12 jul 2011

CONSTRUIR CIUDADES. Esther Pizarro



Las ciudades tienen una memoria que dialoga con la nuestra,
la provoca y la despierta. Tienen una memoria histórica: en la
concepción moderna de la ciudad, los monumentos se añaden
para dar al paisaje su dimensión temporal y el ciudadano está
confrontado cada día a las huellas de un pasado que su
propio recorrido reencuentra, recubre y supera (1).


SOBRE EL ESPACIO
Desde que entró en crisis la concepción euclidiana del espacio como una continua, homogénea y estable determinación del universo tridimensional en el que nos movemos, el hombre contemporáneo ha sido expuesto a una sucesiva experimentación de nuevos espacios. A partir del momento en que ni el espacio puede ser considerado como una categoría a priori de nuestra organización perceptiva, tal y como establecía Emmanuel Kant en su Crítica de la Razón Pura, ni su determinación puede aceptarse como un dato absoluto inevitablemente ligado a las tres coordenadas perpendiculares de anchura, altura y profundidad; la concepción del espacio y, por tanto, del lugar como entidades absolutas es cuestionada. Recordemos que estas categorías habían permanecido básicamente inalterables desde Aristóteles a Newton en la cultura occidental. Fue Einstein con su teoría de la relatividad quien modificó la noción de espacio confiriéndole un carácter moderno y asociándolo inseparablemente a la noción de tiempo. Se establece así, una continua mutabilidad del mundo físico entre los parámetros espacio–temporales.


Por lo que respecta al contexto escultórico, el espacio ha sido siempre un motor generador de nuevas ideas. Al igual que en la historia del pensamiento occidental este concepto ha sufrido notables transformaciones, la escultura, concebida como una respuesta plástica a una época determinada, ha reflejado todos estos cambios.
Esta disciplina ha evolucionado desde una tradición antropomórfica de bulto redondo, que concebía la obra como algo masivo, cerrado y en bloque, donde la materia se imponía al espacio; hasta otras soluciones que han hecho del espacio un material constructivo y el origen y fin de la obra escultórica. La apropiación de espacios que tradicionalmente habían pertenecido a otros órdenes, junto a una desmaterialización de la obra escultórica, han permitido a la escultura desligarse de su lastre antropomórfico y de su carácter conmemorativo. El escultor y teórico, Adolf von Hildebrand postuló la relativización del espacio artístico diferenciando dos tipos de visión (la lejana y la próxima) que crean situaciones objetivamente distintas en la experiencia de cualquier obra, de modo que es el espacio percibido el que finalmente determina dicha experiencia. Argust Schamrsow y Alois Rielg, siguiendo el razonamiento de Hildebrand, abogarían por un sentimiento global que se produce en el momento perceptivo. Movimiento, visión y tacto se aúnan produciendo una experiencia sentimental en la que la percepción humana es inseparable de los mecanismos que adoptamos frente al mundo. El espacio pasa así, de ser un punto de partida, un mero dato inicial, una causa, a presentarse como una consecuencia con infinitas experiencias espacio–temporales. Se había evolucionado desde un planteamiento físico–matemático a otro biológico, psicológico y filosófico. La visión próxima y remota, el tacto y el movimiento del cuerpo establecen las condiciones de la experiencia del espacio de modo que la producción de nuevos espacios y de nuevas experiencias espaciales está indisolublemente ligada a la explotación de los mecanismos de percepción del sujeto humano (2).

