final de la dictadura en 1975
abrieron un tiempo nuevo en el que tanto
el país como sus principales ciudades modificarían su rumbo radicalmente. La
recesión económica y la llegada de la democracia prepararían un escenario
inédito en el que Madrid y Barcelona abordarían su futuro con nuevas claves y
con un ímpetu renovado.
Los
ciudadanos habían recuperado el poder (los ayuntamientos democráticos se
constituyeron en 1979) y reivindicarían un nuevo modelo de ciudad más humana y equilibrada.
Madrid y Barcelona se enfrentaron a una revisión en profundidad. Las
dos ciudades pretendían recualificar su espacio corrigiendo los graves
problemas heredados de la etapa anterior. Pero lo harían adoptando estrategias
distintas. Mientras Madrid acabaría aprobando un Plan General que marcaría
un hito para la capital y para la cultura urbana de todo el país. Barcelona
optaría por un proceso diferente: el microurbanismo.
Crisis económica y
crisis política: las claves de un nuevo rumbo para España y sus ciudades.
Entre el
comienzo de la década de 1970 y su final, en España se produjeron dos acontecimientos de gran trascendencia
que modificaron drásticamente el rumbo del país y de sus ciudades.
Madrid en 1970.
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En primer
lugar, ocurrió un suceso externo que
afectaría a todas las economías occidentales. La decisión de los países árabes
de no exportar petróleo a los estados que habían apoyado a Israel durante la
guerra del Yom Kippur (1973) supuso
una reducción sustancial de la oferta y, en consecuencia, una gran elevación
del precio del crudo, que se cuadruplicó. Esto provocó el estallido repentino
de la denominada “Crisis del Petróleo”,
una situación generalizada de dificultad económica que tuvo graves
consecuencias para los países industrializados, dada la elevada dependencia que
tenían de esa fuente de energía. Aunque
el embargo se levantó en 1974, los precios permanecerían altos y los efectos
del “shock” se mantendrían durante el resto de la década. La factura energética
incrementó de forma desmesurada los costes de producción que derivaron en una
inflación galopante. El consumo se restringió de forma extraordinaria y numerosas
industrias se vieron forzadas a cerrar sus instalaciones, produciendo un
considerable incremento del desempleo. En consecuencia se produciría un
estancamiento que clausuraría drásticamente el periodo de bonanza anterior. En
este contexto, las grandes ciudades verían frenado en seco su crecimiento
(incluso en algunos casos sufrirían descensos de población) y se enfrentarían a
una situación muy distinta a la de los últimos años.
La segunda clave fue interna. Desde la Guerra
Civil (1936-1939), España estaba sometida a un régimen dictatorial. Durante el último periodo del
“franquismo” se fue consolidando una cierta bipolaridad en la sociedad
española, que se manifestó socialmente en unas intensas protestas (de
estudiantes, de trabajadores, etc.) que, a pesar de la represión, fueron
calando en una mayoría que anhelaba mayores libertades. La muerte en 1975 del general
Franco permitió el comienzo de la liquidación de un sistema que había durado
casi cuarenta años, dando los primeros pasos para la instauración de la democracia. Los españoles iniciaron la
“transición” hacia el deseado sistema político, concretado en la Constitución de
1978, en la que se daba carta de naturaleza, entre otras muchas cuestiones, a
la monarquía parlamentaria como fórmula de gobierno, a la estructuración del
país en Comunidades Autónomas y a la conversión de los Ayuntamientos en
entidades democráticas, cuyas primeras elecciones se celebraron en 1979. Este hecho sería de gran trascendencia
para las ciudades.
Barcelona en 1975.
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A lo largo de
la siguiente década, España iría recuperándose económicamente y consolidando la
incipiente democracia, asistiendo a una transformación espectacular que la
ubicarían en el grupo de los países occidentales más avanzados (con actos como
la integración en 1982 en la OTAN, Organización
del Tratado del Atlántico Norte, confirmada por referéndum en 1986 o la
entrada en ese mismo año en la CEE, Comunidad
Económica Europea). Las ciudades encabezarán este proceso vertiginoso de
modernización que culminará en una fecha simbólica, 1992, en la que se cumplía
el quinientos aniversario de la Conquista de América. En ese año se celebrarían
los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Capitalidad Cultural de Madrid y
la Exposición Universal de Sevilla.
Pero antes de
ese emblemático año, las ciudades
democráticas tuvieron que abordar dos tareas urgentes: convertir la ciudad
heredada del desarrollismo en un
espacio “habitable” para los ciudadanos y modernizar sus estructuras, en
sintonía con las principales urbes mundiales. Las intervenciones se realizarían
desde un nuevo paradigma urbano.
El nuevo paradigma
urbano de las ciudades democráticas: recualificar la ciudad heredada.
Las dos claves históricas referidas (la recesión
económica y el cambio de sistema político) van a propiciar un giro radical en el
rumbo de las ciudades españolas, y concretamente de Madrid y Barcelona.
Ambas habían
sufrido intensamente las consecuencias especulativas del “desarrollismo” del periodo anterior, y presentaban un panorama
bastante desolador. La crisis económica había acabado con el crecimiento
desaforado y descontrolado característico hasta entonces y sus efectos se
manifestaban en graves desequilibrios internos, extensiones anárquicas,
déficits infraestructurales y de equipamientos, espacios desfigurados o
desestructuración generalizada en sus sistemas. El escenario, a partir de
entonces, sería otro. El urbanismo del desarrollismo daría paso al urbanismo de
la austeridad.
Madrid. Vallecas en 1980. Los conflictos tipológicos y
de escala o los déficits dotacionales eran habituales en las grandes ciudades.
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Por otra parte, las primeras elecciones municipales
democráticas de 1979 dieron la victoria a los partidos de izquierda en las dos
grandes ciudades, lo que supondría una reorientación en la estrategia evolutiva
de las mismas. Los nuevos ayuntamientos plantearon otras políticas urbanas que
apostaban por un nuevo modelo que
tuviera a los ciudadanos como objetivo. Los criterios que debían dirigir los planteamientos
urbanos tendrían una clara orientación social, buscando que la ciudad comenzara
a ser apreciada por su “valor de uso” y relegando el “valor económico y
mercantil” imperante durante el desarrollismo.
El objetivo principal sería recualificar la ciudad existente, con unas
directrices claras: limitar la extensión de la misma, dedicándose a completar
los “huecos” y discontinuidades existentes, y reequilibrarla internamente.
Por otra
parte, desde el punto de vista legislativo general, también habría novedades.
La Ley del Suelo de 1956, que había asentado las bases técnicas y conceptuales
del urbanismo español, fue reformada por la Ley
sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, que se conocería como la Ley del Suelo de 1975. Este reglamento
introducía la gran aportación de los “estándares urbanísticos”, entendidos como
parámetros de obligado cumplimiento que pretendían garantizar la dotación
mínima de equipamientos y zonas verdes en cualquier nuevo desarrollo, evitando
la discrecionalidad del planificador.
La discontinuidad urbana creada por el Desarrollismo
puede apreciarse en la imagen tomada por Francesc Catalá-Roca en las afueras de
Barcelona.
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Madrid y
Barcelona comenzaron una revisión en profundidad. Y aunque ambas padecían
problemas similares propondrían soluciones siguiendo estrategias distintas. Madrid, actuaría desde “lo general a lo
particular” aprobando en 1985 un Plan
General de Ordenación Urbana que marcaría un hito para la capital y para la
cultura urbana de todo el país. Barcelona, en cambio, optaría por una
estrategia diferente, que iría desde “lo particular a lo general”: el Microurbanismo. Las dos ciudades
encabezarían entonces un debate disciplinar sobre los mecanismos más adecuados
para intervenir en la ciudad, un debate que enfrentaba el “multiproyecto” con el “Plan”.
Madrid, hacia el Plan
General como instrumento de diseño urbano.
En los
primeros años de la década de 1970 Madrid superó los tres millones de
habitantes pero con la crisis, frenó totalmente su crecimiento. No obstante, la
inmigración continuaría, aunque mucho más moderada y se alojaría en los
municipios del Área Metropolitana (Móstoles, Fuenlabrada, Parla, etc.). En los
últimos años, Madrid había ido cambiando de rostro, por ejemplo con la construcción
de oficinas en los grandes ejes de la ciudad, consolidándose las actuaciones de
la Castellana, Colón, AZCA, Orense o
con las promociones residenciales, como Altamira, Ciudad
de los Periodistas o Santa Eugenia
dirigidos a la clase media y las viviendas en régimen cooperativo sobre
terrenos urbanizados por el Instituto Nacional de la Vivienda en las zonas de Aluche, Campamento, Canillas, Moratalaz y San Blas. Otra obra emblemática de ese periodo sería el llamado Tercer Cinturón (la M-30, hoy denominada Calle-30)
que se inauguraría en 1974 (aunque el anillo no se cerraría definitivamente hasta
1992).
La M-30 madrileña en construcción a su paso por la zona
de Ventas.
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En los
últimos años de la dictadura, en Madrid se había ido gestando un movimiento
ciudadano asociativo (entonces, generalmente, al margen del sistema), que una
vez consolidado en la democracia, se ocuparía de denunciar los problemas y
exigir soluciones para una población que había sufrido el desequilibrado y
agresivo desarrollo urbano anterior. Sus reivindicaciones serían recogidas por
el primer ayuntamiento democrático que estaba dirigido por Enrique Tierno
Galván (1918-1986). Tierno era un veterano político e intelectual socialista,
que gozaría de una enorme popularidad en su papel de alcalde de la capital y
que contó con el arquitecto Eduardo Mangada (1932) como concejal delegado de
Urbanismo (hasta 1982). El nuevo equipo municipal adoptaría el acuerdo de definir
una nueva planificación para Madrid. Iniciados los trabajos en 1980, bajo la
dirección del arquitecto Eduardo Leira (1944), el Plan General de Ordenación Urbana de Madrid sería aprobado
inicialmente en 1983 y con carácter definitivo en 1985. El PGOUM 1985 propondría un nuevo modelo urbano,
innovador y esperanzado, cuyo objetivo era “recuperar” la ciudad para los
ciudadanos. Este Plan pretendía sanar las graves heridas producidas por pasado desarrollista de Madrid, para lo cual
limitaría su expansión y, con una declarada voluntad morfológica, adoptaría el
proyecto urbano como estrategia para completar la ciudad discontinua. También
se ocuparía de reequilibrar los déficits dotacionales entre el norte y el sur. Su
formulación sería trascendente para Madrid y también para otras muchas ciudades
que lo tomarían como referencia.