SOBRE EL LUGAR
Después de la Segunda Guerra Mundial, la noción de espacio como categoría basada en los estímulos psicológicos del individuo, es sustituida por la de lugar. Este gran cambio o desplazamiento del espacio al lugar es llevado a cabo por la fenomenología husserliana que sustituirá al empirismo psicológico fundamentado en la psicología de la percepción gestáltica. Según la Fenomenología, la experiencia del mundo que nos rodea se hace con la totalidad del cuerpo espacio–temporal, sexual, móvil y expresivo, produciéndose así una interacción directa entre el yo y el mundo. Hoy vivimos en la extrañeza entre el yo y los otros, entre el yo y el mundo, en el límite incluso entre el yo y uno mismo. Nuestra percepción no es estructurante sino nomádica. La experiencia del propio cuerpo y de lo que le es exterior está hecha de ingredientes heterogéneos, de átomos que no constituyen moléculas, de porciones que no encajan unas con otras (3) .

En el cambio sustancial que se da desde el espacio al lugar, este último se concibe como reconocimiento, como delimitación, como establecimiento de confines. A su vez, la noción de lugar aparece indisolublemente ligada a la de tiempo.
Los lugares de las culturas históricas han sido casi siempre desafíos al tiempo, monumentos de memorias colectivas, contenedores de recuerdos, de gestos, en definitiva, los lugares son acumuladores de vivencias, habitáculos temporales. El tiempo contemporáneo se nos presenta como una yuxtaposición, una discontinuidad alejada de un sistema único, cerrado y acabado. El tiempo en la Edad Clásica solía estar simplemente reducido a cero (experiencia en la centralidad renacentista) o bien, ser un tiempo controlado, con un principio y un orden en la expansión (experiencia en la temporalidad barroca). Sin embargo el tiempo moderno carece de estos matices, y se nos impone como una explosión en la que este no aparece como material único con el que construir nuestra experiencia, sino que coexisten tiempos diferentes, con los que se produce nuestra experiencia de la realidad. El tiempo del hombre contemporáneo es un concepto diversificado, yuxtapuesto, estratificado. La temporalidad no se presenta como un sistema sino como un azaroso instante que, guiado sobre todo por la casualidad, se produce en un lugar y en un momento imprevisible (4). En definitiva, comienza a producirse una acotación de campos donde el espacio contemporáneo nos conduce a percibir lugares que están estrechamente unidos a la dimensión temporal, creándose así un tercer plano, el habitar.

SOBRE EL HABITAR
Para Heidegger el hombre contemporáneo es un apátrida, carece de morada, de un lugar en el que la llamada al habitar pueda darse de un modo inmediato. Por el contrario, para él, el habitar es una tarea. Es necesario aprender a habitar y por ello el primer paso es advertir esa situación de desarraigo y la necesidad de ser cambiada. En ese viaje se enclava el proceso de la construcción. El habitar lleva al construir y la construcción es el proceso por el cual el hombre congrega cosas, objetos, pero también se reúne con otros. De modo que el habitar, que comienza como un proceso por el cual nos esforzamos por salir del desarraigo nos lleva a la construcción. Una construcción en la que reuniendo, congregando, el hombre cuida de las cosas, las promueve, se hace con ellas. El fin del habitar es morar y el proceso de construir es levantar una morada, es decir, un lugar en el que la vida se entretenga con las cosas y en la que este habitar constituya un germen espiritual y moral (5).
Es evidente cómo esta estructura en forma de pirámide invertida nos ha llevado progresivamente desde untérmino tan amplio como es el espacio hasta el individuo, analizando las reacciones de este ltimo en cada plano y justificando con ello la aparición de una célula creativa y motora que surge y se desarrolla impulsada por una necesidad personal.

CONSTRUIR CIUDADES
Llegué a Roma en febrero. Tenía un vago recuerdo de la ciudad, de un viaje realizado años atrás, aunque desdibujado en la memoria por el paso del tiempo. Todo eran sensaciones nuevas y muy intensas de lugares, de historia, de espacios y de tiempos que pronto anularon cualquier vestigio del pasado. No quería que mi paso por Roma fuera un mero viaje, una visita, como el turista que acumula imágenes de lugares visitados para poseer un álbum más de fotografías a colocar en la estantería. Tampoco sabía cómo Roma influiría en mi trabajo, ni tan siquiera, qué trabajo saldría de todo aquello. Esa extrañeza que me producía la ciudad me gustaba. Una cosa era cierta y real, Roma abrumaba, cada calle recorrida, cada piedra que tocada, cada edificio observado, cada poro de su tejido urbano, de su piel arqueológica, emanaba historia.