Barcelona, hacia el
multiproyecto como estrategia de intervención urbana.
El panorama de la Barcelona heredada por la democracia
era desalentador: una densidad extraordinaria con clamorosos déficits de
espacios libres, una congestión de tráfico casi permanente, una desconexión
física y mental del mar, graves desequilibrios estructurales y, en general, un
deterioro ambiental importante. Sumado a todo, Barcelona se encontraba con dos
circunstancias particulares. Por una parte, su territorio administrativo se encontraba, desde hacía ya tiempo,
prácticamente colmatado. De hecho, los últimos grandes crecimientos se
habían producido en las ciudades perimetrales que integran su área
metropolitana. Y por otra parte, el nuevo ayuntamiento de la ciudad se encontró
con un planeamiento aprobado muy
recientemente (Plan General
Metropolitano Ordenación Urbana de Barcelona, 1976) que organizaba los
aspectos fundamentales de su área metropolitana. Este Plan va a asumirse como
un marco aprovechable, ya que la opción de su revisión significaba comenzar un
proceso complejo, de larga duración y la ciudad no podía esperar para acometer
las necesarias reformas.
Plan General Metropolitano Ordenación Urbana de
Barcelona, 1976
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El espíritu transformador se encontró muy apoyado por las
reivindicaciones populares de los movimientos ciudadanos y de barrio, que
siempre han sido muy activos en Barcelona. La tarea se presentaba ardua y
alcanzó, en ocasiones, grados épicos, pero la ciudad no se desanimó. Para ello
contó con un fuerte liderazgo político que impulsó con resolución el proceso y
lo gestionó con brillantez. El primer ayuntamiento socialista estuvo encabezado
por Narcís Serra (1943) y apoyado urbanísticamente en el arquitecto jefe del
equipo redactor del Plan Metropolitano de 1976, Juan Antonio Solans (1941).
Cuando Serra y Solans emprendieron otras responsabilidades políticas fueron
sustituidos por un nuevo alcalde (en 1982), Pascual Maragall (1941) y un nuevo
técnico responsable de la ciudad (en 1980), el arquitecto Oriol Bohigas (1925).
La
designación de Oriol Bohigas como concejal delegado de Urbanismo convirtió a
Barcelona en un gran laboratorio urbanístico en el que experimentar las ideas
desarrolladas en la Escuela de Arquitectura, que Bohigas estaba entonces dirigiendo.
Desde su responsabilidad, Bohigas defendió una nueva forma de abordar la tarea
urbana, apoyándose en el método del Proyecto frente al Plan General de
Ordenación. Denunciaría el mito de la unidad de la ciudad y la irrealidad de los
Planes urbanísticos, y defendió el pragmatismo de actuaciones numerosas y
rápidas, diseminadas por todo el casco urbano, y centradas en la remodelación
del espacio público.
La primacía del Proyecto sobre el Plan no significaba
suprimir los instrumentos tradicionales de control urbanístico sino
transformarlos en otro tipo de documento y en otras fórmulas de gestión. Se
trataba de un cambio de escala. De la visión holística sobre la ciudad se
pasaba a una planificación que consideraba entornos más reducidos y asequibles.
Bohigas lo denominaba el “Plan-Proyecto”.
No obstante, estos “Planes-Proyecto” no se encontraban huérfanos de referencias
superiores; todo lo contrario, requerían esa orientación previa que marcara su
rumbo. El modelo era necesario, pero se debía limitar a sentar las bases
políticas del futuro de la ciudad, definiendo las intenciones generales y
marcando las grandes decisiones. En esa línea, debía reducir sus
consideraciones figurativas, formales y funcionales, ya que estas
determinaciones corresponderían a cada proyecto concreto. La flexibilidad de
ese esquema conceptual, de esa orientación global, otorgaba todo el
protagonismo a los proyectos específicos, que asumían la responsabilidad sobre
la programación de usos y formas. Desde lo particular se llegaría a lo general.
Sobre estas bases se planteó la noción de “acupuntura urbana”, como una técnica de
intervención en puntos “neurálgicos” (o neuróticos) de la ciudad, para, desde
ellos, producir un efecto de “metástasis positiva” que irradiara e impulsara la
renovación. En muchas ocasiones la iniciativa pública seria la responsable de
ese esfuerzo inicial para que la privada continuara y completara los objetivos.
Esta filosofía urbana, reconocida como “microurbanismo”,
será uno de los rasgos característicos del nuevo proceder barcelonés durante la
década de 1980, que culminaría con las intervenciones para los Juegos Olímpicos de 1992.
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