Día a día la ciudad se iba construyendo en mi mente. Al principio eran tan solo bosquejos, fragmentos aislados, sensaciones vividas, recuerdos pensados. Poco a poco y conforme pasaban los días, estas memorias aisladas comenzaban a entretejer una red de experiencias vividas, de lugares habitados. La ciudad comenzaba a construirse en la memoria, como la ciudad-historia y la ciudad-memoria de las que nos habla Marc Augé en sus ¨Lugares y no lugares de la ciudad¨, que concentra y mezcla la gran historia y las historias individuales que cada uno posee de ella. Las ciudades se habitan y el proceso de habitar no es otra cosa que una construcción. El espacio habitado no es ya un espacio geométrico de tres dimensiones si no existencial, resultado de una percepción fenomenológica de los lugares y de una construcción a partir de esa experiencia. El cúmulo de experiencias vividas en los lugares construye la memoria de los mismos y este proceso se lleva a cabo habitando espacios, piedras, ruinas, vacíos, tiempos, etc…

Roma se me dibujaba como una acumulación de capas, de estratos, de tiempos, de lugares y de historia y no, como un todo unitario. En definitiva, era una arqueología de la superposición, una discontinuidad en el tiempo.
En esa fragmentación de lo inacabado, de lo que quedó atrás por el paso del tiempo, en esa estratificación, era donde encontraba la esencia de Roma, su carácter más profundo. Acumulación de ruinas, reiteración de órdenes, diferencia de tiempos, desconexión espacial son algunos de los adjetivos con los que definiría mi trabajo en Roma.

La morfología de Roma carece de un orden o referencia geométrica clara. Su urbanística se desarrolla por adiciones sucesivas que transforman el conjunto preexistente en un continuo proceso de diversificación formal y funcional del espacio de la ciudad. El singular diseño resultante de esta manera de disponer las capas de la memoria colectiva de otras civilizaciones, parece desarrollarse sin directrices programadas en un aparente desorden que evidencia la ausencia de una voluntad por planificar la ciudad según unas reglas racionales y un diseño geométrico del espacio urbano. La ciudad se convierte en una especie de laboratorio donde experimentar nuevas soluciones arquitectónicas y urbanísticas. Roma se me presentaba como un tejido espontáneamente desarrollado sobre un trazado de apariencia casual que, con fuerza, hablaba de la permanencia de sistemas más antiguos, de historia pasada, con un vínculo real al espacio geográfico en el que se ubica. El área monumental de la ciudad se sitúa en un sistema de pequeñas colinas que se elevan sobre la llanura aluvial a lo largo del sinuoso curso del Tíber. En esta singular topografía de pequeños relieves, en el centro del valle, el complejo arquitectónico del Foro aparece como un sistema carente de orden en el cual los imponentes volúmenes forman una estructura que crece por recintos sucesivos. La grandiosa arquitectura de los foros imperiales emerge imponente en la abigarrada y desordenada trama ciudadana, evidenciando la potencial expresividad de la ciudad, pero también, los límites y contrastes de un crecimiento urbano no programado.

La ciudad es un espacio para la movilidad, un contenedor prefigurado que produce inevitablemente un efecto de vacío, un molde negativo para nuestra experiencia de permanente movilidad. Ausencia de límites, interconexión espacial, dilatación son síntomas de como la ciudad se percibe más como forma en negativo que como proposición de contenidos precisos. Es el vacío el que da sentido a los locus de las catacumbas romanas, es también el que nos permite transitar por los diferentes niveles históricos de la basílica de San Clemente, es el que dibuja habitáculos perdidos en las ruinas de Ostia Antica, es, en definitiva, el que conforma espacios por donde transitar, lugares para habitar. El vacío es el que confiere el carácter de epidermis a la ciudad, el que articula su tejido urbano.

Al igual que este texto se ha ido construyendo a partir de reflexiones sobre el espacio, el lugar y el habitar, mi trabajo en Roma se fue haciendo día a día, recogiendo mis experiencias, mis percepciones y, sobre todo, mis vivencias en esta ciudad. Construí libros que a la manera de mapas desdibujados por el tiempo narran la ciudad, nos enseñan sus vacíos, sus calles y plazas por los que de una manera u otra se transita. Pliegues, que según la noción de pli (pliegue) glosada por Gilles Deleuze, suponen que el espacio está hecho de plataformas, de grietas, de raspaduras, de superficies y profundidades que dislocan por completo nuestra experiencia espacial (6).
En esa cultura del acontecimiento y de la descomposición que lleva hacia el desorden es necesario cribar sus elementos, seleccionar experiencias para construir nuevos pliegues en la realidad múltiple. Realicé dibujos que formulan homenajes aislados a lugares, a espacios. La necrópolis etrusca de Cerveteri, con sus inmensos túmulos circulares que señalizando lugares nos indican que allí hubo en su día, enterrado un trozo de historia y que ahora, a través de sus interminables y frías escaleras, nos conducen a las entrañas de unos habitáculos, por otra parte cálidos, que describen espacios para el recuerdo, laberintos personales. Paseé muchas veces por el río Tíber, lo atravesé, pase horas mirando las interminables formas que el agua genera desde puente de la insola tiberina. Pensé sobre la importancia de esa gran arteria que determino el eje de los primeros asentamientos romanos. El monte Paladino, el Campidoglio, el Gianicolo, los Foros Imperiales, el Coliseo; todos esos fragmentos de la ciudad iban construyendo mi memoria de Roma. Imaginé un sistema de quartieres (barrios), receptáculos de experiencias, habitáculos del recuerdo que reflejaran esos vacíos laberínticos y orgánicos de la zona medieval por los que había transitado. Espacios que definen otros espacios, como la disposición de las ruinas de Ostia Antica conformando el cardo y el decumano.
Utilicé una piel de cera para el interior de mis contenedores, como la ciudad que se pliega sobre si misma para volverse más intima, más humana y accesible. Una epidermis arqueológica que repitiéndose continuamente describe en sus variaciones el tessuto romano. Aparentemente blanda y frágil y al mismo tiempo cálida, la cera nos describe las entrañas de la ciudad, esa ciudad imaginada en nuestra memoria, delicada y débil que necesita ser protegida por un caparazón externo, rígido y rotundo, de plomo. La elección de materiales nunca es casual.
Cada material posee su tiempo, sus reglas y su bagaje histórico; de esa manera es capaz de hablarnos del pasado o del presente, de contarnos algo. Roma representaba para mi fundamentalmente tiempo, historia, calidez. Por ello la utilización del plomo, metal dúctil y maleable, obedece a ese doble contrastre de aparente frialdad del metal y orgánica calidez de la cera.

Me planteé un trabajo abierto, sin principio ni final, como esos viajes que continúan en la mente de uno mismo después de haber concluido, donde las distintas piezas se van articulando de manera diferente según estén o no presentes, construyendo a partir de fragmentos lugares inventados en nuestra memoria.


1 AUGÉ, Marc, “Lugares y no lugares de la ciudad”. DESDE LA CIUDAD. Arte y Naturaleza, Diputación de Huesca, 1998,
pp. 240.
2 SOLÁ MORALES, Ignasi de, Diferencias. Topografía de la arquitectura contemporánea, Editorial Gustavo Gili, Barcelona,
1995, pp. 114.
3 Ibidem, pp. 22.
4 Ibidem, pp. 77.
5 Ibidem, pp. 50.
6 Ibidem, pp. 101–102.

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